El Anti-Zaratustra

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Pero si intentas, más bien, persuadir dicha masa con razones, el “último hombre” te puede contestar de esta forma: «‘¿Qué es amor? ¿Qué es creación? ¿Qué es anhelo? ¿Qué es estrella?’, así pregunta el último hombre, y parpadea».78 Un hombre que se piensa autosuficiente es incapaz de amor, de creación y de anhelo: solo se ama lo que se piensa excelso, bello, espectacular y esplendoroso, pero, en nuestra sociedad, ¿qué más excelso, bello, espectacular y esplendoroso que uno mismo, que, como estrella, se sabe dotado con ciertas «cualidades brillantes» por el mero hecho de ser un ciudadano nacido en nuestros siglo? El amor nace de un deseo de entrega, además que este sentimiento da cuenta de una «carencia» propia que busca ser satisfecha en una perfección diferente a uno mismo. El que ama se pregunta: «¿Qué puedo amar, en qué puedo sacrificarme?». Pero el amor que habla a la altura de nuestros tiempos dice así: «Tengo derecho a ser amado, ¿quién me ama?». Es decir, no ama.

Por otra parte, el «último hombre» tampoco crea nada valioso, en una relación inversamente proporcional a las novedades que consume y produce. Se le verá afanoso en dar fin a la «obra del siglo», a una nueva vanguardia, a una novedosa creación, pero esa misma tendencia a «crear» algo nuevo, corre a la par del carril de la época que busca crear la obra del siglo, una nueva vanguardia o una novedosa creación. Es decir, el «último hombre» no crea realmente, sino que solo simula crear en consonancia con lo que pide el público. El verdadero creador, en contra, nace muchas veces en condiciones adversas al público y ese condicionamiento permite el nacimiento de una creación, no necesariamente «nueva», sino valiosa.

¿Anhelo? ¿Hacia qué? ¿Hacia el superhombre? No, el «último hombre» se ciñe forzosamente a las cosas presentes a la vista, porque no puede comprender esa mirada que pone en el cielo su deseo en busca de una estrella diamantina, cuando, ¡ay!, existen tantas cosas que hacer aquí abajo para mejorar nuestro hábitat. Por eso, en un gesto de incomprensión y poco entendimiento ante el individuo que ama hasta dar la vida, o que consagra su vida a su obra artística, o que muere por un anhelo espiritual, el último hombre no puede sino burlarse y parpadear en síntoma de buena voluntad, compasión y signo de interrogación: «¿Para qué amar algo que en nada resarce?».

La fuerza de estos, por otra parte, reside en la fuerza de la multitud (perdonen de antemano la redundancia). La «mayoría» produce la verdad y su única demostración es ese mismo eco prolongado entre un inmensa multitud de voces efusivas que trascienden en el viento: «¡Viva la libertad!, ¡Viva la diversidad!, ¡Viva la solidaridad!, ¡Viva la Revolución!, ¡Viva la dictadura del proletariado!, ¡Viva el Estado!, ¡Viva la muerte!, ¡Muerte a toda oposición!». Por más contradictorias que suenen estos vítores, la oleada de su clamor se extiende hasta convencer a los individuos, ya sea por el miedo, ya sea por el arrebato místico del tropel. La masa tiene esta virtud: nunca siente remordimiento. Ni Nerón, en sus mayores locuras, pudo sentirse más tranquilo, en su conciencia, tocando su lira frente a la Roma ardiendo, como la masa se relame sus colmillos después de haberse desbocado hacia alguna travesura vandálica, y en nombre de la «libertad» y «los derechos de los hombres»…

Contémplese una «bola» de individuos. Cada uno de los que la componen, individualmente hablando, es un cordero en quien nunca pensarías hallar movimiento violento alguno. Pero si se juntan… los más perversos ímpetus humanos, en conjunción plena, podrán hacer daños inmensos, a diestra y siniestra, contra todo aquello que se oponga a sus pancartas. Terminada la carnicería, no verás bestia más tranquila y calma que esa masa desvanecida y descompuesta. Como si no hubiese pasado a mayores, los participantes se engalanan de las prendas de la moral mirando su acto de barbarie como un justificado hecho de reacción ciudadana…

