El Anti-Zaratustra

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«La ética dialógica, que dice hundir sus raíces en la tradición del diálogo socrático, coincidirá con las ya citadas en ser una ética normativa, que no tiene empacho alguno en intentar hallar un fundamento para el hecho de que haya moral y de que debe haberla. Tal fundamento, de igual modo que en las éticas aludidas, no consistiría en una antropología metafísica; por tanto, desde su perspectiva el deber moral no vendría impelido por el afán de realizar un ideal de hombre, ni siquiera por la necesidad de respetar lo que es absolutamente valioso».142

Esta ética responde a condiciones muy concretas de la época que vivimos y pretende dar una propuesta original de un pensamiento fuerte que no se amilana ante la tamaña labor de fundamentar. El contexto social del que surge es propiamente la de un mundo global, multicultural y plural, cuya condición primera es la diversidad de individuos, caracteres, deseos y aspiraciones de las diferentes personas que habitan este mundo. La mera suposición de un ámbito tan amplio permite el pensar que, en su seno, se ofrezcan, como efecto inmediato, una serie de disputas, conflictos y choques de expedientes y valoraciones que, por su pluralidad, parece irreductible. Sin embargo, la ética dialógica, por medio del diálogo y la formación de un perfil muy definido de hombre contemporáneo, pretende integrar esta diversidad en una unidad colorida o, por lo menos, reducirla a ciertos patrones irrecusables que regulen el orden y la paz de una posible convivencia. «Evitar el conflicto exige poner en diálogo las distintas culturas, tratando de evitar que alguna de ellas ahogue la voz de las restantes: el multiculturalismo no es solo una cuestión nacional, sino también mundial».143

Frente a este dilema moral: o renunciar al individualismo por el comunitarismo, o renunciar al comunitarismo por el individualismo; o renunciar al particularismo por el universalismo, o renunciar al universalismo por el particularismo; o renunciar, definitivamente, a la libertad por la igualdad, o renunciar a la igualdad por la libertad, Cortina propone su ética bajo dos aspectos, o dos lados de ella, que, con un acomodo de intensidad en sus exigencias, pudiera resolver este dilema: la ética de mínimos y la ética de máximos.

La primera sostiene que deben existir ciertas normas fundamentales que a todo hombre social puedan exigirse y cuya completa necesidad permitan y garanticen la existencia permisiva de otras tantas invitaciones morales que cada individuo escoge por sí mismo —sin coacción— y que garantizan las diferentes sendas por las que se recorre el camino de la felicidad (que serían, por su parte, los máximos a los que se invita). Con esta división entre «mínimos» y «máximos», Adela Cortina pretende que los hombres acepten —por medio de un convencimiento recíproco de algunos postulados normativos que permitan la convivencia— pocas creencias y valores compartidos en una sociedad democrática, a la vez que los individuos puedan decidir libremente, sin transgredir aquellos, de qué modo realizarse como personas felices. En este punto, la pregunta se vuelve interesante: ¿cuáles serían esos «mínimos» que podrían exigirse a todos los miembros de una comunidad multicultural y que ellos deberían aceptar para su pertenencia, sin que sean impuestos de una manera despótica y a la fuerza?

«Buena muestra de ellos es que, a pesar de nuestra voluntad tolerante, somos intolerantes con la tortura, con la calumnia y la opresión, mientras exigimos – sin admitir voz contraria alguna – que se respete y potencie la libertad y la igualdad. La clave de esta contradicción práctica radica – a mi juicio – en el hecho de que el fenómeno moral contenga dos elementos, que exigen distinto tratamiento: las normas, basadas en el descubrimiento de que todo hombre es intocable, y que, por tanto, exigen respeto universal (en este sentido la moral es monista); y la felicidad, que depende de los contextos culturales y tradicionales, incluso de la constitución personal».144

