Manifiesto para la sociedad futura

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Esta interpretación bien poco sutil de la acción humana no toma en cuenta que, determinismo o no, las causas y los efectos constituyen cadenas múltiples de causalidad, y no una única concatenación universal. Un fenómeno físico como lluvias torrenciales en las costas de América Latina forma parte de una cadena de causalidades: humedad, temperatura, vientos, corrientes marinas intervienen en una secuencia compleja cuyas causalidades se pueden comprender a grandes rasgos. Si en la misma época un artista vienés realiza un trabajo de estética neobarroca y su exposición da lugar a toda una escuela de arte, críticos, historiadores, profesores, curadores, intervienen en una cadena de hechos en los cuales algunos son causa de otros. En otro lugar del mundo, un gobierno fragilizado por una revuelta contrata mercenarios para eliminar a rebeldes, que a su vez se asocian a grupos de un país vecino, y ello da lugar a varias masacres. Las consecuencias y ramificaciones causales de estos tres acontecimientos duran décadas. Pero es absolutamente indemostrable que ellos estén ligados en una supuesta concatenación universal, que es una idea metafísica bastante inútil en ciencias humanas. De la misma manera, al menos en los eventos en los cuales intervienen seres humanos, es imposible demostrar que todo ocurrió como habría sido posible preverlo y que cada elemento o personaje obedeció a una causalidad oculta. En realidad, cuando actúan seres humanos, en todo momento hay algo que es efecto de alguna causa, y también otras cosas que no lo son. Llamamos acción humana a un acto o movimiento intencional de un ser consciente, que, aun siendo parte de una cadena de causas y efectos, es, a su vez, causa inicial de otra cadena de causalidades, por más pequeña o insignificante que esta pueda ser.

Esto es lo que significa cambiar algo del mundo. Podemos llamar entonces acción libre a aquella que no es enteramente efecto al interior de una cadena de causalidad, sino que también es el inicio de una nueva cadena. El elemento libre en la acción humana es la parte imprevisible; así como el azar o el caos en los acontecimientos físicos, la invención, la creatividad, la imaginación e incluso un toque de excentricidad o de locura aportan a la acción humana una dimensión de libertad, que consiste en situarse en el comienzo imprevisible de una nueva cadena de causas y efectos. Por cierto, ello puede ser ínfimo o puede ser más importante. Depende de nosotros. La libertad se cultiva; también se puede dejar que se marchite. Si nuestras vidas se limitan a la ejecución de tareas, roles, funciones e incluso vidas sentimentales, relaciones, situaciones todas que de alguna manera están previstas —no diré “modelizadas”, pero se trata de algo de ese estilo—, ello implica que no nos situamos al inicio, sino en la simple continuidad de cadenas de causas y efectos que nos preceden; es evidente entonces que nuestras vidas, aunque sigamos considerándolas como valiosas, tienen muy poco que ver con la libertad.

Esta explicación un poco técnica, breve incursión en una filosofía de la libertad que por cierto ultrapasa la esfera estrictamente política, tiene para mí la utilidad de dar un contenido concreto a esta noción fundamental pero en general vaga. Ello nos ayudará a comprender por qué la política es el lugar de la libertad efectiva… o de su alienación. La acción humana libre es aquella que se inscribe en un campo de significaciones humanas, cambiando algo del mundo real, de una manera que no estaba ni prevista por la causalidad física ni determinada por costumbres, roles o funciones que la sociedad impone. Esta calidad de comenzar, de estar en el principio (arché, en griego), como lo hace ver de manera brillante Arendt64, aunque se trate de algo muy modesto e ínfimo debe ser posible en un mundo humano libre y debe tener su lugar en la sociedad, en la estructura política y jurídica. Si nos limitamos a reproducir comportamientos, incluso virtuosos, incluso morales, no estamos ejerciendo la libertad; no actuamos, sino que efectuamos; nos hacemos eco, en tanto efecto, de causas anteriores. Mientras tanto, legisladores, gobernantes, “expertos”, directores y asesores, líderes o jefes dan forma al mundo en el cual nosotros ejecutamos nuestras tareas. La política debe ser una búsqueda de mayor libertad, de efectiva libertad. Y ello pasa por una idea precisa de qué es la libertad política y una voluntad de profundización y de realización de esta.

