El Anti-Zaratustra

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Nietzsche, en definitiva, no erró en su pronóstico futuro, sino que atinó con insólita clarividencia, porque cuando uno quiere hacer un «censo» de los efectos de ese acontecimiento profetizado llamado nihilismo, y mira alrededor suyo contabilizando los dividendos de la especie, ese alguien puede observar el resultado siguiente: el aumento incesante de una muchedumbre de «últimos hombres» y la presencia nula de cualquier idea de «hombres fuertes».

Me refiero especialmente con «último hombre» a esa descripción que hace Nietzsche en su libro Así habló Zaratustra, y que yo me aplicó a mí y a mis contemporáneos: en definitiva, a ese hombre «incapaz ya de despreciarse a sí mismo».61 Y nuestro contemporáneo no es capaz de despreciarse a sí mismo por la sencilla razón de que todo alrededor suyo lo adula y lo conforta, desde la escuela en que se le predican sus «derechos humanos», hasta en los centros comerciales, en los cuales se les gratifica con la satisfacción de sus placeres, gustos, caprichos y diversiones. Nietzsche hablaba a los hombres de su tiempo, pero yo creo que también habla a nosotros. He aquí sus palabras completas:

«¡Mirad! Yo os muestro el último hombre.

¿Qué es amor? ¿Qué es creación? ¿Qué es anhelo? ¿Qué es estrella?, así pregunta el último hombre, y parpadea.

La tierra se ha vuelta pequeña entonces, y sobre ella da saltos el último hombre, que todo lo empequeñece. Su estirpe es indestructible, como el pulgón; el último hombre es el que más tiempo vive.

Nosotros hemos inventado la felicidad, dicen los últimos hombres, y parpadean.

Han abandonado las comarcas donde era duro vivir: pues la gente necesita calor. La gente ama incluso al vecino y se restriega contra él: pues necesita calor.

Enfermar y desconfiar considéranlo pecaminoso: la gente camina con cuidado. ¡Un tonto es quien sigue tropezando con piedras o con hombres!

Un poco de veneno de vez en cuando: eso produce sueños agradables. Y mucho veneno al final, para tener un morir agradable.

La gente continúa trabajando, pues el trabajo es un entretenimiento. Mas procura que el entrenamiento no canse.

La gente ya no se hace pobre ni rica: ambas cosas son demasiados molestas. ¿Quién quiere aún gobernar? ¿Quién aún obedecer? Ambas cosas son demasiado molestas.

¡Ningún pastor y un solo rebaño! Todos quieren lo mismo, todos son iguales: quien tiene sentimientos distintos marcha al manicomio.

En otro tiempo todo el mundo desvariaba, dicen los más sutiles, y parpadean.

Hoy la gente es inteligente y sabe todo lo que ha ocurrido: así no acaba nunca de burlarse. La gente continúa discutiendo, mas pronto se reconcilia, de lo contrario, ello estropea el estómago.

La gente tiene su pequeño placer para el día y su pequeño placer para la noche: pero honra la salud.

Nosotros hemos inventado la felicidad, dicen los últimos hombres y parpadean».62

Este discurso de Zaratustra contiene un profundo dramatismo, porque es un lamento por el hombre, por el hombre que viene. Lo interesante de este pasaje es que Nietzsche visualiza y describe un hombre que puede llegar a conformarse y dominar en las capas más cotidianas de nuestra humanidad. El principal problema con este «último hombre» es su incapacidad de recibir una esperanza elevada, de no poder recibir en él la «semilla» de un futuro prometedor. Por eso, la cuestión que yo lanzo a nuestros contemporáneos y me propongo también a mí mismo es la siguiente: ¿acaso nosotros no nos reconocemos en este «último hombre», en aquel hombre cuyo «arco ya no sabe vibrar», que no tiene un «caos dentro de sí mismo», que ya «no puede crear»? A lo mejor esta pregunta resulta en muchos puntos algo forzada, pero no podemos negar que también muchos de los aspectos que presenta esta imagen son sumamente familiares para nosotros: tal es el caso de nuestro deseo de felicidad como deseo de paz, de distensión del arco interno; tal es el caso de nuestra casi maquinal tendencia al trabajo entendido como un constante apartarse del aburrimiento; tal es el caso de nuestro rechazo a toda época pasada como «incomprensible»; tal es el caso de nuestra pretensión sobre la ausencia de autoridad y dominio. En estos caracteres, por lo menos, somos parecidos a ese «último hombre». Por esta razón pienso conveniente revisar las características que critica Nietzsche en el individuo de su época, el cual, si somos o no sus herederos, es indudable que poseemos ciertas cualidades que compartimos con esta profética descripción.

