El Anti-Zaratustra

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No —dice ella—, para que la democracia y la sociedad plural del Occidente permanezca y se fortalezca, es primordial fundar una «moral cívica» o una «ética solidaria» con base en la razón y el pensamiento filosófico, porque, de otra forma, no solo se podrían perder las instituciones democráticas, sino que todo el proyecto de la Ilustración que las sustenta, si se derrumba, ya no sería posible rescatarlo en caso de que se produzca, en efecto, esa progresiva privatización de la moral.

Por lo tanto, frente a la pregunta emblemática del comienzo de esta sección sobre la muerte de la moral, Cortina, campeona de las causas pérdidas, responde con un rotundo «no» que niega que ella (la moral) haya fenecido ya. Más bien se esfuerza porque la moral cobre nueva vida, aunque siendo consciente de su dificultad: «Y, sin embargo, se habla reiteradamente de moral cívica; se nos invita incluso al rearme moral. ¿Cómo y por qué atender a semejante invitación en una situación como la descrita, carente de ideales compartidos?»112.

La exigencia de nuestros tiempos es muy clara, según Cortina, la cual consiste en que, si queremos que las instituciones de la sociedad liberal no caigan por su propio peso a causa de tan pobres hombres que la sostienen, es imperativo construir un ser humano que mantenga vivas dichas instituciones. Este perfil de hombre debe, antes que nada, ser un hombre «tolerante y respetuoso con los derechos humanos»,113 y albergar otras cualidades que requieren una amplia conciencia de la formación humana y educativa, y que, todavía aún, más que nunca, debe emprender nuestra sociedad. «Las virtudes que en esta empresa van a ayudarnos serán, sin duda, la tolerancia y la disponibilidad al diálogo. Pero yo quisiera aquí destacar dos poco mencionadas y, sin embargo, indispensables: la responsabilidad y el autoestima».114

En este punto uno se da cuenta de que Cortina es mucho más consciente que Rorty en la visualización del problema. La filósofa hispana, más que el filósofo anglicano, es muy lúcida cuando responde que solo el fomento de ciertas virtudes (pertenecientes a una moral cívica) podrá establecer la bien regulada convivencia entre convicciones individuales tan diferentes entre sí.115

VII. El rearme de la moral en Adela Cortina

Ahora, igual que hice con Rorty, planteo esta cuestión a Cortina: ¿Qué me impide no aceptar estas virtudes, o qué me obliga a hacerlo? Ella responde que lo que se necesita para sostener una moral cívica es, sobre todo, un pensamiento fuerte que se someta a una fundamentación filosófica de sus presupuestos, de manera que las convicciones de esta moral no sean «irracionales» o «dogmáticas» (como resultan ser las de Rorty), sino que ellas sean, de cabo a rabo, convicciones racionales. Con un agudo sentido para la problemática filosófica, Adela se propone reducir a una «sola» convicción esa multiplicidad de convicciones racionales que constituyen su propuesta y que ella pretende fundamentar con cautela:

«La moral civil descansa en la convicción de que es verdad que los hombres son seres autolegisladores, que es verdad que por ello tienen dignidad y no precio, que es verdad que la fuente de normas morales solo puede ser un consenso en el que los hombres reconozcan recíprocamente sus derechos, que es verdad, por último, que el mecanismo consensual no es lo único importante en la vida moral, porque las normas constituyen un marco indispensable, pero no dan la felicidad».116

Adela Cortina expone, en este párrafo, su dependencia a la ética kantiana y su apuesta por la ética del discurso, la cual es heredera de la Ilustración y se enlaza, por tradición filosófica, con el pensamiento ético de Immanuel Kant (1724-1804). Por cierto, ahora que estamos hablando sobre este altísimo filósofo, este se encarga de denunciar (en un apartado de la Crítica de la razón práctica) un fenómeno que él llama fanatismo moral, y que es, en palabras de Kant:

«(...) un modo de pensar tan fútil como volátil y fantasioso que se ufana en contar con un ánimo tan bueno por naturaleza como para no precisar ningún acicate ni freno ni tampoco mandato alguno, relegando a un segundo plano aquella obligatoriedad que debería ser pensada con anterioridad al mérito».117

