Inteligencia ecológica

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Z serii: Ensayo
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No existe, pues, ningún producto industrial al que podamos calificar como absolutamente verde. Lo único que tenemos son productos relativamente verdes. La red de Indra nos recuerda que, en algún punto del camino, todo proceso industrial tiene un impacto negativo sobre los sistemas naturales. Como en cierta ocasión me confesó un ecólogo industrial: «Deberíamos abandonar la expresión “respetuoso con el medio ambiente”, porque no hay productos absolutamente respetuosos, sino tan sólo relativamente respetuosos».



El concepto de “cadena de valor”, que se ocupa de determinar el valor añadido en cada uno de los diferentes pasos de la vida de un producto, desde la extracción de la materia prima hasta su fabricación y distribución, soslaya ese aspecto oculto de la industria. Pero esa noción ignora otro aspecto fundamental porque, si bien tiene en cuenta el valor añadido en cada uno de los pasos del camino, ignora el valor

sustraído

 por sus impactos negativos. Desde la perspectiva del análisis del ciclo vital de un producto, la misma cadena puede servirnos para rastrear sus impactos ecológicos negativos cuantificando, en cada uno de los distintos eslabones, sus inconvenientes para el medio ambiente, algo a lo que bien podríamos denominar “cadena de devalor”.



Y esta información posee una gran importancia estratégica porque cada dato negativo del análisis del ciclo vital nos proporciona la oportunidad de revisar –y, en consecuencia, mejorar– el impacto ecológico global del producto. De este modo, la enumeración de las ventajas e inconvenientes de la cadena de valor de un determinado producto nos proporciona un dato muy valioso para tomar decisiones que reduzcan éstos alentando aquéllas.



Merece pues la pena, en una época en que tanto fabricantes como consumidores se encuentran cada vez más presionados a comprar productos verdes, reconocer las implicaciones de la mejora del impacto ambiental de un producto a lo largo de la cadena de suministros y de todo su ciclo vital. Verde no es un estatus, sino un proceso y, en consecuencia, no deberíamos utilizarlo como adjetivo, sino como verbo. Quizás este cambio semántico pueda ayudarnos a entender mejor lo que significa “verdear”.





3. LO QUE NO SABEMOS



Comenzaremos este capítulo con un pequeño experimento imaginario. Imagine una de esas viejas balanzas de dos platillos, como la que la figura clásica de la diosa de la justicia con los ojos vendados sostiene con una de sus manos. Coloque en uno de los platillos todos los beneficios acumulados el último mes debidos al reciclado, la compra de productos verdes y otras actividades mentalmente sanas y socialmente comprometidas en las que haya participado. Luego coloque en el otro platillo el impacto negativo que, durante el mismo período, hayan tenido, según los ecólogos industriales, sus compras y sus acciones, es decir, los kilómetros recorridos en coche, los efectos debidos a la producción, distribución y eliminación de sus provisiones, del papel impreso que haya utilizado, etc.



Esta balanza se inclina lamentablemente –aun en los casos más virtuosos– hacia el lado de las consecuencias negativas. Las conclusiones de los análisis del ciclo vital realizados hasta la fecha ponen claramente de relieve la imposibilidad, en el mercado actual, de mantener equilibrada esa balanza.



Quizás los

freegan

, es decir, las personas que para sobrevivir se esfuerzan en utilizar estrategias alternativas y consumir los mínimos recursos posibles, sean los únicos cuya balanza se incline francamente hacia el lado positivo. Son personas que no compran nada nuevo, personas que no utilizan el coche, personas que van caminando o en bicicleta a todas partes, personas que recurren al trueque y no tienen empacho alguno en rebuscar en la basura los alimentos que otros desechan. Pero esa austeridad ecológica extrema sólo es para unos pocos. Tal vez un camino intermedio sería más deseable, un camino que combinase el consumo responsable con estrategias de compra más orientadas a reducir el impacto ecológico. Quizás la conclusión más interesante en este sentido sea la de comprar menos, pero hacerlo de un modo más inteligente.



