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Robinson Crusoe

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Robinson Crusoe
Robinson Crusoe
Audiobook
Czyta Dietmar Mues, Rolf Boysen, Werner Bruhns, Willi Sachse
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Durante más de dos horas este deseo me invadió con tanta fuerza que me bullía la sangre y me alteraba el pulso como si el mero fervor de mis pensamientos me hubiese provocado fiebre. Entonces la naturaleza, como agotada y extenuada por mi obsesión, me arrojó en un profundo sueño. Podría pensarse que soñé con todo esto, mas no fue así. Soñé que salía de mi castillo una mañana, como de costumbre, y veía dos canoas en la costa, de las cuales desembarcaban once salvajes que llevaban consigo a otro de ellos, a quien iban a matar para, después, comérselo. De pronto, el salvaje al que iban a sacrificar, daba un salto y huía para salvarse. Me pareció ver en mi sueño que corría hacia la espesa arboleda frente a mi fortificación para ocultarse y, advirtiendo que estaba solo y que los otros no lo buscarían en esa dirección, me presentaba ante él y le sonreía. Entonces se arrodillaba ante mis pies, como pidiendo ayuda y yo le mostraba la escalera y le hacía subir, le llevaba a la cueva y se convertía en mi servidor. Tan pronto tuve a este hombre conmigo, me dije: «Ahora sí puedo aventurarme hacia el continente, pues este compañero me servirá de piloto, me dirá qué debo hacer, dónde buscar provisiones, dónde no debo ir si no quiero ser devorado, hacia qué lugares debo aventurarme y cuáles debo evitar.» En esto desperté y me sentí invadido por la indescriptible sensación de felicidad que me había causado la perspectiva de mi libertad pero al volver en mí y descubrir que no era más que un sueño, me sentí igualmente invadido por la tristeza y el desencanto.

No obstante, llegué a la conclusión de que la única forma de llevar a cabo un intento de huida era con la ayuda de, algún salvaje y, de ser posible, alguno de los prisioneros que los salvajes traían para darles muerte y devorarlos. Más aún quedaba otra dificultad que superar: era imposible ejecutar mi plan sin tener que atacar antes a toda una caravana de salvajes, lo cual suponía un acto desesperado, que podía fracasar. Por otra parte, dudaba mucho de la legitimidad de semejante acto y mi corazón se agitaba ante la idea de derramar tanta sangre, aunque fuera para salvarme. No tengo que repetir los argumentos contra este plan que se me ocurrían, pues son los mismos que he mencionado anteriormente; solo que ahora tenía otros motivos, a saber, que aquellos hombres constituían una amenaza para mi vida y me comerían si tuviesen la oportunidad; que lo único que hacía era protegerme de semejante muerte; que actuaba en defensa propia como si en verdad estuviesen atacándome; y cosas por el estilo. Pero, a pesar de que, como he dicho, tenía todos estos argumentos a mi favor, la idea de derramar sangre humana para salvarme me resultaba tan terrible que no lograba reconciliarme con ella en modo alguno.

Finalmente, después de una prolongada incertidumbre, pues todos estos argumentos se agitaron durante mucho tiempo en mi cabeza, mi vehemente deseo de liberación prevaleció sobre todo lo demás y decidí que, si era posible, echaría mano de alguno de aquellos salvajes a, toda costa. Ahora tenía que pensar en la forma de hacerlo y esto era lo más difícil. Mas, como no se me ocurrió nada, decidí ponerme en guardia y acecharlos cuando desembarcasen, dejando el resto a lo que aconteciese y haciendo lo que las circunstancias requirieran.

