El Anti-Zaratustra

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El primero, según él, es un nihilismo «como signo del acrecentado poder del espíritu»;38 mientras que el segundo es un nihilismo «como descenso y retroceso del poder del espíritu».39 Esta ramificación del nihilismo indica que podemos ubicar dos corrientes contrarias que llevan a un mismo suceso, pero de signo diferente y, a su vez, a la formación de dos hombres diferentes en cuanto a su actitud frente al nihilismo. El nihilismo activo es considerado como producto de un exceso de fuerza espiritual de algunos hombres mediante la cual estos se dan cuenta de que los valores que ha ostentado en su historia no son «verdaderos» ni «dignos» de ser enarbolados; por su parte, el nihilismo pasivo es resultado de la decadencia de dichos valores, los cuales, por una cierta indiferencia, el hombre ya no respeta. De este modo, el problema del nihilismo se hace más complejo para enmarcar en nuestra época, porque no solo se debe constatar su «presencia» en las capas de nuestra sociedad, sino, al mismo tiempo, determinar su pulso, si este es activo o pasivo.

Esto último es impresionante, porque Nietzsche considera que no «todos» los hombres van a sucumbir al nihilismo con pasivas manos y sin defensa, sino que habrá individuos que aspiran y quieren, por fuerza, el nihilismo. Entre ellos, el nihilismo podrá encontrar su superación y derrota para alcanzar otra etapa más alta y concluyente, que vire su interés más allá de la historia humana:

«¿Quiénes se mostrarán entonces como los más fuertes? Los más mesurados, aquellos que no tienen necesidad de creencias externas, aquellos que no solo admiten sino que aman una buena porción de azar, de sinsentido, aquellos que pueden pensar al hombre con una significativa reducción de su valor sin por ello volverse pequeños y débiles: los más ricos en salud, que están a la altura de la mayoría de las desgracias y por ello no les temen tanto a las desgracias —hombres que están seguros de su poder, y que representan con orgullo consciente la fuerza alcanzada por el hombre».40

Aquellos «hombre fuertes» que, ante una manada de hombres débiles, logren esquivar la primera oleada del nihilismo como reacción extrema, serán los que puedan montarse sobre ella y dominarla. Esa «clase élite» de hombres que no se asusta ni sufre vértigo ante esa «nada infinita» son los auténticos herederos de las mejores cualidades heredadas del hombre y los primogénitos de una nueva época, ahora sí, «más allá del nihilismo y de Dios», porque sabrán apreciar esa hondura de vacío como posibilitadora de nuevas creaciones y como incentivo de originales perspectivas.

Este, pues, es el diagnóstico general que Nietzsche realiza del nihilismo, esa crisis que separa dos perfiles distintos de hombres y que limpia a la humanidad de elementos nihilistas contenidos en el cristianismo, por más paradójico que esto sea. De aquí que, sutilmente, Nietzsche valore positivamente el nihilismo y sus consecuencias, como una corriente que purifica y que preludia aquella famosa figura invocada por Zaratustra, el superhombre: «En verdad, una sucia corriente es el hombre. Es necesario ser un mar para poder recibir una sucia corriente sin volverse impuro. Mirad, yo os enseño al superhombre: él es ese mar, en él puede sumergirse vuestro gran desprecio».41

Mas abandonando, por ahora, esta enigmática figura del Übermensch, retorno a la pregunta: ¿En qué consiste aquello peculiar que hace del nihilismo un evento único para la contemporaneidad, a diferencia de tantas crisis y tipos de decadencia que surgieron en otros períodos de la historia? Respondo: a la cualidad propia y original de que, en nuestro tiempo, resulta casi imposible hallar una justificación universal, última e irrebasable a valores ciertos y fijos, los cuales constantemente resultan revaluados, rejustificados y vueltos a cuestionar. Para que se me entienda: la situación del nihilismo se parece mucho a la de un niño que construye castillos de arena en la playa, pero cuya corriente marina —la historia— siempre destruye una y otra vez. Aún más: el nihilismo consiste en aquella plataforma movible que se asienta debajo de nuestras valoraciones, lo cual no significa que haya una carencia trágica de valores, sino que lo «novedoso» del nihilismo se encuentra en la relativización de los mismos.

