El Anti-Zaratustra

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Y lo que pasa es que esa «paz» es una condición para la felicidad del último hombre, felicidad que consiste en buscar la mediocritas. «La gente tiene su pequeño placer para el día y su pequeño placer para la noche: pero honra la salud».94 Este es el valor cardinal —junto al individualismo— que prevalece, el cual viene acompañado, por necesidad, de la medianía. Cualquier exceso será fustigado en nuestra «sana» sociedad, a menos de que ese «exceso» sea promocionado sin alterar mucho el equilibrio del cuerpo. Los gimnasios, frente a esta exigencia, son los nuevos templos. Del mismo modo, los instructores de ellos emergen como nuevos sacerdotes, a quienes el «último hombre» acude en busca de consejo. Se desea, ante todo, un cuerpo sano, aunque no necesariamente en una mente sana. Todo lo contrario, la obsesión por la alimentación y las rutinas de ejercicio tienen alternancia, en un mismo individuo, con caracteres y voluntades blandas que se restañen ante cualquier molestia y dolor. El hombre se interna, pues, en un círculo donde el placer y el dolor tienen como centro de su circunferencia la «salud», ante la que el médico porta la diadema del pontificado contemporáneo. Así corren nuestros tiempos, en lo cual no hay otra cosa que hacer más que seguir su circuito, o renunciar a la salud mental (y marchar al manicomio o la exclusión social).

Con todo lo cual, para finalizar el análisis de este discurso de Zaratustra, debo decir que yo creo, firmemente, que el «último hombre» ha vencido inalterablemente en nuestra sociedad, si escudriñamos los rasgos psicológicos de nuestros contemporáneos, sobre todo este: «‘Nosotros hemos inventado la felicidad’, dicen los últimos hombres, y parpadean».95 No hay punto de controversia en donde el «último hombre» se muestre más dogmático: en su propia felicidad. Intenta insinuar a este sujeto que su felicidad no es tan real como él pretende que sea, y señala cómo es imposible que el mismo hombre alcance este estado —por lo menos en este mundo posmoderno—, y tal hombre te despreciará desde lo más oculto de su alma.

Esta es como la creencia cardinal de su psicología: el saberse satisfecho con lo que es y, si no, aparentarlo. Toda la producción mediática tiende a una de dos promociones: o a acrecentar esta imagen, o a imponer este dogma dondequiera: «Sé feliz». ¿Qué es la felicidad? Perdonen de antemano si lo pregunto, porque me parece que ese estado de satisfacción mediano, de placeres fáciles, rápidos y de seguridad monetaria, no me sabe a «felicidad». Sea como sea, así es: la felicidad es el gran invento del «último hombre» y de ahí que, cuando uno se considera feliz, no pueda despreciarse en casi nada. Recuerden quién es el último hombre: «el hombre más despreciable, el incapaz ya de despreciarse a sí mismo».

Sobra decir que yo considero esta profecía «cumplida» en todos los aspectos. Cuando Zaratustra termina su prédica en el mercado, los oyentes de la misma contestan riéndose: «‘¡Danos ese último hombre, oh Zaratustra —gritaban—, haz de nosotros esos últimos hombres! ¡El superhombre te lo regalamos!’»96. No está de más decir que la humanidad se ha convertido, masivamente, hacia el «último hombre» si contemplamos sus rasgos y los comparamos con los trazos con que Nietzsche lo dibuja en su imaginación. Es maravilloso —sostengo— la concordancia de tales características, por lo cual no pienso deba agregarse un comentario más a lo dicho. Lo dejo a juicio de cada lector. Pero si, en efecto, la hipótesis de Zaratustra es cierta, no queda sino tomar dos actitudes disímiles para la persona que así lo quiera: de regocijo, como la gente del mercado, porque el «último hombre» haya triunfado; o de tristeza, como la actitud de Zaratustra, que se sabe ignorado o mal comprendido.