Como ya hemos visto en el último capítulo, cuando vamos de compras, solemos olvidarnos del impacto de nuestras compras y de nuestros hábitos. Y el problema reside básicamente en una falta de información que nos deja en la más absoluta oscuridad. Hay un viejo proverbio que dice: «Lo que ignoramos no puede dañarnos», pero lo cierto es que, en el mundo actual, las cosas son exactamente al revés, porque todo aquello que ignoramos, todo aquello que permanece fuera de foco y lejos del alcance de nuestra vista, acaba dañándonos a nosotros, a los demás y al planeta. Convendrá, pues, echar un vistazo a lo que sucede entre bambalinas para llegar a vislumbrar el coste medioambiental de la energía eléctrica, zambullirnos a nivel molecular para darnos cuenta de las sustancias contenidas en los productos que utilizamos cotidianamente que se ven absorbidas por nuestro cuerpo o liberadas a la atmósfera y rastrear la cadena de suministros hasta llegar a reconocer el coste humano de los bienes de los que disfrutamos.



Parecemos las víctimas pasivas de una ilusión colectiva creada por un mercado que hace malabarismos con nuestra percepción. Ignoramos el verdadero impacto de nuestras compras y no nos damos cuenta, en consecuencia, de lo que no sabemos. Pero ésa es, precisamente, la esencia del autoengaño.



El desconocimiento del impacto negativo de nuestras compras nos deja a expensas de un amplio abanico de peligros. Y por más espantosas que sean algunas de esas consecuencias, seguimos incurriendo despreocupadamente en los mismos hábitos que intensifican esos riesgos. Por ello creo que este problema se asienta en la desconexión que tiene lugar en nuestra conciencia entre lo que hacemos y las cosas que son importantes.



Un documento publicado por el Swiss Federal Institute for Snow and Avalanche Research , por ejemplo, advierte que, desde hace varias décadas, estamos experimentando un calentamiento que provoca la disminución del 20% de la capa de nieve acumulada en la falda de las montañas que se encuentran por debajo de los 1.500 metros.

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 Esta situación obliga a las estaciones de esquí a instalar cañones de nieve artificial, máquinas que requieren una cantidad extraordinaria de energía que acaba contribuyendo al calentamiento. Pero, aun en climas más amables, los aficionados al esquí se empeñan despreocupadamente, cuando llega el invierno, en seguir esquiando, con lo que los cañones de nieve artificial instalados en las estaciones de esquí acaban acentuando el problema medioambiental generado por el ser humano.



Por otra parte, los ecólogos industriales llevaron a cabo un concienzudo análisis de un proyecto de casa verde instalada en Viena en la que los residentes renunciaron al uso de automóvil y emplearon el dinero ahorrado en la compra de garajes en instalar sistemas de energía solar y similares. El estudio en cuestión puso de relieve que, si bien el consumo energético y la tasa de anhídrido carbónico emitidos por esos hogares a la atmósfera eran mucho menores que los de los hogares convencionales, su cesta de la compra y los viajes que realizaban más allá de Viena no diferían de los de sus conciudadanos.



Un último ejemplo en este mismo sentido nos lo proporcionan los ingredientes comunes de los protectores solares, que promueven el desarrollo de un virus que acaba con las algas que viven en los arrecifes coralíferos. Los investigadores estiman que los nadadores de todo el mundo vierten cada año al océano entre 4.000 y 6.000 toneladas métricas de protectores solares, lo que pone al 10% de los arrecifes de coral en peligro de convertirse en esqueletos decolorados, un auténtico problema, puesto que es precisamente la belleza de esos arrecifes la que atrae a tantos turistas.

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La incapacidad de reconocer instintivamente la relación que existe entre nuestras acciones y sus consecuencias es la que acaba intensificando los problemas de los que tanto nos quejamos. De algún modo, vivimos como si nuestros viajes de un lado a otro, los lavaderos de coches, las centrales eléctricas que se alimentan de carbón y calientan –a veces excesivamente– nuestras oficinas y la mezcla tóxica de moléculas que flota en nuestro hogar no tuviese nada que ver con

nosotros

. Existe una curiosa desconexión que nos impide darnos cuenta del papel que desempeñamos colectivamente en la creación de todas esas partículas tóxicas que tanto daño provocan.



Bien podríamos decir que, en cierto modo, padecemos una especie de ceguera cultural compartida. Desde la aurora de la civilización, que tuvo lugar hace ya muchos milenios, hemos asistido a la emergencia gradual y estable de nuevas formas de amenaza hasta el punto de que, hoy en día, nos enfrentamos a peligros que trascienden nuestro sistema integrado de alarma perceptual. Y el hecho de que esos cambios eludan los sistemas cerebrales de alarma nos obliga a llevar a cabo un esfuerzo extra para cobrar conciencia de los peligros subliminales a los que nos enfrentamos, comenzando por darnos cuenta del dilema perceptual en el que nos hallamos sumidos.



Nuestros cerebros están exquisitamente adaptados para registrar y reaccionar de inmediato ante un determinado abanico de riesgos que caen dentro del rango establecido por la naturaleza. En cierto modo, es como si la naturaleza hubiese cableado los circuitos de alarma de nuestro cerebro para que pudiéramos detectar situaciones posiblemente peligrosas, desde el gruñido de un animal hasta expresiones faciales amena zantes y otros riesgos semejantes de nuestro entorno físico inmediato, y escapar de ellas. Es precisamente ese sistema el que ha posibilitado nuestra supervivencia hasta el presente.

 



Pero no ha habido, en nuestro pasado evolutivo, nada que haya configurado nuestro cerebro para detectar amenazas menos palpables, como el lento calentamiento del planeta, los productos químicos nocivos que contaminan los alimentos que ingerimos y los que arrojamos al aire que respiramos o la inexorable destrucción de la flora y de la fauna de nuestro planeta. Somos duchos en detectar la amenaza implícita en una mueca siniestra y rápidamente encaminamos nuestros pasos en otra dirección, pero en lo que respecta al calentamiento global nuestra única respuesta parece ser la de encogernos de hombros. Nuestro cerebro está diseñado para enfrentarse a las amenazas presentes, pero parece tambalearse cuando tiene que hacer frente a los peligros que puede depararnos un futuro indefinido.



El aparato perceptual humano tiene límites y umbrales más allá de los cuales no advertimos lo que ocurre. El rango de lo que podemos ver está definido y, más allá de él, el mundo queda fuera de nuestro alcance. La naturaleza estableció el rango de nuestra percepción para que pudiésemos enfrentarnos adecuadamente a los predadores, los venenos y las muchas amenazas a las que nuestra especie ha debido enfrentarse. Si nos remontamos a esos días de dientes y garras, el límite de la vida humana era de unos treinta años y el “éxito” evolutivo consistía en vivir lo suficiente como para tener hijos que, a su vez, tuviesen su propia descendencia. Hoy en día, sin embargo, la extensión de la vida humana se ha ampliado lo suficiente como para llegar incluso a morir de cáncer, un proceso cuyo desarrollo requiere tres o más décadas.



Hemos descubierto procesos industriales y hemos aprendido hábitos vitales que pueden erosionar lentamente el estrecho rango de temperatura, oxígeno, exposición a la luz del sol, etc., que posibilitan la vida humana. Pero los cambios que podrían aumentar la tasa de cánceres o el calentamiento global caen más allá del umbral de registro de nuestros sentidos. Nuestro sistema perceptual no advierte las señales de peligro que llegan en forma de cambios graduales de la temperatura del planeta o de los minúsculos productos químicos que, con el paso del tiempo, va acumulando nuestro cuerpo. Carecemos de radar que nos advierta de todos esos peligros.



Nuestro cerebro fue diseñado para registrar los peligros puntuales de un mundo que abandonamos hace ya mucho tiempo. No es de extrañar que muchos de los peligros del mundo actual queden fuera del rango de nuestra percepción visual, auditiva, olfativa y gustativa y que, de vez en cuando, el sistema de respuestas de nuestro cerebro se vea desbordado por las amenazas a las que actualmente nos enfrentamos.



Aunque el cerebro humano registre perfectamente aquellas amenazas que quedan dentro de su rango de percepción, resulta inadecuado para advertir aquellos otros procedentes del frente ecológico, es decir, los peligros que se presentan de manera gradual o que lo hacen a un nivel microscópico o global. Nuestro cerebro está perfectamente sintonizado para advertir cambios luminosos, auditivos, de presión y similares dentro de un estrecho rango, es decir, la franja perceptual que nos informa de la proximidad de un tigre o de un conductor imprudente. Percibimos este tipo de amenazas con la misma claridad y celeridad con que vemos encenderse una cerilla en una habitación a oscuras y reaccionamos en consecuencia, alejándonos de ellas en cuestión de milisegundos. Pero, en lo que respecta a los riesgos ecológicos, seguimos tan ignorantes como si la misma cerilla se encendiera en una habitación bien iluminada.