Por ello no es posible decir que nuestra época sea «decadente» desde un punto de vista imparcial, porque el nihilismo lo constituye precisamente la ausencia absoluta de un patrón de medida, sin el cual, comparativamente, se impide valorar objetivamente a una época como superior o decadente. El nihilismo, en conclusión, es un fenómeno excepcional en la historia, como una interrogante en un mar de respuestas, que se escabulle a cualquier definición concreta.

IV. El nihilismo pasivo de la contemporaneidad

Después de todo este excursus sobre el nihilismo (que era necesario hacer para asentar ese marco referencial del «último hombre») y habiendo recorrido los tránsitos inabarcables de este fenómeno moral, regreso a la cuestión primera de mi título: la validez y la justificación de profecía dada al pronóstico que Nietzsche hizo sobre los futuros tiempos. ¿En qué sentido es posible afirmar que este filósofo ha dado en el blanco al señalar, desde lejos, nuestra sociedad como precursora y productora del «último hombre»? En última instancia, ¿qué es o quién es el «último hombre»?

Para responder estas dos preguntas, considero conveniente hacer referencia, de nuevo, al cuestionamiento que hacía Mitia a Rakitin en la celebérrima novela Los hermanos Karamázov: ¿cabe sostener que en nuestra época, huérfana de Dios, «está todo permitido», o hemos recurrido más bien a una ratonera en donde hemos de refugiarnos de nuestra mendicidad cósmica?, ¿los hombres, irguiéndose en sus dos pies, han abandonado ese bastón llamado «moral cristiana» para andar por un sendero propio?, ¿dónde se encuentra ese grupo selecto de «hombres fuertes» que han adoptado la mesura, el azar y el nihilismo como pautas de vida?, ¿acaso no se han metido en algún escondrijo y en espera de una época posterior en que los «superhombres» habiten la tierra?

Gilles Lipovetsky (1944- ), un famoso sociólogo francés y contemporáneo nuestro, puede ofrecer un diagnóstico interesante sobre el individuo engendrado de este connubio histórico y que puede ser considerado contrario a la visión de nuestro profeta:

«Todo él indiferencia, el desierto posmoderno está tan alejado del nihilismo pasivo y de su triste delectación en la inanidad universal, como del nihilismo activo y de su autodestrucción. Dios ha muerto, las grandes finalidades se apagan, pero a nadie le importa un bledo, esta es la alegre novedad, ese es el límite del diagnóstico de Nietzsche respecto del oscurecimiento europeo».42

Solo hago mención de esta opinión del sociólogo con el único propósito de, al refutarla, sostener mejor mi aserto de que Nietzsche ha logrado intuir algo que vivimos ya en nuestro tiempo.43

Me resulta fácil, entonces, contestar a Lipovetsky el agudo comentario que señala la «miopía» de Nietzsche en relación a ese límite que este nunca fue capaz de ver o plasmar en sus textos. De hecho, esa característica mencionada en el párrafo anterior (la indiferencia) y la situación de que sea ella precisamente la que destierra al nihilismo en sus dos manifestaciones del orbe posmoderno, confirma, más bien que niega, el nihilismo (por lo menos en el tipo del segundo).

Lo cual, por cierto, no es muy difícil de argumentar: la indiferencia es uno de aquellos rasgos del nihilismo pasivo que el mismo Nietzsche muestra como «nihilista». El filósofo lo sostiene, describiendo el nihilismo pasivo como «un signo de debilidad: la fuerza del espíritu puede estar cansada, agotada, de manera tal que las metas y los valores existentes hasta el momento son inadecuados y no encuentran ya crédito».44 Si consideramos que la indiferencia nace de un «comportamiento pasivo» en donde la fuerza humana pierde prestancia y decae en la capacidad de sostener un punto de vista determinado, es posible afirmar que la indiferencia es un signo de debilidad frente a lo cual todo se torna «en balde», no por cierta concentración de fuerza, sino por deficiencia y por un general desinterés ante la existencia misma.

