Manifiesto para la sociedad futura

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Lo que realmente hay que pensar es cuáles son los alcances del voto como acción. Si el voto es un acto libre, la estructura de ese acto es paradójica: un acto que ejecuta una voluntad y que se anula en el momento mismo de haberse realizado. En el preciso instante en el que el elector suelta su boletín en la urna, ya ha perdido su capacidad de decisión. “Cuando voto, decía un escritor francés, mi igualdad cae en la urna con mi boletín, desaparecen juntos”179. Aunque la democracia se llame “representativa”, que por cierto es la que ha sido preferida desde fines del siglo XVIII180, no se eligen en realidad representantes, en el sentido de delegados, sino autoridades, personajes poderosos. No se delega el poder, se lo entrega. Rousseau lo tenía clarísimo: la soberanía popular no se representa, se ejerce directamente. “En el momento mismo en que el pueblo se da representantes, ya no es libre”181. Partidario de la “democracia directa”, aunque en esa época se decía simplemente la democracia (el sistema representativo se llamaba más bien “república”), el pensador de Ginebra consideraba como indeseable todo proceso que genere desigualdad y jerarquías en los ciudadanos —y entre ellos el sistema representativo—, restaurando de una u otra manera el sistema de privilegios182. Así también, Victor Considerant, en el siglo XIX: “Delegando su soberanía, el pueblo renuncia a ella. Desde ese momento ese pueblo no gobierna, es gobernado […] Pueblo, ¡delega tu soberanía! Yo te garantizo un destino opuesto al de Saturno, tu soberanía será devorada por tu hija, la delegación”183.

Rousseau y su descendencia libertaria no son los únicos que distinguían democracia y sistema representativo. Hannah Arendt, comentando la Revolución francesa, se refiere al “tesoro perdido de la tradición revolucionaria”, es decir, los consejos de autoorganización que el pueblo se dio en los momentos iniciales de esa gran transformación política; la pensadora reconocía que la democracia consiste en la manera en que cada cual participa a la felicidad pública. Citando a Jefferson, quien se preguntaba cómo hacer sentir a cada cual “que participa en el gobierno de los asuntos públicos, no solo el día del escrutinio, sino todos los días”. La respuesta del tercer presidente de los EE. UU. es un sistema de división del territorio en pequeños distritos, especies de “repúblicas elementales” donde todo hombre pueda volverse “un miembro actuante del gobierno común”184, que permiten la participación de todos a los asuntos que les incumben; “espacios de libertad” fundamentales en esta tradición, ya que “nadie podía decirse feliz sin tener su parte de la felicidad pública, nadie podía decirse libre sin experiencia de la libertad pública, y nadie podía decirse feliz y libre sin participar en el poder público y sin tener su parte”185.

Por cierto, la idea de Jefferson no se realizó, ni los intentos de autogobierno en la Revolución francesa (los consejos), ni aquellos de la comuna de París, ni los soviets en la revolución rusa de octubre 1917 tuvieron éxito, ni se realizó la revolución, mucho más democrática y desde la base que propugnaba Rosa Luxemburgo en Alemania (que Arendt no cita, por supuesto), basada en los consejos obreros y campesinos autoorganizados y no en el partido, que era la posición de Lenin. Salvo el ejemplo de la Comuna de París, que fue masacrada, los demás intentos fueron prontamente remplazados por el régimen de partidos (partido único en caso de la Unión Soviética y sus países satélites) y las elecciones de representantes, miembros de una élite seleccionada por los partidos. Esto da un sistema que no es precisamente una relación entre pares, sino “entre quienes aspiran a gobernar y quienes consienten en ser gobernados”, porque, según Arendt, “en la naturaleza misma del sistema de partidos está el remplazar la fórmula ‘gobierno del pueblo por el pueblo’ por la fórmula siguiente: ‘gobierno del pueblo por una élite salida del pueblo’”186.