La libertad es, por otra parte, aquella que tradicionalmente se ha concebido como ideal en las sociedades modernas, esto es, la posibilidad de elegir su modo de vida, su pensamiento, su moral. Y de expresarla, de comunicarla a los demás. Uno de los pensadores liberales más profundos, John Stuart Mill, consideraba que la libre expresión (Mill hablaba de “libertad de pensamiento y discusión” ) y su aplicación más obvia, la libertad de la prensa, debe ser preservada sin fallas. Primero que nada, porque no somos infalibles; podemos estar seguros de la falsedad de una afirmación y equivocarnos. Así, tanto las opiniones verdaderas como las falsas tienen derecho a ser expresadas y publicadas. Las verdaderas porque si no lo fuera nos privamos, dice Mill, de una parte de la verdad, y las falsas, porque sin ellas perdemos la chance de reforzar la verdad al refutarlas65.

Mill concebía la sociedad humana liberal como un campo abierto de opciones de vida lo más variadas posibles para el individuo. La sociedad, para llamarse libre, debería brindar al individuo la posibilidad efectiva de realizar un máximo de experiencias, incluso “excéntricas”, según su propia expresión, sin ser encuadrado por normas convencionales o reprimido por leyes restrictivas que imponen un contexto moral66, con el único límite de aquellas que dañan efectivamente a los demás. Estamos sin duda muy lejos de este tipo de libertad, que parece insoportable para las sociedades actuales. Muchos pretenden poseer la verdad respecto a cómo debería vivirse la vida, cómo amarse, reproducirse, cómo organizar las familias, la sexualidad, los gustos, el trabajo, el vestir y el alimentarse y las apariencias físicas, sin darse cuenta de que esa seguridad no es compatible más que con sociedades totalitarias. Eso implica que incluso la libertad negativa —que, como hemos mostrado, es la forma más básica e incompleta de la libertad— no está tampoco realizada en nuestras sociedades, que en el fondo temen la libertad y desarrollan estrategias que les dan seguridad, como lo mostró en su tiempo Erich Fromm67.

Sin embargo, la evolución de las mentalidades es una realidad cada vez más fuerte: cada vez son más numerosas las sociedades que aceptan la unión civil o incluso el matrimonio fuera del contexto heterosexual y que reconocen la existencia de géneros diversos, formas de amor y de sexualidad no convencionales. De la misma manera, la alimentación, la educación, los estilos de vestir y de hablar, los gustos, las formas de arte y lenguajes nuevos intentan abrirse camino en múltiples contextos. Un tipo nuevo de conflictos valóricos, ya vislumbrados por Max Weber, que hablaba de “guerra de los dioses”, tiene lugar en diversas sociedades, suscitando debates que unas décadas antes habrían parecido imposibles y que se traducen a veces en legislaciones que consagran derechos nuevos, conquistas de espacios de vida y formas de realización de la humanidad que eran antes rechazados sin matiz ni comprensión.

Nombrar bien las cosas: libertad integral

Concebir que el centro de la construcción de las sociedades debe, una vez más, ser ocupado por la libertad, una libertad real, actuante, amplísima y sin prejuicios sobre las maneras de vivir, ejercer y realizar la humanidad, constituye el fondo verdaderamente revolucionario de una nueva filosofía política. Podemos decir que la libertad es el fondo de la cultura humana, en el sentido de lo que debe cultivarse en prioridad; y ello considerando que la libertad no debe ser restringida por un concepto limitante, que se trate de la libertad de los antiguos como la de los modernos, de la negativa o positiva, de la libertad reflexiva, la autonomía del sujeto racional, como de la libertad cualitativa o social, que resulta de la colaboración de los individuos entre ellos en la construcción sus vidas en el seno de instituciones justas que se trata —la política consiste en ello— de crear y hacer vivir. La política no tiene otro sentido fundamental. Ni otro principio; no vale la pena buscar, como se hizo en la Revolución francesa, tres principios, libertad, igualdad y fraternidad, porque de ellos se sigue un sinnúmero de dificultades debido a la asimetría de cada miembro de la tríada. La igualdad y la fraternidad las reencontraremos bajo otras nominaciones. Citemos una vez más a Arendt: “La libertad es en rigor la causa de que los hombres vivan juntos en una organización política. Sin ella, la vida política como tal no tendría sentido. La raison d’être de la política es la libertad, y el campo en el que se aplica es la acción”68