Con esta resolución, me dediqué a observar la costa tantas veces como pude, lo cual llegó a causarme una profunda fatiga. Casi todos los días, durante un año y medio, me dirigía a la costa occidental de la isla para observar la llegada de sus canoas pero no aparecieron. Esto me desalentó mucho y comencé a sentir una gran inquietud, aunque en este caso no podía decir, como en ocasiones anteriores, que mi deseo hubiese disminuido en lo más mínimo. Más aún, cuanto más tardaban en llegar, más crecía mi ansiedad. En pocas palabras, mi preocupación inicial de no ser visto por estos salvajes y de evitar que me descubrieran era menor que mi actual deseo de caer sobre ellos.

Capítulo 12 VIERNES

Aparte de esto, imaginaba que capturaba a uno, mejor, a dos o tres salvajes y los convertía en mis esclavos, dispuestos a hacer todo lo que les indicara y desprovistos de todos los medios para hacerme daño. Durante mucho tiempo abrigué esta idea pero todas mis fantasías se redujeron a nada, ya que nunca se presentó la ocasión de realizarlas. De repente, una mañana, muy temprano, divisé, para mi sorpresa, al menos cinco canoas en la playa en mi lado de la isla. La gente que viajaba en ellas había desembarcado y estaba fuera del alcance de mi vista. Su número deshizo todos mis cálculos, pues solían venir cuatro o cinco, a veces más, en cada canoa y no tenía idea de lo que debía hacer para atacar yo solo a veinte o treinta hombres. Me quedé, pues, en mi castillo, perplejo y abatido. No obstante, adoptando la misma actitud que antes, me preparé, tal y como lo había previsto, para responder a un ataque y para afrontar cualquier eventualidad que se presentara. Al cabo de una larga espera, atento a cualquier ruido que pudiesen hacer, me impacienté y, poniendo mis armas al pie de la escalera, trepé a lo alto de la colina en dos etapas, como siempre, y me aposté de forma que no pudieran verme bajo ningún concepto. Allí observé, con la ayuda de mi catalejo, que no eran menos de treinta hombres, que habían encendido una fogata y que estaban preparando su comida; mas no tenía idea del tipo de alimento que era ni del modo en que lo estaban cocinando. No obstante los vi danzar alrededor del fuego, como era su costumbre, haciendo no sé cuántas figuras y movimientos salvajes.

Mientras los observaba con el catalejo, vi que sacaban a dos infelices de los botes, donde los habían retenido hasta el momento del sacrificio. Observé que uno de ellos caía al suelo, abatido por un bastón o pala de madera, conforme a sus costumbres, e, inmediatamente, otros dos o tres se pusieron a despedazarlo para cocinarlo. Mientras tanto, la otra víctima permanecía a la espera de su turno. En ese mismo instante, aquel pobre infeliz, inspirado por la naturaleza y por la esperanza de salvarse, viéndose aún con cierta libertad, comenzó a correr por la arena a una gran velocidad, en dirección a mi parte de la isla, es decir, hacia donde estaba mi morada.

Sentí un miedo de muerte (debo reconocerlo) cuando lo vi correr hacia mí, especialmente, porque sabía que sería perseguido por los demás. Esperaba que mi sueño se cumpliera y que, en efecto, se refugiase en mi cueva. Más no podía esperar que los otros no lo siguieran hasta allí. No obstante, permanecí en mi puesto y recobré el aliento cuando advertí que solo lo perseguían tres hombres y que él les llevaba una gran ventaja. Sin duda lograría escapar si sostenía su carrera por espacio de media hora. Entre ellos y mi morada se hallaba aquel río que mencioné varias veces en la primera parte de mi historia, cuando describía el desembarco del cargamento que había rescatado del naufragio. Evidentemente, el pobre infeliz tendría que cruzarlo a nado, pues, de lo contrario, lo capturarían allí. Al llegar al río, el salvaje se zambulló y ganó la ribera opuesta en unas treinta brazadas, a pesar de que la marea estaba alta. Luego volvió a echar a correr a una velocidad extraordinaria. Cuando los otros tres llegaron al río, pude observar que solo dos de ellos sabían nadar. El tercero no podía hacerlo, por lo que se detuvo en la orilla, miró hacia el otro lado y no prosiguió. En seguida, se dio la vuelta y regresó lentamente, para mayor suerte del que huía.