Sí, el «último hombre» se produce en cantidades que da miedo pensar si la tierra es capaz de alimentarlos a todos, sobre todo porque no solo es la especie más abundante en el planeta, sino la que más consume sus materias… «La tierra se ha vuelto pequeña entonces, y sobre ella da saltos el último hombre, que todo lo empequeñece. Su estirpe es indestructible, como el pulgón; el último hombre es el que más tiempo vive».79 En proporción contraria al aumento incesante de las ciudades enormes, cuya extensión, sobre todo de las principales, no parece tener fin; y en las cuales los parques recreativos, los sistemas de transporte, los estadios deportivos, las salas de conciertos, los museos itinerantes, las plazas comerciales, etc., etc., etc., están a reventar siempre; el planeta que nos sostiene se ha hecho mucho más pequeñito. Esto no solo en un sentido cuantitativo, sino en otro sentido en cuanto a la calidad de lo que contiene. Para satisfacer a las grandes masas de que se compone —por un proceso natural y consecuente— los productos deben hacerse más ligeros, caducos y de menor categoría en vista al consumo general. Esta manía de tener y tener que se apodera del hombre medio, no significa sino que los «últimos tiempos» son ya vecinos nuestros, porque muy difícil veo que pueda sostenerse una economía acelerada a este ritmo en que las fuentes se agotan y los espacios se acaban… Mas se escucha la voz redentora: «¡Desarrollo sustentable!». ¡Como si fuera posible que algunos volantes de unos cuantos hombrecillos recolectores de PET, creadores de espacios verdes, o jardines en las azoteas, puedan revertir esa carcoma progresiva del «pulgón» que expande cada vez más su comezón y sus alergias espirituales entre las partes más sensibles de la cultura y la civilización contemporánea!

Pero no se piense que, con cualquier posible catástrofe ambiental, el «último hombre» se extinga. Es mucho más fácil que el mundo se adapte a condiciones hórridas y fétidas a que el «último hombre» se resigne a desaparecer. Como dice Nietzsche cuando compara esta especie animal con el «pulgón», el «último hombre» es el tipo humano más adaptable de todos, debido a sus habilidades para apechugarse con los otros y fortalecerse en la opinión pública. Con esa autoestima que solo pueda dar un pensamiento sin razón, ¿quién podría contra ellos? Si los fósiles, el estudio de animales, plantas, protozoarios, eucariotas y otros especies, no logran confirmar, de una vez por todas, la teoría de las selección natural de Darwin, solo basta observar el comportamiento del «último hombre» y constatar cómo, gradualmente, la debilidad y la dependencia al grupo son condiciones más adaptables, muchas veces, que la fuerza, la agilidad y otros mecanismos de defensa en especímenes particulares.

«Han abandonado las comarcas donde era duro vivir: pues la gente necesita calor. La gente ama incluso al vecino y se restriega contra él: pues necesita calor».80 Su virtud para sobrevivir estriba en ir en contra de todo tipo de intimidad y de soledad. ¿Quién tiene hoy en día el valor de hacerse un camino propio por la senda de los peligros, donde la soledad y el silencio campean en cada esquina del sendero y en que la conciencia quiere dar un paso atrás por el abismo de dificultades increíbles que se ponen enfrente? «Solamente un loco», responde el «último hombre», el cual tiene la habilidad —aprendida por la educación democrática— de haber fustigado toda «interioridad» como un lugar adonde solo se envían a los condenados a la exclusión social y los desheredados de la buena fama y los múltiples likes de los millones de contactos y catálogos de amigos.

Desde niño, en la escuela, toda tendencia a «estar solo» se ve con enojo y repulsión, y esto no solo es promovido por los donceles que se alían groseramente para hacer travesuras contra los solitarios, sino por los mismos docentes, quienes participan en molestar al niño solitario con la insistencia de «integrarse al grupo»; lo cual significa meterse a hacerse los imbéciles «como los demás», con los cuales ese obtiene un aprendizaje social que ha logrado la supervivencia de la raza y que dogmatiza a miles de jóvenes para pegarse entre sí y «adaptarse» completamente al compañerismo dependiente.