Nombrar bien las cosas es uno de nuestros objetivos. Albert Camus dijo una vez: “Nombrar mal las cosas es aumentar la desgracia del mundo”69. Una de las tareas de la filosofía es nombrar las cosas, evitando eufemismos y transacciones acomodaticias, o, peor aún, evitando participar a la mentira. Intentaremos hacerlo.

Pero cómo encontrar otra palabra que la libertad; incluso buscarle un apellido es difícil. Ya hemos nombrado (invención de Hegel y Honneth) la libertad social, aunque también podría llamarse libertad interactuante, ya que, presuponiendo todas las formas anteriores de la libertad, solo se constituye en la acción conjunta de individuos que se asocian reconociéndose mutuamente indispensables. También podríamos llamarla libertad integral, puesto que no se trata de uno de sus aspectos o momentos parciales, sino de su ejercicio pleno. Esta expresión tiene una ventaja suplementaria: si en una sociedad futura viniera a la cabeza de alguien alguna forma de “integrismo”, solo el integrismo de la libertad sería aceptable, y por supuesto incompatible con e irreductible a cualquier proyecto de tiranía o dominación.

 

II Ecología

Una nueva sociedad en armonía con el ecosistema de lo viviente

La responsabilidad, corolario de la libertad

Por razones históricas que tienen que ver con la situación actual de la vida de las ideas, podríamos perfectamente haber situado la ecología en primer lugar de nuestro manifiesto: parece indispensable poner el acento en ese aspecto de las nuevas sociedades, porque, a pesar de los grandes avances actuales, se ha desarrollado una conciencia muy insuficiente en relación con lo que se necesitaría para evitar grandes crisis e incluso catástrofes futuras. Comenzar por la libertad, sin embargo, nos ha parecido necesario no solo para distinguir nuestra proposición de las teorías de la ecología política tradicional, sino también porque una filosofía política es antes que nada una filosofía de los seres humanos organizados en sociedades. La ecología, si bien es el centro de toda comprensión de la vida, pura y simplemente, no lo es específicamente de la vida social organizada de los humanos, que es el propósito de la filosofía política. Es verdad que la vida política del ser humano es parte de la vida y parte activa de la biósfera, por lo que ontológicamente hablando la ecología es el problema principal de la vida humana, pero, políticamente hablando, lo es la libertad.

Con la ecología, en realidad, no abandonamos el tema de la libertad, pues, si hay dos dimensiones que siempre debemos intentar pensar juntas, son aquellas de la libertad y la responsabilidad. El ejercicio extendido de una libertad efectiva debe absolutamente ser acompañado de una nueva concepción, igualmente extendida, de la responsabilidad. Esta se caracteriza por la capacidad de responder por las consecuencias de nuestras acciones. Por cierto, si nuestra acción tiende a ser transformadora, en el sentido que hemos especificado antes, de estar al inicio de una cadena de causalidades; si nuestra vida y la sociedad pueden ser más libres, tenemos que pensar, definir y visualizar lo más claramente posible las consecuencias que nuestra manera de vivir y nuestras acciones y tendrán para el futuro, tanto inmediato como lejano, de la humanidad y la vida terrestre. Y ese es ya el comienzo del pensamiento ecológico. La responsabilidad es como el espesor de la libertad70.