Observé que los dos que sabían nadar, tardaron el doble del tiempo que el otro en atravesar el río. Entonces, presentí, de forma clara e irresistible, que había llegado la hora de conseguirme un sirviente, tal vez, un compañero o un amigo y que había sido llamado claramente por la Providencia para salvarle la vida a esa pobre criatura. Bajé lo más velozmente que pude por la escalera, cogí las dos escopetas que estaban, como he dicho, al pie de la escalera y volví a subir la colina con la misma celeridad, para descender hasta la playa por el otro lado. Como había tomado un atajo y el camino era cuesta abajo, rápidamente me situé entre los perseguidores y el perseguido. Entonces, le grité a este último, que se volvió, tal vez más espantado por mí que por los otros. Le hice señas con la mano para que regresara, mientras avanzaba lentamente hacia los perseguidores. Me abalancé sobre uno de ellos y le hice caer de un culatazo, mas no me atreví a disparar, por miedo a que los demás lo oyesen, aunque, a tanta distancia era poco probable que lo hicieran, y como no podían ver el humo, tampoco habrían sabido de dónde provenía el disparo. Al ver a su amigo en el suelo, el otro perseguidor se detuvo como espantado. Avancé rápidamente hacia él, mas cuando estuve cerca, advertí que me apuntaba con su arco y su flecha y estaba en disposición de dispararme. Me vi obligado a apuntarle y lo maté con el primer disparo. El pobre salvaje fugitivo, se detuvo al ver que sus perseguidores habían sido derribados y matados. Estaba tan espantado por el humo y el ruido de mi arma, que se quedó paralizado y no intentó dar un paso ni hacia adelante ni hacia atrás, a pesar de que parecía más inclinado a escapar que a acercarse. Volví a gritarle y a hacerle señas para que se aproximara, las cuales entendió perfectamente. Entonces, dio algunos pasos y se detuvo, avanzó un poco más y volvió a detenerse. Temblaba como si hubiese caído prisionero y estuviese a punto de ser asesinado como sus dos enemigos. Volví a llamarlo e hice todas las señales que pude para alentarlo. Se fue acercando poco a poco, arrodillándose cada diez o doce pasos, en muestra de reconocimiento hacia mí por haberle salvado la vida. Le sonreí, lo miré amablemente y lo invité a seguir avanzando. Finalmente llegó hasta donde yo estaba, volvió a arrodillarse, besó la tierra, apoyó su cabeza sobre ella y, tomándome el pie, lo colocó sobre su cabeza. Al parecer, trataba de decirme que juraba ser mi esclavo para siempre. Lo levanté y lo reconforté como mejor pude. Pero aún quedaba trabajo por hacer, pues advertí que el salvaje al que le había dado el culatazo, no estaba muerto sino tan solo aturdido por el golpe y comenzaba a volver en sí. Lo señalé con el dedo para mostrarle a mi salvaje que no estaba muerto, a lo que me respondió con unas palabras que no pude comprender pero que me sonaron muy dulces ya que era la primera voz humana, aparte de la mía, que escuchaba en más de veinticinco años. Mas no era el momento para semejantes reflexiones pues el salvaje que estaba en el suelo, se había recuperado lo suficiente como para sentarse y el mío comenzaba a dar muestras de temor. Cuando vi esto, le mostré mi otra escopeta al hombre, haciendo ademán de dispararle. Entonces, mi salvaje, que ya podía llamarle así, me pidió con un gesto que le prestase el sable que colgaba desnudo de mi cinturón. Se lo di y, tan pronto como lo tuvo en sus manos, se abalanzó sobre su enemigo y le cortó la cabeza de un golpe tan certero, que ni el más rápido y diestro verdugo de Alemania, lo hubiese podido hacer mejor. Esto me pareció muy extraño, por parte de alguien que nunca había visto un sable en su vida, a no ser que fuese de madera. No obstante, según supe después, los sables de los salvajes son tan afilados y pesados, y están hechos de una madera tan dura, que pueden tronchar cabezas o brazos de un solo golpe. Hecho esto, el salvaje vino hacia mí sonriendo en señal de triunfo para devolverme la espada y, haciendo gestos que yo no llegaba a comprender, la colocó a mis pies junto con la cabeza del salvaje que acababa de matar.