Los psicofísicos utilizan la expresión “diferencia advertible” para referirse a la tasa mínima de cambio de señales sensoriales como la presión o el volumen que pueden detectar nuestros sentidos. Pero los cambios ecológicos que nos advierten de la proximidad de un peligro inminente se hallan por debajo del umbral de registro de nuestros sentidos y son, en consecuencia, demasiado sutiles para que podamos registrarlos. Carecemos, pues, de receptores y de respuesta instintiva para enfrentarnos adecuadamente a esas posibles amenazas. El cerebro humano es perfecto para detectar aquellos peligros que caen dentro de su campo sensorial, pero para sobrevivir hoy en día debemos detectar amenazas que se encuentran más allá de nuestro umbral de percepción. Y, para ello, debemos tornar visible lo invisible.



Como dice el psicólogo de Harvard Daniel Gilbert: «Aunque los científicos se lamenten de la rapidez del calentamiento global, lo cierto es que ese cambio es cualquier cosa menos rápido. Nuestra incapacidad de advertir los cambios que discurren gradualmente nos lleva a aceptar cosas que jamás permitiríamos si ocurriesen de forma rápida. La contaminación del aire que respiramos, del agua que bebemos y de la comida que ingerimos ha crecido espectacularmente a lo largo de nuestra vida y han transformado, un buen día, nuestro mundo en una pesadilla ecológica que nuestros abuelos jamás hubieran permitido».

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MENTIRAS VITALES Y VERDADES SIMPLES





El dramaturgo noruego Henrik Ibsen acuñó la expresión “mentira vital” para referirse a las historias consoladoras que nos contamos para ocultar verdades más dolorosas. Nuestra ignorancia ecológica del mercado nos conduce a admitir la mentira vital de que

lo que no sabemos o no vemos carece de importancia

. Pero lo cierto es que las consecuencias de nuestra ignorancia colectiva son muy importantes. La indiferencia con la que contemplamos las consecuencias de las cosas que compramos o hacemos –es decir, de nuestros hábitos incuestionados de consumo– genera muchos de los problemas que amenazan al medio ambiente y a nuestra salud.



Cada mentira vital es una fachada que cumple con la función de ocultar una sencilla verdad. Consideremos, por ejemplo, el caso del reciclaje. Con cierta frecuencia nos decimos «Yo reciclo los periódicos y las botellas y también voy al supermercado con mi propia bolsa» y nos sentimos un poco mejor creyendo haber hecho lo que debíamos. Pero, por más virtuoso que ese reciclaje pueda ser –y ciertamente es mejor que nada–, en modo alguno soluciona las cosas. Además, ese tipo de reciclaje puede alentar el autoengaño, creando una burbuja provisional verde que genere la ilusión de que nuestros esfuerzos individuales están resolviendo el problema.



Pero lo cierto es que, como afirma el diseñador industrial William McDonough, «reciclar significa reciclar nuestras toxinas», porque algunos de los productos químicos utilizados en la fabricación de las cosas que consumimos se tornan destructivas al regresar al medio ambiente. Cuando arrojamos nuestra basura al contenedor, estamos contribuyendo a convertir el vertedero local en un sitio tóxico porque, como afirma un viejo dicho, «Cuando tiras algo, no te despojas de ello, porque sigue quedándose aquí, en el planeta Tierra».



Como afirma McDonough en su revolucionario libro

Crad le to Cradle

 [

De la cuna a la cuna

], son muchas las cosas que nos quedan por hacer para reciclar mejor. El verdadero reciclaje consiste en disgregar las cosas hasta el punto de que la naturaleza pueda absorberlas o reutilizar los diferentes elementos que las componen para fabricar otras nuevas.

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 Lo que actualmente hacemos es lo mejor que, dadas las alternativas de que disponemos, podemos hacer. Pero ni siquiera nos damos cuenta de que esas alternativas son muy limitadas y arbitrarias.



Reciclar, en este sentido, puede generar la mentira vital de que ya estamos haciendo todo lo necesario cuando, de hecho, nuestros intentos al respecto apenas si hacen mella en la gigantesca ola de daños colaterales a las personas y al planeta provocados por las cosas que compramos y utilizamos. Desde esta perspectiva, el efecto de las etiquetas “verdes” y de los programas de reciclaje puede ser más negativo que positivo, pues nos adormecen en la ilusión de que ya estamos haciendo lo que debemos y nos permiten así ignorar los impactos negativos y duraderos de nuestras compras y de nuestras acciones. Pero la humanidad ya no puede seguir permitiéndose creer esas consoladoras cortinas de humo.



Vikram Soni y Sanjay Parikh condenan abiertamente el modo en que, tanto en su India natal como en otras partes del mundo desarrollado, se emplea el mismo concepto de “desarrollo” para justificar la extinción de inmensos recursos naturales para construir presas inmensas o poner en marcha enormes proyectos de construcción.

