El nuevo gobierno de los individuos

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1. El régimen religioso de la realidad

En el corazón de este régimen, el límite de la realidad se constituye alrededor de un mundo sujeto a la acción de diferentes entidades invisibles que actúan más o menos frecuentemente en la vida social ordinaria. Esta representación del mundo, y de sus límites, ha tenido una muy larga presencia hegemónica en muchas civilizaciones. Su secreto: compensar un relativamente débil dominio técnico del entorno natural y social gracias a una poderosa capacidad interpretativa. Todos los fenómenos naturales o sociales pudieron explicarse por los caprichos de un dios, una ofrenda mal realizada, un espíritu mal intencionado. Durante mucho tiempo, fue en la religión, y en la voluntad de las diversas entidades invisibles en donde se depositó en último análisis la mayor resistencia a los designios humanos. Esta interpretación al volverse una creencia dominante, apoyada en sólidas jerarquías, impuso un conjunto de evidencias sensibles desde las cuales se ejerció un innegable control sobre la desmesura humana trazando una fuerte división entre lo sagrado y lo profano, lo puro y lo impuro, la licencia y lo prohibido. Cada vez, a pesar de las diferencias obvias existentes entre distintas formas religiosas (animismo, monoteísmo), la idea central es que los dos universos (el sagrado y el profano) deben mantenerse a distancia, incluso si, en los hechos, estos dos mundos no cesan de interpenetrarse. En la medida en que estas transgresiones se representaron como poniendo en peligro el orden del mundo, se instituyó una visión particular de los choques con la realidad como un proceso necesario de restauración de la intangibilidad de la frontera entre lo sagrado y lo profano gracias a la ineluctable sanción de los dioses –ya sea con la aparición de monstruos cuando no se respetaba la frontera entre los dos mundos, ya sea por una sanción moral ineludible incluso en el más allá como en el caso del pecado.

La efectividad institucional e histórica de este régimen de realidad no puede subestimarse. La desmesura humana logró más o menos durablemente ser canalizada, e incluso yugulada, a partir de una representación que otorgó un papel decisivo a las entidades invisibles y que construyó el choque con la realidad sobre la base de consideraciones morales. Se instituyó lo imposible sobre lo prohibido.

En tanto que régimen hegemónico de realidad, la religión ha conocido un largo proceso de desinversión imaginaria. Este se dio a medida que se debilitaron las creencias en el encantamiento ordinario del mundo y que las anomalías fueron cada vez más ampliamente reconocidas (ya sea porque los individuos terminaron aceptando que los dioses no actuaban de manera ordinaria en sus vidas, ya sea porque en la estela del desencantamiento las sociedades aceptaron la necesidad de otras formas de regulación intramundanas de la desmesura). En cualquier caso, ello se expresó en el deseo propiamente moderno de instituir el dominio político y las normas sociales sobre la base de la autonomía y a distancia de la heteronomía religiosa. En breve, este régimen dejó de ser hegemónico cuando la prohibición propiamente moral, que en él se basaba, perdió su capacidad de regulación de la desmesura merced al temor al castigo eterno y se reveló progresivamente incapaz de contrarrestar los deseos de la ilimitación humana. Cuando las entidades invisibles y la moral, como choque con la realidad, ya no logran más instituir lo imposible, aparece el vértigo de un mundo desgobernado. Dostoievski expresó mejor que nadie el fin de este régimen de realidad: «si Dios ha muerto, todo está permitido».

2. El régimen político de realidad

Desde un punto de vista analítico, más que estrictamente histórico, incluso porque se dio a través de una inextricable y durable articulación con la religión, este vacío fue llenado por el ámbito político y las jerarquías en el sentido más fuerte del término. Fue a través de la naturalización de las jerarquías sociales y políticas como se construyó un nuevo imaginario de la realidad. En cuanto régimen de realidad, el imaginario político se estableció, como Hobbes lo expresó mejor que muchos otros, alrededor de la evidencia primera de la guerra de todos contra todos, y el miedo a una muerte violenta en manos de otros. Para yugular este miedo y esta desmesura, se impusieron distintas representaciones de jerarquías naturales, la idea de una Gran cadena del Ser: un universo holista en el cual cada actor ocupa un lugar y debe respetar las obligaciones que le dicta su posición.