 

Lo que más le sorprendía era que yo hubiese podido matar al otro indio desde lejos y, señalándolo, me hizo señas para que le permitiese ir a verlo. Le dije que accedía lo mejor que pude. Cuando se le acercó, se quedó como estupefacto, le dio la vuelta hacia un lado y otro y observó la herida de la bala, que le había hecho un agujero en el pecho, del que no manaba mucha sangre (debía hacerlo por dentro, pues el hombre estaba bien muerto). Tomó el arco y las flechas y volvió. Me dispuse a partir y le invité a seguirme, explicándole por señas que podrían venir más salvajes.

A esto me respondió, mediante señas, que los enterraría en la arena para que los demás no pudiesen verlos. Le respondí, también por señas, que lo hiciera y se puso a trabajar. En un momento había hecho un hoyo con sus manos en la arena, lo suficientemente grande como para enterrar al primero. Lo arrastró y lo cubrió con arena y se dispuso a hacer lo mismo con el segundo. Creo que no tardó más de un cuarto de hora en enterrar a ambos. Entonces, lo llamé y lo conduje, no al castillo, sino a la cueva, que estaba en la parte más lejana de la isla. No quería que esa parte de mi sueño no se cumpliera, es decir, la parte en la que lo refugiaba en mi cueva.

Allí le ofrecí un pan y un puñado de pasas para que comiera y un poco de agua, de la cual tenía mucha necesidad a causa de la carrera. Una vez repuesto, le hice señas para que se acostara a dormir, indicándole un lugar donde había colocado un montón de paja de arroz, cubierto con una manta, que yo mismo utilizaba con frecuencia para descansar. El pobre salvaje se acostó y se quedó dormido.

Era un joven hermoso, perfectamente formado, con las piernas rectas y fuertes, no demasiado largas. Era alto, de buena figura y tendría unos veintiséis años. Su semblante era agradable, no parecía hosco ni feroz; su rostro era viril, aunque tenía la expresión suave y dulce de los europeos, en especial, cuando sonreía. Su cabello era largo y negro, no crespo como la lana; su frente era alta y despejada y los ojos le brillaban con vivacidad. Su piel no era negra sino muy tostada, carente de ese tono amarillento de los brasileños, los nativos de Virginia y otros aborígenes americanos; podría decirse que, más bien, era de una aceitunado muy agradable, aunque difícil de describir. Su cara era redonda y clara; su nariz, pequeña pero no chata como la de los negros; y tenía una hermosa boca de labios finos y dientes fuertes, bien alineados y blancos como el marfil. Después de dormitar durante media hora, se despertó y salió de la cueva a buscarme. Yo me hallaba ordeñando mis cabras, que estaban en el cercado contiguo y, cuando me vio, se acercó corriendo y se dejó caer en el suelo, haciendo toda clase de gestos de humilde agradecimiento. Luego colocó su cabeza sobre el suelo, a mis pies, y colocó uno de ellos sobre su cabeza, como lo había hecho antes. Acto seguido, comenzó a hacer todas las señales imaginables de sumisión y servidumbre, para hacerme entender que estaba dispuesto a obedecerme mientras viviese. Comprendí mucho de lo que quería decirme y le di a entender que estaba muy contento con él. Entonces, comencé a hablarle y a enseñarle a que él también lo hiciera conmigo. En primer lugar, le hice saber que su nombre sería Viernes, que era el día en que le había salvado la vida. También le enseñé a decir amo, y le hice saber que ese sería mi nombre. Le enseñé a decir sí y no, y a comprender el significado de estas palabras. Luego le di un poco de leche en un cacharro de barro, le mostré cómo bebía y mojaba mi pan. Le di un trozo de pan para que hiciera lo mismo e, inmediatamente lo hizo, dándome muestras de que le gustaba mucho.

