Divina Comedia

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Siempre delante de él se encuentran muchos; van esperando cada uno su juicio, hablan y escuchan, después las arrojan.

«Oh tú que vienes a la mansión del dolor —me dijo Minos en cuanto me vio, dejando el acto de tan alto oficio—; mira cómo entras y de quién te fías: no te engañe la anchura de la entrada». Y mi guía le replicó: «¿Por qué le gritas tanto? No le entorpezcas su fatal camino; así se quiso allí donde se puede lo que se quiere, y más no me preguntes».

Ahora comienzan las dolientes notas a hacérseme sentir; y llego entonces allí donde un gran llanto me golpea.

Llegué a un lugar de todas luces mudo, que mugía cual mar embravecido en la tormenta, si los vientos contrarios le combaten. La borrasca infernal, que nunca cesa, en su rapiña lleva a los espíritus; volviendo y golpeando les acosa. Cuando llegan delante de la ruina, allí los gritos, el llanto, el lamento; allí blasfeman del poder divino. Comprendí que a tal clase de martirio los lujuriosos eran condenados, que la razón somete al deseo carnal y a sus lascivos apetitos.

Y cual los estorninos forman de alas en invierno bandada larga y prieta, así aquel torbellino a los malos espíritus: arriba, abajo, acá y allí les lleva; y ninguna esperanza les alivia, no de descanso, sino de menor pena.


Y cual las grullas cantando sus tristes acentos largas hileras hacen en el aire, así las vi venir lanzando ayes, a las sombras llevadas por el viento.

Y yo dije: «Maestro, quién es esa gente que el aire negro así castiga?». «La primera de la que las noticias quieres saber —me dijo aquel entonces— fue emperatriz sobre muchos idiomas.

Se inclinó tanto al vicio de lujuria, que la lascivia licitó en sus leyes, para ocultar el asco al que era dada: Semíramis26 es ella, de quien dicen que sucediera a Nino y fue su esposa: mandó en la tierra que el sultán gobierna.

Se mató aquella otra, enamorada, traicionando el recuerdo de Siqueo27; la que sigue es Cleopatra lujuriosa.

A Elena28 ve, por la que tanta víctima el tiempo se llevó, y ve al gran Aquiles que por Amor al cabo combatiera; ve a Paris, a Tristán». Y a más de mil sombras me señaló, y me nombró, a dedo, que Amor de nuestra vida les privara.

Y después de escuchar a mi maestro nombrar a antiguas damas y caudillos, les tuve pena, y casi desfallezco.

Yo comencé: «Poeta, de buena gana hablaría a esos dos que vienen juntos y parecen al viento tan ligeros». Y él a mí: «Los verás cuando ya estén más cerca de nosotros; si les ruegas en nombre de su amor, ellos vendrán».


Tan pronto como el viento allí los trajo alcé la voz: «¡Oh almas en pena!, hablad, si no os lo impiden, con nosotros». Tal palomas llamadas del deseo, al dulce nido con el ala alzada, van por el viento del querer llevadas, ambos dejaron el tropel de Dido y en el aire malsano se acercaron, tan fuerte fue mi grito afectuoso:

«Oh criatura graciosa y compasiva que nos visitas por el aire tenebroso a nosotras que el mundo ensangrentamos; si el Rey del Mundo fuese nuestro amigo rogaríamos de él tu salvación, ya que te apiada nuestro acerbo dolor.

De lo que oír o lo que hablar os guste, nosotros oiremos y hablaremos mientras que el viento, como ahora, calle. La tierra en que nací está situada en la Marina donde el Po desciende y con sus afluentes se reúne29. Amor, que al noble corazón se agarra, a este prendió de la bella persona que me quitaron; aún me ofende el modo. Amor, que a todo amado a amar le obliga, prendió por este en mí pasión tan fuerte que, como ves, aún no me abandona. El Amor nos condujo a morir juntos, y a aquel que nos mató Caína espera». Estas palabras ellos nos dijeron30.


Cuando escuché a las almas doloridas bajé la cabeza y tanto tiempo lo tuve así, que el poeta me dijo al fin: «¿Qué piensas?». Al contestarle comencé: «Qué pena, cuánto dulce pensar, cuánto deseo, a estos condujo a paso tan doloroso». Después me volví a ellos y les dije, y comencé: «Francesca, tus pesares llorar me hacen triste y compasivo; dime, en la edad de los dulces suspiros ¿cómo o por qué el Amor os concedió que conocieses tan turbios deseos?». Y repuso: «Ningún dolor más grande que el de acordarse del tiempo dichoso en la desgracia; y tu guía lo sabe.

Mas si saber la primera raíz de nuestro amor deseas de tal modo, hablaré como aquel que llora y habla: Leíamos un día por deleite, cómo hería el amor a Lanzarote; solos los dos y sin recelo alguno.

Muchas veces los ojos suspendieron la lectura, y el rostro empalidecía, pero tan solo nos venció un pasaje. Al leer que la risa deseada era besada por tan gran amante, este, que de mí nunca ha de apartarse, la boca me besó, todo él temblando. Galeotto31 fue el libro y quien lo hizo; no seguimos leyendo ya ese día».


Y mientras un espíritu así hablaba, lloraba el otro, tal que de piedad desfallecí como si me muriese; y caí como un cuerpo muerto cae.


Canto VI: Tercer Círculo - Los Glotones

Cuando cobré el sentido que perdí antes por la piedad de los cuñados, que todo en la tristeza me sumieron, nuevas condenas, nuevos condenados veía en cualquier sitio en que anduviera y me volviese y a donde mirase. Era el tercer círculo, el de la lluvia eterna, maldecida, fría y densa: pertinaz y constante, sin cambiar nunca. Grueso granizo, y agua sucia y nieve descienden por el aire tenebroso; hiede la tierra cuando esto recibe. Cerbero32, fiera monstruosa y cruel, caninamente ladra con tres fauces sobre la gente que aquí es sumergida. Rojos los ojos, la barba cerdosa y negra, y ancho su vientre, y uñosas sus manos: clava a las almas, desgarra y descuartiza. Los hace aullar la lluvia como a perros, de un lado hacen al otro su refugio, los míseros condenados se revuelven sin cesar.

Al advertirnos Cerbero, el gran gusano, la boca abrió y nos mostró los colmillos, no había un miembro que tuviese quieto.

Extendiendo las palmas de las manos, cogió tierra mi guía y a puñadas la tiró dentro de las fauces de la fiera.


Cual hace el perro que ladrando rabia, y mordiendo comida se apacigua, que ya solo se afana en devorarla, de igual manera las bocas impuras del demonio Cerbero, que así aturde las almas, que quisieran verse sordas.

Pasábamos sobre sombras agobiadas la densa lluvia, poniendo las plantas en sus fantasmas que parecen cuerpos.

En el suelo yacían todas ellas, salvo una que se alzó a sentarse al punto que pudo vernos pasar por delante.

«Oh tú que a estos infiernos te han traído —me dijo— reconóceme si puedes: tú fuiste, antes que yo deshecho, hecho». «La angustia que tú sientes —yo le dije— tal vez te haya sacado de mi mente, y así creo que no te he visto nunca.

Dime quién eres pues que en tan doloroso lugar te han puesto, y a tan grandes males, que si hay más grandes no serán tan tristes».

Y él me contestó «Tu ciudad, que tan repleta, de envidia está que ya rebosa el saco, en sí me tuvo en la vida serena.


Los ciudadanos Ciacco33 me llamasteis; por la dañosa culpa de la gula, como estás viendo, en la lluvia me arrastro.

Mas yo, alma triste, no me encuentro sola, que estas se hallan en pena semejante por semejante culpa», y más no dijo.

Yo le repuse: «Ciacco, tu sufrimiento tanto me pesa que de llanto me llena, pero dime, si sabes, qué han de hacerse de la ciudad partida los vecinos, si alguno es justo; y dime la razón por la que tanta guerra la ha asolado».

Y él a mí: «Tras de largas disensiones ha de haber sangre, y el bando salvaje echará al otro con grandes ofensas; después será preciso que este caiga y el otro ascienda, después de tres soles, con la fuerza de Aquel que tanto alaban34.

Alta tendrá largo tiempo la frente, teniendo al otro bajo grandes pesos, por más que de esto se avergüence y llore.

Hay dos justos35, mas nadie les escucha; son avaricia, soberbia y envidia las tres antorchas que arden en los pechos». Puso aquí fin a la lagrimosa perorata.

Y yo le dije: «Aún quiero que me informes, y que me hagas merced de más palabras; Farinatta y Tegghiaio, tan honrados, Jacobo Rusticucci, Arrigo y Mosca36, y los otros que en bien obrar pensaron, dime en qué sitio están y hazme saber, pues me aprieta el deseo, si el Infierno los amarga, o el cielo los endulza». Y aquel: «Están entre las más perversas almas; culpas varias al fondo los arrojan; los podrás ver si sigues más abajo.

Pero cuando hayas vuelto al dulce mundo, te pido que a otras mentes me recuerdes; más no te digo y más no te respondo».

Entonces desvió los ojos fijos, me miró un poco, y agachó la cara; y a la par que los otros cayó ciego.

Y el guía dijo: «Ya no se levanta hasta que suene la angélica trompa del juicio, y venga la enemiga potestad del pecado.

 

Cada cual regresará a su triste tumba, retomarán su carne y su apariencia, y oirán aquello que atruena por siempre». Así pasamos por la sucia mezcla de sombras y de lluvia a paso lento, tratando sobre la vida futura.

Y yo dije: «Maestro, estos tormentos ¿crecerán después de la gran sentencia, serán menores o tan dolorosos?». Y él contestó: «Recurre a lo que sabes37: pues cuanto más perfecta es una cosa más siente el bien, y el dolor de igual modo.

Y por más que esta gente maldecida la verdadera perfección no encuentre, entonces, más que ahora, esperan serlo». En redondo seguimos nuestra ruta, hablando de otras cosas que no cuento; y al llegar a aquel sitio en que se baja encontramos a Plutón: el gran enemigo38.

Canto VII:

Cuarto Círculo - Los Avaros

«¡Papé Satán, Papé Satán aleppe!39» dijo Plutón con ronca voz; y aquel sabio gentil que todo sabe, me quiso confortar: «No te detenga el temor, que por mucho que pudiese no impedirá que bajes a ese círculo». Después se volvió a aquel hocico hinchado, y dijo: «Cállate maldito lobo40, consúmete tú mismo con tu rabia.


No sin razón por el Infierno vamos: se quiso en lo alto allá donde Miguel tomó venganza de la soberbia rebelión».

Cual las velas hinchadas por el viento revueltas caen cuando se rompe el mástil, tal cayó a tierra la fiera cruel. Así bajamos por la cuarta fosa, entrando más en el doliente valle que traga todo el mal del universo.

¡Ah justicia de Dios!, ¿quién amontona nuevas penas y males cuales vi, y por qué nuestra culpa así nos destroza? Como la ola que sobre Caribdis41, se rompe con la otra que se encuentra, así viene a chocarse aquí la gente.

Vi aquí más gente que en las otras partes, y desde un lado al otro, con chillidos, haciendo rodar pesos con el pecho.

Entre ellos se entrechocaban; y después cada uno se volvía hacia atrás, gritando «¿Por qué agarras?, ¿por qué derrochas?». Así giraban por el foso tétrico de cada lado a la parte contraria, siempre gritando el estribillo odioso.

Al llegar luego todos se volvían para otra justa, a la mitad del círculo, y yo, que estaba casi conmovido, dije: «Maestro, quiero que me expliques quiénes son estos, y si fueron clérigos todos los tonsurados de la izquierda».

Y él a mí. «Fueron todos tan cortos de la razón en la vida primera, que ningún gasto hicieron con medida.

Bastante claro lo dicen sus voces, al llegar a los dos puntos del círculo donde culpa contraria los separa. Clérigos fueron los que en la cabeza no tienen pelo, papas, cardenales, que están bajo el poder de la avaricia». Y yo: «Maestro, entre tales sujetos debiera yo conocer bien a algunos, que inmundos fueron de tan grandes males». Y él repuso: «Es en vano lo que piensas: la vida abyecta que los ha ensuciado, a cualquier conocer los hace imposibles.

Se han de chocar los dos eternamente; estos han de surgir de sus sepulcros con el puño cerrado, y estos, con el cabello rapado; mal dar y mal tener, el bello mundo les ha quitado y puesto en esta lucha: no empleo más palabras en describirlo.

Hijo, ya puedes ver el corto aliento, de los bienes fiados a Fortuna, por los que así se enzarzan los humanos; que todo el oro que hay bajo la Luna, y existió ya, a ninguna de estas almas fatigadas podría dar descanso».


«Maestro —dije yo—, dime ¿quién es esta Fortuna a la que te refieres que el bien del mundo tiene entre sus garras?». Y él me repuso: «Oh locas criaturas, qué grande es la ignorancia que os ciega; quiero que tú mis palabras incorpores.

Aquel cuyo saber trasciendo todo, los cielos hizo y les dio quien los mueve tal que unas partes a otras se iluminan, distribuyendo igualmente la luz; de igual modo en las glorias mundanales dispuso una ministra que cambiase los bienes vanos cada cierto tiempo de gente en gente y de una a la otra sangre, aunque el seso del ser humano no lo entienda; por lo que imperan unos y otros caen, siguiendo los dictámenes de aquella que está oculta en la yerba tal serpiente. Vuestro saber no puede conocerla; y en su reino provee, juzga y dispone cual las otras deidades en el suyo.

No tienen tregua jamás sus cambios, necesidad la obliga a ser veloz; y aún hay algunos que el triunfo logran. Esta es aquella a la que ultrajan tanto, aquellos que debieran alabarla, y sin razón la vejan y maldicen. Pero ella en su alegría nada escucha; feliz con las primeras criaturas mueve su esfera y alegre se complace.

Ahora bajemos donde hay penas mayores; caen las estrellas que salían cuando eché a andar, y han prohibido entretenerse».

Del círculo pasamos a otra orilla sobre una fuente que hierve y rebosa por un canal que en ella da comienzo.

Aquella agua era negra más que azulada; y, siguiendo sus ondas tan oscuras, por extraño camino descendimos. Hasta un pantano va, llamado Estigia, este arroyuelo triste, cuando baja al pie de la maligna cuesta gris. Y yo, que por mirar estaba atento, gente enfangada vi en aquella Ciénega toda desnuda, con airado rostro.

No solo con las manos se pegaban, sino con los pies, el pecho y la cabeza, trozo a trozo arrancando con los dientes.


Y el buen maestro: «Hijo, mira ahora las almas de esos que venció la cólera, y también quiero que por cierto tengas que bajo el agua hay gente que suspira, y al agua hacen hervir la superficie, como descubrirá tu vista a donde mire».

Metidos en el lodo exclamaban: «Triste hicimos el aire dulce que del Sol se alegra, llevando dentro acidioso humo: tristes estamos en el negro cieno». Se atraviesa esta lamentación en su gaznate, y enteras no les salen las palabras.

Así dimos la vuelta al inmundo pozo, entre la orilla seca y la ciénaga; mirando a quien del fango se atraganta: y al fin llegamos al pie de una inmensa torre.

Canto VIII: Quinto Círculo - Los Irascibles

Digo, para seguir, que mucho antes de llegar hasta el pie de la alta torre, se encaminó a su cima nuestra vista, porque vimos allí dos lucecitas, y otra que tan de lejos daba señas, que casi nuestros ojos la veían.

Y yo le dije al maestro de todo saber: «Esto ¿qué significa? y ¿qué responde el otro foco, y quién es quien lo hace?». Y él respondió: «Por estas ondas sucias ya podrás divisar lo que se espera, si no te lo ocultan los vapores del pantano».

Cuerda no lanzó nunca una saeta que tan ligera fuese por el aire, como yo vi una nave pequeñita por el agua venir hacia nosotros, al gobierno de un solo galeote, gritando: «Al fin llegaste, alma alevosa». «Flegias42, Flegias, en vano estás gritando —le dijo mi señor en este punto—; tan solo nos tendrás cruzando el lodo». Cual es aquel que gran engaño escucha que le hayan hecho, y luego se contiene, así hizo Flegias conteniendo su cólera.

Subió mi guía entonces a la barca, y después me hizo entrar detrás de él; y solo entonces pareció cargada.

Cuando estuvimos ambos en la barca, hendiendo se marchó la antigua proa el agua más profunda que suele con los otros.


Mientras aquel canal de agua estancada recorríamos uno, lleno de fango vino y dijo: «¿Quién eres tú que vienes antes de tiempo?». Y le dije: «Si vengo, no me quedo; pero ¿quién eres tú que estás tan lleno de lodo?». Dijo: «Ya ves que soy uno que llora». Yo le dije: «Con lutos y con llanto, puedes quedarte, espíritu maldito, pues aunque estés tan sucio te conozco».


Entonces tendió la barca hacia las dos manos; pero el maestro lo evitó prudente, diciendo: «Vete con los otros perros». Al cuello luego los brazos me echó, me besó el rostro y dijo: «¡Oh desdeñoso, bendita la que estuvo de ti encinta! Aquel fue un orgulloso para el mundo; y no hay bondad que su memoria honre: por ello está su sombra aquí furiosa.

Cuantos por grandes personajes se tienen allá arriba, aquí estarán cual puercos en el cieno, dejando de ellos un desprecio horrible». Y yo: «Maestro, mucho desearía el verle zambullirse en este lodo, antes que de este lago nos marchemos». Y él me repuso: «Aún antes que la orilla de ti se deje ver, serás saciado: de tal deseo conviene que goces». Al poco vi la gran carnicería que de él hacía la fangosa gente; a Dios por ello alabo y doy las gracias.

«¡A por Felipe Argente43», se gritaban, y el florentino espíritu altanero contra sí mismo se desgarraba con los dientes.

Lo dejamos allí, y de él más no cuento. Pero el oído me hirió con un lamento, y miré atentamente hacia adelante.

Exclamó el buen maestro: «Ahora, hijo, se acerca la ciudad llamada Dite44, de rebeldes habitantes y poderoso ejército». Y yo dije: «Maestro, sus mezquitas en el valle distingo claramente, rojas cual si salido de una fragua hubieran». Y él me dijo: «El fuego eterno que dentro arde, rojas nos las muestra, como estás viendo en este bajo Infierno». Así llegamos a los profundos fosos que ciñen esa tierra sin consuelo; de hierro aquellos muros parecían.

No sin dar antes un rodeo grande, llegamos a una parte en que el barquero «Salid —gritó con fuerza— aquí es la entrada». Yo vi a más de un millar sobre la puerta de llovidos del cielo, que con rabia decían: «¿Quién es este que sin muerte va por el reino de la gente muerta?». Y mi sabio maestro hizo una seña de quererles hablar secretamente.

Contuvieron un poco su actitud hostil y dijeron: «Ven solo y que se marche quien tan osado entró por este reino; que vuelva solo por la loca senda; pruebe, si sabe, pues que tú te quedas, que le enseñaste tan oscura zona».

Piensa, lector, el miedo que me entró al escuchar palabras tan malditas, que pensé que ya nunca a la tierra regresaría.

«Guía querido, tú que más de siete veces me has tranquilizado y hecho libre de los grandes peligros en que he tropezado, no me dejes —le dije— así abatido; y si seguir más lejos nos impiden, juntos volvamos hacia atrás los pasos». Y aquel señor que allí me condujera! «No temas —dijo— porque nuestro paso nadie puede parar: tal nos lo otorga.

Aguárdame aquí, y tu ánimo flaco conforta y alimenta de esperanza, que no te dejaré en el bajo mundo».


Así se fue, y allí me abandonó el dulce padre, y yo me quedé en duda pues en mi mente el no y el sí pugnaban. No pude oír qué fue lo que les dijo: mas no habló mucho tiempo con aquellos, pues hacia adentro todos se marcharon. Le cerraron las puertas los demonios en la cara a mi maestro, y quedó afuera, y se vino hacia mí con pasos lentos. Baja la vista y privado su rostro de osadía ninguna, y suspiraba: «¡Quién la doliente casa me ha cerrado!». Y él me dijo: «Tú, porque yo me irrite, no te asustes, pues venceré la prueba, por mucho que se empeñen en prohibirlo. No es nada nueva esta osadía suya, que ante menos secreta puerta usaron, que hasta el momento se halla sin cerrojos45. Sobre ella contemplaste el triste escrito: y ya baja el camino desde aquella, pasando por los cercos sin escolta, quien la ciudad al fin nos abrirá46.

Canto IX:

Las Puertas de Dite

Aquella palidez que sacó a mi cara el miedo cuando vi que mi guía se volvía atrás, lo quitó de la suya con presteza. Atento se paró como escuchando, pues no podía atravesar la vista el aire negro y la neblina densa.

«Deberemos vencer en esta lucha —comenzó él— si no... Es la promesa. ¡Cuánto tarda en llegar quien esperamos». Y me di cuenta de que me ocultaba lo del principio con lo que siguió, pues palabras distintas fueron estas; pero no menos miedo me causaron, porque pensaba que su frase cortada tal vez peor sentido contuviese.

«¿En este fondo del triste abismo bajó algún otro, desde el Purgatorio donde es pena la falta de esperanza?». Esta pregunta le hice y: «Raramente —él respondió— sucede que otro alguno haga el camino por el que yo ando.

Verdad es que otra vez estuve aquí, por la cruel Erictón47 conjurado, que a sus cuerpos las almas reclamaba.

 

Poco tiempo hacía que mi carne estaba despojada de su alma, cuando ella me hizo entrar tras aquel muro, a traer un alma del círculo de Judas.

Aquel es el más profundo, el más sombrío, y el lugar de los cielos más lejano; bien sé el camino, puedes ir sin miedo. Este pantano que gran fetidez exhala en torno ciñe la ciudad doliente, donde entrar no podemos ya sin ira».

Dijo algo más, pero no lo recuerdo, porque mi vista se había fijado en la alta torre de cima ardiente, donde al punto de pronto aparecieron tres furias infernales tintas en sangre, que cuerpo y porte de mujer tenían, se ceñían con serpientes verdes; su pelo eran culebras y víboras cornudas con que peinaban sus horribles sienes: Y él que bien conocía a las esclavas de la reina del llanto sempiterno Las Feroces Erinias —dijo— mira: Meguera es esa del izquierdo lado, esa que llora al derecho es Alectón; Tesifone está en medio». Y más no dijo.


Con las uñas el pecho se rasgaban, y se azotaban, gritando tan alto, que me estreché al poeta, atemorizado.

«Ah, que venga Medusa a convertirle en piedra —las tres decían mientras me miraban— malo fue el no vengarnos de Teseo48». «Date la vuelta y cierra bien los ojos; si viniera Gorgona y la mirases nunca podrías regresar arriba». Así dijo el Maestro, y en persona me volvió, sin fiarse de mis manos, que con las suyas aún no me tapase.

Vosotros que tenéis sano entendimiento, observad la doctrina que se esconde bajo el velo de versos enigmáticos49.

Mas ya venía por las turbias olas el fragor de un sonido horrendo lleno, por lo que retemblaron ambas orillas; hecho de forma semejante a un viento que, impetuoso a causa de corrientes contrarias, hiere el bosque y, sin descanso, las ramas troncha, abate y lejos lleva; polvoroso va soberbio, y hace ahuyentar a fieras y a pastores.

Me descubrió los ojos: «Lleva el nervio de la vista por esa espuma antigua, hacia allí donde el humo es más espeso».

Como las ranas ante la enemiga culebra, en el agua se sumergen todas, hasta que todas se juntan en tierra, más de un millar de almas destruidas vi que huían ante uno, que a su paso cruzaba Estigia con los pies enjutos.

Del rostro se apartaba el aire espeso de vez en cuando con la mano izquierda; y solo esa molestia le fatigaba.


Bien noté que del cielo era enviado, y me volví al maestro que hizo un signo de que estuviera quieto y me inclinase. ¡Cuán lleno de desdén me parecía! Llegó a la puerta, y con una varita la abrió sin encontrar oposición alguna. «¡Oh, arrojados del cielo, despreciados! —les gritó él desde el umbral horrible—. ¿Cómo es que todavía conserváis esta arrogancia? ¿Y por qué os resistís a aquel deseo cuyo fin nunca pueda dejar de cumplirse, y que más veces agrandó el castigo? ¿De qué sirve al destino dar de coces? Vuestro Cerbero, si bien recordáis, todavía el hocico y mentón lleva pelados50».

Luego tomó el camino cenagoso, sin decirnos palabra, pero con cara de a quien otro cuidado apremia y muerde, y no el de aquellos que tiene delante. A la ciudad los pasos dirigimos, seguros ya tras sus palabras santas.

Dentro, sin lucha alguna, penetramos; y yo, que de mirar estaba ansioso todas las cosas que la fortaleza encierra, al estar dentro miro en torno mío; y veo en todas partes un gran campo, lleno de dolor y reo de tormentos.

Como en Arles donde se estanca el Ródano, o como el Pola cerca del Cámaro, que Italia cierra y sus límites baña, todo el sitio ondulado los sepulcros, llenan allí por todas partes, salvo que de manera todavía más amarga, pues llamaradas hay entre las fosas; y tanto ardían que en ninguna fragua, el hierro necesita tanto fuego.

Sus lápidas estaban suspendidas en el aire, y salían de allí tales lamentos, que parecían de almas condenadas.


Y dije: «Maestro, ¿qué gente es esta que, sepultada dentro de esas tumbas, se hace oír con dolientes lamentos?». Y dijo: «Están aquí los heresiarcas, sus secuaces, de toda secta, y llenas están las tumbas más de lo que piensas. El igual con su igual está enterrado, y los túmulos arden más o menos». Y después de volverse a la derecha, cruzamos entre los sepulcros y altos muros.

Canto X: Sexto Círculo - Los Herejes

Avanzamos entonces por una escondida senda entre aquella muralla y los martirios mi Maestro, y yo fui tras de sus pasos.

«Oh virtud suma, que en los infernales círculos me conduces a tu gusto, háblame y satisface mis deseos: a la gente que yace en los sepulcros ¿la podré ver?, pues ya están levantadas todas las losas, y nadie vigila». Y él repuso: «Cerrados serán todos cuando aquí vuelvan desde Josafat con los cuerpos que allá arriba dejaron. Su cementerio en esta parte tienen, con Epicuro todos sus secuaces que el alma, dicen, con el cuerpo muere.

Pero aquella pregunta que me hiciste pronto será aquí mismo satisfecha, y también el deseo que me callas».

Y yo le dije: «Buen guía, no te oculta nada mi corazón, si no es por hablar poco; y tú me tienes a ello predispuesto». «Oh toscano que en la ciudad del fuego caminas vivo, hablando tan recatado, te plazca detenerte en este lugar, porque tu acento demuestra que eres natural de la noble patria aquella a la que fui, tal vez, harto dañoso». Este son escapó súbitamente desde una de las arcas; y temiendo, me arrimé un poco más a mi maestro.

Pero él me dijo: «Vuélvete, ¿qué haces? mira allí a Farinatta51 que se ha levantado; le verás de cintura para arriba».

Fijado en él había ya mi vista; y aquel se erguía con el pecho y frente cual si al Infierno mismo despreciase. Y las valientes manos de mi guía me empujaron a él entre las tumbas, diciendo: «Sé comedido en tus palabras». Como al pie de su tumba yo estuviese, me miró un poco, y como con desprecio, me preguntó: «¿Quiénes fueron tus antecesores?» Yo, que de obedecer estaba ansioso, no lo oculté, sino que se lo descubrí, y él arqueó las cejas levemente.


«Con fiereza me fueron adversarios a mí y a mi partido y mis antecesores, y así dos veces tuve que expulsarles». «Si les echaste —dije— regresaron de todas partes, una y otra vez; pero los vuestros tal arte no aprendieron».

Surgió entonces al borde de su sepulcro otra sombra, a su lado, hasta la barba: me hizo creer que estaba de rodillas.

Miró a mi alrededor, cual si propósito tuviese de encontrar conmigo a otro, y cuando fue apagada su sospecha, llorando dijo: «Si por esta ciega cárcel vas tú por nobleza de ingenio, ¿y mi hijo?, ¿por qué no está contigo?». Y yo dije: «No vengo por mí mismo, el que allá aguarda por aquí me lleva a quien Guido, tal vez, fue indiferente». Sus palabras y el modo de su pena su nombre ya me habían revelado; por eso fue tan clara mi respuesta.

Súbitamente alzado gritó: «¿Cómo has dicho?, ¿Fue?, ¿Es que entonces ya no vive? ¿La dulce luz no hiere ya sus ojos?». Y al advertir que una cierta demora antes de responderle yo mostraba, cayó de espaldas sin volver a alzarse52.

Mas el otro gran hombre, a cuyo ruego yo me detuve, no alteró su rostro, ni movió el cuello, ni inclinó su cuerpo. Y así, continuando lo de antes, «Que aquel arte —me dijo— mal supieran, eso, más que este lecho, me tortura.

Pero antes que cincuenta veces arda la faz de la señora que aquí reina, tú has de saber lo que tal arte pesa. Y así que vuelvas a ese dulce mundo, dime, ¿por qué ese pueblo es tan impío contra los míos en todas sus leyes?». Y yo dije: «La carnicería y la gran tortura que teñirse de rojo al Arbia hizo, obliga a tal decreto en nuestros templos».

Me contestó moviendo la cabeza: «No estuve solo allí, ni ciertamente sin razón me moví con esos otros: pero fui el único que, cuando todos en destruir Florencia consentían, defendiéndola a rostro descubierto». «Ah, que repose vuestra descendencia —yo le rogué—, esta confusión desliarla que ha enmarañado aquí mi pensamiento.

Parece que sabéis, por lo que escucho, lo que nos trae el tiempo de antemano, pero usáis de otro modo en lo de ahora». «Vemos, como quien tiene mala luz, las cosas —dijo— que se encuentran lejos, gracias a lo que esplende el Sumo Guía.

Cuando están próximas las cosas, o son, vano es del todo nuestro intelecto; y si otros no nos cuentan, nada sabemos de los sucesos humanos.

Y comprender podrás que muerto quede nuestro conocimiento en aquel punto que se cierre la puerta del futuro».

Arrepentido entonces de mi falta, dije: «Diréis ahora a aquel yacente que su hijo todavía se encuentra con los vivos; y si antes mudo estuve en la respuesta, hazle saber que fue porque pensaba ya en esa duda que me habéis resuelto». Y ya me reclamaba mi maestro; y yo rogué al espíritu que rápido me refiriese quién con él estaba.

Me dijo: «Aquí con más de mil me encuentro; dentro se halla el segundo Federico, y el Cardenal53, y de los otros callo».

Entonces se ocultó; y yo hacia el antiguo poeta volví el paso, repensando esas palabras que creí enemigas. Él echó a andar y después, caminando, me dijo: «¿Por qué estás tan pensativo?». Y yo le satisfice la pregunta.

«Conserva en la memoria lo que oíste contrario a ti —me aconsejó aquel sabio— y atiende ahora —y levantó su dedo—: cuando delante estés del dulce rayo de aquella cuyos ojos lo ven todo de ella sabrás de tu vida el viaje54».

Después volvió los pies a mano izquierda: dejando el muro, fuimos hacia el centro por un sendero que conduce a un valle, cuyo hedor hasta allí esparcía.