Hay que recordar que la ética no puede ser prescriptiva, es decir, no puede imponer, sin razón alguna, ciertos comportamientos y valores «porque sí»; tampoco la ética tiene la función de convencernos acerca de su importancia y particular necesidad, y ni siquiera puede ella ofrecer una imagen descriptiva de por qué resulta mejor, para el mundo, aceptar esos mínimos que postula. La ética, más bien, debe fundamentar y justificar por qué dichos valores o normas son las más convenientes para satisfacer el afán de justicia, orden y paz de este determinado universo social. Pese que la ética dialógica no pretende prescribir ciertos comportamientos o imponer ciertos valores, ya se sabe de antemano cuáles serían esas directrices que esperan tomar dicho lugar como pilares de este edificio moral en nuestra sociedad democrática. Son los mismos que discutimos en otra parte: la tolerancia, la paz, la libertad, la justicia, la igualdad, etc. En forma de enunciados, en cambio, serían algo así: «no consientas con la injusticia, la opresión o la intolerancia», «siempre busca la paz y el acuerdo antes que la violencia», «respeta las opiniones diferentes a la tuya», «mira al prójimo como un” igual», etc. El conjunto de estas directrices constituye el cogollo de la vida democrática que pretende garantizar los valores de la paz, el diálogo, la concordia, la libertad, la igualdad y la fraternidad entre las personas. Todos ellos «valores hermosos», ciertamente, pero de nada nos sirve el sentirnos atraídos por su belleza moral sin que estemos convencidos de su validez racional, por lo que debemos buscar un fundamento que permita convencernos de que esos valores son los únicos legítimos de exigirse. ¿Por medio de qué proceso poderlos exigir?

El único que puede resolver esta problemática -sin afectar la autonomía de los hombres- sería el diálogo. Este sería el triángulo que equilibra la balanza y no deja que los «máximos» se lleven el mayor peso, ni que los «mínimos» sean rebasados en importancia. Por eso la ética dialógica —a juicio de nuestra autora— resulta la más conveniente forma filosófica de moral. Cuando el hombre dialoga, tiene como necesidad poner en «común» ciertos presupuestos que permitan el intercambio de ideas. Estos presupuestos serían las condiciones mínimas que hacen posible el diálogo: el respeto, la tolerancia y el interés por la verdad, (por mencionar algunos, no siendo lo únicos). Estos motivos deberían conducir toda plática hacia el «acuerdo», si ella pretende transcurrir de una manera conveniente para no deteriorarse en mera disputa o choque de egos.145 Por esta razón, el diálogo supone ciertas condiciones de posibilidad que puedan hacer funcionar este con un desenvolvimiento normal, sin profundas alteraciones que lo modifiquen en otra cosa. Allí, en esas condiciones de posibilidad, Adela Cortina —como también Apel y Habermas— incluyen los «mínimos» de justicia que se exigen para una moral democrática de nuestros tiempos.

El problema inmediato que nos llega a las mientes por esta propuesta debe ser el siguiente: ¿y cómo suponemos que los hombres están preparados para el diálogo, para el respeto, la solidaridad, la tolerancia y la verdad si, en la constatación cotidiana de su proceder, nos ofrece, por el contrario, que la mayoría de la gente actúa en contra de tales supuestos? ¿Qué pasa con la gente irrespetuosa, intolerante, violenta y despreocupada por la verdad?... ¿Estarían descartados, desde un inicio, por el diálogo? Es decir, si la mayoría de la población mundial —sincerándonos entre nosotros— se acomoda más a los comportamientos negativos del diálogo que a los positivos, entonces ¿la mayoría de los hombres no podrían participar en las resoluciones del diálogo y, por lo tanto, en la decisiones principales de la sociedad democrática? ¿Dónde queda, pues, esa soberanía del pueblo que, siendo en sus actitudes poco normativa y fácil de chantajear, corrompe a la misma democracia?