En muchas constituciones de repúblicas modernas, como por ejemplo la francesa, un diputado, justamente, no representa a los electores de la circunscripción que lo ha elegido, ni tampoco al partido que lo ha propuesto, sino al pueblo francés187. Es lo que se llama mandato representativo o mandato libre (a diferencia del mandato imperativo): se considera que el legislador debe ser enteramente libre para redactar y votar las mejores leyes para el país, lo cual implica que tiene todo el derecho a votar por medidas perfectamente contrarias a las del programa por el cual fue elegido. ¡Linda manera de “representar”! Es verdad que el argumento de la necesaria independencia del legislador en relación con grupos de presión (lo que no ocurre, porque los diputados están permanentemente a la escucha, cuando no al servicio, de los famosos lobbies188) merece atención y discusión, pero en la práctica la gran mayoría de las promesas no son nunca cumplidas, los “representantes” persiguen carreras políticas personales y el pueblo termina por desinteresarse del asunto. Sobre la posibilidad de reestablecer un mandato imperativo, es un tema profundo y largo y es difícil pronunciarse, aunque algunos lo han hecho, de manera matizada, como Hans Kelsen, que consideraba indispensable dinamizar la relación entre los electores y sus representantes189. Pero se puede decir lo mismo que a propósito de la preferencia por el voto mayoritario en vez del sorteo: que ello muestre una desconfianza tradicional de las élites respecto a la voluntad o soberanía popular.

En cuanto a las elecciones presidenciales y aún más en los regímenes llamados presidencialistas, este sistema es coronado190 (la expresión es la adecuada) por verdaderos sicodramas nacionales, por no decir megashows, en los que se vota por un presidente que centraliza el poder y las expectativas de los pueblos, como si fuera un salvador enviado por la providencia, todo ello cada vez más influenciado por la imagen televisiva. Como las expectativas son enormes, los sentimientos y las emociones se exacerban, principalmente detestación, agresividad y desprecio, la opinión pública se divide drásticamente; finalmente una mayoría gana191, celebra y festeja; los otros se preparan para oponerse a todo lo que el ganador haga o proponga. Este clima de debates apasionados da la ilusión de la “alternancia”, propia a la democracia. Pero debemos tomar conciencia de algo muy importante: no se elige en realidad un gobernante que represente la voluntad popular y sirva al pueblo, sino a un jefe de partido que pasa a ser el dirigente del país, un leader, un arconte, del cual se espera que tenga justamente “liderazgo”, autoridad, imagen, que sea admirado y seguido, y al cual se le atribuyen dignidades protocolares curiosas, se le otorgan poderes especiales y consecuentemente se esperan de él realizaciones extraordinarias, tal cual como en tiempos de las monarquías. ¿Es posible sin embargo que sigamos considerándonos ciudadanos responsables de una democracia adulta, cuando lo que buscamos y necesitamos es un jefe, un guía, por no decir un pastor de rebaños? La figura del presidente de la República todopoderoso, su legitimidad arraigada en una relación personal con el pueblo que lo ha elegido mayoritariamente, tiende a despolitizar el resto de las instituciones democráticas, como el Parlamento, que de cámara de representantes pasa a ser una especie de caja de resonancia del Ejecutivo.

Democracia radical o democracia fuerte

Es hora de cambiar esta concepción de la democracia, si se cree —y es nuestro caso— que la democracia es lo propio de una sociedad justa. Es necesario avanzar hacia una profundización de la democracia, de manera de radicalizar sus principios. “La democracia es radical” o no es realmente una democracia. Esta expresión no es de ningún anarquista furibundo ni un peligroso bolchevique; se trata de John Dewey, filósofo liberal y gran representante del pragmatismo norteamericano, para quien “La finalidad de la democracia es radical, se trata de algo que ningún país ha realizado hasta ahora adecuadamente”192. Esta finalidad de la democracia —y es por ello por lo que esta debe ser radical, según este pensador— es la realización misma de la individualidad humana. El liberalismo comenzó como una doctrina que buscaba esta realización, protegiendo al individuo de todo abuso de poder, principalmente de la parte del Estado —despotismo, absolutismo, tiranías—. Pero, a medida de su desarrollo en y con la sociedad industrial, fue evolucionando hacia un sistema en el cual los individuos solo se ocupan de intereses privados. Un verdadero liberalismo, según Dewey, reforzaría la dimensión social, comunicacional, la cooperación y el entendimiento entre las personas, en vez de aislarlos como individuos atomizados, como simples consumidores, vaciando de contenido la dimensión ciudadana. Por esta razón, el liberalismo debe ser una democracia radical o simplemente traiciona sus propios principios.