Pasé con él toda la noche y, tan pronto amaneció, le invité a seguirme y le hice saber que le daría algunas vestimentas, ante lo cual, se mostró encantado pues estaba completamente desnudo. Cuando pasamos por el lugar donde estaban enterrados los dos hombres, me mostró las marcas que había hecho en el lugar exacto donde se hallaban. Me hizo señas de que nos los comiéramos, ante lo que me mostré muy enfadado, expresando el horror que me causaba semejante idea y haciendo como si vomitara. Le indiqué con la mano que me siguiera, lo cual, hizo inmediatamente y con gran sumisión. Entonces lo llevé hasta la cima de la colina, para ver si sus enemigos se habían marchado y, sacando mi catalejo, divisé claramente el lugar donde habían estado, mas no vi rastro de ellos ni de sus canoas. Era evidente que habían partido, abandonando a sus compañeros sin buscarlos.

Sin embargo, no me quedé satisfecho con este descubrimiento. Con más valor y, por consiguiente, con mayor curiosidad, llevé a Viernes conmigo, le puse el sable en la mano, le coloqué en la espalda el arco y las flechas, con los que, según descubrí, era muy diestro. Hice que me llevara una de las escopetas y yo me encargué de llevar otras dos. Nos encaminamos hacia el lugar donde habían estado aquellas criaturas, pues deseaba saber más de ellos, y cuando llegamos, la sangre se me heló en las venas y el corazón se me paralizó ante el horror del espectáculo. Era algo realmente pavoroso, al menos, para mí, porque a Viernes no le afectó en absoluto. El lugar estaba totalmente cubierto de huesos humanos, la tierra estaba teñida de sangre y había por doquier grandes trozos de carne devorados a medias, chamuscados y mutilados; en pocas palabras, los restos de un festín triunfal que se había celebrado allí, después de la victoria sobre sus enemigos. Vi tres cráneos, cinco manos y los huesos de tres o cuatro piernas y pies, y gran cantidad de partes de cuerpos. Viernes me dio a entender, por medio de señas, que habían traído cuatro prisioneros para la ceremonia; que tres de ellos habían sido devorados; que él, dijo señalándose a sí mismo, era el cuarto; que había habido una gran batalla entre ellos y un rey vecino, uno de cuyos súbditos, al parecer, era él; y que habían capturado muchos prisioneros, que fueron conducidos a diferentes lugares por los vencedores de la batalla para ser devorados como lo habían hecho allí con aquellos pobres infelices.

Le indiqué a Viernes que juntara los cráneos, los huesos, la carne y los demás restos; que lo apilara todo bien y le prendiese fuego hasta que se convirtiera en cenizas. Me di cuenta de que a Viernes le apetecía mucho aquella carne, pues era un caníbal por naturaleza, pero le mostré tal horror ante ello, incluso ante la sola idea de que pudiera hacerlo, que se abstuvo, sabiendo, según le había hecho comprender, que lo mataría si se atrevía.

Cuando terminó de hacer esto, volvimos a nuestro castillo y me puse a trabajar para mi siervo Viernes. En primer lugar, le di un par de calzones de lienzo de los que había rescatado del naufragio en el cofre del pobre artillero, que ya he mencionado. Con un poco de arreglo, le sentaron bien. Entonces, le confeccioné, lo mejor que pude, una casaca de cuero de cabra, pues me había convertido en un sastre medianamente diestro, y le di una gorra de piel de liebre, muy cómoda y bastante elegante. De este modo, logré vestirlo adecuadamente y él se mostró muy contento de verse casi tan bien vestido como su amo. Ciertamente, al principio se movía con torpeza dentro de estas ropas, pues los calzones le resultaban incómodos y las mangas de la chaqueta le molestaban en los hombros y debajo de los brazos. Mas, con el tiempo, y después de aflojarle un poco donde decía que le hacían daño, se acostumbró a ellas perfectamente.