Sin embargo, para continuar el análisis del pensamiento citado, ahora quiero dejar espacio a la siguiente pregunta: ¿A qué se refiere el sociólogo francés con «desierto posmoderno»? Gilles Lipovetsky, en el prefacio de su libro La era del vacío, pone a nuestra sociedad el apelativo de “posmoderna”, alegando precisamente la superación de la era moderna en cuanto a la diferente actitud que el hombre toma frente a la vida, la sociedad y la naturaleza. Así la describe:

«La sociedad posmoderna es aquella en que reina la indiferencia de masa, donde domina el sentimiento de reiteración y estancamiento, en que la autonomía privada no se discute, donde lo nuevo se acoge como lo antiguo, donde se banaliza la innovación, en la que el futuro no se asimila ya a un progreso ineluctable».45

Estos rasgos expresan, según nuestro sociólogo, el carácter de nuestros tiempos. A primera vista, factores como la indiferencia, el estancamiento, la banalización y la falta de asimilación del futuro podrían denotar la ausencia de un sentido moral en la sociedad contemporánea, permitiendo, por lo mismo, adjudicar el adjetivo de «nihilista» a nuestra época. Pero esto no debería acelerar el juicio, sino que resulta importante hacerse la pregunta si realmente el hombre coetáneo carece de meta, si no tiene valores firmes que dirijan todas sus actividades. En resumen, si nuestra sociedad actual tiene un sentido moral.

Una época histórica sin valores o directrices cuesta trabajo de concebir. Toda sociedad, por el hecho de serlo, contiene una serie de valores y reglamentaciones que condicionan su fisonomía. De hecho, una organización social que se afirme en la indiferencia ante la moral, ostenta este rango, es decir, se pone el manto de la indiferencia, y, con ello, tiene un sentido: la carencia de sentido. Por más contradictorio que parezca esto, es una situación general de pueblos y civilizaciones, las cuales valoran a las personas, las acciones y las cosas por el mismo hecho de conformar un conjunto de hombres. La diferencia, pues, entre una sociedad nihilista y la que no lo es estriba en la conciencia de poseer valores absolutos o no, ya que una constitución nihilista puede valorar ciertos objetos o acciones sin anquilosarse por ello en ciertos patrones definidos de una vez por todas, siendo capaz de modificarlos según el gusto y preferencias del momento. En vista a todo lo anterior, me atrevo a modificar la pregunta: ¿La sociedad contemporánea tiene un valor absoluto e indiscutible que le permita no ser catalogada como «nihilista»?

 

Lipovetsky nos ofrece una posible respuesta:

«Sin embargo no es cierto que estemos sometidos a una carencia de sentido, a una deslegitimación total; en la era posmoderna perdura un valor cardinal, intangible, indiscutido a través de sus manifestaciones múltiples: el individuo y su cada vez más proclamado derecho de realizarse».46

El individuo, por lo tanto, se convierte en el «centro», sustituyendo con ello a Dios y a la comunidad en su legitimación como lo más importante de la escala de valores actuales. Este pensador francés —con dicha respuesta— resuelve la cuestión, afirmando que de ningún modo nuestra época es una época nihilista, sino todo lo contrario: es el resultado de una corriente histórica que ha venido depurando los valores, y los modos de sintonizar y vivir la moral.

De hecho enuncia que, de la era moderna a la era posmoderna (la nuestra), no existe un viraje radical en la cuestión de valores, sino más bien cabría hablar de continuidad: «Así pues, no hay que dar por supuesto ninguna ruptura con las tablas de la ley, ninguna invención de nuevos valores morales: en lo esencial, son los mismos desde hace siglos y milenios».47 Más adelante concretiza estos valores: «No hay más bien legítimo que los valores humanistas, no hay más medios que la inteligencia teórica y práctica».48 Estas pautas humanistas, precisamente, concluyen en el individuo, del cual dimanan todas las aspiraciones contemporáneas: respeto hacia los demás, tolerancia en las creencias ajenas, justicia social, bienestar de vida y legitimación del deseo individual.