La democracia no debe entenderse, para este pensador, como un procedimiento de decisión o de elección de gobernantes ni como una forma de régimen político entre otros. Se trata de la esencia misma de la política. “La democracia considerada como idea, no es una alternativa a otros principios de vida en asociación. Es la idea de la comunidad misma”193 . La idea de la participación de los ciudadanos en la configuración y en la gestión de todo lo que les concierne directamente. La democracia es la vida en común, de un “público” en su actividad esencialmente comunicacional. “La conciencia clara de una vida común, en todas sus implicaciones, constituye la idea de la democracia”.

 

La sociedad puede ser una agregación de individuos aislados, ocupándose cada cual de sus asuntos privados. Y es en eso en lo que la ha convertido un liberalismo inconsecuente con sus principios, que, al mismo tiempo que glorificaba la libertad y la independencia de los individuos, ha subordinado la vida política a la vida económica. Según Dewey, los liberales “han descuidado las consecuencias del control privado de los medios de producción y de distribución sobre la libertad real de las masas, tanto en la industria como en los bienes culturales. En lugar de la era de la libertad para todos esperada por los liberales al comienzo del siglo XIX, se abrió la era del poder en manos de unos pocos”194. Tal sistema, a pesar de las proclamaciones, puede fácilmente dejar de estar al servicio de los individuos, quienes

pueden perder su identidad en una muchedumbre, en una convención política, en una sociedad de accionistas, o en una mesa electoral, lo que no significa que una organización colectiva misteriosa tome las decisiones; significa que un pequeño número de personas que conocen bien sus asuntos, están prontos a aprovecharse de la fuerza agregada para conducir la masa como se les ocurra, para financiar una máquina política y para organizar los negocios de las corporaciones privadas195.

Es necesario recuperar la democracia, reconstruirla o refundarla, lo que implicará recuperar el terreno de la política, allí donde somos seres sociales, ciudadanos libres. Que ella se llame democracia radical, siguiendo a Dewey, democracia participativa, o aun “democracia fuerte”, como lo propone otro pensador de la política norteamericano, según el cual la democracia es una forma de vivir. Ella debe ser la expresión de nuestra iniciativa, la organización de nuestra voluntad, el resultado de nuestra deliberación consciente e informada. El concepto de “democracia fuerte” es un instrumento conceptual, útil para comprender lo que se designa como “democracia débil”, que es como Benjamin Barber caracteriza la democracia liberal o representativa. Lo político es el ámbito de la acción (concepto próximo al de vita activa de Hannah Arendt). Y resulta que los conflictos son lo propio de la sociedad política y que deben ser resueltos “en ausencia de cualquier fundamento independiente” para juzgar, es decir, fuera de cualquier marco metafísico o transcendente, que asegure una relación con una cierta verdad, una cierta uniformidad o consenso. En la democracia débil, el conflicto no es resuelto, sino de alguna manera evacuado por la negociación entre individuos o grupos atomizados, donde por cierto ganan los unos o los otros en función de la fuerza que puedan movilizar. En la democracia fuerte el conflicto tiende a transformarse en cooperación por la participación de los ciudadanos en una deliberación conjunta.

La democracia fuerte es una política de participación […] el conflicto es resuelto gracias a una autolegislación continua, una participación constante y la creación de una comunidad política capaz de transformar los individuos privados e independientes en ciudadanos libres, así como los intereses privados, parciales, en bien común196.