Quizá me apresuro a presentar estas preguntas que tocan el centro de la paradójica situación de la democracia contemporánea y me adelanto en el desarrollo de dicho problema, pero es necesario advertir que hasta este punto debe conducirnos la reflexión que me estoy atreviendo a realizar. Dejando por el momento esta cuestión, concentrémonos de nuevo en el diálogo. Cortina señala también esta controversia:

«Sin embargo —y aquí se plantea hoy el tema candente—, ¿qué sentido tiene apelar al diálogo como realizador de la autonomía humana, si los hombres no podemos aportar a él más que una razón estratégica y calculadora, como quiere el ‘realismo’ conformista, un entramado de emociones, como propone el emotivismo, o si somos incapaces de acuerdo, como sugieren el escepticismo o el relativismo? ¿Qué de la razón humana, qué del hombre se expresan a través del diálogo, que pone verdaderamente en ejercicio esa autonomía por la que tenemos dignidad y no precio?»146.

El diálogo —tal como se manifiesta en nuestra sociedad— muchas veces se presenta como un instrumento de la «razón estratégica» para hacer pasar los intereses particulares de un individuo o de un grupo como intereses del pueblo y del bien general de todos los ciudadanos de un país o nación, más que como una ayuda para alcanzar el bien común. ¿Cómo apostar por el diálogo cuando vemos que su realización cabal tornase imposible por los medios de comunicación, las estructuras de poder o los niveles de ignorancia en que las condiciones sociales y ambientales de la sociedad mantienen al pueblo, y que inclinan dicho procedimiento hacia intereses ajenos a los intereses de los participantes afectados por el mismo?

Ante esta interrogante, la ética dialógica comprende una solución que consiste en proponer la existencia de una situación ideal del diálogo. Cortina y los filósofos de la ética del discurso argumentan que si observamos que los diálogos fácticos no conducen a la finalidad propuesta por ellos (que es el consenso racional entre los participantes), entonces no queda sino suponer una «comunicación ideal» en la que se cumplan efectivamente, en un plano eidético, las condiciones necesarias para alcanzar el fin del diálogo (el acuerdo). Es decir, la ética del diálogo apela necesariamente al utopismo como modo de salvar la validez de la comunicación racional entre los miembros de nuestra sociedad. Aunque esta palabra («utopismo») tampoco corresponde, por completo, con la propuesta de la ética del diálogo y esto por una sencilla razón: dicha comunicación ideal es posible gracias a que las exigencias o condiciones bajo las cuales nace sí pueden realizarse en la sociedad real que habitamos y en que todos convivimos. «Utópico» sería, por el contrario, que dicha situación no tuviera un impacto o contacto con la realidad de la que parte. Cortina resume estas condiciones ideales en dos:

 

«Tales condiciones, como recordaremos, pueden condensarse en dos: 1) todos los interlocutores, efectivos o virtuales, son personas dotadas de igual derecho a participar en los procesos dialógicos encaminados a establecer un consenso sobre las normas cuyo seguimiento va a afectarles de algún modo; 2) a pesar de las limitaciones de los consensos fácticos, podemos confiar en la realidad de un consenso futuro que tendrá lugar entre los miembros de una comunidad de comunicación, sometida realmente a las reglas dialógicas propias de la argumentación».147

La situación ideal consiste, por lo tanto, en que, en el preciso instante en que la gente pretende dialogar, entonces el interlocutor tiene que someterse estrictamente a ciertas condicionantes que debe cumplir, pues, en caso contrario, no dialogaría como debe. En este «deber ser» (que señala el marco deontológico del discurso y el diálogo) se resume en dos condicionantes que ya enumeró Cortina en su texto Razón comunicativa y responsabilidad solidaria: cuando dialogamos debemos considerar al otro como «persona», y cuando dialogamos adquirimos, inmediatamente, el compromiso de que el consenso deba darse en un futuro, lo que nos conduce a la «fe» en una comunidad ideal de argumentación. Si los individuos no cumplen estas dos exigencias cuando dialogan, en ese momento el diálogo se cambia por mera disputa, o simplemente no existe. El diálogo, por lo mismo, no es poca cosa, sino que plantea inmanentemente una serie de «deberes» que el hombre debe cumplir si quiere realmente dialogar con provecho. Por esta razón, la ética del discurso (al proponer el diálogo como el medio que balancea los ímpetus de autonomía y la necesidad de justicia de la comunidad) es una ética normativa y deontológica, porque los hombres que la siguen deben someterse, por la comprensión misma del diálogo, a estas exigencias o condicionantes para la optimización del mismo. No crea el lector, en consecuencia, que Adela y los filósofos del discurso son «ingenuos» al confiar y apostar por el diálogo, sino que los ingenuos son aquellos que no confían en que la racionalidad intrínseca del mismo nos conduce hacia una metodología de fundamentación filosófica. Estas dos condiciones: la consideración de la comunidad ideal de argumentación y la idea filosófica de «persona» en un diálogo, pretendo discutirlas respectivamente en los capítulos 10 y 11 de este ensayo.