Sin embargo, los últimos tiempos nos han alcanzado, y si somos conscientes de ello, un estremecimiento debería recorrer todos nuestros huesos pensando el perfecto cumplimiento de la profecía. ¿Qué nos resta por hacer? No se sabe, sino acaso admirar el advenimiento del fin de la historia como pone por escrito Francis Fukuyama al final de su artículo The End of History? de 1989:

«El fin de la historia será un tiempo muy triste. La lucha por el reconocimiento, la disposición a arriesgar la propia vida por una meta puramente abstracta, la lucha ideológica a nivel mundial que requería audacia, coraje, imaginación e idealismo se verá reemplazada por el cálculo económico, la interminable resolución de problemas técnicos, la preocupación por el medio ambiente y la satisfacción de las demandas consumistas. En la era posthistórica no habrá ni arte ni filosofía, solo la perpetua conservación del museo de la historia humana. Lo que siento dentro de mí y que veo en otros alrededor mío, es una fuerte nostalgia por aquellos tiempos en que existía la historia. Esta nostalgia, en realidad, va a seguir alentando por algún tiempo la competencia y el conflicto, aun en el mundo posthistórico. Aunque reconozco su inevitabilidad, tengo los sentimientos más ambivalentes por la civilización que se creó en Europa a partir de 1945, con sus ramificaciones noratlántica y asiática. Quién sabe si esta misma perspectiva de siglos de aburrimiento al final de la historia servirá para que la historia vuelva a empezar otra vez».97

Otra profecía, o más bien, una observación penetrante de este sociólogo estadounidense: no sé si sean nuestros tiempos proclives a recibir el título de «últimos» o «finales», pero lo que sí sé es que se acercan bastante a ese tiempo triste descrito por el articulista, donde todo parece cual una atmósfera gris en ciudades hiperatrofiadas por las ideas liberales de «paz», «tolerancia», «solidaridad» y «pluralismo». Tampoco sé si pudiera venir en un futuro una descarga de fuerza por parte de la humanidad, que haga resetear los tiempos pasados. No lo sé. Solo sé que el triunfo de la democracia liberal es decisivo y que el impacto que ha tenido en el hombre es el mismo que ha señalado, con agudeza, la profecía de Nietzsche.

VI. Los dogmas etnocentristas del liberalismo

El «último hombre» ha triunfado. Este es el único diagnóstico confiable en que puede palparse el pulso de la humanidad del Occidente. Para muchos, esto no representa mayor importancia; para unos pocos, puede escandalizar y producir náuseas; pero para un tipo particular de intelectuales, este resultado puede estar preñado de perspectivas halagüeñas desde un punto de vista muy peculiar, aunque, desde otro, este cálculo requiere de una mediata y paciente depuración.

Adela Cortina (1948- ), filósofa española y valiente pensadora de la moral, se atreve a ensartar esta cuestión emblemática: «Pero ¿es cierto que la muerte sociológica de Dios comporta la muerte de la moral?»98. Digo «emblemática» porque pienso que en ella se debate, subrepticiamente, la reflexión filosófica de nuestro tiempo. Para responderla es preciso comprender qué efectos tiene esta muerte sociológica de Dios en el individuo contemporáneo, en relación concreta con el ethos determinado que ha generado y, en dirección hacia el problema de la moral, si el «último hombre» puede acoger, como tal, un sentido moral de existencia.

Con respecto al «último hombre» —y pese a la crítica de Nietzsche, que observa en dicho perfil el punto máximo de decadencia humana—, otros filósofos ven con buenos ojos, o más bien, con ojos benevolentes, esta existencia. Richard Rorty (1931-2007) es uno de ellos, como lo cita Cortina en otra ocasión:

«Incluso si el ciudadano típico de una sociedad democrática es realmente banal, bajo, calculador e innoble, incluso si se asemeja al ‘último hombre’ de Nietzsche, el aumento de gente semejante supondría un precio aceptable para la libertad y la justicia políticas».99

A modo de ver del filósofo anglófono, existe una relación interna entre sociedad democrática y el «último hombre» nietzscheano, no tanto como imperfección suya o producto echado a perder, sino como su más necesario catalizador de libertad política. Esta postura del liberalismo más avanzado (y que Rorty representa su luminaria más reciente) debe ser foco de un interés y de un análisis serio para todo estudio sobre la moral contemporánea.