Con esto, afirma Lipovetsky, no cabe apelar a una conciencia nihilista ni a una ausencia de moral en el hombre contemporáneo, sino que, más bien, la diferencia entre los tiempos anteriores a los nuestros consiste en la desestimación del deber y el rompimiento con las normas disciplinarias que sojuzgaban la vida de los individuos. Ahora cabe hablar de una ética más libre, más humana y, por cierto, más inteligente: el cambio estriba en los medios de alcanzar una vida más humana, en «los medios de la inteligencia teórica y práctica».49

Así se encuentra la altura de nuestros tiempos y así es como Lipovetsky ha negado la profecía de Nietzsche sobre el nihilismo de la cultura occidental. Mas vuelvo a la cuestión de la indiferencia, como una piedrecilla que lastima en mi zapato: ¿realmente el individuo indiferente de nuestro siglo puede constituir una moral propiamente dicha? Si a estos hombres «les importa un bledo» las grandes finalidades anteriores, no significa que con ello hayan sustituido estas finalidades por otras. Un individuo indiferente es un individuo sin compromiso con nada, ni con la sociedad, ni con su futuro, ni mucho menos con el sufrimiento de otros individuos. Al hombre indiferente no solo le importa un bledo las grandes finalidades y «la muerte de Dios», sino que, por ello mismo, tampoco le importa el prójimo, ni la justicia social. Es cierto que los mecanismos sociales revitalizan ciertos valores como la tolerancia, la justicia social y el combate contra la pobreza, pero resulta incongruente que ello provenga de una revalorización del individuo contemporáneo de estas finalidades, sino «quizá» de otra causa.

Cuando el valor absoluto lo constituye el individuo, es razonable conceder que todo lo que resulta externo a él pierda validez, por lo que es sumamente congruente que en él anide la indiferencia frente al exterior, pero no lo es que, por ello, se asuman los valores humanitarios con mayor fuerza. El hombre no puede guardar su ámbito privado él solo, sino que requiere de una estructura social que permita sostener su individualidad como valor máximo. Por ello, la sociedad, que garantiza esto último, debe procurar ciertas condiciones para proteger a los individuos, como el respeto mutuo y el mejoramiento de las condiciones de vida tanto externas como internas de todos los integrantes de la misma. Así se revitalizan estos valores sin la necesidad de que estos sean asimilados íntegramente por los individuos, sino que a estos se les imponen como condición de su vida, por lo que los aceptan, pues los tienen que aceptar para mantener en alto grado su valía como individuos. De este modo es por reacción y por inercia por lo que estos valores tienen primacía.

Quizá esta sea la razón por la que en la sociedad contemporánea se mantienen dichos valores y fines. Pero voy a quitar este «quizá» y lo afirmaré sin tapujos: El hombre contemporáneo sostiene estos «valores humanitarios» por inercia y por reacción. De este modo, podemos plantear, de nuevo, la cuestión del nihilismo y reavivar el debate: un individuo indiferente que asimila ciertos valores por «inercia» no es un personaje con moralidad, sino un sujeto que podemos llamar «nihilista» y esto porque carece de un aprecio positivo de los valores imperantes. Estos valores últimos no tienen un valor absoluto, sino que emergen como mero reflejo de aquel otro valor predominante: el individuo. Ahora bien, valorar al individuo sobre todas las cosas no es tener una meta segura, sino, por el contrario, representa la deslegitimación de todos los valores sociales e históricos. Así se relativizan todos estos valores humanitarios por el valor absoluto concedido al individuo, con lo que podemos concluir que, siguiendo lo anteriormente dicho acerca del nihilismo y renegando de la respuesta de Lipovetsky, nuestra sociedad es una sociedad nihilista por esta relativización propagada contra los valores sociales mencionados y, de esta manera, doy un paso firme para sostener el título de «profeta» adjudicado a Friedrich Nietzsche.

Es hora, por lo tanto, de comprobar el valor profético de sus anticipos. Para ello, creo mi deber comenzar negando, a mi vez, algunas posibles conjeturas o suposiciones que pudieran nacer del lector poco avezado en la filosofía de nuestro autor. Me refiero especialmente a la idea de que, cuando hablo de «profecía cumplida», piense enseguida en la figura del superhombre o en las circunstancias necesarias para su surgimiento. Todo lo contrario: nada más lejano, creo yo, a que esas condiciones «sean» o tengan vigencia hoy. Sinceramente esa imagen teórica del superhombre me parece, más que un aviso profético, una medida conveniente que el pensador debió crearse para sí mismo con el fin de no sucumbir de desesperación frente a lo que veía venir detrás de los oropeles de su prefiguración futura con respecto a la declinación del hombre. No, el superhombre para nada es una profecía cumplida, ni parece haber abundantes signos para su futura llegada.50