Con estos supuestos, por lo tanto, la ética del discurso abroquela sus principios y argumentos en una coraza de hierro que resulta difícil —si no es que imposible— traspasar. Dichas condiciones que sostienen su apuesta racional por el diálogo, no solo son inmanentes al mismo diálogo —como hemos visto—, sino que son trascendentes, porque exigen su realización mediata e inmediata en la sociedad real, además que aspiran a la universalización de sus resultados. Por esto, cualquier objeción que acuse a este «pensamiento fuerte» de utópico tiene que mellar su filo frente a este bien construido aparato conceptual y, por esto, la ética dialógica cumple su fin de justificar universal y objetivamente los principios y normas de la moral de nuestro tiempo.

De este modo, la ética de mínimos de Adela Cortina logra conciliar la diversidad de ofertas morales de máximos en esta comunidad multicultural gracias a esos mínimos de justicia que puedan articularla con orden y paz concertada. En su libro, Ética sin moral —y que ya he citado con anterioridad—, la autora expresa la razón de por qué es necesario defender este «mínimo» de moralidad que pueda garantizar el constructo filosófico de la modernidad en la posmodernidad reinante:

«Si frente al contextualismo radical es preciso defender un mínimo de racionalidad universal, es porque esta se revela como a la vez inmanente y trascendente a la praxis cotidiana. Inmanente, porque no puede expresarse más allá de los juegos lingüísticos concretos, de los contextos en que los individuos se pronuncian por el sí o por el no; trascendente porque las pretensiones de validez del habla trascienden en su exigencia universal los límites contextuales de la praxis determinada. Un ‘resto de metafísica’ queda, pues, en este carácter trascendente, categórico, de la racionalidad comunicativa: el resto de metafísico necesario para combatir a la metafísica, pero que debería impedir a Habermas llamar a nuestro tiempo ‘postmetafísico’; precisamente porque es este resto el que dota de sentido, de un canon normativo y crítico».148

Queda una característica de la moral contemporánea que la ética del discurso debe fundamentar: el rechazo a toda antropología metafísica. Como veíamos anteriormente, las morales históricas de nuestro tiempo concuerdan en este punto: en que ninguna se compromete con una imagen o concepción de hombre determinada, sino que permiten la existencia de diversas concepciones humanas que constituyen, precisamente, la forma de ser de una sociedad multicultural, plural y democrática. «A la hora de justificar lo moral ninguna de ellas pretende recurrir a una especial concepción del hombre que deba ser llevada a plenitud: la antropología metafísica no es la clave de la ética».149 Esta característica fundamental, empero, parece hacer una excepción consigo misma, pues la misma filósofa propone una imagen del hombre tipificada como «interlocutor válido» que todavía incluye ciertos «restos» de antropología metafísica. A continuación, pretendo discutir si esta permisividad, en este pensamiento tan bien blindado, resulta legítima o excede las exigencias racionales de su fundamentación filosófica.