La ecología hoy en día está en todos los discursos, en todos los programas. Todo el mundo sabe que las cuestiones medioambientales, climáticas, energéticas y de la biodiversidad son fundamentales, y que lo que se juega allí es de consecuencias inmensas para la política, la economía, la salud y en general el devenir de las sociedades humanas. Muchos se esfuerzan en crear conciencia de la crisis profunda del ecosistema global, contaminación y degradación de los suelos, acidificación y contaminación de los océanos, polución de la atmosfera con gases tóxicos, efecto de invernadero y calentamiento global, desregulación climática, caída espectacular de la biodiversidad con la desaparición masiva tanto de especies como del número de individuos en las especies, a tal punto que se habla de la “sexta gran extinción masiva”71. Así, la ecología como desafío político se vuelve omnipresente, inspirando cantidad de movimientos militantes: antinucleares, por el decrecimiento y por la protección de especies amenazadas, contra la contaminación en sus variados aspectos, de oposición a la realización de obras monumentales destructoras de ecosistemas y paisajes, así como por otras tantas causas, y tiende a imponerse en las grandes conferencias internacionales como un tema obligado.

Aunque se piensa menos en ello, la ecología también es un problema filosófico y ético, y de los más importantes. La filosofía permite pensar la naturaleza, el mundo, el ser humano, la técnica, la sociedad, solo que hoy en día está obligada a repensar enteramente las relaciones entre esos términos, a la luz de los conocimientos a propósito de la crisis ecológica planetaria. Abordar la cuestión filosófica de la ecología, sus fundamentos y principios, sus teorías y problemas, es un desafío intelectual necesario y una aventura apasionante para el habitante del futuro.

Cuando definíamos la libertad como la facultad de cambiar algo del mundo, lo primero que debemos transformar es nada menos que nosotros mismos, nuestro ser en tanto ser-en-el-mundo; o, al menos, podemos desarrollar la voluntad, la decisión de encaminarse, de tomar la dirección de esta transformación. La ecología es algo que compete a la civilización humana y no a uno que otro programa político. Y los seres humanos tienen una manera propia de habitar, de situarse y de comportarse en un hábitat, morada, oïkos (casa), en griego antiguo, lo que da origen tanto a la palabra ecología, como a economía, por lo cual no deberían estar nunca contrapuestas, como se hace, absurda pero habitualmente, en las sociedades actuales.

Cuando decimos que la sociedad no debe plantearse como opuesta a la naturaleza ni entender esta última como objeto de dominación, de la misma manera que los humanos no deben ser objeto de dominación de otros humanos, ello implica oponerse a algo que está muy enraizado en la modernidad occidental, en nuestra manera de ser, y para ello hay que desarrollar una firme voluntad y poner en juego grandes energías.

¿Dominadores de la naturaleza? El modelo antropocéntrico

Descartes lo expresó de manera elocuente: si la ciencia, tal como él se proponía fundarla racionalmente, tuviera éxito en su tarea de dar un conocimiento cierto del mundo, sus aplicaciones podrían ser no solo teóricas, perdiéndose en la “filosofía especulativa”, sino también prácticas; así, nosotros los seres humanos podríamos entonces constituirnos “como dominadores y poseedores de la naturaleza”72. Aún más expresivo, Francis Bacon, importante pensador de la ciencia, decía que a la naturaleza había que “forzarla y arrancarle sus secretos”73.

El hombre en este modelo está claramente separado y opuesto a la naturaleza y se trata de triunfar sobre ella; la relación hombre-mundo se interpreta desde la dualidad sujeto-objeto. Ello parece estar al centro de la modernidad, lo que se expresa a veces con una imagen: el “impulso prometeico”, es decir, según el uso metafórico del mito griego, en el cual el titán Prometeo roba el fuego a los dioses del Olimpo para dárselo a los hombres en compensación por la mortalidad, un castigo excesivo infligido por Zeus. Este fuego se interpreta como la potencia industriosa y creadora de la inteligencia humana, que puede doblegar a las potencias naturales para que estas se plieguen a sus designios. En otras palabras, la técnica. Incluso Karl Marx conservó intacto este principio de la modernidad, que se puede definir a grandes rasgos como antropocentrismo o metafísica centrada en el hombre (genérico, universal) como ser separado de la naturaleza cuya vocación es dominarla.