Aquel filósofo comprende que estos «tiempos democráticos» nacen de un proceso complejo en donde posturas divergentes se confrontan en la historia y que todavía hoy son el reflejo de una beligerancia interna del sistema entre lo «privado» y lo «público». La mayor verificación de esta problemática constituye la confrontación entre pensadores esteticistas (individualistas) y comunitaristas, así como su polarización en dos bandos contrarios. Más allá de la profunda convergencia de ambos bandos en el abandono de la metafísica como meditación del hombre y su naturaleza, los filósofos morales de hoy dan por sentado que es imposible —y tonto— preguntarse por las raíces del comportamiento humano, y más bien se enfocan en el modo en que el hombre se comporta solamente en un determinado marco histórico: «‘¿En qué consiste vivir en una rica sociedad del siglo XXI?’ o bien ‘¿De qué manera puede el que vive en una sociedad así ser algo más que un actor que desempeña un papel según un guion establecido?’»100. Esta pregunta excluye cualquier apelación a «categorías metafísicas» que rebasen la relativa posición del individuo desde su espacio y desde su tiempo, pero, a su vez, no hay que ser ingenuos para suponer que el hombre quede sumergido a tan estrecho límite, sino que dichos pensadores todavía dan cabida a cierta «posibilidad» de trascender la sociedad que nos ha tocado vivir. ¿El contemporáneo, tal cual es, puede tener un papel «diferente» al que sus condiciones sociales e históricas le adscriben? Esta interrogante está al uso de un tipo de filósofos (esteticistas) que apuestan por la individualidad dentro de una sociedad cada día más mecanizada y estratificada de la que resulta imposible escapar de una manera completa.

 

Sin embargo, a filósofos como Heidegger, Foucault o el mismo Nietzsche, se opone otra línea de pensadores que marcan una tendencia distinta y que ponen el peso de la balanza en la comunidad, más que hacia el individuo: «Los historicistas en los que predomina el deseo de una comunidad humana más justa y más libre (por ejemplo, Dewey o Habermas) tienden aún a concebir el deseo de perfección privado como algo infectado de ‘irracionalismo’ o de ‘esteticismo’».101 Esta acerada polémica la coloca el mismo Rorty, viendo que ambos deseos (el de esteticistas y comunitarios) son legítimos, en tanto que ambos tienen como centro uno de los intereses respectivos —propios de una sociedad democrática— de la libertad o de la justicia; pero ambos pensamientos tienen el defecto de ser parciales. En este punto, Rorty propone su propuesta, con la que pretende sazonar su libro más famoso, Contingencia, ironía y solidaridad, y juntar, en sabio maridaje, el afán de libertad y de justicia:

«Lo más lejos a que puede llegarse en la tarea de unir esas dos indagaciones consiste en concebir como fin de una sociedad justa y libre el dejar que sus ciudadanos sean tan privatistas, ‘irracionalistas’ y esteticistas como lo deseen, en la medida en que lo hagan durante el tiempo que les pertenece, sin causar perjuicio a los demás y sin utilizar recursos que necesiten los menos favorables».102

No me gustaría que pensara alguno que, para lograr este propósito, basta el «último hombre». Pensar esto sería entender «mal» el juego de Rorty, porque el enfoque de este destacado liberal contiene una intención deseable según mi pobre entender: consolidar la democracia de corte anglosajón con el modelo de hombre correspondiente, esto es, el ironista liberal, que debería ser la pauta para la instrucción ética de todo hombre democrático que goce, con responsabilidad, de los deleites y las «libertades» de la sociedad occidental de nuestro tiempo. Para ello resulta indispensable la formación de un par de cualidades que ahora mismo me propongo profundizar.

¿Quién es el ironista liberal? Es el hombre que vive en una sociedad democrática de corte liberal y que tiene la aptitud de comprender la contingencia de la mayor parte de las creencias y pensamientos humanos, y que, sin miedo, pasa la vida recordándose que, en virtud de la libertad, siempre es mejor la ausencia de cualquier dogmatismo a la implantación de este por una supuesta verdad. Este trabajo no es de fácil envergadura ni de rápida conclusión, sino que requiere de un constante esfuerzo comprometerse por una sociedad realmente «libre», ya que el individuo normal siempre es susceptible de dejarse arrastrar por algún tipo de «verdad». En este caso, Rorty propugna una labor educativa que busca el encauzamiento de la cultura de modo que «debiera tener como objetivo curarnos de nuestra ‘<<profunda necesidad metafísica>>»”.103