Es necesario recordar que la ética mínima de Cortina es una ética procedimental que no pretende sino coordinar las diferentes prácticas humanas de los individuos en una sociedad, de modo que ellas encuentren un espacio de libertad e igualdad donde puedan interactuar sin causar conflictos que destruyan el entendimiento mutuo entre las personas. Para lograr esto, primero deben establecerse ciertos principios morales mínimos que obliguen a todos los miembros de una comunidad a respetarlos y seguirlos con convencimiento y por autonomía. Este rasgo —la autonomía— es una exigencia de la moral moderna irrenunciable que los hombres que viven en una sociedad democrática adquieren como su mayor garantía de legitimidad entre aquellas normas morales que deben seguir y aquellas que no tienen un carácter obligatorio. Es decir, solo aquellas normas que logren la aquiescencia consciente de todos los interlocutores participantes en un diálogo —en condiciones de simetría e igualdad— pueden hacerse acreedoras de validez universal para todo ser racional. Así, pues, por más que las éticas procedimentales pretendan no construirse a base de una concepción humana determinada, no tienen sino que apelar a una concepción humana mínima que justifique su manera de proceder en la verificación de máximas y principios subjetivos. He aquí que Cortina —y en general la ética del discurso— tenga que permitirse coquetear un tanto con la antropología metafísica para sacar de ella una antroponomía que no necesariamente es una imagen esencial del hombre:

«De ella no extraeremos una antropología, si por tal se entiende la pregunta por la esencia del hombre, pero sí una mínima concepción del hombre, que no alumbrarán una antropoeudaimonía, un diseño de lo que cualquier hombre tiene que hacer para ser feliz, sino una antroponomía, un boceto de los rasgos humanos que permiten desde unas normas compartidas la convivencia de distintas antropoeudaimonías».150

Por principio, no creo que pueda diferenciarse según «cantidades» y «grados» entre una concepción humana u otra. No hay mínimos o máximos cuando se habla sobre el hombre y su forma de ser. Es decir, no pienso que mude mucho el carácter antropológico de una afirmación por decir: «El hombre es un animal racional» que «el hombre es un interlocutor válido». Ambas determinaciones humanas delimitan al hombre hacia una imagen conceptual de acuerdo a la que un individuo particular debe acoplarse o asimilarse; o, en estricto sentido, debe encontrarse con este contenido específico en sí mismo. Es verdad que la primera pretende abarcar a «todos» los hombres bajo una esencia o sustancia por especie, yendo más allá de un marco histórico establecido, mientras que la segunda se atiene a una formulación formal como un boceto sin contenido. También es cierto que caracterizar al hombre como un «interlocutor válido» en un discurso no pretende determinarlo en la forma en que este decida sobre su vida y su rumbo posterior o finalidad última. Aparentemente no, pero, de cualquier modo, si se habla de que el hombre es un «interlocutor válido», fácilmente debiera poder deducirse de ello que el hombre está destinado para ciertas funciones en virtud de su racionalidad, en virtud de que es un ser capaz de lenguaje y en virtud de que es un ser que se comunica. A su vez, el hombre debe hacer propias, durante su vida, ciertas cualidades que pueden exigirse de él gracias a esta designación antropológica como interlocutor: ser honesto, interesarse en la verdad, confiar en la argumentación, considerar al otro como «persona» y no albergar convicciones fanáticas; porque solo así el hombre puede coincidir con ese trazado de «interlocutor válido» y no solamente con la figura del mero interlocutor. Al fin y al cabo, dicho marco antropológico propone una tarea ideal que no todo individuo alcanza. Por todo lo cual, me aqueja una pregunta: ¿qué me obliga a adoptar tales cualidades, si en conciencia no las he aceptado como exigencias morales?

La ética mínima, que intenta diseñar una moral para la vida democrática, es consciente que, para que este modo de vida (democrático) sea auténtico y responda a la circunstancia ideal que la posibilite, el hombre debiera adquirir un perfil específico nacido de la moral cívica. En su libro Ética aplicada y democracia radical, Cortina explica bien este hecho:

«Por eso la tesis del presente libro podría explicitarse así: sería democracia radical la que, respetando la diversidad de facetas humanas y de esferas sociales, reconociera sus compromisos en el campo político y se empeñara a cumplirlos, abandonando todo afán de colonizar otros ámbitos, porque la solución al economicismo no es el politicismo ni viceversa; pero también la que afrontara el reto de tomar en serio en la teoría y en la práctica que los hombres concretos, raíz y meta, si no de todas las cosas, sí al menos de las que les afectan, son interlocutores válidos y, por tanto, han de ser tenidos dialógicamente en cuenta».151