O sea, incluso si se apoyó durante mucho tiempo en representaciones religiosas y en la legitimidad que éstas le transmitieron, el régimen político de realidad propuso otra versión de lo imposible. El miedo original se desplazó de los fenómenos naturales y sociales hacia el temor a una muerta violenta dentro de las sociedades humanas. Fue para contener este miedo que se erigieron nuevos límites en la vida social. El Estado y el orden social se asentaron en torno a una jerarquía social naturalizada: en este nuevo régimen de realidad las posiciones sociales mundanas reproducían y respetaban la jerarquía natural de los seres. Cada cual tenía imperativamente un lugar en la sociedad (los que rezaban, los que luchaban, los que trabajaban) y todos debían respetar su lugar, y las obligaciones y derechos aferentes a cada uno de ellos. La razón era profunda: las posiciones y las jerarquías sociales eran concebidas como un calco del orden cósmico.

El escrupuloso respeto de las jerarquías marca la diferencia con el régimen anterior. El choque con la realidad ya no está más refrendado por la intervención de las entidades invisibles, sino que debe ser garantizado por los castigos efectivos que la política y los gobiernos (reinos, imperios, Estados) son capaces de imponer con el fin de hacer respetar el orden social naturalizado. Nada de extraño por ello que este régimen se haya apuntalado a través de la progresiva expansión de las capacidades coercitivas de los Estados y su durable fortalecimiento histórico a través de los impuestos, la administración, pero, también, mediante diversas tecnologías de vigilancia por las que se aumentó la capacidad de control sobre la población. O sea, en el momento de su máxima vigencia, el régimen político de realidad articuló estrechamente la representación de un orden social basado en la legitimidad naturalizada de las jerarquías con una creciente capacidad de castigo a las conductas transgresoras. En este régimen de realidad, el castigo no es pues simplemente una cuestión de reparación entre actores. De manera infinitamente más consistente, es una forma necesaria de restauración del orden social y de los límites imprescriptibles de la realidad.

Sin embargo, como en el régimen anterior, el régimen político de realidad también ha conocido un largo proceso de desinversión histórica que ha terminado por socavar su papel hegemónico. En primer lugar, como en el caso anterior, a medida que se debilitaron las creencias, las anomalías se volvieron cada vez más visibles. Regresaremos sobre esto en el próximo capítulo, pero paradójicamente a medida que los Estados se volvieron fácticamente más poderosos, su poder de regulación a nivel del imaginario mermó puesto que se hicieron cada vez más patentes las desviaciones prácticas y sus límites para establecer lo imposible. En segundo lugar, la política perdió con el advenimiento de la ciencia moderna la capacidad de dictar los parámetros de la realidad. Si todavía instituye las grandes categorías funcionales de la realidad social (desde un certificado de nacimiento hasta las normas legales), la política no es más considerada como en posición de enunciar lo que es la realidad, una función que en el pasado aseguró ampliamente gracias a sus vínculos con la teología. En tercer lugar, en el curso del siglo XVIII, con una asombrosa rapidez, se transitó de la primacía hasta entones evidente de una representación naturalizada de la jerarquía entre los seres humanos al nuevo imaginario de la igualdad radical de todos los individuos. Finalmente, y fue lo que marcó el socavamiento definitivo de este régimen de realidad, la era de las Revoluciones cambió radicalmente la función de la política en los tiempos modernos: si durante milenios le había correspondido instituir lo imposible en torno a los límites naturalizados de las jerarquías, en la modernidad la política se convirtió en el lugar por excelencia de la apertura de los posibles. Como Hannah Arendt (2006) lo entendió a cabalidad, la clave del universo político moderno radica en que «todo es posible». Con la generalización de esta actitud, la política toma otras y muy diversas funciones en la modernidad, pero deja de ejercer como régimen de realidad, o sea, el papel de trazar desde la realidad definida por lo político la frontera entre lo posible y lo imposible. Aún más: la política se volvió, ya sin frenos, en uno de los grandes locus de la desmesura humana.