Por supuesto, nada es automático y no se afirma que esta conversión de los conflictos en cooperación sea algo fácil. Según otra teoría influyente, en la cual el término democracia radical cobra otra significación, estos son más bien esenciales a la política197. Pero si es posible es porque ello ocurre en una comunidad política de ciudadanos, que conducen juntos (aun cuando no estén de acuerdo) sus asuntos y juntos enfrentan sus problemas; la acción política y la construcción de una comunidad política no son dos realidades separadas, la comunidad política nace de la acción conjunta y al mismo tiempo la permite. En términos de Barber, “participar consiste en crear una comunidad que se gobierna ella misma, y crear una comunidad autorregida es participar. En la perspectiva de una comunidad fuerte, participación y comunidad son dos aspectos de un mismo ser social: el ciudadano”198 .

Y por supuesto el ciudadano necesita ser educado y formado para asumir sus responsabilidades, que es justamente lo que el sistema actual de la democracia liberal representativa no hace. La distancia que separa a cualquier ciudadano de los representantes, y más aún del gobierno, es una experiencia cotidiana; son personas que vemos de vez en cuando en la televisión, nos enteramos de sus decisiones y de sus carreras políticas desde la distancia en la cual se nos mantiene a los ciudadanos y a la sociedad, a la que sintomáticamente se le ha llegado a llamar “sociedad civil”. Lo contrario de lo civil ¿qué es? No se trata aquí de lo militar, por supuesto, aunque ello lo hemos conocido también, sino de algo así como los “oficiales”, aquellos que tienen el poder de decisión y controlan la administración; algo así como la casta de los mandarines en la China antigua. Y es aquí exactamente que comenzamos a desinteresarnos de la política, que es el medio profesional en el cual ciertas personas “ofician”, decidiendo sobre el destino de los “civiles”.

Espacio público y deliberación

En la proposición de una democracia fuerte lo más importante es la desaparición o al menos la reducción del abismo que separa a los gobernantes de los gobernados. Por eso la participación ciudadana es la esencia de la democracia. La democracia que no es participativa simplemente no es una democracia, sino una mezcla particular de aristocracia y de oligarquía con justificaciones institucionales más o menos eficaces.

Por ello la educación cívica es fundamental y constituye el elemento central de la formación de un público, en términos de Dewey. Se conoce la enorme importancia que este acordaba a la educación. No se trata de “la masa”, sino de un pueblo organizado y educado que delibera y que asume la responsabilidad de su destino. Para ello, la ciencia es fundamental y bien que sea el dominio de la más grande especialización, es necesario que el público esté informado porque cuestiones de la mayor importancia, tanto en la bioética como en políticas de la energía o la cibernética, influirán decisivamente en la vida de todos. Le corresponde al ciudadano y no a supuestos “expertos” el decidir. El rol de los expertos es informar al ciudadano (hoy en día informan a los representantes y a los gobernantes, cuando no trabajan para lobbies). Las ciencias naturales ya disponen de excelentes “divulgadores” e incluso los medios audiovisuales disponen de productores y realizadores de excelentes programas199. Pero las ciencias humanas permanecen desconocidas para las mayorías y vienen a resultar más elitistas que la astrofísica o la mecánica cuántica, lo que es una paradoja. Según Dewey las ciencias humanas debieran poder ser algo así como la clave de la educación cívica, el autoconocimiento de una sociedad. El especialista debiera considerar que tiene el deber de poner sus investigaciones al servicio de la población y debiera por supuesto tener los medios para hacerlo.

También resulta pertinente evocar la noción de espacio público, central en la filosofía política, que remonta a Kant, quien en un breve y célebre texto afirmó que de lo que se trata es de salir de la condición de menor de edad en la cual se encuentran muchos pueblos. Se trataba, para el filósofo de Könisberg, de responder a la pregunta “¿Qué es la Ilustración?”. Es la salida del estado de tutela (llamado también heteronomía: la ley viene dada desde el exterior), cuando el hombre asume que puede hacer uso de su razón por sus propios medios200, lo que caracteriza también la noción de autonomía (autos = sí mismo; nomos = la ley): la obediencia a la ley que se ha dado a sí mismo.

Jurgen Habermas critica la orientación puramente individual que da Kant a ese concepto, insistiendo en que el espacio público “ilustrado” se crea por la discusión entre ciudadanos. El pensador de Frankfurt sitúa en el siglo XVIII el nacimiento de este “espacio público”, en los salones de la burguesía, así como en los cafés que la urbanización de la revolución industrial hizo surgir, “proceso en el cual el público constituido por individuos haciendo uso de su razón se apropian de la esfera pública controlada por la autoridad y la transforma en una esfera donde la crítica se ejerce contra el poder del Estado”201. Pero tarde o temprano este espacio crítico, que debió haber sido la base de la democracia deliberativa, va a decaer, habiendo quedado su base social cantonada a los medios burgueses, y debido a la intervención omnipresente del “Estado social capitalista” que remplazará poco a poco el “Estado constitucional liberal”, tomando las decisiones políticas y estableciendo una administración tecnocrática que desemboca en la despolitización de las masas. La “publicidad” (devenir público de lo que es privado) crítica es remplazada por una “publicidad de demostración y manipulación” y la discusión informada de los ciudadanos es remplazada por la incitación al consumo y la manipulación psicológica por los medios de comunicación de masas. Esta esfera pública del Estado capitalista, para Habermas, no es más que “una forma degenerada del espacio público original burgués” que impone a un público (en el segundo sentido: los asistentes a un espectáculo) avasallado por los medios (mediatisiert) “la adecuación a las relaciones sociales existentes”202.

El público, según Dewey, así como el espacio público de Habermas, son conceptos que sirven para caracterizar lo que debiera ser el pueblo (demos) de una verdadera democracia participativa, la comunidad autogobernada, en el sentido de Barber. Se objetará —como hacen los partidarios de mantener el sistema representativo tal como funciona en gran parte del mundo— que el pueblo no está cultivado, que no tiene las capacidades para gobernarse a sí mismo, que las sociedades modernas son muy complejas y que se requieren grandes conocimientos y aptitudes excepcionales para ser un legislador o un gobernante. Estas son las objeciones tradicionales a la democracia participativa, al mismo tiempo que el problema práctico del tamaño de las sociedades actuales. Pero, si esta última alude a un problema técnico, las primeras tocan un asunto ideológico. Se trata, una vez más, simplemente de la desconfianza ancestral de parte de las clases privilegiadas por el juicio del pueblo.

Muchos de estos argumentos adolecen de un defecto ético-formal característico: son emitidos por quienes son juez y parte. Ya sea los políticos profesionales o las élites sociales tienen interés en preservar esta idea según la cual el pueblo debe ser gobernado por expertos, conocedores, cuando no se dice de “los mejores”, y se habla de “meritocracia”. Desde un punto de vista etimológico el famoso gobierno de los mejores tiene un nombre desde siempre: “aristocracia” (aristoi son los mejores en griego antiguo); por supuesto, se trata una vez más de una autodenominación. Convencer al pueblo de que gobernar es algo muy difícil, que se requieren conocimientos especializados, que basta con que acudan a votar, porque del resto se ocupan los profesionales. Desde el comienzo de la democracia liberal como idea y como práctica se ha pensado de esta manera. John Stuart Mill, que puede considerarse el más demócrata de los pensadores liberales clásicos, consideraba que la democracia se enriquecería con la participación popular, que todos deben gozar de las libertades básicas, pero que era preferible que “una élite representativa” haga las leyes, y que si bien “cada cual debe poder hacerse oír, ello no significa que todas las voces se valgan”, porque participación no implica competencia para aquello en lo cual se participa.