Como es posible leer en la cita, esta «antroponomía» (como gusta llamarla Cortina) debiera servir de medida normativa para que los individuos de una sociedad democrática regulen sus comportamientos. Si resulta muy difícil que los hombres se comprometan con algo, la moral cívica debería convencerlos de que vale la pena comprometerse en la construcción de una democracia radical, por la razón de que «una democracia radical es imposible sin construir una moral cívica desde los distintos ámbitos de la llamada ‘ética aplicada’».152

Una democracia radical —como veremos más adelante— es una democracia participativa en donde los integrantes de la sociedad civil forman parte activa en los procesos de la vida social, no solo en la elección de gobernadores, sino en la configuración y delimitación de las diferentes esferas humanas que se dan en ella, de manera que no transpongan ni invadan los intereses de una por obstrucción de otra (como la esfera económica y la esfera política, o como el Estado cuando interfiere en las relaciones económicas en algunos lugares de otra parte del mundo, o viceversa). Pero para alcanzar este propósito, debe configurarse un sujeto democrático, solidario y participativo que se responsabilice de impedir, en cuanto sea posible, la intervención violenta de una esfera sobre otra y la totalización de un interés por encima del bien común o del bienestar general de los ciudadanos.

 

«Porque razón lleva el liberalismo político a reconocer la imposibilidad de trazar una imagen universalizable del hombre, pero le falta, y llega a la contradicción, cuando olvida que un fanático imposibilita la vida democrática, pero no menos un hombre sin convicciones y pasivamente tolerante. Una democracia moralmente deseable —una democracia radical— necesita de ciudadanos críticos y autónomos, dispuestos a enjuiciar las instituciones y prácticas en que han nacido, y a darlas por buenas solo si favorecen el desarrollo de su autonomía, porque las instituciones y prácticas no son fines en sí mismas, sino medios al servicio de hombres concretos».153

Por lo tanto, la democracia debe ser «moral» si esperamos que ella se adecue a las perspectivas que los ciudadanos tenemos de ella, como un ancho campo donde diferentes antropoeudimonías154 convivan y donde yo pueda, por autodeterminación, elegir la que pienso me conduce más rápido a mi felicidad. Para llegar a ese ideal, es forzoso considerar una antroponomía, es decir, una concepción mínima de hombre en la que todos nos pensemos como interlocutores válidos con iguales derechos de participar, rechazar y argumentar frente a otros interlocutores sobre ciertas normas morales. Solo serán «universales» aquellas concepciones humanas que reciban la aceptación de todos los participantes y afectados por ellas en condiciones ideales de comunicación. Finalmente, para que esto se haga real, el individuo debe convertirse en un sujeto crítico, colaborativo y solidario que pretenda —teniendo a la vista este ideal— hacer uso de sus facultades intelectuales y morales para que la democracia radical no solo sea una utopía, sino toda una realidad. Desde luego, todas esta condicionantes, si bien son mínimas, son profundamente difíciles por cumplir, sobre todo si consideramos las características indolentes, pesarosas y comodinas que el «último hombre», durante el siglo pasado, ha adquirido.

Ahora bien, todo este discurso es extremo lógico y correcto si lo vamos siguiendo con detenimiento, salvo en un aspecto: ¿Qué fuerza aceptar este procedimiento en conciencia a un individuo que mantenga una imagen del hombre que no concuerda con la imagen del interlocutor válido en tanto que antroponomía reguladora? Una ética máxima vendría a satisfacer el deseo de felicidad de una persona con la única condición de que valores como la tolerancia, el respeto a la diversidad y la solidaridad se practiquen y no se transgredan los límites que hagan peligrar la autodeterminación de los vecinos. En el momento en que alguna ética —como la religiosa— pretendiese transgredir tales valores y límites, se torna inválida. Por lo cual me interrumpe una pequeña cuestión: En este recorte y en esta exigencia que plantean los mínimos morales, ¿acaso no pone a algunas antropoeudaimonías (si no es que a todas) en peligro de perder su naturaleza entera y mudar en otra cosa? ¿La ética discursiva, al proponer o exigir la aceptación del hombre como «interlocutor válido», no hace peligrar a otras concepciones antropológicas? Es decir, esta propuesta discursiva no es tan neutra ni imparcial como parecía en un principio, que hasta nuestra filósofa no tiene más que reconocer:

«Obviamente, los procedimientos mínimos no son axiológicamente neutrales, sino que cobran su sentido de poner en marcha —como hemos dicho— la igual autonomía de los ciudadanos, y precisan para llevarse a cabo una constelación de valores, tales como la solidaridad, la tolerancia, la preferencia por los más débiles. Pero estos valores no configuran una teoría moral de lo bueno, sino una concepción procedimental de lo justo».155

Una confesión que me permite preguntarme y dudar acerca de que el edificio que pensaba fuertemente fundamentado pudiera tener una falla estructural desde la cual sus cimientos pudieran tambalearse. Yo pensaba, en un principio, que la genialidad de la propuesta de Cortina consistía en esa diferencia evidente entre los mínimos y máximos, así como en su perfecta coordinación, donde los primeros eran mínimos exigibles de justicia por su universalidad y su necesidad lógica, y que los segundos eran diversos y múltiples en virtud de que eran todo lo contrario a ellos: particulares y dependientes de la voluntad, la benevolencia y el gusto individual de las personas. En pocas palabras, pensaba —erróneamente al parecer— que la distinción consistía brevemente en que los primeros eran «neutros» y los segundos no lo eran, y de ahí la primacía de los mínimos sobre los máximos. Pero ahora que Cortina afirma que esos procedimientos mínimos no son axiológicamente neutros y que los valores susodichos son necesarios no más que para garantizar la autonomía como última razón de su validez, yo me pregunto: ¿Y por qué la autonomía debe ser ese punto hasta el que la reflexión filosófica de la moral de nuestro tiempo debe llegar?, ¿no existe algo más allá de la exigencia histórica que lo justifique a su vez?, ¿por qué la autonomía es la cualidad humana más importante?, ¿en virtud de esa imagen del hombre como «interlocutor válido»? Entonces, ¿en qué se fundamenta, a su vez, esta imagen que pretendía fundamentarse por la garantía que salva la autonomía humana? Esto es, ¿por qué tendría que ser una exigencia humana y esencial?, ¿porque es una conquista ganada por la sociedad del occidente, que se considera irrenunciable, o por el mero hecho de que así parece ser lo mejor racionalmente hablando?

Sin ir más lejos, recordemos que casi al principio de esta problematización de la ética mínima, Adela ponía el acento en la necesidad de construir una moral cívica en que la autonomía fuera el resguardo primero y más convincente desde donde empezar a levantar, piedra sobre piedra, esa moral. ¿Para qué? Para construir una moral democrática en que el individuo pudiera encontrar pleno desarrollo a sus potencialidades humanas y racionales. Entonces, si el objeto de la ética es justificar una moral para el hombre contemporáneo que se siente a gusto viviendo en democracias (porque ellas —se supone— protegen la autonomía y la autorrealización de todos los hombres) es hora de pensar acerca de ella, es decir, acerca de la democracia.

IX. Una crítica al dogma de la democracia

Lo primero que tenemos que tomar en consideración, frente a ella (la democracia), consiste en que la democracia no es solo una forma de gobierno. En ella, especialmente en nuestro tiempo, se ha puesto la confianza de la mayoría de los pueblos y de los grandes intelectuales de nuestro siglo. Más que un modo de elección de gobernantes, la democracia ha devenido en una forma de vida y fundamento de toda vida política. Casi en todos los lugares del mundo existe el convencimiento de que la democracia es la única forma legítima de la política en que el individuo puede alcanzar su desarrollo pleno y fomentar sus potencialidades tanto individuales, como sociales y comunitarias. Y esto sucede así porque la democracia sería la forma de vida más racional que un hombre pudiera concursar. Sin embargo, sostengo que, en una democracia, ninguna cosa debiera inmunizarse frente a la crítica, ni, mucho menos, la misma democracia.

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