V. La profecía del «último hombre»

¿Qué es una profecía? En tiempos sin Dios, como los nuestros, resulta difícil hablar de profecía a causa de la ausencia de un sentido místico entre los hombres, pero acaso cabe proporcionar una interpretación más mundana a esta palabrita. ¿Qué es una profecía? En los tiempos de Dios fue, en cambio, un concepto preñado de sentido y coherencia para quienes lo escuchaban y lo palpaban con el intelecto.

«Profecía» es el conocimiento de una cosa revelada por Dios a los hombres. En este caso, profecía es una revelación, un conocimiento en cuya formulación el hombre no tiene la iniciativa, sino que solo participa como receptáculo de un mensaje divino. Este, además, proviene de una instancia diferente a la meramente humana, referida a una constelación suprema que ofrece un muñón de contenido «extraordinario» en tanto que rompe con la contingencia cotidiana. El profeta, en consecuencia, se constituye, muchas veces, en la voz de Dios que recibe un mensaje del cielo, y que dicha vocación puede fungir para «arrancar, arruinar y asolar» o «levantar, edificar y plantar»63, según sea el caso y la voluntad divina.

El profeta, sin embargo, no solo recibe el mensaje, sino que se constituye, por su misión, en el mejor intérprete del mismo. El profeta es intermediario entre Dios y los hombres, y es este sujeto el que mejor puede dosificar de sentido la palabra de Dios, por más que los contemporáneos suyos se resistan a aceptar su interpretación o simplemente se nieguen a escuchar la reprimenda. La palabra hebrea nabí manifiesta este significado en el Antiguo Testamento con relación al profeta hebreo en cuanto descifrador de Dios y sus ocultos designios.

Pero acercándonos hacia una tradición más occidental, el uso de la profecía como profesión se mantenía de manera muy marcada en la antigua Grecia y especialmente en el afamado oráculo de Delfos, en que el dios Apolo repartía a los ciudadanos helenos sus avisos proféticos y sus sueños de la delirante boca de profetisas y de sibilas enloquecidas. Heráclito de Éfeso (VI-V A.C.), en un pulido aforismo, nos ofrece una descripción precisa de lo que ocurría en este ombligo del mundo: «El Señor, cuyo Oráculo está en Delfos, no dice ni oculta, sino que indica por medio de signos».64 Algo hay que saber de cierto, esto es, que Apolo (el dios de los sueños) nunca hablaba claramente, sino que lo hacía con frases crípticas, cuyas piezas y partes debían conjuntarse entre sí para dotar de significado la oscuridad del mensaje. Uno sabe qué pasa en los sueños, en los que toda ilación debe desentrañarse pacientemente a través del recuerdo y la memoria, y, pensando en esto, uno puede hacerse con una imagen cercana a lo que sucedía con los mensajes de Delfos. La sibila, como intermediaria del dios, daba el comunicado, mas ella nunca lo interpretaba como sí hacían los profetas hebreos, sino que la profetisa cumplía satisfactoriamente con su labor en el preciso instante de pronunciarlo. Es el hombre, hacia quien se dirige el mensaje, el que debía darse a la tarea de ponerse a descifrarlo, pudiendo equivocarse en la interpretación misma, como en reiteradas y trágicas veces ocurrió entre los más conspicuos ciudadanos de la Grecia Antigua: Edipo es el ejemplo más diáfano de esta situación, quien no atinó a ver en la revelación délfica la futura aproximación de su fatal caída. En Grecia, por eso, la profecía adquiere tintes de un oscurantismo mayor a los rasgos de ella en Israel y en Judea, embaucándose en el intrincado sendero del equívoco y la ambigüedad.

Por lo tanto, la profecía tiene como características principales la procedencia externa de un dios y la necesidad de interpretación. En muchas ocasiones, de hecho, a estas dos cualidades se suman otros caracteres de más difícil corroboración. Esto sucede, particularmente, cuando el mensaje no procede directamente de voz humana, sino que los fenómenos de la naturaleza parecen querer indicar algo mediante «signos». A veces, y sobre todo para las culturas de la antigüedad, los dioses se manifestaban a través de eventos naturales extraños que devenían normalmente en catástrofes, cuando se interpretan ciertos signos como correspondientes a futuros acontecimientos. En definitiva, la profecía es un mensaje raro por su naturaleza, que previene o hace ver, de manera anticipada, hechos que bien podrían ocurrir a un individuo, a un pueblo o a toda una cultura.

Con base en esta explicación, ¿es posible asentar el apelativo de «profeta» al filósofo ateo del siglo XIX? A primera vista, esto resulta imposible, porque es contradictorio proponer al heraldo de la muerte de Dios como el oráculo de ese mismo Dios. Mas pretender reducir la «profecía» hacia un acto constreñido a una función divina impide que su uso se expanda hasta más diversos lugares del lenguaje. La profecía no se reduce a un pronóstico procedente de la divinidad, sino que también pudiera hablarse de un tipo de profecía más psicológica y terrestre. En efecto, es posible hablarse de dos especies de profecía: una sobrenatural y una natural. Nietzsche no puede ser un profeta sobrenatural, pero sí, y en un alto grado, un profeta natural, esto es, uno que, sin necesidad de ninguna intervención trascendente, sino con el mero olfato y astuto ojo escudriñador de su tiempo, fue capaz de prever o anticipar ciertos eventos y rasgos en la fisionomía cultural, social y política de toda una época o espacio histórico.

 

Para confirmar este postulado, léase la siguiente predicción por parte de este magnífico vidente de la historia:

«Un pensador que tenga sobre su conciencia el futuro de Europa contará, en todos los proyectos que trace en su interior sobre ese futuro, con los judíos y asimismo con los rusos, considerándolos como factores por lo pronto más seguros y más probables en el gran juego y en la gran lucha de las fuerzas».65

Ahora juzgue el lector, con mediana imparcialidad, si acaso el filósofo acertó o no en sus pronósticos sobre el transcurso de Europa a través del siglo XX. Si uno piensa en lo acontecido en las dos guerras mundiales de este fatídico siglo, no podría negar, con razón, el papel preponderante que jugó, por un lado, el pueblo judío y, por el otro, el pueblo ruso en la construcción de una «gran política» y en el diseño de Estados protagonistas de conflictos mundiales como lo fueron la URSS (1917) y el Estado de Israel (1948). En efecto, Nietzsche consideró, en su conciencia y a profundidad, el futuro de Europa hasta el punto de anticipar, de igual modo, el auge y caída repentinos de los «nacionalismos» y la extensión de aquel fenómeno del «antisemitismo» en Alemania y otros países de Europa.66 Pero más allá de estos acertados comentarios generales sobre la política venidera, mucho más agudo fue su sentido para detectar la próxima constitución del «hombre europeo» en cuanto a su carácter y su constitución moral. Me refiero, de nuevo, a esa noticia del «último hombre» en los labios de Zaratustra.

Creo acertar cuando llamo «profecía» a este discurso por las intrínsecas cualidades que contiene como tales. El filósofo no recibió de ningún lado este aviso, ni fue arrebatado hacia alguna montaña en donde le fue ofrecido, en tablas de piedra, esta profecía cincelada en caracteres terribles, ni presenció, en una cueva, alegorías ingentes sobre los devenires del hombre occidental. Para nada. Fue con su intuición de genio por medio de la que, leyendo en las actitudes sutiles de sus contemporáneos y relacionándolas con los acontecimientos políticos que lo rodeaban por doquier, pudo reducir, bajo una visión poderosa, la descripción más arriba suscrita. Es tan clara que casi no necesita interpretación: allí está el listado de cualidades de ese hombre de los últimos tiempos, adornados con una lengua rutilante y vivaz para quien quiera detenerse con parsimonia en su lectura. Sin embargo, pese a esta notable virtud, no está de sobra mostrar la correspondencia de dicha descripción con el genotipo y fenotipo social de los ciudadanos del siglo XXI. Esta tarea me propongo realizar advirtiendo, primero, que, como profecía, ella no implica la perfecta concordancia en todos los aspectos, aunque sí en la gran mayoría de ellos y con una asombrosa similitud.

Es necesario tener en cuenta que los primeros interlocutores de este discurso fue un público muy concreto, con cierta prolongación en lontananza hacia el futuro. En específico, los europeos alemanes de finales del siglo XIX. Es a ellos a quienes introduce, con estos párrafos, la advertencia del «último hombre»: «Es tiempo de que el hombre fije su propia meta. Es tiempo de que el hombre plante la semilla de su más alta esperanza».67 No habla el profeta hacia un cierto número de hombres, sino al hombre, a la humanidad representada en aquellos europeos alemanes del vulgo que visitaban el mercado.

Esta, la humanidad, no tiene una meta, no tiene una misma dirección compartida por los diferentes pueblos que componían, entonces, a la bien nutrida Europa. Nietzsche es consciente de esto y por eso no desaprovecha la oportunidad de poner en público este hecho: la humanidad carece de meta, por la sencilla razón de que no comparte unos mismos valores. «Mas decidme, hermanos: si la humanidad le falta todavía la meta, ¿no falta todavía también ella misma?»68 En aquel momento, el pensador alemán considera que no existe propiamente «humanidad», pero que Europa estaba en vísperas de engendrarla. ¿Cómo? Siglos y siglos de valoración cristiana, que necesariamente debían estancarse en el nihilismo, permitieron una asimilación próxima y similar en el sentir de los europeos y, me atrevo a decir, de los hombres en general. Los pueblos del mundo estaban prontos, bajo la mirada de Zaratustra, de constituir una misma cabeza, lo cual conllevaba enormes peligros o, más bien, un solo peligro: que dicha humanidad se frustrara en una composición abstracta de valores decadentes y que se muera pisada «la semilla de su más alta esperanza» que es el superhombre.

La tierra en que ha de sembrarse dicha semilla es el ánimo interno de esos mismos contemporáneos al autor. Ese terreno, a juicio del profeta, era todavía apto para depositar en él un determinado cultivo espiritual: «Todavía es bastante fértil para ello. Mas algún día ese terreno será pobre y manso, y de él no podrá ya brotar ningún árbol elevado».69 Este fragmento contiene un vértice de esperanza sobre un amplio volumen de desesperanza. Por un lado, la afirmación de que todavía existe una posibilidad de que algo «valioso» nazca del pecho de esos hombres, sazonado, a su vez, con esa posibilidad, más cierta, de que dicha cosecha se pierda. Esta diversidad de juicio nace de una visión doble de un mismo proceso que avanza, irrefrenablemente, hacia un resultado desastroso para el hombre, pero que, al mismo tiempo, puede predisponer, más allá de la historia, de los elementos preciosos para que algo mayor que el mismo hombre nazca de la ceniza.

En el parágrafo 242 del libro Más allá del bien y del mal, Nietzsche explica la paradójica situación de que, bajo el proceso democrático que en aquel entonces emergía y cobraba fuerza, pudiera leerse la evolución del hombre en dos formas distintas:

«Bien se denomine ‘civilización’ o ‘humanización’ o ‘progreso’ a aquello en lo que ahora se busca el rasgo que distingue a los europeos; o bien se lo denomine sencillamente, sin alabar ni censurar, con una fórmula política, el movimiento democrático de Europa: detrás de todas las fachadas morales y políticas a que con tales fórmulas se hace referencia está realizándose un ingente proceso fisiológico, que fluye cada vez más, el proceso vinculación de las condiciones en que se generan razas ligadas a un clima y a un estamento, su progresiva independencia de todo milieu (medio) determinado, que a lo largo de siglos se inscribiría seguramente en el alma y en el cuerpo con exigencias idénticas, es decir, la lenta aparición en el horizonte de una especie esencialmente supranacional y nómada de ser humano, la cual, hablando fisiológicamente, posee como típico rasgo distintivo suyo un máximo de arte y de fuerza de adaptación. Este proceso del europeo que está deviniendo, proceso que puede ser retardado en su tempo (ritmo) por grandes recaídas, pero que tal vez justo por ello gane y crezca en vehemencia y profundidad —de él forma parte el todavía furioso Sturm und Drang (borrasca y espíritu) del ‘sentimiento nacional’, y asimismo el anarquismo que acaba de aparecer en el horizonte—: ese proceso está abocado probablemente a resultados con los cuales acaso sea con los que menos cuenten sus ingenuos promotores y panegiristas, los apóstoles de las ‘ideas modernas’».70

Habría mucho que comentar sobre este pasaje, pero no quiero parecer demasiado profuso. Lo que desde el siglo XIX, y un poco antes, se ha denominado constante progreso hacia los ideales de la libertad, la igualdad y la fraternidad, puede recibir una interpretación sospechosista en los productos que genera entre la gran masa de la población humana. Nietzsche lo ve con suma perspicacia: ese afán constante de alcanzar aquellas condiciones ideales, no ha conducido al hombre sino a una «progresiva independencia de todo milieu determinado», a ese desarraigo propio del individuo que ya no se reconoce en las condiciones materiales, espirituales y culturales que antes lo cobijaban, y que ahora son sentidas con extrañeza y hasta con reprobación. La democracia, encarnada como modo de vida, no logra sino este producto precisamente: el desligamiento radical de toda nación, pueblo o constricción social particular, hacia «una especie esencialmente supranacional y nómada de ser humano». ¿En qué sentido la democracia se relaciona con este nomadismo cosmopolita? En el hecho mismo de que, para que la democracia sea efectiva, resulta necesario primero homogeneizar a los individuos —por lo menos en lo mínimo—, de manera que dicha configuración pueda resultar coherente con la participación responsable de los asuntos públicos y, para ello, debe ser extirpado todo rasgo particular que resalte, de más, un aspecto nacional o patriótico.

Sin la igualdad de condiciones de todos los ciudadanos, sin la libertad referida a cada uno como derecho, y sin la fraternidad y solidaridad entre los mismos, toda democracia es utópica, o por lo menos así lo piensan sus más grandes defensores (que son esos «apóstoles de las ‘ideas modernas’»). Pero para que estas cualidades puedan injertarse, antes es necesario hacer abstracción del hombre llano, es decir, presuponer, sobre sus caracteres propios y populares, un «espacio libre» de nacionalismo y ajeno de todo apego al terruño, que son las diferentes «recaídas» que retardan su proceso, y que, produciendo diferencia y jerarquía, resultan obsoletas para las altas miras democráticas de la política de nuestro tiempo.

La democracia, por lo tanto, causa la estandarización de la humanidad en una misma sintonía moral que erradica diversidades ideológicas y masifica las cualidades originales de cada individuo.71 A nivel teórico, de hecho, esto debería conducir hacia el más variopinto pluralismo y hacia la autentificación individual de cada uno de los hombres democráticos, pero a nivel práctico —que es el que aquí importa—, señala, por el contrario, el cauce dirigido hacia la homogeneización de intereses, formas de pensar y de hacer. En definitiva, la perspectiva de ese allanamiento de terreno, producido voluntariamente por la civilización europea, constituye ese lamento que Zaratustra pronuncia: «¡Ay! ¡Llega el tiempo en que el hombre dejará de lanzar la flecha de su anhelo más allá del hombre, y en que la cuerda de su arco no sabrá ya vibrar!»72.

El proceso democrático ha procurado que los hombres dejen de lanzar su flecha de anhelo más allá de ellos mismos, porque aquel procedimiento tiende, por el contrario, a generar un «ámbito de seguridad» que lo único que logra es que el individuo permanezca guarecido en su constitución presente, intentando hacerse «igual» a su prójimo; y también provoca que jamás acoja la intención de adelantarse a otro bajo ningún aspecto por recelo a desentonar de la opinión pública, así como a sentirse bien con sus «derechos» y con su «dignidad» que él solo tiene el deber de defender y reclamar cuando el medio, ya sea estatal o religioso, lo amenazan; además, este mismo proceso impide que la cuerda del arco sepa vibrar, porque la aspiración de todo gobierno democrático es la paz y la seguridad que distiende el arco anímico hasta hacerlo flojo, y la tierra del alma demasiado blanda.

Continúa Zaratustra: «Yo os digo: es preciso tener todavía caos dentro de sí para poder dar a luz una estrella danzarina. Yo os digo: vosotros tenéis todavía un caos dentro de vosotros».73 Nietzsche tenía aún una esperanza, la de que, con todo y a pesar de esto, saliera algo resplandeciente de la generación decimonónica a la que pertenecía, y si pensamos un poco en que dicha generación iba a ser la progenitora de la generación protagonista de dos guerras mundiales que iban a dejar media Europa pulverizada, cabe pensar que, en efecto, dentro de ellos ardía y revoloteaba un caos a punto de estallar.

La palabra «caos» se refiere, en primer lugar, a un desorden y, en segundo lugar, a algo carente de forma. En dicha encrucijada en que Nietzsche alzaba la voz del superhombre, la humanidad estaba en gestación de un nuevo sentido moral, a punto de adquirir una «forma» definida. Quizá ese ardor fogoso que prendía en aquellos pechos fuera mal encauzado hacia la pasión nacional, el anarquismo o el socialismo, pero de algo estaba cierto nuestro profeta: que solamente bajo la explosión del fuego interior es como se nutren las «estrellas danzarinas» y las altas aspiraciones.

Hoy por hoy, esa pasión se ha ahogado casi por completo. No quedan sino restos de letargo, miedo y recelo por las grandes batallas de ideas, y un sopor enfermizo nos absorbe y nos asfixia, no solo en Europa, sino en todos los rincones en donde se ha expandido la civilización del Occidente. Después de Auschwitz, muchísimas cosas o antiguos ardores nacionales se han tornado imposibles. Es admirable ver la desbordada indiferencia con la que se adorna media docena de países, y el aparato jurídico y estatal que se inventa para evitar el inicio de cualquier «furor» ideológico que pudiera incendiar el ánimo de los ciudadanos. Estas cualidades soporíferas, que, en verdad, son gradualmente crecientes entre la población mundial y que son maquilladas con palabras como «tolerancia», «solidaridad», y «respeto al otro», debieran conducirnos a tomar una consideración preocupada sobre el futuro de la humanidad, pero ocurre lo opuesto de una manera que debiera impresionar a más de uno: una absoluta indiferencia hacia el futuro.

 

Es posible observar que no solo el precio de los productos se interna en un proceso económico de constante inflación, sino que las cabezas de los individuos de nuestro tiempo también sufren de una continua inflación que pudiera ocasionar elevados y cuantiosos costes para la civilización actual. Precisamente, pese a ese mecanismo de nivelación puesto en funcionamiento entre los hombres (que, por cierto, solo tiende a aplanar la dignidad, el mérito y el talento, no de las fortunas ni de las riquezas), los individuos han salido más vanidosos, presuntuosos y arrogantes.

Como ya lo señalaba Vargas Llosa, esta consumada y general mediocratización que sufrimos, no nos hace más cultos o inteligentes, sino que la cultura se exige «menos» y la inteligencia se ha prestado a cotizarse a más bajos precios. Nuestro siglo ha llevado a cabo un milagro que ni la misma Universidad de Salamanca pudo haber imaginado: lo que Salamanca non praestat, la civilización democrática lo produce con creces: una masa de individuos inteligentes y la inteligencia distribuida gratuitamente, sin esfuerzo, a todos y a todas, por el módico hallazgo de cambiar la definición del término, descubriendo hasta un número mayor a siete, ocho o nueve tipos de inteligencia que alcanzan para todos y nunca falta el agregar una definición más en caso de que alguien quede fuera de la tarifa. En efecto, es mucho más fácil plebeyizar la razón que ennoblecer la capacidad racional de la mayoría. Nietzsche ya lo sabía:

«De hecho, ahora, merced a la lenta aparición en el horizonte del orden democrático de las cosas (y de su causa, la mezcla de sangre entre señores y esclavos), el impulso originariamente aristocrático y raro a atribuirse un valor a sí mismo desde sí mismo y a ‘pensar bien’ de sí se verá alentado y se extenderá cada vez más: pero ese impulso tiene en todo momento contra sí una tendencia más antigua, más amplia, arraigada más básicamente, y en el fenómeno de la ‘vanidad’ esa tendencia más antigua predomina sobre la más reciente».74

Haciendo caso omiso de la razón que Nietzsche atribuye a este hecho desde el punto de vista fisiológico —el cual no acepto—, es importante computar si la vanidad, como cualidad humana, hoy crece o disminuye entre la masa de individuos. En ellos se da la mezcla bochornosa de que, no siendo tan sobresalientes en muchos aspectos particulares (como en la paciencia, la crítica y la valentía), se consideren a sí mismos en mayor estima y a un grado que manifiestamente resulta ilógico y absurdo.

La vanidad es una predisposición natural que se produce gracias al procedimiento artificial que dota a todos los individuos de los mismos «derechos» y aptitudes jurídicas. De entrada, esto no debería resultar ruidoso para nadie, pero lo es por el hecho claro de que, muchas veces, el ciudadano medio no está a la altura de tales prerrogativas. «Derecho» es un término que tenía una connotación marcadamente aristocrática, como aquella facultad que tiene un individuo para hacer y gozar de ciertas facilidades —u honrosas dificultades— que la sociedad le concedía, ya fuera por mérito, linaje o cualquier otra predisposición determinada. Lo que hizo después la democracia fue arrancar esa «palabra» de su contexto histórico original y dotarlo de un significado más abstracto, como aquella facultad humana que tiene cualquier individuo para hacer lo que su albedrío apetezca, sin afectar a nadie,75 o gozar de ciertas facilidades por la sola razón de nacer hombre y serlo. El problema yace, no en que todos tengan «derechos», sino en que esos mismos «derechos» son concedidos sin exigencias iguales como compañeras suyas.

Pongamos el caso de la «libertad de expresión»: esta debería ser un derecho por parte de los hombres más sabios y experimentados de una sociedad, en que solamente se deba atención a las opiniones más «útiles» o «especializadas» sobre cualquiera asunto político o público, porque comporta un deber grandísimo, compromiso y responsabilidad, el tener la posibilidad de hablar sobre cualquier tema, teniendo que guardar la medida en los juicios que se emiten. Con la democracia, empero, este uso ha caído, no solo en el caso de que cualquiera puede dar su opinión, sino en el inverso de que solamente los más «estúpidos» pueden tener palabra válida, logrando que cualquier opinión diferente, o poco diplomática, o políticamente incorrecta (que son la mayor parte de las opiniones inteligentes hoy día), sean escuchadas con recelo y hasta con estigmatización. Podemos muy bien suponer que esto no es el objeto real de la democracia, pero esto es lo que la democracia nos ha dejado y que es imperioso denunciar.

Lo cierto es que nuestro contemporáneo es más «vanidoso» que antes, y precisamente este es el único adjetivo que puedo darle por la sencilla razón de que la vanidad nace de una falsa creencia de poseer cualidades de las que se carecen, como el hombre que, cuando opina y dispone de un medio de comunicación que le presta resonancia (o por el mero hecho de recibir un título universitario), deduce que, en la posibilidad de tener a su disposición un auditorio que le escucha, inmediatamente posee la capacidad de pensar. A esto es a lo que se refiere Nietzsche y anticipa con sentido profético: a la propagación de ese ser que se vanagloria de lo que no tiene, porque se sabe, desde su cuna, protegido, especial y poseedor de riquezas espirituales y dignidades que antes solo a los reyes pertenecían. Esto es la ironía de la democracia, la cual pensaba pelar el mundo de reyes y que ahora da origen a millones de ellos, con la pequeña diferencia de que estos reyezuelos crecen sin la categoría, etiqueta y educación que los antiguos tenían.

Sigamos: «¡Ay! Llega el tiempo en que el hombre no dará ninguna estrella. ¡Ay! Llega el tiempo del hombre más despreciable, el incapaz de despreciarse a sí mismo».76 El libro de Apocalipsis hablaba de estrellas que caían,77 pero se quedó corto en su profecía, así como Nietzsche también se quedó cortó con la profecía de que el hombre no daría a luz ni una sola estrella en el firmamento, pero es que ellos (el apóstol Juan y nuestro filósofo) no alcanzaron a ver lo que pasa actualmente en nuestro cielo, donde no solo está poblado con millones y millones de estrellas, sino que es capaz de producir galaxias gigantescas de individuos que brillan masivamente sin luz propia. ¿Quién podría despreciar un cielo así de lleno?

El «último hombre» es incapaz de despreciarse a sí mismo. El sentido de esta frase reside en que dicho hombre no tiene la fuerza de pensar de otro modo ni puede contradecir lo que los carteles y espectaculares en derredor suyo continuamente le gritan: que es un ser cuya dignidad es insobornable, adquirida sin hacer absolutamente nada, y que puede competir con cualquier otro que le quiera reprender o mostrar un camino alterno respecto de sí mismo. Lo interesante, además, es que, por eso, el hombre resulta más despreciable, porque cuando cualquiera finca su estima en su propia autosuficiencia, es poco probable que se pueda dar cuenta de aquello que le «falta». Por eso, en una reunión de cabezas hinchadas, ¡no quieras ni te atrevas a opinar algo en contra de la opinión pública, o criticar el modo de proceder del público, porque inmediatamente una muchedumbre de hombres te vendrán a callar, si no con palos y cintas, sí con el marcado desprecio, con la indiferencia o con una crítica «destructiva», por atreverte a despreciarla y a no seguir ciegamente las «verdades oficiales» de la masa!