Entonces, ¿a qué pronóstico doy tanta importancia? En el prólogo de Zaratustra, cuando este personaje baja de la montaña en que se refugió durante diez años —y después del encuentro que mantiene con el eremita de Dios—, llega hasta el mercado y anuncia proféticamente al superhombre: «Yo os enseño al superhombre. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Qué habéis hecho para superarlo?»;51 inmediatamente después, describe el necesario advenimiento de este como un paso más para superar el gusano, el mono y el hombre. En este punto de ubica mi interés profético. Alcanzar al superhombre —sostiene el persa— es imposible si el hombre antes no asimila, sin traicionar la tierra, ciertas actitudes vitales que se resumen en lo siguiente: «¿Cuál es la máxima vivencia que vosotros podéis tener. La hora del gran desprecio. La hora en que incluso vuestra felicidad se os convierta en náusea y eso mismo ocurra con vuestra razón y con vuestra virtud».52

Nuestra época, sin embargo, es un tiempo que promueve las cualidades más diametralmente opuestas a las del superhombre. Como una tendencia general de los portavoces posmodernos, no se incentiva el desprecio de uno mismo, ni se espera su hora, ni mucho menos nos avergonzamos de nuestra mezquina humanidad que yace en el fango del conformismo; no, sino lo contrario, nos envanecemos de ella y nos sentimos orgullosos. Más bien, esta parece ser la dirección de nuestro destino: la exaltación postrera del hombre con su pobre razón, con su felicidad mediocre, con su virtud remolona.

Para alcanzar la cima de la «superhumanidad», se requiere, antes que todo, una voluntad de despreciar el «presente» como aspiración hacia un futuro más eminente. Así lo expresa Zaratustra en su intervención segunda, después de la burla extendida entre la gente del mercado para con él: «La grandeza del hombre está en ser puente y no una meta: lo que se puede amar es que es un tránsito y un ocaso».53 Uno piensa en lo que sucede a nuestro alrededor, y no puede sino esbozar una sonrisa hiriente de vergüenza: ¿qué más exaltado, promovido y explotado que la devoción al «ego», a la individualidad, a la superchería de los derechos humanos? En efecto, si Nietzsche tiene razón en que la grandeza del hombre consiste en ser «puente» y no «meta», en nuestros tiempos toda esa grandeza se ha desvalijado hasta proponer al hombre como «meta» y no como “puente». Por esto no considero este primer discurso de Zaratustra sobre el superhombre como «profecía», porque veo, con clarividencia, que esas «pesadas gotas» que anuncian el surgimiento del «rayo prometedor» de dicha figura54, han enflaquecido, se han liquidificado y hasta evaporecido por la propaganda global que arremete contra todo lo «superior» y «diferente», contra todo aquello que se separa del resto, y que antes ostentaba el título de «venerable».

Pero aún no termina aquí el contacto del eremita con la muchedumbre. Frente a la retahíla de abucheos, ultrajes, risotadas y chistes, Zaratustra se indigna íntimamente y arremete contra la plebe, no sin antes resignarse a sí mismo con una grandilocuente ternura: «‘Ahí están’, dijo a su corazón, ‘y se ríen: no me entienden. No soy yo la boca para estos oídos’».55 Con este reclamo interno, puede exculparse a nuestro autor de cualquier dejo de ingenuidad o credulidad vana. Él mismo nos anticipa la reacción de rechazo y burla de quienes serán esos futuros hombres, «últimos», si aceptamos la terminología nietzscheana y que se encuentran a años luz de la prefiguración del superhombre. Y si asumimos que, como afirma el profeta, los primeros lectores de Nietzsche todavía tenían en su ánimo «un caos dentro de sí» y una «estrella danzarina»56 que desencadenaría conflictos futuros de enormes proporciones mundiales; los nuestros (estos miserables hombres de hoy) mucha más resistencia deberían oponer a la revelación del superhombre y comprometerse con su venida.