No vayamos tan de prisa y recordemos lo que tal vez sea el principal cambio que se dio con el advenimiento de los tiempos modernos. La ciencia moderna se convirtió en el nuevo, único y gran lenguaje hegemónico para enunciar y aprehender la realidad. Gracias a su acceso privilegiado al conocimiento de la realidad objetiva, se considera que la ciencia moderna es capaz de zanjar las controversias mediante pruebas indiscutibles. Se instituye así en el corazón de las sociedades una nueva e inusitada confianza en el conocimiento. El saber científico dice lo verdadero y lo falso, lo real y lo irreal, y, desde esta base, lo posible y lo imposible. Pero, maticemos. Desde su nacimiento en el siglo XVII, la ciencia moderna es indisociable de un anhelo prometeico y de una desmesura de otra índole. Al articularse estrechamente con la técnica, la ciencia moderna se vuelve indisociable de un auténtico proyecto de poder que promete reducir sin desmayo lo imposible y abrir ilimitadamente el horizonte de los posibles. ¿Cómo limitar en este contexto la desmesura humana?

 

3. El régimen económico de realidad

Dentro y en relación con la gran ruptura que a nivel de las representaciones introdujo la ciencia moderna desde el siglo XVII, esta función le tocará a la economía y a sus coerciones sistémicas. Inspirándose y anexándose mejor que cualquier otra ciencia social a la formalización de las ciencias naturales y, sobre todo, a los presupuestos de la ciencia newtoniana (Passet, 2010), la economía se volvió –en su doble dimensión de representación social y de ámbito de la vida social– en la gran garante e instituidora de la realidad. O sea, se constituyó en el dominio que mejor trazó –y en parte traza– el horizonte de lo imposible en las sociedades contemporáneas.

El advenimiento del régimen económico de realidad es particularmente visible en Marx. Ningún otro autor ha trabajado tanto o más que él para, por un lado, deshacer el límite imaginario de lo imposible instituido en torno a los dioses o a la jerarquía política y, por otro lado, erigir un nuevo principio de realidad en torno a las contradicciones insuperables de la economía. En todo caso, cualquiera que haya sido su aporte efectivo en esta tarea, la economía terminó por ser el ámbito que mejor encarnaba a nivel societal la función de trazar los límites de lo imposible en nombre de la realidad.

Como antaño se hizo desde lo sagrado y lo profano o las jerarquías naturalizadas, la economía instituye hoy la gran creencia funcional en los límites de la realidad. El éxito es innegable. Pocas cosas se han vuelto tan obvias y evidentes en nuestra época como los efectos inevitables de ciertas políticas económicas. Desde hace algunas décadas, un acrónimo, masivamente evocado por políticos de todas las tendencias, resume esta ecuación: TINA (There is no alternative –no hay alternativa).

La economía es la columna vertebral del régimen de realidad actualmente hegemónico. Condensa, a la vez, representaciones de sentido común (un nuevo miedo original en torno a la escasez), una representación muy abstracta e implacable de su funcionamiento (las famosas leyes de la mecánica económica) y un conjunto de choques –retornos de realidad–, que son vivenciados como teniendo consecuencias inevitables e inmediatas en caso de no respetar sus límites. En este sentido, la economía realiza una tarea similar a la que ejerció antaño la teología (Flahault 2003: 106), a saber, enunciar lo real. Dicta, en última instancia, el horizonte societal de lo posible y lo imposible; pliega las voluntades, cierra los debates. En las sociedades modernas, en continuidad con lo que hicieron en el pasado la religión o la política, y con una innegable especificidad con respecto a ellas, la función social de regulación de la acción por la realidad se ejerce a través de procesos sistémicos desde el ámbito económico.

