El Anti-Zaratustra

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1) otorgaba al hombre un valor absoluto, en contraposición a su pequeñez y contingencia en la corriente del devenir y del perecer.

2) servía a los abogados de Dios, en la medida en que dejaba el mundo, a pesar del sufrimiento y del mal, el carácter de perfección —incluida aquella «libertad»— el mal aparecía pleno de sentido.

3) asigna al hombre un saber acerca de los valores absolutos y le daba así un conocimiento adecuado precisamente para lo más importante.11

Todo hombre, con una pizca de seso, puede entender muy bien que no es poco lo que se nos arrebata con la muerte de Dios, así como las prerrogativas que perdemos a la hora de pensar el mundo, la realidad y nuestra existencia. El hombre deja de ser un valor absoluto, pierde su importancia y ya no puede alegar un puesto de primacía frente a la creación y frente a la misma naturaleza. En consecuencia, nuestra primera pérdida consiste en que el hombre, en tanto que individuo y especie, no es único ni especial en este universo, sino una azarosa presencia en el ancho mar del infinito que resulta del devenir general de una vida sin sentido, con la insignificancia que porta, asimismo, su débil y pequeña contingencia. Su destino (si en algún modo puedo utilizar este término) no acaba sino en la sórdida y huraña muerte que, en estricto sentido, no tiene mayor significación que la de un proceso necesario y natural que disuelve toda alegación rebelde del pequeño humus que se yergue implorando no morir. Primer efecto de la muerte de Dios: el hombre ya no es más sagrado ni hijo imperecedero, por adopción, del Creador.

El mundo, a la vez, pierde su estatuto de creación y de realización perfecta producto de una mente arquitectónica que, en cada uno de sus trazos, podía contener un proceso y una dinámica inteligente. En este sentido, cualquier mal, dolor, sufrimiento y carencia física ya no puede pensarse como un «reproche» ante un mundo maligno —ni como una justificación para algo mejor—, porque tampoco aquel tiene estabilidad ni finalidad dentro de un plan supremo, ya sirviera este para el beneficio o para el daño del hombre y las criaturas. El horizonte se desdibuja y ya no hay lugar para los eufóricos gritos del «el mejor mundo de los posibles»; como tampoco los hay, ni los debería haber, para «el peor de todos» y «el más malo». En realidad solo queda, después de Dios, una inmensa llanura desértica cuyos procesos y mecanismos han surgido por una coincidencia del azar en un mare magnum de choques, descargas energéticas y vaporosas transformaciones sin dirección ni puerto. Segundo efecto de la muerte de Dios: el mundo carece de una plataforma que sostenga y haga comprensibles sus movimientos, careciendo, por sí mismo, de una justificación de lo que, a nuestro parecer, son sus imperfecciones y sus males.

Pero la más grave de todas las consecuencias de que Dios «no exista» consiste en la pérdida del valor y el significado de la vida misma, es decir, en el nihilismo.12 Nietzsche define este fenómeno moral, también, en una de las entradas de sus cuadernos póstumos en el otoño de 1887: «Nihilismo: falta la meta; falta la respuesta al ¿por qué?, ¿qué significa nihilismo?, que los valores supremos se desvalorizan».13 Con esta entrada, tampoco es posible otorgarle valor, sobre todo, al conocimiento, porque si los valores supremos se desvalorizan, la verdad misma (hacia la que debía tender todo conocimiento como valor supremo) también se desploma en su valor. Ni la virtud moral ni la verdad, por lo tanto, son ya más razones valiosas del hombre para actuar en el mundo, por lo cual no existe ningún motivo de acción moral y, de esta manera, la moral pierde también su meta, su sentido. Tercer efecto de la muerte de Dios: la necesaria muerte de la moral cristiana.

Hay que tener entrañas fuertes ciertamente para soportar la muerte de Dios y la pérdida total y completa de este tutor cósmico y milenario. Nuestra época es el producto de este acontecimiento que Nietzsche, para entonces (fines del siglo XIX), apenas podía reconocer señalando «sus primeras sombras sobre Europa».14 Nosotros, a más de un siglo de aquella insinuación y separados por el Atlántico de la vieja Europa (como herederos, además, de los bienes y los males de la civilización europea, y de un procedimiento más radical en el siglo XX de descristianización de las sociedades…), ¿acaso nos sentimos a la altura de este acontecimiento?, ¿nos hemos penetrado del significado de esta gran catástrofe?, ¿hemos absorbido hasta el tuétano los caracteres más indelebles del nihilismo, de modo que irrigue en cada tramo de nuestras venas hasta el punto de conducirnos a una locura frenética?, ¿sabemos o, más bien, sentimos realmente lo que importa a nuestra vida ese llamado del loco que decía: «Dios ha muerto y nosotros somos sus asesinos», o solo representa para nosotros una frase aparatosa que intercalamos de vez en vez en los discursos que pronunciamos como antesala de nuestras pesquisas morales y filosóficas?

Mitia, uno de los personajes novelescos de un contemporáneo de Nietzsche, Fiódor Dostoyevsky (1821-1881) —también profeta—, pregunta lo siguiente en los Hermanos Karamázov: «¿Que será del hombre después, sin Dios y sin vida futura? ¿Así, ahora todo está permitido, es posible hacer uno lo que quiera?»15, a lo cual respondía Rakitin, su interlocutor en la novela: «A un hombre inteligente todo le está permitido, el hombre inteligente sabe pescar en seco; en cambio, tú has matado y has caído en la ratonera, ¡por esto te pudres ahora en la cárcel!»16. Al buen Mitia se le acusaba de haber asesinado a su padre, de parricidio y del peor de los crímenes familiares que uno pudiera cometer. Transportando este diálogo escrito en el siglo XIX hasta nuestra era, yo pregunto lo mismo a nuestros contemporáneos: ¿Como asesinos de Dios, conocemos sinceramente lo que hemos hecho? Peor aún, ¿es posible considerarnos ahora como hombres inteligentes a quienes «todo les está permitido», o en realidad «no todo está permitido»? ¿Lo entendemos? ¿Es posible para nosotros «pescar en seco», o será necesario construirnos una «ratonera moral» como nuestro último refugio? Porque el que haya muerto Dios significa necesariamente que nuestra moral —que sostenía nuestra honra en este universo— ha muerto o, más bien, debiera morir. Nietzsche ya lo advertía:*

«Todas las grandes cosas perecen a sus propias manos, por un acto de autosupresión: así lo quiere la ley de la vida, la ley de la autosuperación necesaria que existe en la esencia de la vida. (…) Así es como pereció el cristianismo, en cuanto dogma, a manos de su propia moral; y así es como también el cristianismo, en cuanto moral, tiene que perecer —nosotros nos encontramos en el umbral de este acontecimiento».17

III. Una interrogante en un mar de respuestas

En resumen, la principal consecuencia de la muerte de Dios consiste en perder el fundamento a un tipo de moral —como la cristiana— que, en el pasado, «era el mayor antídoto contra el nihilismo práctico y teórico».18 Fuera esta de vigencia, es preciso que el nihilismo aparezca con toda fuerza y apabullante venida. Si verificamos, por lo tanto, que la muerte de Dios ha sucedido realmente (comprendiendo este hecho no tanto como la ausencia de creyentes o muerte de religiones, sino en el sentido de que Dios ya no forma parte fundamental en la emisión de juicios morales, ni requiere de su apelación en la fundamentación de sistemas políticos, y ni siquiera vale la pena invocarlo en los juramentos jurídicos de la corte), entonces el nihilismo, más que una concepto radical, es una realidad encarnada por los ciudadanos del siglo XXI. En este caso, no existe disculpa lógica que pueda evitarnos el abordarlo como un problema cercano y no como una especulación ociosa, porque, de hecho, cualquiera que sostuviera algo parecido manifestaría uno de los síntomas del nihilismo: la indiferencia. Además, ya Martin Heidegger (1889-1976) expresaba, en mitades del siglo XX, la intrínseca correspondencia entre la ausencia de Dios y el nihilismo: «El intento de explicar la frase de Nietzsche, Dios ha muerto, debe ponerse al mismo nivel que la tarea de interpretar qué quiere decir Nietzsche con nihilismo, con el fin de mostrar su propia postura respecto a este».19 No existe, pues, pretexto alguno que pueda evitarnos estudiar, aunque sea con brevedad, este movimiento histórico.

Para entender en qué consiste el nihilismo, solo hay que invertir la pauta de la moral cristiana. ¿A qué me refiero? A que, como dice el alemán, «Dios es una hipótesis demasiado extrema»,20 con lo cual, lo deducible que debiera ocurrir inmediatamente después de que Dios haya dejado ese hueco gigantesco en la civilización occidental, consiste en una reacción igualmente extrema: «Pero posiciones extremas no son sustituidas por posiciones moderadas sino por posiciones otra vez extremas, pero inversas».21 Entonces la primera manifestación del nihilismo debería ser tan violenta como el anuncio que profiere el «loco» de la Gaya scienza en toda su fuerza plástica.

Si Dios otorga un valor absoluto a la persona, el nihilista debe rebajar al hombre, volitivamente y sin tibieza, hasta el punto contrario, hasta su falta absoluta de valor. Bajo esta lente, el hombre no solo debe compartir rasgos esenciales con otros animales, sino que, con una exageración rayana en lo absurdo, debiera verse a este como una bestia mucho más cruel, tonta y carente de sentido que cualquier otra especie animal. De una manera indirecta, el nihilista hace la profesión de misántropo, porque no solo despoja al ser humano de toda valoración positiva, sino que lo hunde hasta la más baja consideración de desprecio, hasta el punto de tener, como deber, que odiar a cualquier prójimo o a sí mismo en tanto «persona», actuando de manera similar a los personajes que pueblan la literatura rusa. De aquí también surge esa tendencia natural del nihilista por el suicidio, porque si él odia a los hombres, y él mismo es un hombre, se sabe cuál es la consecuencia lógica de tener a la mano un fusil o un cuchillo.

 

Otro punto a tomar en consideración es la naturaleza rebelde de la especie nihilista. ¿De dónde nace esta propensión? De la imposibilidad de poder justificar los males y disturbios de su propia existencia bajo ningún haz o aureola metafísica. Mirar frente a frente al dolor, el sufrimiento y la muerte de millones de personas en el universo, y unas pocas gozando con aquello que a otros les falta sin ninguna respuesta razonable a esta situación injusta, puede ocasionar dos procesos de asimilación diferentes frente a esta realidad: o el nihilista se lanza desbocado a injuriar esa realidad que se vive, a denostar la misma vida; o se busca, a toda costa y sin contemplaciones, alcanzar esa esfera de poder que exonera de la pobreza y la miseria social. Con ello, el nihilista también deviene en un experto en odiar la vida, con cierto vuelco hacia el romanticismo depresivo, o es un eficiente especulador de intereses, egoísta y cínico sin máscaras ni vestimentas artificiales.

Por último, el nihilista es amoral y escéptico por naturaleza. Esto quiere decir que este comprende cada una de sus acciones como imposibles de reducir bajo las categorías de lo «bueno» y lo «malo», siendo, a su vez, alérgico a todo aire de «moralina» o de «mojigatería». Él argumenta que es imposible determinar qué pueda ser, con claridad, la bondad y la maldad, y esta característica no solo queda en el plano moral, sino que se extiende hacia todos los actos humanos, comprendiendo su poca persistencia o su poca trascendencia en el tiempo, conduciendo hasta la irresponsabilidad, la inconstancia, la falta de entusiasmo en todas sus empresas, respondiendo y justificándose ante otros con un «y ¿para qué?», o con un «en vano». Todo lo anterior Nietzsche lo explica brevemente: «Ha sucumbido una interpretación; pero como era considerada como la interpretación, parece como si no hubiera absolutamente ningún sentido en la existencia, como si todo fuera en vano».22 Así debería funcionar el nihilismo, como una respuesta extrema ante un acontecimiento a gran escala.

Sin embargo, después de haber escrutado estas características del nihilismo de una forma individual, ahora es conveniente penetrar más en el fenómeno mismo a partir de sus pautas generales. Para cumplir con este propósito es irrecusable abordar los cuadernos póstumos que Nietzsche dejó escritos entre los años 1886 y 1887. En estos se encuentran una infinidad de pasajes sobre el nihilismo que no vieron la luz pública y editorial hasta años posteriores a la muerte de su autor (1900). En ellos hay, además, muchas anotaciones clarividentes sobre lo que pensaba nuestro profeta al tratar este fenómeno. Un ejemplo de ello se encuentra en la entrada que lleva el título: «Para la historia del ensombrecimiento moderno».23 En este, el filósofo nos dejó una notable lista sobre algunos síntomas que manifiestan la presencia del nihilismo en una época cualquiera, con lo cual resulta un ejercicio interesante el mencionarlos.

Uno de ellos es la «declinación de la familia». ¿Cabría pensarse síntoma más general que nos dice muy poco o nada sobre esa fatal ausencia de valores? También podría agregarse que este no es tan evidente como se pretende, pues muchísima gente contemporánea tiene, entre sus prioridades, sin duda, a la «familia». ¿Qué nos puede decir Nietzsche sobre este caso que apenas suscribe en una nota? No nos dice nada, aunque cabe imaginar por qué lo coloca junto al nihilismo. La familia, como institución natural o social, por lo menos, pierde su fundamento social en el momento mismo en que se cuestiona la jerarquía. Sin Dios, ¿qué autoridad puede mantenerse en pie? El linaje se destruye, el Estado pierde credibilidad y la autoridad paterna se mira como un resabio de un «poder tiránico» de las antiguas sociedades, y con ello la familia declina en su valor. Por más que las reuniones entre personas de la misma sangre —llamadas «familias»—mantengan vínculos por vivir juntos o compartir ciertos recuerdos, su ligazón profunda o espiritual es sumamente endeble o nula, por lo que puede comprenderse el aumento constante de nomadismo, apatridad e individualismo que proliferan en nuestras sociedades.

De hecho, «los nómadas del Estado (funcionarios, etc.): sin patria», es una de las menciones que están presentes en estas páginas. Si la familia pierde importancia, cuánto más las funciones del Estado, ya que este organismo resulta ser más abstracto que el lazo familiar. Es necesario, empero, mantener un Estado de pie para garantizar la protección de las individualidades dispersas, aún más que la familia misma. Pero aquello que anteriormente comportaba un «honor» y un «rango» excelso cuando alguien conquistaba ciertos puestos de gobierno, ahora son vistos como una actividad sin vida, hecha por mera circunstancia y sin pasión. Sin metas nacionales, los procesos políticos se tornan irracionales, teniendo como meta única el poder fáctico. Con el amor a la patria, también cesa el compromiso político con el Estado, quedando tales actividades, en que participan los individuos para el Estado, como mero burocratismo o automatismo, que tiene el significado real de «filisteísmo», «mediocridad» y «oportunismo».

Concomitante con lo anterior, «el hombre bueno como síntoma de agotamiento» es llamativo. Nietzsche observa, en el «hombre bueno», un resultado de agotamiento, porque aquel siempre aspira a la conservación de las condiciones presentes que lo cobijan. Es decir, para una sociedad, el «hombre bueno» es aquel que hace lo que se ha instituido como encomiable por un determinado consenso. A esto se refiere Nietzsche: a que «el bueno» o «el bien-pensante» (como nosotros lo llamamos) no puede ascender en fuerza y poder, debido a que se reserva cómodo en la posición de estima que mantiene frente a sus prójimos. Sin embargo, yo podría agregar otra interpretación a esta característica desde la perspectiva de nuestros tiempos.

Por obviedad, las etiquetas de «bueno» y «malo» ya no tienen sentido o son confusas. Esto sucede sobre todo en tiempos de decadencia y declinación, en los que el hombre común aspira más a lo que, antes, era considerado «negativo» para épocas virtuosas, y viceversa. ¿Cómo sucede esto? Pues como los individuos, en generalidad, tienden a valorar siempre más lo difícil (aunque pocos lo emprendan), rechazando normalmente lo «común» como pedestre o prosaico, tienden a lo que ellos consideran como «negativo», pues, si la bondad se vende a precios tan bajos y mediocres, resulta mucho más interesante y selectivo hacer alarde de lo contrario, es decir, de los vicios personales.

De aquí que —principalmente en la juventud— puedan observarse aumentar estos comportamientos y padecimientos viciosos: «lascivia y neurosis», «música negra», y «necesidad del alcohol”. No creo que tenga que comentar abundantemente estos actos generalizados entre los jóvenes de hoy en día. Basta asistir a sus diversiones y reuniones para asentir a estas frases escritas, al acaso, de la mano de Nietzsche. Cabe descifrar, empero, el contexto real de la «música negra», lo cual tampoco es difícil, ya que el autor nos ofrece su correcta interpretación agregando, a renglón seguido, su antítesis: «la música reparadora”. Esto quiere decir que, con la «música negra», Nietzsche se refiere a los géneros musicales no reparadores. ¿Cuáles son estos? Los que perturban la mente hasta el extremo de hacer perder la compostura del cuerpo, no solo en tanto agitación de pasiones, sino como un desorden sustancial de sonidos y ritmo. Quizá me equivoque, pero cuando veo «música negra», mi mente cambia la rótula por «cumbia», «reggaetón», «jazz», entre otros géneros, que bien sabemos que la juventud moderna solicita con excitación.

Hay más rasgos que Nietzsche puso en ese corto fragmento escrito alrededor del año 1885 o 1886, pero solo terminaré de comentar el penúltimo: «la indigencia de los trabajadores». No debe pensarse esto con la pobreza que proviene de la carencia o la falta de víveres o casa, sino en la interpretación, más acuciosa, de la pobreza espiritual que invade a los trabajadores del nihilismo, porque si no existe meta última y nuestras acciones pierden sentido, tampoco el trabajo debería proveernos de esa laboriosidad fructuosa que satisface a quien trabaja por lo lejano. No, de hecho, el objeto común del trabajo, en la mayoría de los casos, es la mera búsqueda del sustento diario, el ansia del dinero o la simple consideración social, con lo que dicha actividad queda presa del momento, en la indigencia del presente. De aquí también que, para algunos casos, el trabajo deviene en fin, como una acción mecánica e irracional que se siente a gusto solo en el mantenimiento de una rutina segura, y no tanto en la visión del trabajo como medio hacia motivos superiores.

Pero todos estos rasgos, considerados por sí mismos, son superficiales y también se han presentado en otros momentos de la historia, por lo que poco o nada pueden decirnos sobre la permanencia del nihilismo como fuente subterránea de todos estos comportamientos. Para abordar con plenitud el fenómeno del nihilismo, sería necesario recurrir a su inmediata causa, o a lo que Nietzsche propone como su raíz histórica.

La causa verdadera del nihilismo, por tanto, es profundamente histórica y consiste en la caída de una interpretación moral peculiar de un claro cuño cristiano. El cristianismo, para Nietzsche, está comprendido en un ideal mucho más profundo y más amplio, esto es, el ideal ascético, como lo manifiesta en su libro escrito, también, por el tiempo en que componía estas líneas, la Genealogía de la moral (1886). La religión de Cristo quizá solo es uno de los sistemas con el cual este ideal se ha presentado con mayor fuerza y dinamismo. Por ello, Dios —como prototipo de la moral cristiana— es solo un producto del ideal ascético que soporta en el fondo una forma de valoración humana muy particular. Pero ¿en qué consiste este ideal? Expresémoslo con las palabras de Nietzsche, en extremo duras, pero definitivas: el ideal ascético consiste en «una voluntad de nada, una aversión contra la vida, un rechazo de los presupuestos más fundamentales de la vida».24 En efecto, el ideal ascético abriga una aspiración por «otro» mundo, por un más allá ajeno de este mundo, por un mundo trascendente más auténtico y verdadero. Para ello tiene que negar este mundo, este mundo de aquí abajo, aparente y falso, y todo ello mediante un ejercicio, un entrenamiento (áskesis en griego) para purificarse de esta vida mundana y terrena. En resumen, el ideal ascético (del que nace la idea de Dios) es un ideal nihilista porque busca otro mundo ajeno a este que, desde la postura nietzscheana, es el único y real. De este modo, el Dios cristiano es un objeto nihilista.

Hasta este lugar nos ha enviado nuestra investigación, hacia la paradoja de que Dios, que ha sostenido durante mucho tiempo la moral del Occidente, es un producto del nihilismo intrínseco en el ideal ascético, al tiempo de que se habla que la muerte de Dios ha desembocado en el nihilismo de nuestra época. El nihilismo, pues, resulta un tema en extremo complejo que merece mucho más atención.

Para ello conviene que Nietzsche defina al ideal ascético como un ideal que «nace del instinto de protección y salud de una vida que degenera».25 El ideal ascético es la respuesta de una vida degenerativa, entendida fisiológicamente como debilidad de instintos, carencia de fuerza y malestar físico, la cual se antepone a estos elementos mediante la postulación de una nueva valoración que favorece a los débiles y enfermos.26 Esta nueva escala de valores tiende a negar el contenido de la vida en pos de otra forma de existencia, ya sea como un lugar mejor (el reino de Dios), ya sea como un estado de ausencia de dolor (Nirvana), para encontrar un nuevo sentido a la existencia y para soportarla de mejor modo. Es necesario añadir que, para Nietzsche, la mayoría de los hombres, o, más bien, el hombre mismo, es una especie enferma, que degenera, y de ahí la necesidad de estas valoraciones negativas, nihilistas. «Pues el hombre está más enfermo, es más inseguro, más alterable, más indeterminado que ningún otro animal, no hay duda de ello, él es el animal enfermo».27 Por ello triunfa el ideal ascético, pues se enseñorea de las raíces más profundas de la vida con su interpretación y se manifiesta como la voluntad más fuerte de poder.

Aquí yace la profunda razón por la cual este pensador alemán equipara el nihilismo y el surgimiento del ascetismo: por su carácter negativo y su afirmación posterior de otro mundo. Precisamente la creación de este «otro mundo» que se hace llamar verdadero es lo que permite, entre otras consecuencias, crear un orden moral, o ilusión óptica moral como la llama Nietzsche,28 presidido en el Occidente precisamente por Dios. De este modo, tenemos un resultado sumamente interesante: el nihilismo como la ausencia de sentido es combatido por otra forma de nihilismo más callada, el nihilismo como el sentido o la voluntad de la nada.29 Esta última, que tiene la necesidad de negar este mundo, sin embargo, implica una especie de error, porque no es más que una interpretación de cuño degenerativo y, de aquí, su amplio contenido nihilista.30 Pero todo error, al fin y al cabo, revela su oculta desintegración, de lo cual se deriva que este error propagado por el ideal ascético deba caer; de aquí la necesidad de que Dios, como producto de este mismo ideal, tenga que morir y aparezca, con ello, el nihilismo como ausencia de sentido sin matices que lo oculten.

 

Por lo tanto, el nihilismo tiene una carrera silenciosa, pero penetrante, más allá de nuestra constreñida temporalidad. Pero retornando a ella, Nietzsche afirma que Dios muere a causa de su propia moral, pues el cristianismo carga en sí mismo con su propia destrucción: dentro de las muchas cualidades que inculcaba la moral cristiana para sus creyentes, era una de las más importantes el principio de la veracidad, de rechazo de todo lo falso y aparente. Así concordaba, en un primer momento, esta capacidad con la exigencia de tender al «mundo verdadero» y rechazar este «mundo aparente». Pero conforme avanzaron los tiempos, la honestidad y la veracidad se voltean contra Dios concibiéndolo como una mentira y toda la superchería del más allá como un fraude. Con este rigor, los espíritus más honestos y veraces devenían en «detractores de Dios», en librepensadores que ya no creen en Él.

Igualmente otras «virtudes» cristianas que postulan el amor, la compasión y la esperanza de un mundo mejor se fueron interiorizando, hasta que llegó el punto de volcarse sobre su patrón: se pensaron como derechos y deberes naturales31 y no como producto de una ley divina. El amor al prójimo, por ejemplo32, se volvió en una necesidad de primer rango para los occidentales educados por la fe cristiana, hasta el momento en que se vio que esta misma fe en Dios mantenía el estado de ignorancia y pobreza en el prójimo, por lo cual, con el fin de salvar a este último, se pensó en eliminar a Dios; un caso similar, supongo, puede establecerse con la esperanza, virtud que se dirigía hacia el reino de Dios después de la muerte, hasta que, observando el sufrimiento del prójimo, se pensó en concentrar los esfuerzos en crear un paraíso en esta tierra y no en esperarse hasta el más allá para realizarlo; pero para ello se podía prescindir de Dios, pues bastaba con la buena disposición de los hombres. Con estos dos ejemplos, pienso, es posible esbozar «eso» que decía Nietzsche acerca de la muerte de Dios causada por su moral. Quizá, en este mismo sentido, podemos interpretar la frase tan famosa de Zaratustra: «Dios ha muerto; a causa de su compasión por los hombres ha muerto».33

Habiendo demostrado que, para Nietzsche, el cristianismo es nihilista de fondo y causa a sí mismo el nihilismo como fenómeno contemporáneo, todavía no queda evidentemente comprobado en qué reside la peculiaridad de este hecho frente a otras manifestaciones históricas. Por eso, posteriormente a señalar los síntomas y su causa, es hora de restringir nuestra atención hacia el desarrollo de su lógica y su posible desenlace en nuestra época.

En el pasaje póstumo del «nihilismo europeo», el filósofo demuestra, progresivamente, la mutación moral que sufre el individuo común, «el malparado», el oprimido y el sometido, frente a los hombres que lo oprimen, en una clara distinción que Nietzsche hace entre unos y otros. Él comienza resaltando lo siguiente:

«Ahora bien, la moral ha protegido a la vida de la desesperación y del salto a la nada en aquellos hombres que han sido violentados y oprimidos por otros hombres: porque es la impotencia frente a los hombres, no la impotencia frente a la naturaleza, la que genera la amargura más desesperada frente a la existencia».34

En efecto, para nuestro autor, es muy importante poner una interpretación sobre la vida, la cual, por sí sola, presenta un cariz doloroso ante la ausencia inmanente de una explicación. Solo interpretando aquella y prestándole un sentido, la vida se vuelve soportable. ¿Para quién? Para aquellos que sufren y que se encuentran sojuzgados por otros hombres. Por esto es crucial crear una nueva conciencia que la muerte de Dios despoje del velo que hacían « tolerables» sus cadenas al hombre opreso. «El oprimido comprendería que está en el mismo plano que el opresor y que no tiene respecto de él ningún privilegio, ningún rango superior».35 Esta también es una de las consecuencias del nihilismo, que consiste en no poder justificar la igualdad entre los hombres, ni mucho menos la esperanza en una justicia trascendente que haga castigar a los hombres violentos e injustos.

El cristianismo, según Nietzsche, consolaba a los débiles, a los malparados y a los fisiológicamente peor constituidos, prometiéndoles una situación más próspera que la presente en una vida después de la muerte, pero ahora esto es imposible. Es necesario afirmar que Nietzsche no refiere que estos débiles, malparados y mal constituidos lo sean por un sojuzgamiento político y social, sino a esto: «¿Qué quiere decir ’malparado’? Ante todo, fisiológicamente: ya no políticamente».36 En estricto sentido, que un hombre sea un «malparado» fisiológicamente hablando, ha de advertirse, sobre todo, en aquellos individuos que necesitan, para vivir, del tipo de interpretaciones cristianas, es decir, nihilistas. Solo para ellos —que son la mayoría de los hombres— la situación del nihilismo se torna horripilante. Ya no existe posible justificación con la que cobrar « amor» hacia la existencia. ¿Qué ocurre?, pues que esos individuos reaccionan de diferentes modos, ya sea con la búsqueda de lo «negativo» y lo que destruye como imprescindible para existir; ya sea con nuevos catalizadores del dolor y el olvido como el budismo o el yoga, por ejemplo.

Nietzsche, por su parte, menciona estos síntomas: «la autovivisección, el envenenamiento, la embriaguez, el romanticismo, sobre todo la necesidad instintiva de acciones con las que se convierte a los poderosos en enemigos mortales».37 Es decir, ante el vacío que dejó el cristianismo como doctrina del consuelo, la multitud de los hombres deben aferrarse hacia algún anzuelo que justifique su modo de vivir, ya sea con la rivalidad contra todo lo que tiene algún brillo de poder, de sometimiento, de verticalidad y de autoridad principalmente; ya sea con la autodestrucción sistemáticamente conducida por medio de métodos como los anteriores: el alcoholismo, la drogadicción y la ignorancia entronizada en los programas televisivos y en los movimientos políticos.

Sin embargo, a modo de advertencia, Nietzsche sugiere que la mayoría de los individuos, víctimas del nihilismo, serán arrastrados hacia estas diferentes reacciones también nihilistas; pero unos pocos, en cambio, han de responder de manera totalmente opuesta frente a esta declinación general en la que sucumbe la humanidad. Existen, por lo tanto, dos paralelas, y contradictorias, formas de ver el nihilismo: de una manera activa o pasiva, según sea el caso. En consecuencia, deben constituirse dos tipos de nihilismo en vista a dos tipos muy definidos de hombres. En este sentido, Nietzsche valora el nihilismo de diferente manera, constatando la radical distinción entre un nihilismo activo y un nihilismo pasivo.