Si bien el filósofo ilustrado se encarga de caracterizar dicha actitud con el tipo del «estoico» hinchado de soberbia por sus propias cualidades, deja abierta la puerta para que tal fanatismo moral prenda en caracteres no tan heroicos ni tan sublimes como el de los filósofos griegos.118 Todo fanatismo, que «supone un transgresión de los límites de la razón humana acometida por principios»,119 tiene como origen una cierta rebeldía, de parte del hombre, por no querer someterse a una ley racional. En el caso específico de la moral, este tipo de fanatismo consiste en «asentar la intención llevada con ello a las máximas en otro lugar que no sea el respeto hacia dicha ley»,120 la cual, hablando propiamente, es la ley moral que «aniquila toda vanidad».121

Propongo esta reflexión del filósofo de Königsberg con la única intención de iluminar más nuestro problema, que es el problema de la moralidad contemporánea: en su afán de que la sociedad escape del «fanatismo religioso» que traspasa los límites de la razón en virtud de un Dios supuesto, el hombre de hoy ha caído en un peligro no menos dramático, aunque menos perceptible, que es, a mi parecer, ese «fanatismo moral» y su profundo impedimento de vivir de acuerdo a la ley moral, o de cualquier ley moral.

Esta última, según Kant, supone autodeterminación, pues, en caso de que esta cualidad no sea posible, no puede decirse que un hombre viva bajo una ley moral. Si analizamos el problema de una manera más cercana, el fanatismo moral está directamente en contra de la posibilidad de esta sujeción a la ley moral desde el mismo momento en que el hombre supone que hay un fundamento externo a la razón, que permite transgredir sus límites y que estriba más allá de cualquier racionalidad práctica, no importando si aquel se pone en la historia o en las instituciones culturales o civiles de una sociedad determinada. La pregunta consiste en saber si el hombre contemporáneo es capaz de someterse a la ley moral, es decir, si es posible que adopte un sentido moral, porque, de hecho —según lo visto—, nuestro contemporáneo parece rechazar todo tipo de deber o mandato, y no quiere someterse a ninguna otra instancia fuera de sí mismo.

Aquí está el punto de central de la cuestión: precisamente Kant, Cortina y los defensores de la moral moderna dicen que todo hombre, incluyendo el «último», son capaces de moral desde el mismo momento en que la ley moral apela a la razón propia de cada individuo. Pero en donde se encuentra el problema realmente consiste en que esa autodeterminación supone una disciplina y un respeto (o veneración) hacia el deber, que yo dudo que el hombre común de nuestros días tenga como imperante.122

En consecuencia, Adela Cortina (recordando al viejo Kant y el proyecto de Ilustración) es firme al no dejarse arrastrar por los tiempos postmodernos que dicen: «¿de qué vale justificar?», y marcha a contracorriente para rescatar un sentido moral, aunque sea mínimo, en el hombre que camina por la calle. En su escudo veo escrito, con letras grandes, esta proclama kantiana que sostiene:

«La ley moral es sacrosanta (inviolable). El ser humano es bastante sacrílego, pero la humanidad en su persona ha de serle sacrosanta. Todo cuanto hay en la creación puede serle utilizado simplemente como medio con tal de que quien así lo quiera tenga cierta capacidad para ello; solo el ser humano, y con él cualquier criatura racional, supone un fin en sí mismo».123

Cortina -como buena discípula de Kant- apuesta por la «sacrosanta humanidad» que se esconde en ese individuo grosero, voluble, insulso, vanidoso y rebelde que se parece mucho al «último hombre» de Nietzsche y considera esencial recuperar esa misión relegada de la Ilustración, que mira a los individuos como seres racionales, «como seres autolegisladores» y que tienen «dignidad y no precio»; y no solo eso, sino que afirma no es suficiente con considerarlos de esta forma, sino que es necesario convencerlos también, racionalmente hablando, de esta divina misión.