Esta eficiencia formidable resulta de la combinación de tres grandes factores. Primero, la escasez como evidencia sensible inmediata del mundo (es suficiente pensar en los oscuros anuncios de Malthus) capturó, desde el siglo XIX, el gran imaginario del temor de la época moderna. En segundo lugar, la ciencia económica impuso la concepción de la existencia de una mecánica económica implacable, coercitiva y sistémica a nivel de los fenómenos sociales –y ello a pesar de la existencia de un gran número de contraejemplos y complejidades históricas (Bairoch, 1999). Finalmente, las ciencias económicas han propuesto una nueva versión de los choques con la realidad, los que se construyen apoyados en lo que se presenta como sólidos e incontestables conocimientos científicos sobre lo que es la realidad. En cada uno de estos puntos, más allá de innegables divergencias, el acuerdo es in fine profundo entre los analistas. Ya sea a través del cuadro económico de Quesnay, la mano invisible de los liberales, la determinación en última instancia del marxismo, el horizonte performativo del equilibrio general o el circuito keynesiano, todos comparten, básicamente, la idea de la existencia de un dominio social sujeto a sanciones fácticas inequívocas. Todos comparten –construyen y sedimentan– la idea de la existencia de una mecánica económica que impone sanciones y límites insuperables. Es sobre este acuerdo fundamental que se erigió la especificidad del imaginario económico propio de la modernidad y de su peculiar régimen de realidad.

Tras el desencanto del mundo y el fin de un orden moral basado en la realidad, tras los excesos irreductibles de un ámbito político que, repensado desde las revoluciones, está marcado por el voluntarismo, le correspondió a la economía introducir, en las sociedades actuales, el sentido liminar de los choques con la realidad. Lo hizo ya no en términos morales o jerárquicos, sino a través de criterios puramente fácticos. En verdad, como en los regímenes anteriores, pero sobre otras bases, también somos testigos de un trabajo de institución que reivindicándose exclusivamente de los hechos transforma más o menos sigilosamente las restricciones (económicas) en límites imaginarios.

Es absurdo negar una cierta sistematicidad a los hechos económicos. Sin embargo, la supuesta naturalidad e inmediatez de las sanciones económicas debe ser cuestionada constantemente y por doquier. Los retornos de realidad económicos no son menos elásticos en su modo de funcionamiento que las otras modalidades históricas precedentes. Se trata de aspectos visibles y conocidos en las crisis de los mercados de valores, en los episodios de inflación, en el sobreendeudamiento, en la distribución altamente compleja de los fenómenos financieros a nivel mundial. Sin embargo, la elasticidad efectiva de estos retornos de realidad no pone en cuestión, por el momento, el vigor de la creencia colectiva en el imaginario de la mecánica económica y sus inevitables desenlaces.

La afirmación precedente puede suscitar incredulidad. ¿No es acaso cierto que el dominio económico abunda en ejemplos de coerción activa? El hecho, por ejemplo, de que la actividad del capitalista esté determinada, como lo afirmó Marx, por una lógica de acumulación impuesta de manera objetiva independientemente de su voluntad, ¿no es una prueba obvia de su eficacia mecánica? Con respecto al desarrollo de los países emergentes, ¿es razonable ignorar el papel objetivo que en tanto que obstáculos imponen los déficits crónicos de la balanza de pagos, el peso de la deuda externa o la dificultad a la hora de obtener créditos? Entendamos bien lo que está en juego. La realidad es lo que resiste y las coerciones, por elásticas que se revelen en su accionar, no están en discusión. Sin embargo, y es toda otra cosa, estas restricciones prácticas sirven de punto de apoyo para elaborar límites imaginarios. El paso de las primeras a las segundas está lejos de ser evidente. Muchas coacciones objetivas tienen un modo de funcionamiento infinitamente más lábil de lo que sugiere la idea de los límites imaginarios de la realidad. Sin que esto lleve a desdecir la existencia de coerciones sistémicas, el estudio detallado de éstas, incluso tratándose de las grandes leyes de hierro de la economía, revela que su modo operatorio es mucho más problemático.