¡Qué lejos han quedado aquellos tiempos en que se respetaba el silencio y se veneraba la interioridad de los hombres formados en celdas o en cabañas en medio del bosque! Ahora, el abandono, el aislamiento y la soledad, paradójicamente, se presentan como condiciones cotidianas de vida, que muchas veces debemos soportar y sobrellevar los individuos. Pero ¿esto indica acaso un fomento de la interioridad? No. Es preciso decir que estos supuestos no comprenden una relación de necesidad con la reflexión interna del individuo, pues si bien, antes, la soledad era un marco en el cual se podía encuadrar un proceso personal de interiorización, hoy en día resulta sumamente complicado afirmar aquello, ya que existen una innumerable cantidad de elementos que perturban dicha relación: la televisión, Internet, el teléfono y hasta los videojuegos, son los mecanismos más representativos que nos permiten establecer una relación del individuo con el exterior, sin necesidad de abandonar el aislamiento. De este modo, un sujeto puede vivir aposentado en su casa sin por ello dejar de vivir hacia fuera; puede tener una existencia solitaria, teniendo a su disposición una serie de contactos virtuales que le impiden afanarse en sí mismo. Por lo tanto, ni el aislamiento, ni la soledad, ni el abandono, que pudiera sufrir el hombre contemporáneo, son una señal valedera de interioridad y conocimiento propio.

El reto que Nietzsche ponía a los suyos: «Huye, amigo, a tu soledad y allí donde sopla un viento áspero, fuerte. No es tu destino el ser espantamoscas»,81 tornase insoportable para los oídos blandengues de muchos contemporáneos, hasta el punto de que ninguna madre, esposa o hermana debiera temer que sus hijos, esposos o hermanos escuchen la prédica de algún mozo que, como un nuevo san Bernardo, los conduzca al enclaustramiento. No, para esos que acogen alguna vez la intención de retirarse de la multitud, las muchedumbres tienen cebos eficaces como la exaltación de la «unión”, la «asociación» y la «solidaridad» con el fin de atraerlos, de vuelta, hacia la pertenencia en la estupidez colectiva.

 

Mas no se piense que, por el hecho de que los «últimos hombres» tiendan siempre hacia sus prójimos, aquellos hayan adquirido un mejor entendimiento entre ellos. Me refiero específicamente a esa capacidad socialmente aprendida de «agradar» a todos con bonísimas palabras o gestos educados que ocultan, de fondo, una tendencia patológica de escabullirse de las controversias, peleas o disputas, sobre todo en el caso de confrontación de ideas opuestas. «Enfermar y desconfiar considéranlo pecaminoso: la gente camina con cuidado. ¡Un tonto es quien sigue tropezando con piedras o con hombres!»82. Este movimiento se considera una virtud por «esa» multitud de individuos que parpadea y ve de soslayo. La «buena sociedad» erradica cualquier elemento divergente a base de una domesticación sofisticada, esto es, eliminando sistemáticamente, por la vergüenza y el miedo a recibir el apelativo de títulos onerosos como «fanático», «impetuoso» o «fascista», a aquel que pretenda desentonar de las mociones reglamentadas por la etiqueta y la buena convivencia.

En verdad que hoy se da un proceso creciente de liquidificación cultural, donde no parece tantearse nada «duro» detrás de los rostros de los hombres, los cuales han sucumbido a él y han perdido carácter. Ya ni siquiera aquello que antes era indubitable ostenta este rasgo: la noción de género y sexo, por ejemplo. Ahora, ¿qué pasa si alguien, en su sentido común, tiene un deseo natural de que a las cosas y actitudes se las llame por su nombre y con una definición concreta? Pues nada, que se le zahiere hasta provocarle el perder toda seguridad y convencerlo de que conviene más seguir a la gran mayoría en su actitud múltiple o resignarse a recluirse en el silencio vergonzoso. En este sentido, el día de hoy es difícil encontrarse con hombres verdaderos, en el sentido de coherentes y fieles a principios sólidos como piedras, los cuales, si es que existen aún, son tan perturbadores para los maniquís de hombres que caminan a su lado, que estos preferirían que no existieran tales hombres.

