El mundo en vilo

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Un día, una hora

Hurray, the war is over!

Hurray, the fight is won!

Back from the life of a rover,

Back from the roar of the gun.

Back to the dear old homeland,

Home with the peaceful dove;

Don’t let us sing anymore about war,

Just let us sing of love.

“peace song”, del cantante escocés harry lauder, diciembre de 1918

El 11 de noviembre de 1918, minutos después de las once de la mañana, un ruido inesperado sobresalta a la periodista Louise Weiss en su pequeña oficina de la rue de Lille en París. Primero escucha un rumor de sillas arrastrándose, de puertas y ventanas que se abren. Después, voces, gritos, campanadas y el ruido que los trabajadores del periódico L’Europe nouvelle hacen al salir en tropel a la calle. ¿Ha llegado ya el momento?

Louise Weiss tenía veintiún años cuando empezó la guerra. Tras unos exámenes de fin de carrera brillantes, se marchó con sus hermanos al tranquilo pueblecito de Saint-Quay-Portrieux, en Bretaña, que aquel verano le pareció más hermoso que nunca. Louise no fue consciente de que empezaba una nueva era hasta que su querido hermano mayor tuvo que tomar el tren para alistarse en la guerra contra Alemania, dejándola consternada en la estación en medio del humo de la locomotora. ¿Estaría ella dispuesta a un sacrificio semejante? Tenía la impresión de que no. A su hermano nadie le había preguntado.

Pocos meses después del comienzo de las operaciones militares, las derrotas francesas en la frontera arrastraron una oleada de refugiados hacia el oeste de Francia, donde todavía reinaba la paz. A Louise le resultaba obvio que debía hacer algo para ayudar. Superó como pudo su timidez y le pidió al cura una sala, le suplicó a su tío que le diera algo de dinero y consiguió que Mutter Hertel, que llevaba la empresa local Umzüge aller Art [Mudanzas de todo tipo], le prestara un vehículo. Con él se dedicó a dar vueltas por el pueblo recogiendo colchones, sábanas, sillas, cacerolas, leña y carbón. En cuanto hubo reunido lo básico, se instalaron las primeras familias.

Cada vez resultaba más difícil alimentar a los refugiados, pero Louise siempre encontraba algún nuevo donante. Pronto llegaron personas aún más necesitadas, soldados heridos en la batalla del Marne en septiembre de 1914, que Louise alojó en la villa de una dama soltera llamada mademoiselle Vallée. La tropa, que contaba con marroquíes y senegaleses entre sus filas, suscitó una gran intranquilidad en la aldea bretona. Pero al final los habitantes dieron más de lo que los soldados necesitaban y, por fin, la unidad, recuperada, pudo ponerse de nuevo en marcha tras un sentido discurso de agradecimiento.

Tras algún rodeo, el camino de Louise la llevó de vuelta a París, donde trabajó como secretaria de un senador. No era un puesto muy glamuroso para una joven brillante con estudios universitarios, pero le permitía conocer a personas interesantes e interceptar mucha información sobre la situación política. Louise seguía con gran curiosidad las novedades que se sucedían y fue en esa época cuando empezó a escribir sus primeras colaboraciones en varios periódicos. Un día, el periodista y editor Hyacinthe Philouze apareció por allí a la caza de información valiosa. Su inconstancia política había contribuido a su dudosa reputación en la misma medida que el éxito desigual de sus proyectos periodísticos. Un día en que el senador no recibía visitas, la conversación entre Louise y Philouze empezó a relajarse. Él le contó la historia de un amigo que había heredado un pequeño capital de un compañero de armas y que no sabía en qué invertirlo. ¿Louise tenía ganas de pasar su vida como secretaria de un senador cada día más viejo? ¿Quizá tenía alguna idea inteligente acerca de cómo usar ese dinero? Louise respondió sin dudarlo un segundo: ella fundaría una revista política semanal para difundir la democracia en el mundo y la independencia de los pueblos del Imperio de los Habsburgo. Su nombre podría ser L’Europe nouvelle, la nueva Europa.

“Tiens! –exclamó Philouze–, ¡qué buena idea!”. Ella le explicó su reflexión con más detalle y él remató “¡Trato hecho!”. Y –sorpresa– mantuvo su palabra. Louise abandonó su antesala y se mudó a la redacción de una nueva revista, una revista que ella misma había ideado. Su cargo era el de “secretaria de redacción”, pero en realidad desempeñaba las funciones de una redactora jefe, con toda la responsabilidad de los contenidos. El primer número apareció en enero de 1918. Debió de ser por aquel entonces cuando Louise se cortó el pelo. Ahora le llegaba por la barbilla y los rizos pajizos enmarcaban su cara redonda, de boca recta y obstinada.