El punto crítico en que esta filósofa se distancia de Kant consiste en esa afirmación suya de «que la fuente de normas morales solo puede ser un consenso en el que los hombres reconozcan recíprocamente sus derechos».124 Para Cortina, como para otros pensadores contemporáneos que pretenden fundamentar racionalmente la moral moderna, esa exigencia kantiana del imperativo categórico (que hace depender la validez de la norma únicamente en el examen crítico y la buena voluntad de la persona) no puede ser garantía de que los hombres puedan llevar a cabo una vida más justa y digna en las sociedades occidentales. Por ello, Adela, siguiendo el camino ya trillado por pensadores alemanes como Jürgen Habermas (1929- ) y Karl-Otto Apel (1922-2017), encuentra en el diálogo y en el consenso racional ese salto de lo subjetivo trascendental a lo pragmático-lingüístico intersubjetivo y consensual. Estos filósofos están plenamente convencidos de que la ética kantiana (con su famoso imperativo categórico que ordena actuar bajo una ley que pueda ser «universal») solo es posible si adoptamos el consenso y el diálogo como procedimientos válidos de justificación normativa. Cortina dice:

«Lo que sucede es que para eso resulta imprescindible transformar la filosofía trascendental de la subjetividad en una filosofía trascendental de la intersubjetividad, transitar, en suma, ‘del «Yo» al «Nosotros»’, porque para que un sujeto se reconozca a sí mismo como persona, como sujeto de deberes concretos y virtudes, precisa el reconocimiento de otros sujetos en el seno de la comunidad».125

 

De este modo, nuestra pensadora logra conciliar esa acérrima contradicción entre la validez normativa y universal de la ley moral, con el subjetivismo histórico y sus consecuencias en que se sumergen las disputas éticas de nuestro tiempo:

«(…) el consenso supondrá un cierto ‘término medio’ —por decirlo aristotélicamente— entre el exceso y el defecto. Ni normas absolutas, indiscutibles, ni disolución de la moral en su esclavitud al subjetivismo personal o epocal. Es posible hablar de normas que deben cumplirse, pero su legitimidad depende de que hayan sido consensuadas por los afectados en pie de igualdad».126

Por lo tanto, el consenso supuesto entre diferentes entes racionales que tienen intrínsecamente el mismo derecho a la igualdad, el mismo derecho a la libertad de participar en una disputa sobre cualquier norma que le afecte, y el mismo derecho de estar en desacuerdo, fundamentan, de mejor manera, la formación legítima de reglas morales y su corrección universal. «Legítima» en tanto que toma en cuenta idealmente a todos los posibles individuos afectados por una norma que se evalúa de acuerdo a un procedimiento lógico y formal; «universal», porque la base que da solidez —y movilidad— a la construcción de dicho edificio es la argumentación racional, que cualquier hombre, según la definición aristotélica, puede ejercer y dar asentimiento, como bien lo sostiene Jürgen Habermas:

«En la ética del discurso, el lugar del imperativo categórico pasa a estar ocupado por el procedimiento de la argumentación moral. Esa ética establece el principio ‘D’: solo pueden reivindicar lícitamente validez aquellas normas que pudiesen recibir la aquiescencia de todos los participantes en un discurso práctico».127

Por lo menos aquí yo puedo leer tanto una cosa positiva como una negativa en relación al problema moral de nuestro tiempo, esto es: que, en efecto, la ética del discurso supera, con creces, la irresolución del liberalismo rortyano frente a la verdad, no como correspondencia, sino como corrección moral, al devolverle un papel fundamental a la argumentación en la búsqueda de construir una moral pluralista y democrática; el aspecto negativo que podría presentar la ética del discurso consiste en que ella exige condiciones infinitamente difíciles de cumplir para los individuos, sobre todo para quien piensa en el hombre contemporáneo con todas esas características que le he atribuido en páginas anteriores. ¿Cómo será posible establecer estas arduas condiciones de la ética del discurso, cuando es evidente que los hombres están muy lejos de pensarse y sentirse como iguales, cuando las sociedades en que vivimos no garantizan ninguna libertad completa en relación a la participación pública —quedándose en la mera estrategia y planificación impuesta— y parece que casi ninguno de nuestros coetáneos se desvela por la verdad ni la corrección lógica? ¿Cómo lograr la universalidad en la moral cuando la realidad cotidiana nos condena a dar pasos cada vez más lejos fuera de ella? En defensa de la ética del discurso, Habermas nos aclara:

«La estrategia que sigue la ética del discurso para extraer los contenidos de una moral universalista de los presupuestos universales de la argumentación ofrece perspectivas de éxito precisamente porque el discurso constituye una forma de comunicación más exigente, que va más allá de formas de vida concretas y en las que las presuposiciones del actuar orientado por el entendimiento mutuo se universalizan, se abstraen, y libran de barreras, extendiéndose a una comunidad ideal de comunicación que, incluye, a todos los sujetos capaces de hablar y de actuar».128

Es obvio que este filósofo es consciente de la complicación de establecer el discurso real como procedimiento para dar sustento racional a las normas morales, a causa, especialmente, que los discursos y los consensos de nuestros días se construyen en vista más hacia el interés particular del momento, la conveniencia de algunos participantes, o simplemente, a los pocos acuerdos que se llegan, no teniendo la mira en la verdad, sino los ánimos del presente y las circunstancias. De aquí que él —como Apel— trate de recurrir a una especie de situación ideal del discurso en donde dichas condiciones mencionadas (como la simetría, la no coacción y la búsqueda de la verdad) se cumplan sin necesidad de apostar por los individuos concretos que no corresponden o no están a la altura de dichas exigencias. De esta manera es posible, ahora sí, salir del solipsismo solapado de Kant (que confía solo en el cumplimiento de un imperativo a base de la buena disposición de la persona para con el deber) y garantizar la existencia de una moral universal, así como su cumplimiento en una plataforma objetiva en donde el consenso, el diálogo y el discurso puedan ser los engranajes necesarios para alcanzar los fines de justicia, paz y libertad entre los individuos de nuestras —siempre traumáticas— sociedades actuales.

Tampoco hay que errar pensando que la ética del discurso únicamente pretenda quedarse en ese plano ideal y que la moral quede sin realización en la esfera cotidiana, porque, con ello, no se llevaría a cabo la superación de Kant, sino que, para esta postura, lo más perentorio de todo es hacer lo posible por que la moral se cumpla. Por ello, además de la fundamentación moral como primera parte, se propone una segunda parte de la ética del discurso, la parte B —como la llamaría Apel— consistente en fomentar y consagrar la responsabilidad como una de las actitudes más necesarias de estimular y de practicar en razón de que nuestros actos tienen consecuencias y tenemos que hacernos cargo de ellas.

«Así, pues, para resolver el problema de una ética postconvencional de la responsabilidad, solo parece quedar el camino de la ética discursiva: es decir, la cooperación solidaria de los individuos ya en la fundamentación de las normas morales y jurídicas susceptibles de consenso, tal como es posible, principalmente, por medio del discurso argumentativo».129

Con esto, las éticas de la intención y las éticas de la consecuencia se dan un abrazo —mediante el discurso— logrando alcanzar una moral universal que no renuncia ni a la autodeterminación personal del sujeto, ni a su compromiso y solidaridad con la sociedad en que vive.

Ahora bien, habiendo comprendido la resolución de la ética del discurso por resolver el problema de la fundamentación de la moral por medio del «mejor argumento» y una «comunidad ideal de comunicación», pienso que Adela Cortina es una pensadora de la ética que responde, con seriedad y riguroso examen, a las dos problemáticas que más me inquietan en estas páginas, por lo cual la he elegido a ella para que sea mi interlocutora en la búsqueda de una solución viable a la «muerte de la moral» que intuye Nietzsche para el futuro y a la solución de una justificación racional de las convicciones democráticas que Rorty no logró justificar.

Es en la ética del discurso donde ella asienta su confianza para resolver las cuestiones puntiagudas que desinflaman cualquier optimismo meramente sentimental o emotivo. Así lo sostiene ella en su libro, la Ética sin moral, en donde claramente dice a propósito:

«Más bien quisiera yo en el presente libro intentar responder desde la filosofía moral —desde la ética —al gran reto legado de Nietzsche: averiguar si el orden moral desde el que cobran sentido la autonomía personal, el derecho moderno y la forma de vida democrática tiene realidad o es tal orden ficticio».130

La única manera de responder a Nietzsche y delinear una moral «más allá del nihilismo», por lo tanto, consiste en fundamentar las convicciones modernas que veníamos hablando anteriormente.