Pues bien, Zaratustra continúa su monólogo consigo mismo para explicarse la razón del rechazo y de la burla de sus contemporáneos:

« Tienen algo de lo que están orgullosos. ¿Cómo llaman a eso que los llena de orgullo? Cultura lo llaman, es lo que los distingue de los cabreros. Por esto no les gusta a oír, referida a ellos, la palabra ‘desprecio’. Voy a hablar, pues, a su orgullo. Voy a hablarles de lo más despreciable: el último hombre».57

Con «cultura» Nietzsche se refería, en sus tiempos, a esa cualidad voraz de comerse cuantos libros, periódicos y artículos científicos caían en manos de los hombres cultos, a esa postura altiva que mira cualquier gesto pasional con desconfianza y hasta con miedo, a esa tácita convención de guardar silencio ante cualquier rumor pavoroso o chiste grosero, y, sobre todo, a esa tendencia invariable hacia lo que está de moda en trajes, vestidos y sombreros. Esto, y mucho más, era la «cultura» en la Germania del siglo XIX. Para nosotros, ¿qué es la cultura y de qué manera esta se relaciona con la profecía del «último hombre»?

Comienzo con lo evidente: un siglo entero de innovaciones tecnológicas como el transporte aéreo, las bombas nucleares, los aparatos eléctricos, la creación de Internet, las computadoras, la profesionalización de la prensa y la sistematización de los medios de comunicación, han modificado radicalmente nuestra cultura, por lo cual para llevar a cabo mi propósito de alisar tiempos y proponer la correspondencia de aquella con la actualidad, es necesario indicar las características más originales de nuestra época. Para lograr esto, es imprescindible enunciar aquello que es lo característico de ella y que Lipovetsky ya señalaba con anterioridad: el individuo deviene valor absoluto y cardinal para nuestras sociedades posmodernas.

 

Que el individuo sea lo más importante en la cosmovisión valorativa de nuestro universo tiene fatídicas consecuencias. La primera y más terrible es que el individuo —pese a cualquier especulación falsa que lo dignifica— se vuelve mucho más débil, frágil y declinante en el aspecto cultural, fisiológico y espiritual. El hombre, por propensión natural, tiende hacia fines externos y altos cuando puede y se lo proponen. La educación dispone a los hombres a enderezar sus facultades para la realización de quehaceres específicos a la consecución de fines propuestos y dibujados por aquella. Esto supone un reforzamiento del individuo natural que llamamos disciplina. Esta, sin importar hacia qué fines se vuelva, violenta al educando para la consumación de una tarea en correspondencia con los propósitos de la patria, la familia, la religión, el Estado, Dios, o la instancia que sea. Pero ¿qué pasa cuando la educación se dirige al individuo como fin último?

Si todas las finalidades últimas carecen de sentido, si estas no son válidas por sí mismas y de una forma absoluta, sino que requieren de una mediación (el individuo) para recalar en su importancia, y si todos los valores se relativizan por el individuo nacido en una época nihilista, ¿qué fin pudiera este encontrar y con el cual comprometerse? Ninguno, creo yo, sino su propia diversión y el pasarlo bien. Si la meta soy yo mismo y todas las cosas tienen sentido solamente en relación conmigo, yo no tengo el deber de esforzarme por alcanzar la dignificación de mis circunstancias, sino que aquella dignificación tiene que venir hacia mí como mi derecho y por mi particular dignidad intrínseca. Nótese esta mutación fina, pero cierta, de la conciencia humana. El hombre, sin ningún propósito ulterior a sí mismo, tiende a su propio bienestar. Así de claro.

¿Qué consecuencias tiene todo esto? Mario Vargas Llosa (1936- ), escritor peruano, tiene la respuesta:

«Pero convertir esa natural propensión a pasarlo bien en un valor supremo tiene consecuencias inesperadas: la banalización de la cultura, la generalización de la frivolidad y, en el campo de la información, que prolifere el periodismo irresponsable de la chismografía y el escándalo».58

Bien, aquí tenemos una consecuencia interesantísima: la banalización de la cultura.

El que se «banalice» algo consiste en que pierda su importancia. Conforme al tema referido, el que se banalice la cultura implica que el individuo ya no encuentre un motivo de orgullo en ella. Pero esto, a primera vista, implica que la cultura ya no sea capaz de inflar el corazón humano. Sin embargo, bajo una mirada incipiente, aquella infla el corazón hasta una escalofriante magnitud, aunque, a diferencia de una cultura anterior que condimentaba sus alimentos espirituales con esfuerzo y constancia, ahora la cultura inflama no más que con aire.

Parece que la cultura, que antes ostentaba un rango alto en las universidades, se ha ido de pinta a descubrir las cloacas más oscuras de nuestra civilización y la grosería ha tomado su lugar en la cátedra universitaria. La aceleración y el desarrollo de los medios de comunicación permiten el acceso fácil a la información para todo individuo posmoderno: cualquiera puede hacerse con ella con respecto al tema que desee conocer. El problema yace cuando esa búsqueda no se dirige hacia los platillos más suculentos de la cultura, sino que se conforma con las frituras de la calle y de Internet. Ustedes ya saben lo que pasa ante una mala alimentación: el enflaquecimiento y la desnutrición. Así de «desnutridas» andan nuestras almas, cuando la «oferta» solo pone a consideración programas de teorías conspirativas, las alzas y las caídas de los ídolos del espectáculo, documentales pseudocientíficos o series con historias recicladas en la fábula. El alma brama por alimento y, sola e indigesta, mendiga aquello que durante toda una vida se acostumbró, o la acostumbraron.

Afortunadamente todavía existen personas que rechazan esos malos alimentos. Hay todavía quienes prefieren una comida mejor preparada entre las mentes más altas del siglo. Con esta exigencia, nace la especialización. Pero si aquellas frituras hartaban por su abundancia, estos platillos intelectuales prevalecen por su poca proteína y, cuando llegan a satisfacer, lo hacen en tan poca cantidad que tampoco «alimentan» por completo. Uno ya sabe lo que tiene que soportar cuando trata con un «especialista» y la cantidad de citas, fuentes bibliográficas y retórica inútil que tiene que digerir para hacerse con algo fructífero. Que la comida sea «exquisita», no implica que haya «buena alimentación»… sino lo contrario y aún peor.

En consecuencia tenemos una civilización que no tiene sus raíces en la historia —con la que rompe—, sino en la frágil cubierta de una superficie dispersa, entremezcla de espectáculos y la constante búsqueda de «novedades». Otra vez cito aquí a Vargas Llosa: «¿Qué quiere decir civilización del espectáculo? La de un mundo donde el primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, y donde divertirse, escapar del aburrimiento, es pasión universal».59

Considerando, sin embargo, que la multitud de «cosas nuevas», en su rápida elaboración, también son fáciles de digerirse, se sabe muy bien que el aburrimiento se encuentra al otro lado de la diversión. El aburrimiento ha domeñado las capas más ocultas del corazón humano, hasta el punto de llenar sus válvulas de escape con una sustancia perniciosa parecida al colesterol en los cuerpos físicos. La constante diversión embota y de esa manera es posible observar que se crea un círculo vicioso de donde del aburrimiento solo salimos divirtiéndonos y, después de esta, caemos con reiteración en la primera. Por esto, esta desvalorización generalizada de la cultura, ¿ha generado una pasión contraria al orgullo? No lo pienso. La marca de nuestra cultura es, más bien, la vanidad. Veamos en qué sentido:

«La literatura light, como el cine light y el arte light, da la impresión cómoda al lector y al espectador de ser culto, revolucionario moderno, y de estar en la vanguardia, con un mínimo de esfuerzo intelectual. De este modo, esa cultura se pretende avanzada y rupturista, en verdad propaga el conformismo a través de sus manifestaciones peores: la complacencia y la autosatisfacción».60

Sin comentarios. El juicio del escritor chileno habla por sí mismo y, con su lectura, es posible asentir a lo que yo propongo: que, en nuestros días, el individuo se ha vuelto más débil, frágil, pero sobre todo, conformista, caído en la «complacencia y autosatisfacción», no por orgullo de haber alcanzado un saber por esfuerzo, sino por la facilidad que da la «vanidad» ante la vista de los espectáculos contemporáneos y esa sabiduría light que hace pensar al individuo de la calle que conoce una gran cantidad de temas culturales y controvertidos y, lo peor de todo, que puede «opinar» acerca de ellos.