A la par de esta reacción de repulsión a toda la dureza, viene otro hecho que parece aún más extraño y que vendría a poner en confusión las deducciones más lógicas de la mente, lo cual Zaratustra ya anticipaba con cautela: «Un poco de veneno de vez en cuando: eso produce sueños agradables. Y mucho veneno al final, para tener un morir agradable».83 Mientras que, por un lado, la gente aprecia su vida como lo más importante en el orbe, puede comprobarse que esta («su» vida) no corresponde con un aprecio positivo de la vida en sí misma, sino todo lo contrario. La más clara evidencia de esto es la discusión en torno al problema de la eutanasia. Por una parte, la vida se concibe como única, efímera y fugaz, ante lo cual, la mente reacciona con un celo terrible de aprovecharla hasta lo máximo en el instante concreto, desechando cualquier cosa que pudiera enturbiar ese límpido riachuelo que vendrá a juntarse, en poco tiempo, con el océano de la muerte. De ahí el afán por hacer la vida lo más placentera posible como sea, aun a costa del empleo de sustancias peligrosas, para excitarla e incentivar su hilarante sensibilidad. Esta manía de lo «presente» contrasta terriblemente con esa precaución cobarde, en el «último hombre», por un futuro que parece auspiciar momentos no tan plácidos. Déjenme explicarme.

Cuando se mira venir, de frente, las consecuencias negativas de una vida atenta únicamente a lo «efímero», los hombres, enfrascados en «sueños agradables», temen que el último sueño no sea tan agradable. Ante este acontecimiento irrefrenable, los individuos tienden, cada día, a asumir una decisión más acorde a evitar problemas y, como los perritos, a huir de la vida sin sufrimiento, con ayuda de los «especialistas» en la salud y la vida. A esto se llama eutanasia, práctica que recibe, cada vez más, muchos defensores y apologistas. ¿Qué dicen estos? Que es injusto prolongar el sufrimiento de un enfermo por el irrazonable deseo de que permanezca en vida; que este tiene derecho a elegir; que es lo mejor.

De hecho, Zaratustra decía algo parecido: «Yo os elogio mi muerte, la muerte libre, que viene a mí porque yo quiero».84 Nietzsche defendía la eutanasia, pero si vemos rápidamente esta teoría del filósofo y la comparamos con la defensa de la «buena muerte» de hoy, nos daremos cuenta de cuán lejos están, en cuanto a sus propósitos, ambas posturas. La doctrina de Zaratustra «quiere» que la vida sea celebrada en la muerte, proponiendo la «salida» en el mejor momento de ella o en la misma victoria;85 mientras que la doctrina eutanática de la bioética, hace todo lo contrario: desvaloriza la vida en su raíz más honda. Cuando un individuo escapa de la vida, alegando el poco ánimo de padecer una muerte lenta, no se hace por «mor» de ella, ni es una decisión valiente —pienso yo—, sino que se hace por la cobardía de enfrentarse al dolor como algo intrínseco a la vida. Es decir, se busca, silenciosamente, extirpar este de ella, y como todavía no se tienen los elementos para hacerlo realmente, por lo menos se quiere hacerlo en la opinión de los «más». Con esto la vida no es lo que vale, pues si esto fuera, valdría siempre, hasta en situaciones dolorosas, sino que se quiere, en última instancia, no la vida, sino el placer por encima de ella. De este modo, la humanidad es contagiada con un letargo espiritual que se hace consistir en un «morir agradable», cuyas consecuencias son más perniciosas que la enfermedad fatal misma que la provoca, porque el hombre no quiere presentarse a la muerte con el valor de un soldado que lucha su última batalla: no, sino que solamente quiere escabullirse por miedo y contagia ese «temor» hacia la vida hasta las generaciones del futuro.

Quedémonos, sin embargo, con la vida. Si en proporción a la muerte, aquella se torna más importante, ¿en qué se gasta? Además de en fiestas, también en trabajos. No podemos decir que la gente actual sea floja, sino muy laboriosa. Una de las conquistas que más deberían hacer sentir a nuestra civilización orgullosa es precisamente el tino de haber proclamado la «laboriosidad» como una de sus virtudes más insignes. El común de las personas ya no ve, en el trabajo, esa labor necesaria que se tiene que hacer pese y en contra de su voluntad, sino que el trabajo se busca por sí mismo. Hasta los menos necesitados de trabajar y que podría esparcir su vida en ocio, prefieren el trabajo a cualquier otra actividad. Cierto, el «último hombre» es un ser que trabaja y que nunca tiene sus manos quietas. Cualquier persona razonable no vería nada de malo en ello, o ¿qué sospecha podría existir en esa cualidad honesta de ennoblecer el trabajo? Ninguna, pero, como ejercicio, me pondré de lado de los perezosos.

Yo no soy muy afecto al trabajo —debo confesarme al público—, pero la única razón que tengo para ello es que no veo en él algo valioso por sí solo, sino en relación a su fin o propósito. Si me pusieran a trabajar en vista a la higiene de mi hogar, no verás individuo más desidioso que yo, por el sencillo hecho de que no considero tan importante el tener limpia la casa que no pueda aguantar un día más. Yo soy algo raro, por lo que me es imposible considerar el trabajo como entretenimiento, cuando siento que no existe nada más antitético que entretenimiento y trabajo. He conocido personas que, por el contrario, me hablan de la dignidad del trabajo, que su vida es el trabajo y que gastan horas completas de sus días en el trabajo; reciben asensos y acumulan más pendientes y deberes, y siguen trabajando; se jubilan, y continúan retornando al lugar en donde trabajaban y, si pudieran, seguirían laborando. El ocio se les torna insoportable. ¿Por qué lo hacen? Es algo que nunca podré responderme… ¡ni ellos!

En una ocasión me atreví a preguntar a uno: ¿Y para qué te trabajas tanto, si pudieras reducir tu tiempo de trabajo y ganar más tiempo libre? Su respuesta fue contundente: «Porque sí, tengo que hacerlo». ¡Diligencia extraordinaria!, y cada vez existen más individuos con estos comportamientos, cuyo trabajo es sagrado, aunque trabajen para fines que ni ellos mismos conocen, ya sea para intereses ajenos, o ya sea sencillamente para mantener la maquinaria burocrática de un Estado. «La gente continúa trabajando, pues el trabajo es un entretenimiento. Mas procura que el entrenamiento no canse».86 Nietzsche, que siempre trabajó en vista de un más alto fin, ya lo predijo: las vacaciones, no lo olvidemos, son el combustible de esta maquinaria que produce la «ilusión» de descanso. ¡Cuántas veces nos hemos cansado hasta de las mismas vacaciones!

De cualquier forma, no toda la gente trabaja maquinalmente y sin ningún fin postrero. Hay todavía un puñado de individuos que saben muy bien para lo que trabajan: el sucio y tintineante dinero. Los pobres siguen deseando la fortuna de los ricos y estos anhelan incrementar la suya. Solamente la educación de la gente de en medio (que se hace mayoría cada lustro que pasa) considera de «mal gusto» decir que su vida está constituida por el dinero o la riqueza. Los «últimos hombres» (que son esa «media») te dirán que, para ellos, el dinero no es lo importante, sino en cuanto condición para vivir una existencia sin perturbaciones por lo superfluo. Y es que lo que se busca ya no es la fortuna, sino la comodidad ante todo, y, en efecto, como dice Nietzsche, la pobreza y la riqueza molestan por el mero hecho de que te vuelves víctima fácil de la penuria o de la posible pérdida de “tu» riqueza. Quien vive para el dinero, vive para lo material y eso, para el elevado «ego» que aquellos mantienen, no puede ser confesado, porque solo la gente baja puede ser realmente tan baja para inclinarse ante el Señor Dinero (por más que, en su recinto interno, también el «último hombre» lo haga). «La gente ya no se hace pobre ni rica: ambas cosas son demasiados molestas. ¿Quién quiere aún gobernar? ¿Quién aún obedecer? Ambas cosas son demasiado molestas».87

Otra característica fundamental en el último hombre es su particular desprecio hacia toda autoridad o disciplina. Todo aquello que anteriormente, para el hombre, relumbraba con las fasces de la nobleza, el señorío o la superioridad, ha quedado desprestigiado por el terrible peso que supone el llevarla en las espaldas. Lo cierto es que el «último hombre» tiene las espaldas flacas (por más que vaya al gimnasio tres veces a la semana) y es incapaz, desde su nacimiento, de soportar las diferentes y onerosas cargas que antes se echaban sobre él. Por sí misma, ninguna autoridad tiene sentido para la moderna democracia y sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad, sino que ella misma, per se, le es lesiva. Su función, si todavía cabe, es relativa y momentánea, basada más en consideraciones mudables —como la conveniencia—, que en la necesidad o exigencia de que el hombre crezca junto a ella. Al cabo del tiempo, sin embargo, la sociedad se da cuenta de su estricta funcionalidad, por lo cual ha tenido que recurrir a ella para solidificar su posición, por más que sea endeble en su mismísimo centro ideológico.

Cuando se forma algún grupo o asociación, esta tiende, por un movimiento o tendencia normal, a forjarse su propia autoridad, ya sea ganada por los orígenes del movimiento, ya sea por alguna consideración especial y meritoria. El problema sale a la luz cuando aquella choca contra la consideración propia de los subordinados: su «ego» se rebela ante toda proposición o mandato, y estos desean, con pertinacia, sustituir la autoridad por otra más «legítima». Pero la legitimidad nunca se conquista, por la particular circunstancia que ella se descabezó desde el momento en que se proclama al individuo —y su dignidad— como lo más importante en la escala social de nuestra época. De este modo, la autoridad pierde legitimidad y toda organización social, política, religiosa o civil, tiembla desde sus fundamentos. Todo individuo se cree con el derecho de gobernar, pero como este derecho es original a cada uno, y la lucha por el trono es violenta y poco diplomática, se decide por lo siguiente: o establecer la horizontalidad del mando o la deposición continua de los que ejercen el dominio. «¡Ningún pastor y un solo rebaño! Todos quieren lo mismo, todos son iguales: quien tiene sentimientos distintos marcha voluntariamente al manicomio».88

Al haberse instaurado, a la fuerza, la libertad de todos, la igualdad constitutiva y la fraternidad sin padre, no resta sino que los grupos, conjuntos y colectivos tengan una existencia corta, o que mueran al mismo momento de su formación. Al ponerse a debate sus principios (que dan consolidación al cuerpo), estos son depuestos una y otra vez, de modo que nada «sólido» sale de allí. A su vez, puede suceder lo contrario: que ante la constatación de la realidad, sea necesario, para supervivencia del cuerpo, establecer la autoridad arbitrariamente, esto es, postular la tiranía de los líderes y las ideologías. Esto —¡admirablemente!— nos conduce al crudo resultado de que la autoridad, después de quitarle todo tipo de legitimidad de parte de algún principio metafísico y moral, sea ahora, de facto, sostenida con ayuda de una violencia sistemática y práctica. En resumen, los principios liberales de la Ilustración conducen, inexorablemente, a la dictadura real de las necesidades del presente, como las revoluciones liberales del pasado han demostrado, en la historia, hasta el cansancio.

 

Dejando, empero, los campos de la política, a nivel educativo sucede todavía algo más pernicioso: con la derrota de la autoridad como figura importante, la disciplina pierde también su razón de ser. Toda disciplina es violenta (por más que los pedagogos de turno sostengan lo contrario), porque ella se impone a costa de grandes privaciones y cruentos dolores en múltiples situaciones. Nuestra sociedad, en cambio, ha visto con signo negativo toda tendencia al sufrimiento y ha rechazado toda disciplina del dolor. Nietzsche, en cambio, resaltaba el valor instructivo del dolor: «La disciplina del sufrimiento, del gran sufrimiento, ¿no sabéis que únicamente esa disciplina es la que ha creado hasta ahora todas las elevaciones del hombre?»89. Para que una tierra produzca buenos frutos requiere, antes, que ella sea preparada y ello solo puede hacerse mediante el establecimiento de la violencia contra la misma. Los surcos en el hombre, pues, solo pueden ser realizados por la yunta de la disciplina, el deber y el sufrimiento, con lo que, al escapar de esto y el desprecio por toda obediencia, el hombre peligra con ser infructuoso y obtener, como consecuencia, el rechazo a toda orden, poder o autoridad.

Nuestra época, en esta dirección, mira la moral como una tiranía que impone regímenes «irracionales» y poco útiles en relación al aumento de bienestar humano. Todo lo que presenta un síntoma de sojuzgamiento u obstáculo a la permisividad, es deslegitimado por los individuos de nuestro siglo. Este desprecio hacia toda norma camina parejo con la desconfianza hacia cualquier finalidad compartida por los hombres: uno de sus mayores signos es el desprecio a los tiempos pasados y la relativa afirmación de la superioridad de nuestro tiempo en comparación con los anteriores: lo pasado se presenta como algo sumamente rudimentario, barroco y con un aspecto terrible. Tiene un olor que no concuerda con la nariz contemporánea: «‘En otro tiempo todo el tiempo desvariaba’, dicen los más sutiles, y parpadean».90

Así podemos escuchar a muchísimas personas que no conciben cómo la gente del pasado podía vivir sin bañarse todos los días, sin utilizar cubiertos, sin baño privado y lanzando las cubetas de sus orines hacia las calles en las ciudades. Considerando estas cosas, nuestros antepasados pasan cual lunáticos, extraterrestres o seres de fábula. Por lo tanto, el pasado y la historia suceden, ante nuestra mirada, como un escenario abultado de la más oscura bruma y desconcierto, y solo nos gusta la «historia» en tanto que salga en un televisor o serie y que ninguna relación —directa— tenga con nosotros.

La ciencia histórica es ejemplar en este asunto. Nunca antes había existido tanto sobre la historia de las culturas, así como nunca antes se había tenido tanta incomprensión para la propia historia. Las exquisiteces de nuestros investigaciones consisten en sacar huesos, descubrir vasijas, decodificar códices y otros menesteres plinianos, y los historiadores se esfuerzan en ello, pero el resultado de sus pesquisas no trascienden más allá de las páginas de una revista histórica o en los catálogos de un museo, que los «últimos hombres» leen o quedan boquiabiertos para continuar su rutina sin pensar en otra cosa más que en la cosa inmediata.

¿Dicho hombre se siente orgulloso de su historia, tanto nacional o simplemente humana? No. Por el contrario, no hay cosa que más le avergüence, porque en ella solo descubre pleitos sin fundamento, misoginia, homofobia, nazismo y otros eventos contrarios a su susceptible y delicado tacto. ¡Cuántas veces hemos escuchado decir: «¿Historia? ¿Para qué? Si ya pasó»!, y el «último hombre», que repite esta tonada indiferente, se escuda en esa misma ignorancia histórica para levantarse el cuello de su vanidad y parpadear sus ojos.

Esta ignorancia, empero, solo es ignorancia en un sentido, hacia el pasado, porque hacia el futuro, la situación es muy otra. El interés de nuestro hombre analizado consiste en virar su atención hacia región histórica inexplorada y virgen de asentamientos humanos, tanto materiales como culturales. La búsqueda de la inteligencia artificial y el empeño por el desarrollo de nuevas tecnologías (así como la corrección de los estándares verdes), constituye esa presuntuosa sabiduría de una generación previsora. De este modo, los nuevos sabios tienen una fábrica compuesta de instrumentos, naves, y descubrimientos reales que auspician una época donde el hombre haya vencido sus límites milenarios. «Hoy la gente es inteligente y sabe todo lo que ha ocurrido: así nunca acaba de burlarse».91 La inteligencia práctica tiene una especialidad: contabilizar la historia según un juicio parcial basado en los adelantos tecnológicos y científicos, con lo cual, los otros desarrollos (llámense héroes, conquistas, batallas, obras artísticas) son reconocidas menos en el juicio general del hombre medio. Esto no quiere decir que no exista ese reconocimiento, pero queda reducido a las bibliotecas y museos, que, por cierto, son los mausoleos de las culturas vivas de otro tiempo.

Y continúa Zaratustra diciendo: «La gente continúa discutiendo, más pronto se reconcilia; de lo contrario, ello estropea el estómago».92 Uno de los valores más ensalzados —no quepa duda— es la tolerancia y aquí, fincados en este precioso tesoro, el «último hombre» puede decirse adelantado moralmente a sus antepasados. Porque el que individuo del siglo XXI pueda opinar, participar y discutir en cualquier plática, foro o discusión, señala cómo la altura de nuestros tiempos ha rebasado, por mucho, la antigua restricción que imperaba y que impedía que cualquiera hablara sobre cualquier asunto. Hoy puede exponerse toda opinión —hasta la más disparatada— en un ámbito público, y no encontrará una oposición contundente frente a ella, ni se la impugnará (salvo que ella no tenga un soporte en la gran mayoría de la gente). La tolerancia es una condición necesaria para evitar el reinicio de las guerras ideológicas del pasado (aunque ello se logre mediante la poca importancia dada al contenido de las ideas) y conquistar, por fin, la felicidad del hombre en este paraíso terreno. De esta manera, se hará todo lo posible por evitar que las ideas impregnen las mentes de cualquiera que pretenda salirse del molde «privado» para descollar en la «vida pública». Es decir, mientras la opinión quede en mera opinión, puede ser «dicha», pero en el caso de que ella quiera ser «vivida», ya no puede ser tan tolerada. No, en ese momento, cualquier ideología será rebatida hasta que desaparezca por completo, para seguir manteniendo esa «paz» tan anhelada por nuestra sociedad multicultural.93