Por otro lado, cuando Adela postula las condiciones necesarias de una moral cívica, ella propone la última: «que el mecanismo consensual no es lo único importante en la vida moral, porque las normas constituyen un marco indispensable pero no dan la felicidad».131 En esta advertencia, Cortina se separa también de Apel y Habermas, los cuales solo se quedaron en el proceso formal de justificación de normas morales, olvidándose de una «dimensión» que Cortina intenta rescatar para la ética: esta es la necesidad profundamente humana de alcanzar la felicidad. Este asunto hará que ella distinga entre una ética de mínimos y una ética de máximos, las cuales, a pesar de que, por su nombre, se opongan, en lo íntimo se corresponden como dos funciones apremiantes para una moral democrática. Siendo, pues, esta adición la más importante de Cortina, quiero comenzar con la discusión de ella, para comprobar sus alcances, límites y defectos.

Es cierto, en consecuencia, que la democracia como la conocemos tiene el peligro de derrumbarse si confía únicamente en las cualidades del «último hombre», las cuales he analizado en el anterior apartado y que resultan terribles para todos aquellos que todavía tienen un poco esperanza en el hombre. Richard Rorty parece no preocuparse tanto por ello, sino que mira con optimismo este atisbo sociológico nietzscheano; mientras que Adela Cortina no desespera, aunque reconoce la incapacidad del «hombre medio» de nuestro tiempo para cargar, en sus espaldas, con el peso oneroso de la responsabilidad de una ética cívica, estableciendo la necesidad de un training moral para endurecer su carácter para consigo y endulcorarlo para con los demás mediante un comportamiento solidario. Pero eso que ella insiste en que sí puede hacerse es tiempo de ponerlo en la palestra pública del discurso y examinarlo detenidamente, porque, más allá de Nietzsche, la superación del «último hombre» no consiste en ascender hasta el superhombre, sino quizá, y como dice nuestra doctora, el único camino posible sea retornar a la moral del camello, en vista a que «la moral de los esclavos resultó vencedora a la moral de los héroes y sentó las bases de una moral democrática, a la que los hombres no parecemos dispuestos a renunciar».132 ¿En serio?, ¿nadie está dispuesto a renunciar a esta moral democrática? Tengamos el valor de hacernos esta pregunta y dejemos que el mejor argumento nos convenza.

VIII. Mínimos y máximos

En el prefacio a la segunda edición de su libro Ética mínima, Adela Cortina propone el fin de este escrito: «Una meta inspiraba este trabajo: bosquejar los trazos de un moral posible para la ciudad secular».133 El léxico utilizado, en este enunciado, tiene mucha importancia para el entendimiento fiel de su propuesta. Cuando ella dice «bosquejar» no pretende de ningún modo ofrecer una moral prescriptiva que dé pautas ciertas de lo que conviene o no conviene para los ciudadanos laicos de nuestro siglo, sino ofrecer solo un modelo bajo el cual las diferentes ofertas de moralidad puedan tener una garantía válida de prosperar sin conflictos ni violencia. Y cuando dice «ciudad secular» matiza que su interés fundamental consiste en dotar de legitimidad moral a ese aparato judicial que justifica el derecho político de una ciudad moderna en que una particular forma de religión no constituye el centro ideológico de la misma. Con este fin, entonces, diseña una ética de mínimos que propone únicamente un mínimo moral, es decir, una ética donde «solo se consideren normas justas las que son queridas por los afectados, tras un diálogo celebrado en condiciones de simetría».134

De este modo, Cortina alinease con las filosofías morales deontológicas en donde la justicia, más que la felicidad, es objeto de una preocupación necesaria por promover la convivencia entre diferentes opiniones que respondan a una mínima noción de lo justo, desde el cual toda opinión o creencia sea permitida en tanto que no socave dicho parámetro. Sin embargo, la crítica más común que se le hace a este tipo de morales universalistas y deontológicas es que, al concentrarse principalmente en los procesos, en muchos casos olvidan los fines que mueven y empujan a los individuos a actuar de una manera específica y determinada. Es decir, muchas veces este tipo de morales, por ser tan rígidas, quedan detenidas en el cielo trascendente del universalismo utópico sin una influencia real en el mundo que vivimos. De aquí que nuestra filósofa pretenda reanimar la moral comprendiendo la necesidad de poner a la par, no solo ese deseo legítimo de fundamentación normativo, sino la aspiración a una vida más plena, virtuosa o aventurera en alas de una ética de máximos.