Repito, esto no es fácil, porque en el hombre crece un tipo de planta que es esa mentada necesidad de sostenerse sobre la certeza metafísica de una idea, que muchas veces conduce —como intuye el filósofo— al rompimiento de la convivencia ciudadana a través del fanatismo, el dogmatismo y la ideología. Para eso sirve la ironía, que no solamente consiste en esa habilidad del individuo de apartarse de los prejuicios arraigados de una sociedad y cuestionarlos, sino en un tratamiento cuidadoso del pensamiento para evitar caer en alguna creencia que pudiera estar fundada más allá del ámbito histórico del que haya nacido un individuo.

Rorty piensa que la verdad y esa ansia de fundamentar metafísicamente las cosas, haciendo uso de palabras como «absoluto» o «universal», nos arrastran a sociedades que impiden el pluralismo, el respeto y la tolerancia:

«Una sociedad liberal es aquella que se limita a llamar ‘verdad’ al resultado de los combates así sea cual fuese el resultado. Es esa la razón por la que se sirve mal a una sociedad liberal con el intento de dotarla de ‘fundamentos filosóficos’. Porque el dotarla de tales fundamentos presupone un orden natural de temas y de argumentos que es anterior a la confrontación entre los viejos y los nuevos léxicos, y anula sus resultados».104

Por lo tanto, cualquier uso de expresiones como «validez absoluta» pertenece a léxicos viejos y obsoletos que debieran ser desterrados de la sociedad contemporánea, la cual se vanagloria con arroparse de la libertad de creencia, de pensamiento y de expresión. ¿Por qué la metafísica resulta tan peligrosa para Rorty? Porque hablar de ella supone hacer un compromiso con alguna concepción humana que impida el surgimiento o competencia con otras posiciones o posturas rivales. Más bien, la excelencia de una sociedad liberal estriba en dejar en «libertad» esas concepciones en disputa, para asumir así la posición que mejor se adapte a esa concreción histórica de la que surge, sin que impida que otra nazca y compita con ella. De este modo -a juicio del liberal- es posible vivir en una sociedad auténticamente democrática en la que un léxico privilegia más el «juego lingüístico» y la «metáfora» que la fundamentación lógica y conceptual.

Pero la aptitud irónica no es suficiente si no viene acompañado de otra disposición moral que Rorty remarca con insistencia: «Para el ironista liberal no hay respuesta alguna a la pregunta: ¿Por qué no ser cruel?, ni hay ningún apoyo teórico que no sea circular de la creencia de que la crueldad es horrible».105 El ironista liberal tiene, en consecuencia, una creencia radical que es irrenunciable para él: la concepción de la crueldad como una actitud humana nefasta. La crueldad causa estragos en la civilización de modo que multiplica la cantidad de dolor y sufrimiento innecesario que padecen sus integrantes, y la causa principal de ello consiste en que el hombre nunca puede estar en «paz» con el otro —supone Rorty— cuando piensa que ese otro se equivoca y él solo tiene la razón. Por esta causa, el liberal debe renunciar a esa «posición soberbia» que mira al que piensa diferente como un individuo a quien convertir desde la propia posición. Por eso, en vista a esa noble finalidad que consiste en extirpar la crueldad de todas las sociedades, es primordial quitar primero la «necesidad metafísica» de una sola concepción predominante. Es decir, sacrificar la Verdad por la Libertad. «Y lo que es aún más importante, consideraría la realización de utopías, y la elaboración de utopías ulteriores, como un proceso sin término, como realización incesante de la Libertad, y no como convergencia hacia una Verdad ya existente».106