Limitémonos a un solo ejemplo: la complejidad del choque con la realidad que se produce en las crisis financieras21. Para algunos, los ajustes cíclicos en los intercambios bursátiles no serían sino el resultado de la creación especulativa de burbujas producidas por una desconexión entre la especulación financiera y la realidad de la economía productiva. La idea, incluso si no se expresa nunca en términos tan ingenuos, supone la existencia de un punto de equilibrio (basado en los fundamentos económicos de un grupo) más allá del cual, inevitablemente, y por razones objetivas, se produciría una corrección en el precio de las acciones. Sin embargo, esta relación es problemática, y muchas veces, altamente problemática, lo que no impide que para los partidarios de esta interpretación (y tras ella de la tesis de la eficiencia de los mercados) la sanción contra los excesos de la especulación sea siempre en último análisis de índole objetiva.

Para otros, por el contrario, los mercados de valores operarían dentro de limitaciones más bien intersubjetivas que objetivas: en las bolsas de valores los comportamientos de manada serían frecuentes dada la sinergia cruzada que se produce a nivel de las expectativas entre diferentes actores. En estos mercados, serían las expectativas y las creencias de los actores, y sus apuestas ante el futuro, lo que daría cuenta de su verdadero funcionamiento. Las decisiones de los actores se explican así más a partir de lo que piensan harán otros actores, que en referencia al estado real de las empresas o de las economías nacionales. El sistema bursátil, como ya lo comprendió Keynes (1977: 168) al compararlo a un concurso de belleza, funciona esencialmente a través de reflejos miméticos –todo el mundo trata de hacer no lo que él juzga que debe hacer sino lo que cree que su vecino piensa y hará (Godechot 2001; Orléan, 2011). En este proceso, y según esta interpretación, en las bolsas los precios de las acciones están muy lejos de reflejar el verdadero valor de las empresas: los mercados bursátiles reflejan más la psicología de sus agentes que los fundamentales de un grupo o de una economía. Si en la literatura especializada estas dos perspectivas siguen oponiéndose entre sí, en las últimas décadas la brecha entre los procesos ha sido tal que, incluso partidarios de la primera tesis han debido reconocer la exuberancia «irracional» de los mercados.

Para nuestro propósito actual lo importante es que ambas tesis suponen, al menos de manera implícita, el reconocimiento de una contingencia fundamental en el corazón del funcionamiento de la bolsa. Cierto, para todos, las famosas correcciones del mercado –tarde o temprano– no pueden no «estallar», pero lo hacen a través de procesos que por lo general no se está en situación de poder describir en detalle puesto que es muy difícil saber exactamente cuándo y en qué condiciones ocurrirá. El retorno de realidad en lo que concierne a los cracks bursátiles (uno de los grandes cimientos imaginarios de la economía-como-realidad) descansa sobre un claroscuro de arenas movedizas. Una creencia más que un conocimiento.

En la prensa económica, como en la opinión pública, la existencia de burbujas financieras es inseparable de la convicción de que la burbuja va, tarde o temprano, a estallar. «Inevitablemente» se añade por lo general, sin que sea empero posible determinar ni cuándo ni cómo. En verdad, la elasticidad de estos fenómenos, tanto más que tienden a convertirse en crónicos o por lo menos cíclicos, es enorme. Esto no invalida ni que ciertas burbujas especulativas estallen (como ocurrió a comienzos del año 2000 con los valores informáticos, o con la crisis de los subprimes en el 2007-2008) ni que sea posible explicar por qué otras burbujas, por el contrario, no estallan nunca o se «desinflan» progresivamente y sin «estallido» (Krugman, 2009). Pero, así las cosas, el límite imaginario de la realidad no es sino una coerción práctica con formas y temporalidades múltiples de ejercicio. Como cualquier otro choque con la realidad, los retornos de realidad económicos (pero podríamos evocar procesos análogos tratándose de la inflación, la escasez, el sobreendeudamiento, etc.), dependen de un contexto y de un trabajo de elaboración cultural que están lejos de tener el carácter implacable que, con demasiada frecuencia, se le suele atribuir incluso en una cierta tradición crítica.

Como ayer lo hizo la teología o la filosofía política, la fortaleza del discurso económico es que, decretando ex ante el límite de la realidad, se revela particularmente hábil para explicar ex post la necesidad (y la variación) de los fenómenos producidos. El crack bursátil del 2007-08 es un excelente ejemplo de lo anterior. El colapso fue narrado a través de una concatenación de causas que puede resumirse fácilmente. La crisis se originó por una confluencia de factores; entre ellos: un estancamiento (o al menos una moderación severa) del poder adquisitivo desde la década de 1970; la invención de nuevos mecanismos financieros que hicieron posible, más allá de toda prudencia, el endeudamiento masivo de las familias; un aumento constante, estimulado por la publicidad, y por las crecientes expectativas de consumo asociadas con la tercera revolución industrial de nuevos productos; la elección de una política que tendió a generalizar el acceso a la propiedad mediante mecanismos de crédito juzgados extravagantes (préstamos de alto riesgo, oportunidad de comprar viviendas casi sin capital inicial, tasas de interés casi inexistentes a corto plazo). Retrospectivamente, todo el mundo está de acuerdo. Este «sistema», particularmente en su componente inmobiliario, era una «locura» colectiva. La palabra no es correcta. Mientras que muchos actores creyeron en la durabilidad del modelo –incluyendo las personas más poderosas que creyeron en él, ganancias y pérdidas como prueba–, otros, por el contrario, no dudaron en denunciar los riesgos que se derivaban de una situación de este tipo y el destino inevitable de la crisis (Krugman 2009; Jorion, 2009; Stiglitz, 2010).

 

Inevitable. Esta es la palabra clave. Es esta confianza en la existencia de un choque imperioso con la realidad, el más seguro –y complejo– principio de regulación de la agencia humana desde el ámbito económico en las sociedades contemporáneas. Ahora bien, ¿cuánto vale una predicción que, en medio de voces de alarma, requiere varios lustros antes de producirse y que se produce bajo modalidades significativamente impredecibles? Desde la burbuja de los tulipanes en Holanda en 1637, hasta la última crisis de los subprimes, cuando se produce la «explosión», pero sólo entonces, todo el mundo afirma, retrospectivamente, que «todo el mundo lo sabía». Que era «obvio» que «eso» no podía durar. Salvo que duró mucho tiempo, que habría podido durar un tiempo más, y que los resultados de la «explosión» no sólo no son uniformes en la historia, sino que incluso muchas «burbujas» no «explotan» sino que se «desinflan», así como no todas las deudas son «corregidas» de la misma forma y con las mismas consecuencias (Reinhart y Rogoff, 2009). El choque con la realidad es más una creencia construida en torno a un supuesto límite imaginario del mundo que el resultado necesario e implacable de coerciones.

¿Quiere esto decir que la realidad no existe? Obviamente que no. Pero los choques con la realidad y la sanción de las coerciones son tan elásticos en el campo económico como lo fueron en el régimen religioso o político. Las burbujas «explotan», ciertamente, la mayoría de ellas, pero no todas, y sobre todo no se traducen en un colapso duradero de la economía. Los coeficientes de endeudamiento que puede soportar una economía son muy elásticos a la luz de la historia, y podríamos continuar. Por supuesto, esto no debe llevar a negar la fuerza de las coerciones –la realidad es siempre lo que resiste–, pero todo esto está muy lejos de trazar auténticos y verdaderos límites insuperables a la acción.

La creencia en el imaginario económico sigue siendo decisiva en el mundo contemporáneo. Es en base a él que las sociedades deciden y definen lo que creen colectivamente posible e imposible. Sin embargo, la economía, aunque siga siendo el gran garante del límite de la realidad en las sociedades actuales, está hoy en día, y cada vez más, cuestionada en esta función dirimente por la ecología.