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 En tales casos, la cuidadosa elección del término oculta una realidad bastante más sombría como sucede, por ejemplo, cuando los promotores inmobiliarios emplean eufemismos tales como “cosecha de agua” para referirse a la explotación de un acuífero o a construir sobre un terreno de aluvión. Y, por ese mismo motivo, Soni y Parikh ponen también en cuestión la expresión “silvicultura sostenible” para referirse al reemplazo de un bosque natural por un monocultivo e incluso al hecho de plantar dos o tres árboles por cada árbol talado en un claro ejemplo de algo que jamás podrá reemplazar a la desaparición de la riqueza de la biodiversidad original.



Estas mentiras vitales crean una confabulación virtual colectiva que nos impide advertir el impacto oculto de nuestras decisiones. En lo que respecta a la dirección de su atención, todo grupo, independientemente de que se trate de una familia, de una empresa o de la sociedad en general, se atiene a cuatro reglas que gobiernan la ratio información/ignorancia y, por ello mismo, tienen grandes consecuencias.



Las dos primeras determinan la información que compartimos. La primera afirma que

Esto es lo que advertimos

. En lo que respecta a un producto, lo que advertimos es básicamente lo que es para nosotros, en el caso de una empresa se trata de la cuenta de resultados mientras que, para un consumidor, es el precio y el valor. La segunda regla dice que

Así es como le llamamos

. Desde esta perspectiva, el precio de un producto puede ser, para una empresa, una “ventaja competitiva” mientras que, para un consumidor, puede tratarse de una “ganga”.



Las otras dos reglas, por su parte, establecen nuestro nivel de ignorancia. La tercera afirma que

Esto es lo que no advertimos

, lo que, en el caso del mercado libre, se refiere al coste oculto para nuestro planeta y sus integrantes de las cosas que fabricamos, vendemos y compramos. La cuarta regla, por último, afirma que

Éste es el modo en que hablamos de ello

, es decir, lo que nos contamos para mantener oculto nuestro punto ciego. Ésa, en términos del mercado, es una versión de que lo único que importa es el precio y de que el resto no importa nada.



Las cuatro reglas de la negación pueden ser reformuladas en términos de teoría económica. En el mercado, lo que vemos y nombramos representa la información que tenemos de un determinado producto. Los aspectos de ese producto que permanecen ocultos –y, por ello mismo, innombrados– representan nuestra ignorancia. Esas reglas atencionales explican la lamentable impunidad con la que los productos dañinos impactan en los compradores, mientras que los virtuosos no son adecuadamente recompensados.



El impacto acumulado de lo que compramos y de lo que hacemos es el motor que impulsa la destrucción de la natura- leza. Alcohólicos Anónimos utiliza la expresión “el elefante en la habitación” para referirse a la confabulación de amigos y familiares que ignora el hecho de que alguien se ha convertido en un alcohólico y necesita ayuda. Del mismo modo, todos incurrimos en un error parecido, pero en este caso el elefante es la habitación misma y el impacto inadvertido que provoca todo lo que hay en ella.



La mayor parte de la atención mundial sobre las mejoras ecológicas se ha centrado en lo que el individuo hace y ha tratado de mejorar el impacto de hábitos como la conducción, el uso de energía para el hogar y similares. Desde la perspectiva del análisis del ciclo vital, sin embargo, lo que hacemos sólo representa un estadio del ciclo vital, que quizás tenga poco o nada que ver con sus efectos ecológicamente negativos. Si centramos exclusivamente nuestra atención en nuestra conducta soslayaremos cuestiones potencialmente muy prometedoras para el cambio.



Hay quienes sostienen que somos víctimas impotentes de una especie de conspiración. Desde esa perspectiva, la culpa de todos nuestros problemas reside en corporaciones sin rostro que, de ese modo, acaban convirtiéndose en el ejemplo perfecto del Otro Malvado. Desde el punto de vista de algunas empresas, por el contrario, las fuerzas de la sinrazón se ven encarnadas por los activistas que se empeñan en provocar cambios que no tienen ningún sentido. Desde el seno de esas empresas, la responsabilidad recae sobre la persona que se ve obligada a tomar decisiones difíciles, como un ingeniero, un especialista, un consultor o el gobierno. Echar nuestras culpas sobre los demás siempre ha sido la estrategia preferida del psiquismo humano, una maniobra –que los psicoanalistas denominan “proyección”–