Ese 11 de noviembre de 1918 Louise piensa en los artículos del próximo número de L’Europe nouvelle, cuyo tema es el fin de la guerra que está en el aire. ¿Tal vez está trabajando ya en su carta abierta a Georges Clemenceau que aparecerá en el siguiente número? En ella felicitará al presidente francés por sus grandes éxitos sin dejar de advertirle que, tras el fin de la guerra, tiene que llegar la hora del pueblo. En el número que tiene entre manos se habla con detalle de la situación de los países de Europa oriental y central en los que acaban de desaparecer las antiguas monarquías. En uno de los artículos se explica cómo llevar a cabo la idea de una “comunidad de las naciones”, algo sobre lo que los representantes de las potencias aliadas ya están hablando en Londres. Es esencial construir los cimientos de un futuro mejor sobre las ruinas de la vieja Europa, afirma Jules Rais, el autor. El peligro de que el odio persista tras años de guerra y lleve a nuevos conflictos es demasiado grande. También se corre el riesgo de que la competencia económica entre los Estados europeos provoque una nueva guerra. Este peligro se debe tratar de sortear de diferentes maneras. Primero y principalmente, a través de la formación de los jóvenes. Deberían aprender la lengua de los demás países de Europa y descubrir su cotidianeidad a través de programas de intercambio. Rais propone también un sistema común de créditos estatales que permita a los Estados más pequeños pedir préstamos con bajos intereses a los más grandes. En un momento en el que muchos países se encuentran endeudados por la guerra, esta medida podría constituir la base para una nueva solidaridad europea, una armonía de intereses y, con ello, una paz duradera.

Mientras revisa cuidadosamente, palabra por palabra, los artícu­los que ha recibido, escucha el alboroto en el edificio. Louise sabe lo que significa: ¡el armisticio!, ¡cuatro días antes de lo previsto! El número de la revista no se puede llevar a imprenta hasta el 15 de noviembre y ni tan siquiera está escrito del todo. En lugar de dejarse arrastrar por la corriente que forman sus entusiasmados compañeros, Louise Weiss cierra las ventanas de su despacho para dejar fuera las campanadas y el barullo de la multitud y se queda trabajando.

Aquel mismo 11 de noviembre sobre las diez y media, el oficial de artillería Harry S. Truman se preguntaba cómo se tomarían los alemanes las propuestas de los aliados para un armisticio. No podía imaginar que el mariscal Foch había enviado un telegrama a todos los sectores del frente esa misma madrugada, cuando la tinta del acuerdo estaba todavía húmeda: “A partir del 11 de noviembre a las once de la mañana, hora francesa, terminan todas las hostilidades en el frente”. Desde ese momento no se puede ir más allá de la línea del frente previamente conquistada. Debe mantenerse el terreno ganado hasta entonces y se prohíbe establecer contacto con el enemigo.

Obviamente, pasan unas cuantas horas hasta que el telegrama llega a todos los sectores del frente. Parece como si, hasta el momento de recibirlo, Truman hubiese creído que la guerra continuaría hasta conseguir la derrota total del Reich: “Es una verdadera lástima que no podamos entrar y asolar Alemania, cortarles a un par de chicos las manos y los pies y la cabellera a un par de viejos. No obstante, supongo que es mejor tenerlos cincuenta años trabajando para Francia y Bélgica”. Con cruda satisfacción, Truman estima que durante la ofensiva final ha debido de lanzar unos diez mil disparos contra el enemigo, que habrán causado “un cierto efecto”. Está decidido a prolongar el bombardeo hasta el último minuto de la guerra. La batería que tiene cerca sigue disparando “como si quisiera liquidar toda la munición que le queda antes de que sea tarde”.

La posición de Truman no es el único sector del frente en el que se sigue combatiendo. La guerra sigue cobrándose víctimas hasta en sus últimas horas y minutos. A las nueve y media de la mañana George Ellison, minero de Leeds, recibe un disparo mientras patrulla. Cinco minutos antes de las once, a cientos de kilómetros al noroeste de Compiègne, en las Ardenas, muere Augus­tin Trébuchon, pastor de Lozera, por una bala alemana. Dos minutos antes de la entrada en vigor del armisticio cae el canadiense George Lawrence Price cerca del canal del Centro belga.

Pero finalmente la manecilla de los relojes franceses señala el número once, y llegan el día y la hora que un grupo de militares y diplomáticos habían acordado por escrito en un bosque cercano a París, y que sus firmas habían convertido en derecho internacional. Comienza uno de esos raros momentos de simultaneidad en todo el mundo que millones de personas en todas partes recordarán para siempre; al final de su vida, todos sabrán qué estaban haciendo el 11 de noviembre de 1918 a las once de la mañana.

Ferdinand Foch abandonó el histórico claro del bosque cercano a Compiègne muy poco después de la firma del armisticio. Describe el momento de transición entre guerra y paz con un tono solemne: “Un impresionante silencio después de cincuenta y tres semanas de batalla”. También tiene un mensaje lleno de emoción para los ejércitos aliados, que “han ganado la mayor batalla de la historia y defendido lo más sagrado: la libertad del mundo. Podéis estar orgullosos, habéis cubierto de gloria eterna vuestras banderas. Las próximas generaciones os estarán agradecidas”. De vuelta en París, se dirige inmediatamente al Elíseo para visitar al presidente. Después va a su casa, donde le espera su mujer. El mariscal tarda un buen rato en poder atravesar la muchedumbre que lo aclama y que celebra y llora de alegría. Cuando llega a su casa se ve obligado a improvisar un discurso en las escaleras de entrada. El apartamento está lleno de ramos de flores enviados por personalidades varias, pero también por completos desconocidos. Durante el almuerzo, Foch se ve impelido a asomarse a la ventana una y otra vez para mostrarse ante la multitud reunida en la calle.

 

En el caso de Arthur Little, la euforia comienza ya en la víspera, el 10 de noviembre de 1918. El oficial del 369.º Regimiento de Infantería estadounidense ha pedido un día de permiso para hacer una excursión muy especial. Conduce un coche que alguien le ha prestado hasta una unidad de tanques situada a unos ocho kilómetros de la ciudad de Langres. Una vez allí, se pone en contacto con el oficial de servicio y le explica la razón de su visita. Este le invita a almorzar. A continuación, hace llamar a un cierto sargento Little. El joven aparece, se cuadra ante el oficial, saluda y empieza a dar su parte. Se detiene a mitad de frase. Con los ojos muy abiertos mira al hombre y tarda un poco en recuperar la compostura para poder hablar: “¡Padre! ¡Qué alegría verte, me dijeron que habías muerto!”. Se abrazan.

Juntos conducen hasta Langres, desde donde envían un telegrama a la señora Little en Estados Unidos, cenan copiosamente, van al teatro y pasan la noche en un albergue de la YMCA. El joven está recién llegado del frente, hace semanas que no duerme en una cama. Apenas apoya la cabeza en la almohada cae en un sueño profundo, tanto que por la mañana su padre es incapaz de despertarle al marcharse. Lo deja descansar, consciente de que puede dormir en paz y de que nada malo va a sucederle ya. Es el 10 de noviembre de 1918 y el padre sabe que su hijo no tendrá que volver a combatir.

Con esa feliz certeza, Arthur Little regresa a su batallón. La suya no es una unidad cualquiera. Los soldados estadounidenses que sirven en ella bajo el mando francés provienen todos de la Guardia Nacional de Nueva York y en su mayoría son afroamericanos del barrio de Harlem. A Estados Unidos le había costado decidirse a dar instrucción a soldados negros y, en realidad, lo había hecho tan solo porque era la única forma de alcanzar el elevado número de hombres que aquella guerra exigía. Su instrucción era muy diferente de la de los otros soldados. Se ejercitaban en lugares públicos como gimnasios y salones de baile y en lugar de armas empuñaban palas y escobas, haciendo trabajos menores. Muy pocos de entre ellos llegaron a posiciones de mando. Hacía tan solo unas décadas que la esclavitud se había abolido en Estados Unidos y a menudo sufrían miradas, comentarios y gestos despectivos. La discriminación y los conflictos raciales estaban a la orden del día, como cuando en un desfile de la división Rainbow de la Guardia Nacional de Nueva York se prohibió desfilar a los soldados negros. Los organizadores se justificaron diciendo que “el negro no está en el arcoíris”. Una vez cruzado el Atlántico, no se les confiaba en principio ninguna tarea importante: estaban allí para descargar barcos, cavar trincheras y enterrar a los numerosos muertos después de cada batalla. Todo cambió cuando el 369.º Regimiento de Infantería pasó a estar bajo el mando francés. Los franceses tenían experiencia en el despliegue de soldados de sus colonias africanas. No dudaron ni un momento en armarles y mandarles al frente. En poco tiempo, los hombres de Harlem demostraron que no tenían nada que envidiar a sus compañeros de armas blancos. Resultaron ser fieros combatientes a los que los alemanes temían. Los llamaban Harlem Hellfighters con gran respeto y algunos de los hombres de la unidad se convirtieron en auténticas leyendas.

El mayor héroe de la unidad fue el soldado Henry Johnson. Aquel hombre más bien bajo había trabajado como mozo de cuerda en la estación de Albany, en el estado de Nueva York. Durante la instrucción y el primer mes en la guerra fundamentalmente se granjeó una fama de bocazas. Pero una noche, mientras se encontraba de guardia en el frente, hizo algo extraordinario. Un comando alemán había estado acechando la posición que Johnson defendía con sus compañeros y decidió pasar al ataque. El otro soldado fue herido inmediatamente. Johnson se quedó solo, pero quería mantener la posición a toda costa y salvar a su compañero herido. Con un fusil primero, con granadas después y al final tan solo con su pistola, Johnson mató a más de veinte alemanes y puso en fuga a los atacantes. Le quedaron heridas en todo el cuerpo, pero se convirtió en el primer héroe de guerra negro estadounidense. Hasta The Saturday Evening Post habló de las proezas de Black Death, que es como pasó a ser conocido.

Otro oficial negro llamado James Reese Europe, director de la banda del regimiento, se hizo famoso mucho más allá de las filas de los Harlem Hellfighters. Antes de la guerra, dirigía la banda popular de ragtime Europe’s Society Orchestra. Hacían arreglos sincopados de marchas, música de baile y canciones populares. La Europe’s Society Orchestra fue una de las primeras bandas en incorporar el saxofón. Tocaban foxtrot, un baile despreciado por las clases medias blancas que en cambio despertaba auténtico furor en los clubes nocturnos de Harlem. James Reese Europe fue uno de los primeros músicos negros en grabar un disco con una gran discográfica, la Radio Corporation of America. También fue uno de los primeros tenientes negros en ir a la guerra, acompañado por una banda militar de más de cuarenta músicos. Al llegar a Brest tocaron una versión jazz de “La Marsellesa” que causó furor entre los espectadores franceses que los escucharon en el puerto. Pero eso no era más que el comienzo. Tras cinco meses en el frente, durante los cuales James Reese tuvo ocasión de conocer el lado más oscuro de la guerra de trincheras (escribió un ragtime, “On Patrol in No Man’s Land”, en recuerdo de la experiencia), el mando militar decidió que aquella guerra tenía más necesidad de jazz que de cuarenta soldados negros y puertorriqueños ocupando sitio en las trincheras. La banda de los Harlem Hellfighters fue destinada a París. Durante meses tocaron en teatros, salas de conciertos, parques y hospitales. El efecto de su música en los franceses era increíble. Los parisinos jamás habían escuchado jazz. Los animados ritmos, offbeats y síncopas del ragtime, las blue notes y los glissandi de las melodías, los saxofones y el sonido nasal de las trompetas asordinadas llevaban a los espectadores a un verdadero éxtasis. Un grupo de negros sobre un escenario, tocando sin partituras, con solos improvisados, con el cuerpo relajado y los ojos medio cerrados mientras movían sin parar brazos y piernas al compás de la música. Todo aquello les electrizaba dondequiera que tocara la banda. Era la expresión de una nueva forma de vida, la vanguardia de una era que apenas comenzaba, el siglo xx, y era moderno de una manera mucho más interesante que las ametralladoras, los submarinos y los tanques.

Los Harlem Hellfighters vivieron el 11 de noviembre de 1918 en un campo en los Vosgos, donde se hallaban descansando tras ciento noventa y un días de servicio ininterrumpido. El oficial Arthur Little describe el momento en el que la guerra termina para su unidad, a las once de la mañana, hora central europea, como un instante lleno de callada felicidad. Un traductor francés llega con dos botellas de champagne. Brindan, aliviados, pero no relajados. Nada que ver, dice Little en sus memorias, con la “locura” que se vive en Nueva York, Londres y París. El armisticio le llega como un momento sosegado y luminoso en el que se libera por fin del peso de la responsabilidad que como comandante ha sentido desde hace semanas. A sus hombres les divierte ver a los alsacianos salir en masa a la calle, ataviados con sus trajes típicos, para celebrar la liberación tras la ocupación alemana brindando con riesling. El teniente coronel Hay­ward expresa lo que todos sienten: “El día que nació Jesucristo fue el día más importante de la historia; este día es el segundo más importante”.

Todo ello contrasta con cómo Käthe Kollwitz recibe en Berlín los resultados de las negociaciones de Compiègne, precisamente ese 11 de noviembre de 1918 o el “segundo día más importante de la historia”. Escribe sobre ello en su diario. La escultora y dibujante nacida en Königsberg, hija de un albañil, tiene cincuenta y un años, la cara redonda y siempre lleva el pelo recogido en un moño. Está casada con Karl Kollwitz, médico de profesión y ambos viven en Prenzlauer Berg. Kollwitz lee con horror en el periódico las “terribles condiciones del armisticio”. Esa misma noche, mientras en París, Nueva York y Londres las celebraciones no terminan, en Berlín reina un “silencio mortal en la calle”. Todos tienen miedo y nadie sale de casa. Aquí y allá se escuchan disparos en las calles desiertas.

El 11 de noviembre de 1918 a las once de la mañana, el oficial de artillería Harry S. Truman se encuentra en su refugio subterráneo comiendo tarta de arándanos con una sonrisa de oreja a oreja. Mientras sus compañeros franceses cantan y descorchan botellas de vino, Truman experimenta una cierta decepción; en general puede estar satisfecho de la guerra y de su papel en ella, pero escribe a su querida Bess: “Ya sabes que he conseguido hacer algo que desde el comienzo de la guerra es mi mayor orgullo: ser comandante de una batería durante toda la guerra sin perder ni un solo hombre”. No obstante, su ambición de cubrirse de gloria militar no se ha visto en absoluto satisfecha. De niño había leído a Homero y también las memorias de Napoleón. En aquella época soñaba con estudiar en West Point y hacer sombra al emperador francés con sus propias hazañas. Pese a todo lo que ha conseguido llevar a cabo en la guerra, se encuentra muy lejos de cumplir ese sueño de juventud: “Mi ambición militar me ha llevado a ser centurión. Eso está muy lejos de ser césar. Ahora quiero ser granjero”. Por lo tanto, reacciona con resignación cuando le queda claro que con el final de la guerra se agota también cualquier posibilidad de ascenso: “Entretanto he llegado a la conclusión de que mi destino no es ser especialmente rico o especialmente pobre, pero estoy convencido de que eso es lo mejor que puede pasarle a un hombre”. Tal vez, piensa al conocer la noticia del armisticio, todavía pueda llegar al menos a comandante tras la guerra de alguna ciudad alemana ocupada. O incluso ser llamado al comité de asuntos militares del Congreso a su regreso a Estados Unidos.

Virginia Woolf ya sabía del armisticio desde el 15 de octubre de 1918. Ese día Herbert Fisher, que era su primo y desde hacía dos años ministro de Educación británico, le transmite la feliz noticia mientras toman el té juntos: “Hoy hemos ganado la guerra”. Fisher había cazado la noticia en el Ministerio de Guerra y también sabía ya, a diferencia de Guillermo II, que el káiser tendría que abdicar pronto.

Woolf tenía entonces treinta y seis años y había escrito una primera novela que había sido favorablemente acogida por la crítica pero que los lectores apenas habían apreciado. Se debatía entre la preocupación de no ser más que una diletante y la convicción de que cualquier otro trabajo que no fuera escribir era malgastar su vida. Virginia vivía con su marido Leonard Woolf en Richmond, un pueblo tranquilo a orillas del Támesis, al oeste de Londres. Su matrimonio era armonioso, aunque Virginia había dejado claro a Leonard desde el principio que a pesar de los lazos conyugales no se sentía responsable de sus necesidades sexuales. Su sólido vínculo quedó demostrado poco después de su boda, cuando Virginia sufrió un grave trastorno mental. Tras una fase inicial de excitación extrema en la que no dejaban de ocurrírsele cosas y hablaba sin interrupción (y muchas veces sin sentido) empezó a tener alucinaciones y a escuchar voces. A esto siguió una profunda depresión durante la cual se negaba a hablar, a comer e incluso a vivir. Su oscuridad interior era tal que intentó quitarse la vida con una sobredosis de medicamentos. Leonard la acompañó a una serie de médicos que fueron incapaces de ayudarla y elaboró un detallado plan de vida para ella que incluía trabajo regular, alimentos sanos y una hora prudente de acostarse. Llegó incluso a apuntar la periodicidad de sus menstruaciones.

 

El matrimonio había comprado una pequeña imprenta manual y esperaba poder fundar una editorial. Tal vez Leonard Woolf pensara que el trabajo regular en un proyecto concreto ayudaría a Virginia a exorcizar sus demonios. La primera publicación de su editorial, en 1917, fue un folleto con dos relatos. Uno de ellos, “The Mark on the Wall”, era de Virginia y el otro de él. Tenían pocos tipos, así que no podían montar más de dos páginas cada vez para después imprimirlas y componer las dos siguientes. Afortunadamente se trataba de relatos cortos. También empezaron a buscar textos de otros autores para próximas publicaciones. No obstante, eran extremadamente críticos. Rechazaron un manuscrito titulado Ulises, de un desconocido escritor llamado James Joyce. No era solo que el texto fuera demasiado largo para su pequeña imprenta, sino que las constantes menciones a pedos y excrementos no les resultaron muy atractivas.

Aquella no fue, por lo tanto, una visita del ministro de Educación a una importante escritora, sino más bien un gesto de afecto familiar, tal y como reconoce Virginia Woolf en su diario. Cuando Herbert visitaba a su prima Virginia dejaba al hombre de Estado en su oficina del número 10 de Downing Street, donde se recibían a cada minuto noticias de todo el mundo y donde “los destinos de ejércitos enteros dependían prácticamente de las decisiones de dos o tres señores”. Cuando estaba con Virginia, Herbert era alegre y dejaba a un lado toda formalidad. Lo mismo le pasaba a ella. Él era como un puente con la realidad, con la verdad, con la vida. Lo describía incluso como alguien “en el centro de todo”. Los acontecimientos mundiales parecían inteligibles y cercanos cuando era él quien los explicaba en una conversación. Lo mismo sucedía cuando hablaba de los preparativos para las negociaciones del armisticio o de la necesidad de disuadir al general Ferdinand Foch de su sed de venganza y su plan para un “último combate”. Oyéndole, parecía como si Fisher hubiera hablado en persona con el general francés. También resultaba muy convincente para su prima su punto de vista de que entre los alemanes había más “monstruos” que entre los demás pueblos porque se les educaba sistemáticamente para la crueldad. A través de Fisher, Virginia se sentía por unas horas en contacto con el mundo. Al mismo tiempo, se le hacía dolorosamente claro lo reducido de su círculo en el apacible Richmond.

En realidad, apenas se podía decir que la guerra hubiese llegado a Richmond. Es cierto que había problemas de abastecimiento y que en tiempos de guerra era difícil encontrar personal de servicio. En alguna visita a Londres, Virginia había experimentado el terror que provocaban las bombas lanzadas por los alemanes desde sus zepelines. En Richmond en cambio había poco que temer, aunque los aviones alemanes sobrevolaran en ocasiones el lugar.

La pareja también hablaba de la paz en sus paseos como de algo que no les concernía más que de lejos y comentaban cómo la gente, una vez que su vida mejorase, olvidaría enseguida la guerra. Ambos dudaban que fuera posible que los habitantes de Richmond pudieran sentirse felices durante mucho tiempo porque los británicos hubieran librado a los alemanes de su pomposo monarca, devolviéndoles la libertad. La escritora estuvo al tanto de las negociaciones diplomáticas de las últimas semanas de la guerra gracias a los periódicos, pero todos aquellos titulares tenían poco efecto en su mente, habitualmente tan llena de curiosidad. ¿Era todo aquello “sencillamente demasiado lejano y absurdo” para ella?

En consecuencia, en casa de los Woolf tampoco se acogieron con enorme entusiasmo las salvas de cañón del 11 de noviembre a las once de la mañana. Virginia apunta en su diario:

Las cornejas volaban en círculo & por un momento cobraron la apariencia simbólica de criaturas llevando a cabo alguna ceremonia, parte acción de gracias, parte elogio fúnebre frente a una tumba. Día muy nublado, el humo se vuelca pesadamente hacia el este; & también por un momento se reviste de la apariencia de algo que flota, ondea, languidece.

También aúllan sirenas para marcar el momento.

¿Cómo quieren que escriba con todo ese trajín? Las criadas entran:

Nelly tiene cuatro banderas que quiere colgar de las ventanas de la fachada. Lottie dice que tenemos que hacer algo & veo que se va a poner a llorar en cualquier momento. Insiste en bruñir el aldabón & avisar a gritos al viejo bombero que vive enfrente. ¡Dios, qué ruido hacen!

Ella se siente más bien melancólica, ahora

que todos los taxis tocan el claxon & que los colegiales […] se colocan en torno a la bandera. Al mismo tiempo, la atmósfera es la de un velatorio. Ahora mismo se escucha un himno tocado por un armonio mientras izan una enorme Union Jack en un poste.

La paz es eso. ¿Es eso la paz? Al día siguiente, los Woolf toman el tren a Londres, movidos por una cierta agitación ante la trascendencia del momento. Enseguida se arrepienten de su decisión:

Una mujer gorda, desaliñada, vestida de terciopelo negro & plumas, con los dientes estropeados como los tienen los pobres, se empeñaba en estrechar la mano a dos soldados. […] Estaba medio ebria & justo después sacó una botella de cerveza de la que pretendía hacerles beber & luego los besó.

La capital está llena de estos personajes miserables y beodos que agitan banderas sin ton ni son y el cielo londinense castiga a los juerguistas con una abundante lluvia otoñal. Woolf, como anota en su diario, echa de menos en todo esto un “centro” que pudiera dar a las masas y a las emociones una cierta orientación. ¿Se refería acaso a su primo, el ministro de Educación Herbert Fisher? No directamente al menos, aunque hubiera utilizado con anterioridad ese término para referirse a él. En cualquier caso, Virginia Woolf reprocha al Gobierno la ausencia de rituales en un día tan señalado. Afligida, observa que los ciudadanos respetables no pueden mostrar su alegría y que reaccionan con desprecio ante el lamentable espectáculo que ofrecen las aglomeraciones, las tiendas cerradas y la lluvia.

Bajo ese Londres en ebullición, en el sótano del distinguido hotel Carlton del Haymarket, Nguyen Tat Thanh lleva meses fregando montañas de platos. Los camareros de librea del restaurante colocan los platos sucios en un montacargas que baja hasta la cocina, donde se encuentran Nguyen y sus compañeros. Los restos de comida van a la basura. Platos, copas y cubiertos se separan, se lavan cuidadosamente en grandes tinas y se secan y abrillantan con paños de algodón.

Nguyen había abandonado antes de la guerra su país, la Indochina francesa. Había visto medio mundo, la mayor parte del tiempo trabajando como gambucero en diferentes barcos. Estaba acostumbrado a levantarse a las cuatro de la mañana para fregar la cocina y encender los fogones. En aquellas travesías tenía que bajar desde la cocina, caldeada y llena de humo, hasta la cubierta helada en la que se almacenan las provisiones, para después volver trepando a la gambuza. Su delicado cuerpo pronto se volvió duro y fibroso a fuerza de subir pesados sacos de carbón y alimentos, pero su cara, de frente ancha, ojos penetrantes y labios carnosos, seguía siendo fina y expresiva.

A partir de 1917, Nguyen se establece en Londres para mejorar su inglés. Antes y después de sus largos turnos lavando platos en el Carlton se le podía ver con un libro y un lápiz en Hyde Park. De los libros no solo sacaba vocabulario, sino también ideas, algunas de las cuales incluso le servían en su día a día. Por ejemplo, una mañana decidió no tirar los restos de comida y colocarlos pulcramente en un plato para llevarlo de vuelta a la cocina. Cuando Auguste Escoffier, el temible chef del hotel, le pidió explicaciones, Nguyen respondió: “No deberíamos tirar estas cosas. Podríamos dárselas a los pobres”. Escoffier sonrió: “Escuche, amigo, olvídese de sus ideas revolucionarias y yo le enseñaré el arte de la cocina. Puede ganar mucho dinero con eso. ¿De acuerdo?”. A partir de ese día, Nguyen fue autorizado a trabajar en la sección de repostería, donde aprendió a preparar magníficas tartas.