Investigadores importantes lo han atribuido incluso a un acontecimiento en la historia de las ideas muy anterior a la modernidad cartesiana: la difusión y generalización del cristianismo en la Antigüedad. Esta idea fue lanzada por Lynn White en un artículo de gran repercusión. En efecto, en las culturas antiguas, tanto del Egipto como Mesopotamia o Grecia, una interpretación cósmica precede al conocimiento del hombre; este es interpretado como inserto en un orden que lo transciende (kosmos, en griego, significa ‘orden’), una armonía superior que religaba los astros, los dioses, la tierra, las sociedades y los hombres. La sabiduría consiste en conocer esta armonia mundi y actuar según ella. En las culturas que los primeros cristianos llamaron “paganas” —pero ello persistió hasta avanzada la edad media—, cantidades de divinidades, espíritus, genios protectores, demonios y fuerzas invisibles pueblan todas las cosas, los animales, los bosques, la montaña, el río, los mares, las nubes, la tempestad y la tierra fértil. El mundo está lleno de lo sagrado y todo uso de ello, de alguna manera, implicaba una profanación y requería gestos, ritos, palabras, ofrendas, intercambios simbólicos, purificaciones y todo tipo de precauciones.

El cristianismo, precedido en ello por el judaísmo, luchó encarnizadamente por despojar el mundo de todos estos espíritus. Solo hay un Dios, el resto es idolatría. El hombre (el Adam), creado “a imagen y semejanza de Dios” (Génesis 1:26), viene al final, como culminación de la creación, y le es dada la dominación sobre el resto de las creaturas, que fueron puestas allí para beneficio del hombre, así como la tarea de nombrarlas (en el lenguaje de la Biblia, como de los mitos arcaicos, nombrar es ejercer un poder), aunque también la de cuidarlas. “Sean fecundos, multiplíquense, pueblen la Tierra y sométanla”74 (Génesis 1; 28) es una frase de vastas consecuencias para todo el mundo monoteísta, que se construirá de esta manera como en torno a un encarnizado antropocentrismo. Así, puede decir Lynn White, “la victoria del cristianismo sobre el paganismo fue la más grande revolución psicológica de la historia de nuestra cultura”75. Desde entonces, la ruta estaba abierta para interpretar el resto del mundo, vaciado de todos los espíritus o entidades mágicas, como una inmensa reserva de medios al servicio del hombre, que, si bien tiene la responsabilidad de hacer buen uso, no debe reconocer nada sagrado en el mundo, bajo la amenaza de recaer en la idolatría. “Destruyendo el animismo pagano, el cristianismo permitió la explotación de la naturaleza en un clima de indiferencia hacia la sensibilidad de los objetos naturales”76. Aunque el camino fue largo, debía conducir, con los siglos, a la idea de la materia prima, inerte, lo disponible, lo “a la mano”, dirá Heidegger, quien deduce de esta nueva situación una verdadera ontología de la modernidad77.

El cristianismo abre así la vía a las diversas revoluciones industriales, comenzando por la técnica propia en la Edad Media, la técnica y el maquinismo de la modernidad, luego a la “revolución industrial” del siglo XIX, y finalmente a la civilización tecnológica que conocemos en la actualidad78. Por cierto, otras dos interpretaciones de la fuente bíblica y la tradición intelectual occidental que White no menciona pueden ser citadas, en las cuales el hombre no es precisamente el amo de la naturaleza, sino que se sitúa en la posición ya sea de la intendencia o bien de la cooperación con la creación. Esta discusión ha sido llevada por John Passmore, para quien, en la primera de estas actitudes, el ser humano solo es el intendente de la naturaleza, Dios ha dado la tierra a los humanos para que ocupen de ella como un jardinero se ocupa de su jardín, con cuidado y dedicación. Según la segunda, más presente en el estoicismo, la creación es un proceso inacabado, y el hombre tiene por misión de continuarla y mejorarla permaneciendo fiel al proyecto divino79. No iremos más lejos en cuestiones de historia de las ideas religiosas, pero importa tener presente el lazo íntimo de las convicciones y sistemas simbólicos de las sociedades humanas con lo que estas hacen con la naturaleza80 y, por cierto, con el ser humano mismo, que es parte de la naturaleza, aunque no siempre lo reconozca. Ciertamente, estas tendencias minoritarias no aseguran tampoco enteramente una ética del medio ambiente, porque los humanos, aun considerándose intendentes o cooperadores de la creación, aun teniendo cuidado de no destruir, podrían perfectamente no dejar nada intacto y “antropizar” —según la expresión de Richard Routley— todo lo que esté a su alcance, lo que es incompatible con una verdadera ética ecológica. Este pensador se refiere al “chovinismo humano”81 , esa tendencia a pensar al ser humano como único destinatario de la consideración y respeto morales (volveremos sobre ello).