 

Esta idea es la que ya no puede seguir siendo aceptada. La educación de las ciudadanías actuales, aunque se pueda considerar muy perfectible, no tiene nada que ver con la situación en el siglo XIX, en que la gran mayoría de la población era analfabeta. Que el pueblo deba ser guiado y gobernado por los mejores fue también argumento para no acordar el derecho a voto universal. Durante mucho tiempo el voto fue censitario: solo las clases acomodadas podían votar y, por supuesto, solo los hombres; las mujeres se suponían influenciables por los maridos, por los curas… en cualquier caso, no autónomas.

La evolución de la democracia desde entonces ha sido considerable: voto universal, voto de las mujeres, derechos cívicos a los afroamericanos en EE. UU., fin del apartheid, fin de los totalitarismos, fin de dictaduras militares (aunque sigan habiendo nostálgicos de ellas), derecho a todo ciudadano mayor de presentarse a las elecciones. Incluso, en muchos países, las campañas electorales son financiadas con fondos públicos, o si estos son privados están controlados y a veces restringidos. Sin embargo, la recuperación por parte de élites políticas de los mandatos y funciones de los Estados ha continuado y las primeras décadas del siglo XXI, con una serie impresionante de protestaciones y movimientos populares por más democracia, de alguna manera muestran que ello ya no es aceptado simplemente, al menos por una parte importante de los ciudadanos, que no están ya dispuestos a que la ciudadanía se reduzca a la condición de electores.

“¡Democracia real ya!”

Desde los movimientos altermundialistas de fines de los noventa, las protestas contra las conferencias cumbres y las sesiones del Foro Social Mundial, si bien fueron perdiendo fuerza, una segunda y fuerte ola de movimientos comienzan con las “primaveras árabes”, en 2011, con revoluciones exitosas en Túnez y Egipto, aunque en el segundo caso el logro de haber dado de baja al dictador no fue durable, y en muchos otros países los movimientos fueron reprimidos con la peor violencia. Luego vinieron movimientos importantes en el mundo occidental, principalmente propugnados por jóvenes, con ocupación de plazas y lugares simbólicos, los “indignados” en la Puerta del Sol en Madrid203; “Occupy Wall Street”, en Nueva York204; en 2011, la plaza Sintagma en Atenas; el Boulevard Rothschild en Tel Aviv; en la plaza Taksim de Estambul, en 2013205; en la plaza Maïden en Kiev en 2014; tardíamente “Nuit débout” en la plaza de la República en París en 2016206. En el mismo período, huelgas y movimiento populares de gran amplitud se desarrollaron en Chile, por el derecho a la educación, en 2011207; en Corea, contra el gobierno, y en Rumania contra la corrupción de la clase política y luego contra el proyecto de anulación de una ley anticorrupción. Principalmente se trataba de protestar contra las políticas de austeridad decididas por los gobiernos para paliar los abusos del capitalismo financiero luego de la crisis del 2008, o de protestar directamente contra estos abusos. Muchas personas van cobrando conciencia del aumento de las desigualdades, que, aunque la extrema pobreza haya retrocedido, se vuelven evidentes, lo que se puede escuchar en uno de los eslogans originado en “Occupy Wall Street”: “Somos el 99 por ciento”, o en Grecia, donde un movimiento de jóvenes se autodenominó “generación 700 euros”.

Pero lo más interesante, para los efectos de este capítulo, es que esas protestas toman la forma de un deseo de democracia. Es la consigna de los indignados: “¡Democracia real ya!”, así como las prácticas de debate, la preocupación por la horizontalidad organizacional, el rechazo a asumir o proclamar líderes y un deseo evidente de fundar una nueva forma de hacer política. Aunque no se puede negar que la desconfianza hacia el personal político tradicional tenga ciertas interconexiones con el populismo de siempre que proclama que los políticos están “todos podridos”, el deseo de democracia real, o de democracia participativa, es el rasgo más significativo e innegable de estos movimientos. Así, en estos movimientos se ha podido ver un elemento común: la asamblea permanente, la deliberación ininterrumpida.