Al día siguiente de llegar con él a mi madriguera, comencé a pensar dónde debía alojarlo, de modo que fuese cómodo para él y conveniente para mí. Le hice una pequeña tienda en el espacio que había entre mis dos fortificaciones, fuera de la primera y dentro de la segunda. Como allí había una puerta o apertura hacia mi cueva, hice un buen marco y una puerta de tablas, que coloqué en el pasillo, un poco más adentro de la entrada, de modo que se pudiese abrir desde el interior. Por la noche, la atrancaba y retiraba las dos escaleras para que Viernes no pudiese pasar al interior de mi primera muralla sin hacer algún ruido que me alertase. Esta muralla tenía ahora un gran techo hecho de vigas, que cubría toda mi tienda. Estaba apoyado en la roca, atravesado por unas ramas entrelazadas, que hacían las veces de listones, y recubierto de una gruesa capa de paja de arroz, que era tan fuerte como las cañas. En la apertura o hueco que había dejado para entrar o salir con la escalera, coloqué una especie de puerta-trampa, que, en caso de un ataque del exterior, no se habría abierto sino que habría caído con gran estrépito. En cuanto a las armas, las guardaba conmigo todas las noches.

En realidad, todas estas precauciones eran innecesarias, pues jamás hombre alguno tuvo servidor más fiel, cariñoso y sincero que Viernes. Absolutamente carente de pasiones, obstinaciones y proyectos, era totalmente sumiso y afable y me quería como un niño a su padre. Me atrevo a decir que hubiese sacrificado su vida para salvarme en cualquier circunstancia y me dio tantas pruebas de ello, que logró convencerme de que no tenía razón para dudar ni protegerme de él.

Esto me dio la oportunidad de reconocer con asombro que si Dios, en su providencia y gobierno de toda su creación, había decidido privar a tantas criaturas del buen uso que podían hacer de sus facultades y su espíritu, no obstante, les había dotado de las mismas capacidades, la misma razón, los mismos afectos, la misma bondad y lealtad, las mismas pasiones y resentimientos hacia el mal, la misma gratitud, sinceridad, fidelidad y demás facultades de hacer y recibir el bien que a nosotros. Y, si a Él le complacía darles la oportunidad de ejercerlos, estaban tan dispuestos como nosotros, incluso más que nosotros mismos, a utilizarlos correctamente. A veces, sentía una gran melancolía al pensar en el uso tan mediocre que hacemos de nuestras facultades, aun cuando nuestro entendimiento está iluminado por la gran llama de la instrucción, el espíritu de Dios y el conocimiento de su palabra. Me preguntaba por qué Dios se había complacido en ocultar este conocimiento salvador a tantos millones de seres que, a juzgar por este salvaje, habrían hecho mucho mejor uso de él que nosotros.

De ahí que, a veces, me metiera demasiado en la soberanía de la Providencia, como si acusara a su justicia de una disposición tan arbitraria, que solo a algunos les permite ver la luz y luego espera de todos, igual sentido del deber. Entonces, me detuve a pensar un poco mejor las cosas y llegué a las siguientes conclusiones: 1) que no sabíamos según qué luz ni ley serían condenadas estas criaturas, puesto que Dios, en su infinita santidad y justicia, no podía condenarlas por vivir ajenos a su presencia, sino por pecar contra aquella luz que, como dicen las Escrituras, es ley para todos y, por aquellos preceptos que nuestra conciencia considera justos, aunque no podamos reconocer sus fundamentos; 2) que todos somos como la arcilla en manos del alfarero y ninguna vasija podía preguntarle: «¿por qué me has hecho así?».

 

Más volvamos a mi nuevo compañero. Estaba encantado con él y me dedicaba a enseñarle todo aquello que podía hacerle más útil, diestro y provechoso; en especial, a hablarme y a que me entendiera cuando yo lo hacía. Fue el mejor discípulo que se pueda imaginar. Era jovial y aplicado y se alegraba mucho cuando podía entenderme o lograba que yo le entendiese, por lo que me resultaba muy placentero hablar con él. Comenzaba a sentirme feliz y solía decirme que si no fuese por el peligro de los salvajes, no me importaría quedarme allí toda la vida.

Habían transcurrido tres o cuatro días desde nuestro regreso al castillo, cuando pensé que, para apartar a Viernes de sus espantosos hábitos alimenticios y hacerle desistir de su apetito caníbal, debía hacerle probar otra carne. Con este propósito, una mañana lo llevé al bosque para matar un cabrito del rebaño y llevarlo a casa para cocinarlo. En el camino encontré una cabra echada a la sombra con dos crías a su alrededor. Detuve a Viernes y le dije:

-Detente y quédate quieto.

Le hice señas para que no se moviera, saqué rápidamente mi escopeta y, de un disparo, mate a una de las crías. El pobre salvaje, que ya me había visto matar a uno de sus enemigos desde lejos y no podía imaginar cómo lo había hecho, quedó tan sorprendido y se puso a temblar de tal modo, que pensé que se iba a desmayar. No miró al cabrito al que le había disparado, ni se dio cuenta de que lo había matado sino que abrió su chaqueta para ver si no estaba herido, por lo que pude comprender que pensaba que estaba decidido a matarlo. Entonces, se arrodilló junto a mí y, abrazándome por las rodillas, dijo muchas cosas que no pude entender, aunque podía imaginar perfectamente que me suplicaba que no lo matase.

Pronto encontré una forma de convencerlo de que no le haría daño. Le tomé de la mano para que se pusiese en pie y le sonreí, enseñándole el cabrito que había matado y dándole a entender que fuese a buscarlo. Así lo hizo y, mientras buscaba admirado la forma en que había sido muerto el animal, vi un gran pájaro parecido a un halcón, que estaba posado en un árbol, al alcance de un tiro. Volví a cargar la escopeta, y para que Viernes comprendiera un poco lo que iba a hacer, lo llamé nuevamente y le mostré el pájaro, que, en realidad era una cotorra, aunque al principio me hubiese parecido un halcón. Entonces, señalé al pájaro y luego a mi escopeta y a la tierra que estaba debajo del pájaro para que viera dónde lo haría caer. Le hice entender que dispararía y mataría al pájaro. Consecuentemente, disparé y le hice mirar. Inmediatamente, vio caer al pájaro y se quedó espantado otra vez, a pesar de todo lo que le había explicado. Me di cuenta de que estaba asombrado porque no me había visto meter nada dentro de la escopeta y pensaría que aquello debía tener una fuente misteriosa de muerte y destrucción, capaz de matar hombres, bestias, pájaros y cualquier cosa, cercana o lejana. Esto le provocó un asombro tal, que tuvo que transcurrir mucho tiempo antes de que se le pasara y, creo que si se lo hubiese permitido nos habría adorado a mí y a mi escopeta. A esta, no se atrevió siquiera a tocarla pero le hablaba como si pudiese responderle. Más tarde me explicó que le había pedido que no lo matara.

Después de que se le pasara un poco el susto, le indiqué que fuese a buscar el pájaro que había matado y así lo hizo, pero tardó en volver porque el pájaro, que no estaba muerto del todo, se había arrastrado a una gran distancia del lugar donde había caído. Finalmente, lo encontró, lo recogió y me lo trajo. Como había percibido su ignorancia respecto a la escopeta, aproveché la oportunidad para volver a cargarla sin que me viera y, de este modo, tenerla lista para una próxima ocasión; mas no se presentó ninguna. Así, pues, llevamos el cabrito a casa y esa misma noche lo desollé y lo troceé lo mejor que pude. Puse a hervir o a cocer algunos trozos en un puchero, que tenía para este propósito, e hice un buen caldo. Después de probarla, le di un poco de carne a mi siervo, a quien pareció gustarle mucho. Lo único que le extrañó fue ver que yo le echaba sal y me hizo una señal para decirme que la sal no era buena. Se puso un poco en la boca, fingió que le provocaba náuseas y comenzó a escupir y a enjuagarse la boca con agua fresca. Por mi parte, me metí un poco de carne sin sal en la boca y fingí escupirla tan rápidamente como antes lo había hecho él con la sal. Mas, fue en vano, porque nunca quiso poner sal en la carne ni en el caldo; al menos, durante mucho tiempo y, aun después, tan solo en muy pequeñas cantidades.

Habiéndole dado de comer carne hervida y caldo, decidí que, al día siguiente, lo agasajaría con un trozo del cabrito asado. Lo preparé del mismo modo que lo había visto hacer a mucha gente en Inglaterra. Colgué el cabrito de una cuerda junto al fuego, clavé dos estacas, una a cada lado del fuego, y, apoyada entre ambas, coloqué una tercera estaca, alrededor de la cual até la cuerda para que la carne diera vueltas constantemente. Esta técnica sorprendió mucho a Viernes y cuando probó la carne, me explicó de tantas formas lo mucho que le había gustado, que no pude menos que entenderlo. Finalmente, me manifestó que no volvería a comer carne humana, lo cual me alegró mucho.

Al día siguiente le enseñé a moler el grano del modo en que solía hacerlo y que ya he explicado anteriormente. Rápidamente aprendió a hacerlo tan bien como yo, en especial, cuando comprendió su propósito, que era preparar pan, pues en seguida le mostré cómo lo hacía y también cómo lo horneaba. En poco tiempo, Viernes aprendió a realizar todas las tareas tan bien como yo.

Comencé a considerar que, siendo dos bocas que alimentar en vez de una, debía procurar más tierra para el cultivo y plantar más cantidad de grano que de costumbre. Delimité un terreno más grande y comencé a cercarlo del mismo modo en que lo había hecho antes. Viernes no solo trabajó con mucha disposición y empeño sino también con mucho entusiasmo. Le expliqué que lo hacíamos con el propósito de sembrar grano para hacer pan, porque ahora él vivía conmigo y necesitábamos más. Se mostró muy sensible a esto y me dio a entender que pensaba que, a causa de él, yo tenía mucho más trabajo y, por lo tanto, trabajaría arduamente si le decía lo que debía hacer.

Este fue el año más agradable de todos los que pasé en este lugar. Viernes comenzó a hablar bastante bien y a entender los nombres de casi todas las cosas que le pedía y de los lugares a donde le ordenaba ir y llegó a ser capaz de conversar conmigo. De este modo, en poco tiempo, recuperé mi lengua, que durante mucho tiempo no tuve oportunidad de usar, me refiero al lenguaje. Aparte del placer que me provocaba hablar con él, sentía una particular simpatía por el chico. Su honestidad no fingida se mostraba más claramente cada día y llegué a sentir un verdadero cariño hacia él. Por su parte, creo que me quería más que a nada en el mundo.

Un día, quise saber si sentía alguna inclinación por volver a su tierra y, como le había enseñado a hablar tan bien el inglés, que podía responder a casi cualquier pregunta, le interrogué si la nación a la que pertenecía había vencido alguna vez en alguna batalla. Con una sonrisa, me contestó: -Sí, sí, siempre luchan los mejores -lo cual quería decir que siempre vencían.