 

Filosofías de la naturaleza

La temática de la ecología es bastante nueva en la historia del pensamiento; no aparece en el pensamiento clásico europeo, salvo excepciones, ni en la filosofía política ni en la ética, aunque hay precedentes en la filosofía de la naturaleza en casi todas las épocas, siendo el más notable la filosofía (ética y ontología) monista de Baruch Spinoza. Contra los dualismos de toda una tradición metafísica desde Platón a Descartes (espíritu/materia, alma/cuerpo, pensamiento/extensión, Dios/mundo, sujeto/objeto, etc.), el filósofo de Ámsterdam establece claramente que no hay diferencia de substancia entre el hombre y la naturaleza, pues en realidad no existe más que ella, el hombre “no es un imperio dentro de un imperio”; Dios mismo o la substancia infinita no es otra cosa que la naturaleza (Deus sive Natura82), con sus leyes, su causalidad, su necesidad a la cual nada escapa.

Otras premisas se encuentran principalmente en el romanticismo de fines del siglo XVIII, que de alguna manera tiene su impulso inaugural en Rousseau y en Goethe y que se encuentra en la filosofía de la naturaleza alemana, que intenta presentarse como una alternativa al racionalismo de la filosofía de la Ilustración y principalmente de Kant, con pensadores como Herder, Fichte y Schelling83 . Por su parte, los poetas románticos ingleses, como Wordsworth, Carlyle y William Blake, constituyen una fuente aparte. El romanticismo en general es una rebelión de la sensibilidad artística contra el racionalismo científico-técnico de la modernidad y lo que se percibía ya como una degradación de la vida espiritual por el materialismo, el mecanicismo y la mentalidad utilitarista e individualista en la naciente sociedad industrial.

No obstante, hay que esperar hasta la segunda mitad del siglo XIX para asistir al surgimiento de la palabra ecología, en la pluma de Ernst Haeckel, un biólogo evolucionista continuador de Darwin84, viniendo a significar la ciencia de las relaciones entre los organismos y lo que les es exterior. La idea misma de interacciones entre las especies y el medio vital está implícita en la obra de Darwin, en la cual se opera el gesto de descentramiento del hombre y el desmentido más fuerte al antropocentrismo de las religiones y de la metafísica moderna. El autor de El origen de las especies establece, en un lenguaje estrictamente científico, que el hombre pertenece al reino de la naturaleza, que se trata de un mamífero que ha evolucionado como todas las especies animales, y, si bien algunos rasgos evolutivos le son específicos, está estrechamente emparentado a los grandes simios85. La ecología como ciencia continuó desde entonces su camino con múltiples desarrollos hacia fines del siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX, dando lugar a variados sistemas teóricos, teorías organicistas, con la idea de “clímax”86, y a una invención sucesiva de conceptos importantes como “holismo”87, “ecosistema”88, la interpretación trófica o energética89, hasta lo que podría decirse un equivalente del “modelo estándar” en física, que se conoce como la síntesis odumiana90, introduciendo los métodos cibernéticos en el estudio de los ecosistemas. Aunque estos desarrollos no tuvieron más que escasas repercusiones en las ideas políticas de la época, todo ecologista que se respete debería tener algo más que vagas nociones sobre la ecología científica.

Paralelamente, toda una literatura de sensibilidad naturalista se desarrolla en los Estados Unidos, a partir de Emerson, heredero del romanticismo y fundador de la corriente llamada “transcendentalismo”91. Tomando distancia con el cristianismo de su época, el transcendentalismo establece un puente entre el conocimiento, la visión científica de la naturaleza, los sentimientos estéticos que ella origina y el desarrollo de las potencias del yo humano. Más influente aún fue su discípulo y amigo Henry David Thoreau, quien se retira durante dos años en una cabaña frente a un lago en el bosque de Walden, cerca de Concord, experiencia de la cual dará cuenta en un libro que se convirtió en un clásico de las ideas ecologistas en Norteamérica92. Se trata de una metafísica de la naturaleza que permite la experiencia de la transcendencia, del infinito y de la paz interior, y al mismo tiempo como escuela de la vida simple, un retorno a lo esencial, que por cierto constituyen una crítica frontal a la sociedad de consumo con su conformismo y las múltiples dependencias que los individuos contraen sin tener alternativa93. Su experiencia de autosuficiencia en su cabaña de Walden fundará también ciertas corrientes que existen hasta el día de hoy, como la pobreza o sobriedad voluntaria (voluntary poverty), y las ideas económicas del decrecimiento.

Thoreau inspirará directamente las dos primeras corrientes del ambientalismo norteamericano, la una liderada por el escritor John Muir, considerado el padre de los bosques y parques naturales protegidos y la idea de la preservación de la naturaleza silvestre, la wilderness94; mientras que el otro, Gifford Pinchot, ingeniero forestal, propone la conservación, es decir, pragmáticamente, una gestión moderada de los bosques, considerados como “recursos naturales”, que vale la pena no agotar.

Las dos tendencias, el preservacionismo y el conservacionismo, que en una lectura rápida podrían parecer apuntar a lo mismo, muestran bien la dualidad entre una idea biocéntrica, heredada de Thoreau, y otra que conserva el antropocentrismo o “chovinismo humano”, agregando simplemente el cálculo y la prudencia. Esta alternativa la encontramos hasta hoy en muchos debates sobre la ecología que oponen a quienes profesan una visión radical del respeto y el amor por la naturaleza, que debe ser preservada intacta, al menos en parte, con aquellos que prefieren una visión pragmática, antropocéntrica pero razonable y cuidadosa de la “buena gestión de los recursos”. Aunque nuestra comprensión y sensibilidad se incline por la primera, si la nueva sociedad debe ser ecológica, se debe tener la inteligencia para que las dos tendencias sean aplicables, porque ambas serán necesarias (no todo puede ser preservado), y para que las diversas opciones filosóficas puedan coexistir, considerando que sobre muchos temas y problemas concretos importantes puede haber acuerdo en la práctica aún cuando subsistan diferencias de principios, y que será imposible evitar enteramente el uso de ciertos entes y espacios naturales como “recursos”, y que en esos casos será importante que un máximo de precauciones, heredadas del conservacionismo de Pinchot, puedan ser aplicadas.

Otro ejemplo notable de cómo una visión filosófica de la naturaleza y del hombre puede dar a luz modos de vida y prácticas ecológicas es el de Rudolf Steiner, que constituye un caso aparte. Inspirándose en una visión de la naturaleza que ya era alternativa, la de la ciencia de Goethe, que se había alejado de la interpretación dominante cartesiana antes mencionada, dirigió la atención hacia la percepción de los fenómenos en su continuidad e interacciones dinámicas, sus metamorfosis y sus fuerzas internas95. En 1924 Steiner da el impulso inicial a la agricultura biodinámica96, que, varias décadas antes de la agricultura orgánica, rechaza el uso de fertilizantes, herbicidas e insecticidas químicos. Aunque las razones y los fundamentos de esta agricultura sean sorprendentes y considerados por muchos como científicamente discutibles, sus resultados son apreciados y aplicados cada vez por más agricultores, como los productores de vino, en Europa y en el mundo. El hecho de que el sistema filosófico de la antroposofía fundada por Steiner sea poco coherente con la ciencia y la racionalidad hegemónica97, pero que haya llegado a estas aplicaciones que son hoy en día consideradas como la base de una agricultura sana y ecológica, es una razón más para pensar que la sociedad del futuro deberá ser abierta, ecléctica e inclusiva en su manera de pensar, buscando la convergencia de gestos, prácticas, maneras de vivir diversas e ideas alternativas.