Ironía y solidaridad (como rechazo de la crueldad) son los dos comportamientos requeridos para la compleción de esa utopía liberal que pretende encontrar, en la contingencia del lenguaje, de la sociedad y de la historia, los fundamentos de su falta de fundamentación. Aquí el ironista liberal corresponde muy poco con el «último hombre», sobre todo en la incapacidad de este último de aparecer como un sujeto irónico, juguetón e incisivo frente a su realidad circundante, siendo, a su vez, incapaz de «crear» nuevas formas de expresión y potenciar la propia individualidad en invenciones originales y poéticas; pero, por otro lado, es posible decir que el «último hombre» sí tiene, en el desprecio a la metafísica y de todo tipo de crueldad, elementos con los cuales puede acoplarse con ese ropaje del «ironista liberal». La diferencia radical consiste, más bien, en la sofisticación de la propuesta rortyana frente a la pintura nietzscheana, porque el «último hombre», puede decirse, es la materia prima para el desarrollo del ironista liberal. En el fondo, creo yo, concuerdan en sus aspiraciones: el «último hombre» en su deseo de paz y el «ironista liberal» en su odio a la crueldad; y ambos, en su falta de facultades para justificar tales sentimientos.

Podría preguntarle uno, sin embargo, a Rorty: ¿Y qué justifica ese aserto —que es convicción en él— de que «la crueldad es horrible»? Esta no es sino una traducción muy parecida de aquella pregunta de Mitia: ¿Qué me impide matar, si Dios no existe? Y yo pregunto, además: ¿Qué me impide creer que la crueldad no siempre es horrible, si no puedo encontrar una justificación racional de dicho postulado?

El escritor liberal podría responderme que mi pregunta carece de sentido, porque pertenece a un lenguaje caduco, que no tiene vigencia en la sociedad democrática de nuestros tiempos postmetafísicos en los cuales el «¿qué?» no es tan importante como el «¿cómo?», y recurriría al «círculo vicioso» de repetirme: «la crueldad es horrible», porque el juego del lenguaje coetáneo exige, como condición social, el respeto a la integridad humana. En ese caso, yo trataría de volver a preguntarle inquiriendo si, por lo menos, tengo el derecho de sostener la creencia de que «la crueldad no es horrible siempre», porque mi sentido común me dice que, en ciertos momentos, la crueldad no es horrible cuando tengo que ser cruel conmigo mismo por haber cometido un error en que no quiero recaer de nuevo. Quizá Rorty, con grande liberalidad, me concedería esta creencia agregando el comentario de que el problema consiste en que nos estamos refiriendo a «usos» diferentes del término, y yo me quedaría confuso, porque si eso fuera cierto, no comprendería, entonces, cómo sería posible fomentar esta actitud de rechazo a la crueldad para todos los integrantes de una sociedad liberal cuando no encontramos ni siquiera una plataforma objetiva en la que podamos «ponernos de acuerdo».

Pero esto que yo solo me pregunto en mi imaginación, Adela Cortina lo postula en su libro Ética aplicada y democracia radical:

«Se alinean, pues, con entusiasmo en las filas del ya mencionado ‘liberalismo burgués postmoderno’, sin percatarse —espero— de que esta opción no conduce sino a un conservadurismo dogmático, extraño al espíritu tanto de un liberalismo como de un socialismo ilustrados, porque, en definitiva, las instituciones y prácticas de que partimos quedan inmunizadas frente a la crítica racional».107

Cortina denuncia el liberalismo postmoderno de Rorty (aunque no solamente de él) como una ideología de tipo conservadora que retiene, dentro de sí, ciertos dogmas como inamovibles e imposibles de cuestionar desde el preciso momento en que son incapaces de fundamentación filosófica, o de una plataforma universal válida para todo hombre. Este es el dilema que conlleva sostener una posición como la del filósofo liberal, que consiste en que, rechazando el dogmatismo, la imposición ideológica y cualquier fundamentación metafísica por la libertad de pensamiento y el juego del lenguaje de los ciudadanos, no puede sino caer él mismo en un dogmatismo, una imposición ideológica y una creencia irracional más sutil, pero no menos gravosa, que se hace en aras de la libertad y en nombre de la democracia.

Adela Cortina tilda de poco riguroso este pensamiento débil porque, al no encontrar un basamento lógico o racional que convenza a los individuos sobre su conveniencia, hace peligrar tantos productos valiosos como aquellos que produjo, en abundancia, la Ilustración bajos sus dos modalidades: el liberal y el socialista. Valores como la libertad, la tolerancia, el respeto, la solidaridad tenían, en el pensamiento ilustrado, su auténtico lugar gracias solamente a que la razón les daba fundamento y la crítica racional que los reforzaba y quitaba, de ellos, esos restos de dogmatismo e irracionalidad.108 Pero la crítica (en manos de un Nietzsche, por ejemplo) fue tan incisiva que ella no solo quedose satisfecha con criticar los dogmas y creencias del pasado religioso que tenían los hombres de su tiempo, sino que fue tan fiera que empezó por criticar esos mismos «valores» que enarbolaba la Ilustración. Este proceso dio como resultado una diversidad de convicciones contrarias que no hallan, en ningún sitio, alguna agarradera racional que pueda convencer reflexivamente y, por autodeterminación, a los hombres mediante su validez lógica, sino que se asientan en cabeza de los ciudadanos en donde prevalece más la convicción dogmática antes que la convicción racional. Como bien mira Cortina, hemos anclado, en la era contemporánea, en una situación que puede describirse de esta manera:

«Ni siquiera es viable la solución de que coexistan —que no convivan— distintas convicciones valorativas, porque ello requeriría que la tolerancia fuera un valor compartido y no tiene por qué serlo: en el ámbito de los valores cada uno elige su dios. Una consecuencia clara, al menos se sigue de todo esto: el universalismo moral, tal como lo soñó la Ilustración, ha muerto; las decisiones morales pasan a ser una cuestión privada. A la privatización de la religión, que hoy muchos discuten, sucede la privatización moral».109

 

En consecuencia, en vista a este panorama, la propuesta de Rorty parece temblar desde su propia base en el preciso instante en que se observan algunas inconsecuencias internas y tan pronto se inspecciona su pensamiento con mucho cuidado. En efecto, la condición de posibilidad para que una sociedad liberal pueda funcionar óptimamente —tal cual lo piensan sus más diversos teóricos— necesita del cultivo y arraigo de la tolerancia como virtud práctica o como valor acepto entre todos; o, por lo menos, en la mayor parte de los ciudadanos de una democracia liberal. En caso contrario, esa «convivencia» tornase ilusoria, un mero espejismo o una sombra de lo que se busca: esto es, que la gente se convenza de que la sociedad liberal del Occidente, con su forma democrática de gobierno, es la más conveniente forma de vida para la vida política de cualquier individuo racional que viva hoy en día.

La inconsistencia se encuentra en que esta convicción («el apremio de la tolerancia como valor radical») no puede alcanzarse si ella no está, a su vez, bien fundamentada. Este punto es central: Rorty alega que no es necesaria fundamentación filosófica de cualquier creencia para evitar que la Libertad quede demeritada y naufrague ese pluralismo de ideas y opiniones, sino que resulta preciso hacer que toda creencia, mientras no genere crueldad y violencia, o no atente contra la libertad de expresión del prójimo, pueda pronunciarse de una manera legítima y tener un espacio en los anchos brazos del liberalismo.

«Que sea necesario educar al hombre en la tolerancia», sin embargo, es también una creencia, que, si Rorty es consecuente, tiene que aceptar como poco proclive de una fundamentación filosófica, por lo cual su fundamento de validez debemos encontrarlo en otro lugar ajeno a la filosofía. ¿Cuál es este? No queda otro que el etnocentrismo, tal como Cortina define la actitud de este filósofo liberal:

«En el caso de Rorty, será una tradición democrática, que arranca de Jefferson, el punto de partida y de llegada de su etnocéntrica reflexión. Potenciarla es su meta, y por ello, concediendo a la democracia una ‘primacía sobre la filosofía’, propondrá a los filósofos privatizar sus concepciones filosóficas, inevitablemente divergentes, y exteriorizar únicamente lo que pueda formar parte de un ‘consenso solapado’ con las restantes concepciones filosóficas y religiosas».110

Es decir, el fundamento de Rorty consiste en la convicción de que el modo de vida norteamericano es la mejor forma de vida, frente a la cual cualquier otra «opción» se vuelve irracional o insuficiente para la dignidad política del hombre de nuestro siglo. Para este pragmatista, no cabe ninguna duda de que la democracia liberal y sus instituciones son las que, de un mejor modo, gratifican al hombre de nuestro tiempo. En resumen, no existe fundamentación de la tolerancia como valor compartido más allá de la argumentación circular que la supone una «creencia válida» para todo individuo que haya sido educado en esta sociedad occidental.

Asimismo, sucede lo anterior con la creencia: «la crueldad es horrible». No tiene mayor fundamentación que la misma sensación o intuición negativa —inducida por la educación liberal— de que la crueldad es «mala» y que es urgente extirparla de toda relación humana. ¿Por qué sería necesario extirpar la crueldad siendo que ella es un comportamiento que el hombre ha reproducido desde que construye sociedades y que, en un caso extremo, también ayuda a descargar ciertos deseos reprimidos y pulsiones coartadas? ¿Qué pasa con todos aquellos juegos que, para una gente, son «crueles» y para otra no lo son? ¿A qué crueldad nos referimos? ¿Quién establece el «rasero» para valorar desde dónde y hasta qué punto la crueldad es legítima o no lo es? ¿O acaso toda la crueldad es horrible? Si es así, ¿quién me convence a mí de que lo sea, si no me parece del todo así? La verdad es que Rorty deja muchas preguntas sin responder que nos conducen a preguntarnos qué motiva al filósofo para evitar la búsqueda de algún «fundamento filosófico».

Cortina comprueba que el origen de esta actitud consiste, principalmente, en el miedo por toda fundamentación antropológica:

«En principio, una fundamentación antropológica pretendería valer para todo hombre, captar algo así como lo común a todos los hombres, y, sin embargo, la ideas de que exista algo así como ‘la humanidad’, algo así como una comunidad humana situada más allá de las comunidades concretas, históricamente existentes, además de ser falso, favorece la deserción de los filósofos con respecto a la solidaridad que deben a los miembros de su comunidad concreta».111

Rorty no le tiene tanto miedo a la fundamentación filosófica por sí misma, sino a sus consecuencias directas e indirectas en las sociedades liberales. Una fundamentación de este tipo (especialmente del hombre como especie) nos conduce necesariamente a una fundamentación antropológica que daría una imagen estratificada y estereotipada del hombre. En cierto sentido, si se afirma que el hombre antropológicamente es de una forma, o debiera ser de una forma —al instalarse como patrón de medida—, esta imagen concordaría solo con «ciertos individuos», conllevando la exclusión de aquellos que, o no corresponden con la medida, o quedan fuera de ella como «especímenes raros», «patológicos» o «anormales» por su comportamiento.

Por esta razón, aunque Rorty es consciente de los enormes beneficios que contendría su visión liberal en caso de sustentar una creencia filosóficamente fundamentada, este filósofo prefiere renunciar a ella con el fin de garantizar el pluralismo de comportamientos en una sociedad que se presume «abierta» o «plural». Pero la verdadera razón estriba en la profunda convicción de este pragmatista de que dicho intento es «falso», porque sabe que no puede existir ninguna generalización de hombre que nos conduzca a hablar de una «humanidad» esencialmente conformada más allá de la concreción histórica.

Sin embargo, el efecto más pernicioso que tiene la fundamentación antropológica consiste en que la solidaridad perdería su brillo y su razón de ser. ¿Cómo ser solidario con otras posturas excluidas por el «fundamento»? Desde el preciso momento en que un hombre se sabe con la seguridad inmutable de una opinión cualquiera, ¿qué le impide imponer su «punto de vista» frente a los demás?, ¿cómo no retornar, otra vez, al absolutismo moral que es una consecuencia lógica de establecer el universalismo antropológico? Aquí, en efecto, la solidaridad quedaría a merced de la buena voluntad de los hombres y no puede exigirse como un comportamiento necesario, ni como condición conveniente entre los individuos.

En definitiva, Richard Rorty —a juicio de nuestra filósofa (quien lo critica)— desconfía de la fundamentación filosófica y antropológica porque sostiene que esta se halla directamente en contra de las instituciones liberales que ha dado a luz su cultura y, en general, la cultura de Occidente. Él cree que es preferible renunciar, más bien, a la argumentación filosófica en vez de a las instituciones democráticas. Obviamente, este hecho —según Adela Cortina— es el más representativo signo de un «pensamiento débil» que rechaza la argumentación y la fundamentación filosófica por el miedo de que esta vaya en contra de los valores liberales.