Principalmente se ha tratado de un proceso de empoderamiento de personas que han vivido como excluidas de la vida pública208 y para quienes ese uso de la palabra ha sido reparador, por no decir terapéutico. Asimismo, un sitio importante tiene la reivindicación del lugar de las emociones y los afectos en la vida pública. El nombre mismo de “indignados”, aunque de origen azaroso, muestra una motivación que no reclama particularmente algo de la esfera racional; la indignación puede ser, evidentemente, tanto justa como injusta. Pudo haberse reivindicado más el placer que la indignación, porque lo que resulta evidente a todo aquel que participe en alguno de estos movimientos y a ese carácter de asamblea permanente es el placer de estar juntos, de reunirse, escucharse, la satisfacción de discutir, compartir ideas y experiencias de manera horizontal209 .

La crisis de la democracia liberal representativa es evidente y ha sido analizada en decenas de libros. Se pueden mencionar al menos dos problemas mayores de la democracia representativa. El primero ya lo hemos mostrado ampliamente: la reducción de la esfera política a la actividad de un grupo oligárquico de profesionales de la política y la exclusión de ella de grandes capas de la población. El mandato libre de los diputados y el modo de elección están también en la base de un segundo problema: la crisis de la legitimidad. No se le reconoce a la élite política la legitimidad de representar al pueblo. Por cierto, uno de los eslóganes escuchados en la Puerta del Sol era “¡No nos representan!”, y una de las asociaciones manifestantes se llamaba “No les votes”. Es decir que no se le reconoce más a la oligarquía que se ha incrustado en el poder el carácter de aristocracia (ser los mejores), y, aunque ello fuera así, la legitimidad representativa no se cumpliría tampoco. Los supuestos representantes legislan para ellos mismos, protegen sus intereses y los de la élite que los ha instalado en ese lugar. Como se convierten en políticos profesionales, la principal preocupación pasa rápidamente a ser la de su reelección.

Una verdadera democracia o democracia radical debe poder hacer frente a este problema de la legitimidad, que incluso pensadores liberales de la democracia reconocen210. Una vasta gama de instituciones nuevas debiera poder dar lugar a una sociedad deliberativa, en la cual ciudadanos informados y comprometidos participan en las discusiones, en el proceso de organización y en las decisiones que por cierto afectan al conjunto de los ciudadanos. Esto deberá agenciarse en una superposición de niveles, desde el más inmediato y local, de la comunidad habitacional o del barrio, pasando por la comuna, la ciudad, provincia o región, hasta el nivel nacional y también supranacional211. Diversas asambleas participativas, colegios y jurados representativos, combinadas con procedimientos de democracia directa, control de los representantes y gobernantes por instituciones de neutralidad asegurada, limitación de la duración de los mandatos, debieran remodelar enteramente la vida política de las sociedades.

Experimentación e instituciones del futuro

Los presupuestos participativos, donde asambleas representativas de la población deciden lo que se hará con los fondos disponibles —que por cierto son la riqueza de la población misma—, han sido experimentados durante largos años desde que la pionera ciudad de Porto Alegre, Brasil, los pusiera a prueba, pero luego también en Sao Paulo y numerosas ciudades de Europa, como actualmente París. Y no ha habido desastres presupuestarios ni decisiones erráticas, que es lo que temen siempre las élites. Como lo mencionamos al comienzo de este capítulo, cuando el pueblo decide, por supuesto que a veces se equivoca; pero cuando son los expertos quienes deciden, también se equivocan. La diferencia es que cuando el pueblo —por medio de una asamblea participativa— toma una mala decisión simplemente la corrige, porque es directamente responsable de lo que se ha hecho y el primer perjudicado; en cambio, cuando son los expertos —que muchas veces no son responsables de nada, sino simplemente consejeros— o son los profesionales de la política quienes se equivocan, ponen en marcha un sinnúmero de recursos para evadir la responsabilidad, enviándoselas los unos sobre los otros o para disimular los errores o sus efectos negativos, puesto que sus intereses no coinciden exactamente con los de la población —el sistema mismo los ha colocado en una situación de privilegio—; sus intereses son primordialmente proseguir sus carreras políticas y no el bien común.

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