Esta ética —por el contrario a una ética de mínimos— promociona un tipo de vida particular que hincha a los hombres en sus corazones con el ansia de felicidad y señala un horizonte en donde el esfuerzo y el ánimo se sienten sobrecogidos por la visión de las alturas. Una ética de máximos es una ética de la vocación individual que, por sí misma, no puede ser exigida para todos. He aquí su gran defecto: que no puede obligarse a nadie a ascender por el estrecho sendero de la virtud, por más recompensa que la felicidad esté en la cima. Nuestra autora es muy preclara en la razón por la que considera que la felicidad, o cualquier motivo parecido, no puede ser fundamento de la moral:

 

«Porque no son los hábitos comunitarios ni la benevolencia o la felicidad piedra segura sobre la que construir el edificio moral, sino ese mínimo de ética que protege la autonomía solidaria del hombre y es, por tanto, base firme para el derecho justo, para la política legítima y para una religión que se somete gustosa a la crítica de la razón».135

Por lo tanto, la base firme que sustituye a los hábitos comunitarios, la benevolencia o la felicidad como piedras angulares de la moral consiste en ese «mínimo» que menciona la autora. A su vez, solo la razón es la facultad del hombre que contiene los elementos precisos para dotar a la moral de una plataforma de objetividad y de universalidad desde la que los hombres de carne y hueso pueden mediar cualquier conflicto, controversia o disputa entre sí. En consecuencia, una ética mínima es una ética del deber que se opone a toda ética historicista, comunitaria, emotiva, eudemónica, o máxima que no tenga sus credenciales y documentos en orden bajo la inspección aduanera de la razón práctica. Para comprender, en fin, la diferencia entre una moral mínima y una moral máxima, creo que lo más conveniente sea citar ambas en cercano contraste para vislumbrar las características más propias de cada una:

«De facto la convivencia de distintas morales que pretenden universalidad ha sido, y es, posible sobre la base de una ética cívica, que se compone de unos mínimos compartidos entre las distintas ofertas de ‘máximos’, entre las distintas propuestas de felicidad. A la felicidad se invita, mientras que los mínimos de justicia de la ética cívica se exigen».136

En resumen, los mínimos se exigen, a los máximos solo pueden invitarse, y mediante esta combinación de ambos, resulta posible la «moral cívica» que tanto brega nuestra época por hacer realidad.

Hasta este momento he utilizado los términos de «ética» y «moral» como sinónimos y hasta como conceptos intercambiables, pero es tiempo de clarificar el sentido de estos, no solo con el propósito de que nuestra exposición resulte más clara y pertinente, sino para poder responder, posteriormente, a la pregunta por la muerte de la moral y la consecuente función que corresponde, frente a ella, a la ética. Para lograr esto, no creo sea necesario recurrir a la etimología de ambas palabras, ni recurrir a su procedencia lingüística para evitar caer en aquellas dificultades que puedan desparramar su sentido filosófico en las ambigüedades y que, en su gran mayoría, ofrece la historia del lenguaje en comparación a la precisión conceptual de la filosofía. Por el contrario, con el fin de esquivar estas telarañas discursivas, quiero continuar el paso de mi exposición con la simplificación del problema pensando la ética como esa disciplina filosófica que tiene, como objeto de estudio, a la moral, así como Adela Cortina señala con certeza sus usos correspondientes según la exigencia de la cuestión moral de nuestro tiempo:

«La ética, pues, a diferencia de la moral, tiene que ocuparse de lo moral en su especificidad, sin limitarse a una moral determinada. Pero, frente a las ciencias empírico-analíticas, e incluso frente a las ciencias comprensivas que repudian todo criterio de validez, tiene que dar razón filosófica de la moral: como reflexión filosófica se ve obligada a justificar teóricamente por qué hay moral y debe haberla, o bien confesar que no hay razón alguna para que la haya».137

El primer viso de diferenciación entre ética y moral es el mismo que radica entre una meditación racional y su objeto de reflexión. La moral es un objeto de estudio de la disciplina filosófica, la ética. Por ello, el trabajo principal de los pensadores de la moral consiste en esta problemática: ofrecer una razón filosófica a su existencia, o en dar razón a la ocurrencia de que ella pudiera no existir.138

La pregunta de la ética, por lo tanto, no va tanto con saber si ella existe, si no en el sentido de pensar si debiera existir tal cosa que llamamos moral. «La cuestión ética no es de modo inmediato ‘¿qué debo hacer?, sino ‘¿por qué debo?’».139 Esto, traducido a nuestro problema específico, puede entrar en relación con la muerte de Dios: ¿por qué debo seguir las pautas morales de nuestro tiempo si Dios ha muerto? En específico, me refiero a un tipo de moral muy concreta: esa moral cívica que aboga Cortina, y que, en su pensamiento, debe mutar necesariamente hacia una ética de mínimos que constituye la moral democrática que Rorty pretendía sostener sin fundamentación filosófica alguna: «la moral democrática es una moral de mínimos y la ética es filosofía moral».140 La ética es una reflexión filosófica sobre la moral, que en nuestros días merece de una meditación continuada y profunda que no puede pasar de largo, porque sin bases estrictamente metafísicas o religiosas, la moral debe adquirir una fundamentación racional, o morir en caso de que esto no sea posible. Cortina apuesta a que sí se puede dar razón filosófica a una moral de la ciudad secular, democrática y multicultural, y reanimar así a la moral en definitiva victoria contra el nihilismo.

¿Qué es la moral? Responder a esta pregunta supone un esfuerzo imposible de realizar en esta sociedad postmetafísica, por lo cual, más vale ampararse en la historicidad de la filosofía que prefiere cernirse a preguntas más concretas y no tan generales. ¿Cómo es la moral de nuestro tiempo?, por el contrario, es una pregunta más susceptible de una respuesta lógica y cierta. En ella se permite, más que dar una definición al concepto, enumerar y examinar las características comunes que las diferentes ofertas morales de hoy presentan y que pueden otorgarnos la posibilidad de inspeccionar aquello que, en este tiempo presente, es considerado como «moral».

Estos caracteres similares de la moral pueden resumirse en los rasgos siguientes:141 en un afán normativo que se reduce al mínimo y que no pretende prescribir acciones morales concretas; en un afán naturalizador del hombre, esto es, que el hombre ya no adquiere, por sí solo, características sobrenaturales que lo hagan un ser especial frente otros seres animales o creaturas del mundo; parejo a esta peculiaridad, existe un rechazo general de la éticas por apelar a una concepción antropológica de carácter metafísico; además la filosofía pretende que la moral, más que un asunto individual del hombre, es un asunto social y comunitario, con la recurrencia al principio de utilidad: «Lograr la mayor felicidad del mayor número»; otra característica importante es la historicidad de las posturas que huelen mal cualquier seña de validez absoluta o normas inmutables; por fin, el rasgo principal de la moral de nuestro tiempo y el intento de la ética por dar validez filosófica estriba en la suposición de que la moral ya no es un hecho subjetivo de la vida privada, sino que aspira a apropiarse de un rango de objetividad de ciertos postulados morales que nacen de procedimientos formales coherentes y verdaderos. Por esto mismo —de acuerdo con el diagnóstico de nuestra autora— la propuesta de una ética en nuestros días consiste en que ella debe ser normativa, natural, postmetafísica, comunitaria, historicista y objetiva. La ética, como reflexión filosófica, tendría que justificar claramente dichas cualidades. Para Cortina, en conclusión, la única ética que adquiere estos aspectos reunidos en sí y en perfecto equilibrio y simetría es la ética del diálogo: