Sociología filosófica

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Mi otro punto de referencia es el llamado explícito que Margaret Archer hace a la sociología contemporánea para clarificar su principio de humanidad. En primer lugar, esto se relaciona con un sentido del yo continuo que es «anterior» a nuestra «socialidad» (Archer 2009, 377). Un segundo rasgo de este principio de humanidad es la capacidad de imaginación normativa: «los seres humanos tienen el potencial único de concebir nuevas formas sociales» (Archer 2009, 382). Y hay también un tercer elemento: todas las formas de comprensión en las ciencias sociales requieren que «ellos», los sujetos de nuestros estudios, y «nosotros», los investigadores, compartamos atributos humanos clave como miembros de la misma especie. Aunque siempre tentativo, y más allá de lo que se pueda perder en el proceso, nuestro trabajo como científicos sociales depende de cómo las experiencias humanas pueden ser entendidas, compartidas y luego comunicadas a otros que no han estado nunca ahí: tenemos la necesidad de favorecer la transmisibilidad de las experiencias humanas en escenarios históricos y socio-culturales altamente heterogéneos. Más aún, este principio de humanidad contiene implicancias normativas intrínsecas, porque nos permite

juzgar si las condiciones sociales son deshumanizantes o no. Sin este punto de referencia […] puede encontrarse una justificación para toda clase de organización política, incluyendo aquellas que colocan a ciertos grupos más allá del umbral de la humanidad (Archer 2009, 382)11.

Dependiendo de cómo entendamos nuestras tareas científicas podríamos decidir o no explicitar en detalle estas consecuencias normativas pero, en cualquier caso, son integrales al funcionamiento de la sociología. En tanto idea regulativa, este principio de humanidad hace evidente que la investigación sociológica trata a todos los seres humanos como igualmente equipados para crear y recrear la vida social y esa es la razón que explica por qué importa tanto que no podamos escoger, ni alterar a voluntad, los contextos fundamentalmente desiguales y socialmente creados dentro de los que ejercemos estas capacidades. La sociología busca entender las experiencias de cambio, variabilidad y conflicto en que las distintas formas de la vida social están organizadas. Pero solo reconocemos distintos escenarios sociales como sociales porque somos capaces de retrotraerlos a nuestra pertenencia humana común: en cualquiera de las historias sociológicas que contamos, los sujetos que participan de ellas bien podríamos haber sido nosotros. Es la empatía humana antes que la socio-cultural la que hace posible el trabajo sociológico.

En resumen, entones, el principio de humanidad de la sociología sostiene una orientación universalista en tres planos: conceptualmente, puesto que todos los seres humanos son igualmente capaces de crear y recrear la vida social; metodológicamente, puesto que el conocimiento científico social es susceptible de ser traducido a través de distintos contextos históricos y culturales; y, normativamente, puesto que ofrece la oportunidad de evaluar si prácticas e instituciones sociales favorecen o socavan el desarrollo de aquellas propiedades fundamentales que son constitutivas de nuestra humanidad común. El principio de humanidad es la condición de posibilidad del conocimiento sociológico; es el ideal regulativo propio de la sociología.

III.

Este principio de humanidad de la sociología hace evidente la tensión entre su compromiso explícito, con el carácter en gran parte construido de la realidad social, su énfasis en el cambio histórico, la variabilidad sociocultural y el desacuerdo normativo, y el requerimiento más bien implícito de que la unidad de la especie humana es un hecho pre-social. Si la estructura cognitiva de la sociología depende igualmente del estatus emergente de lo social y de un principio de humanidad que es independiente de las fuerzas sociales, entonces esta clarificación contribuye tanto como desafía al proyecto intelectual de la sociología como un todo.

En este sentido, Reinhard Bendix ha planteado que, a medida que progresan y se vuelven cada vez más exitosas en la producción de conocimiento empírico de la sociedad, «[l]as ciencias del hombre han crecido en conjunto con una visión escéptica de la naturaleza humana, y esta última plantea preguntas sobre la utilidad del conocimiento social» (Bendix 1970, 58). Mientras más agudo se vuelve el científico social en comprender la realidad social, más difícil es seguir creyendo en su perfectibilidad; mientras más aprendemos sobre cómo funciona la sociedad, más nos damos cuenta de lo difícil que es cambiarla. Esta conciencia sobre nuestra propia falibilidad humana socava la confianza colectiva en la razón como aquella capacidad humana central que puede conducirnos a alguna clase de progreso social. Bendix habla entonces de una tensión entre las justificaciones explícitas con las que las ciencias sociales buscan legitimidad, a saber, su promesa de que ellas son efectivamente capaces de contribuir al mejoramiento social, y un efecto colateral, mayormente indeseado, de la investigación social: el hecho de que la naturaleza humana es, en última instancia, inconmensurable en relación con la vida social: la realidad social no cambia de acuerdo a las predicciones de las ciencias sociales y la naturaleza humana difícilmente llega a cambiar. Bendix (1970, 11) anticipó el desafío irracionalista que desde entonces se ha convertido en corriente principal de la sociología: el argumento de la naturaleza humana como algo que no puede ser socialmente alterado (al menos no a voluntad), se ha convertido, erróneamente, en descripciones reduccionistas de la vida social, del conocimiento científico y de nuestra propia humanidad común. Se confunde la independencia relativa de la naturaleza humana respecto de factores sociales con visiones reduccionistas que solo consideran los elementos irracionales de la humanidad, y con ello terminamos con concepciones de lo social y lo humano que están totalmente vaciadas de contenido normativo. Este irracionalismo es incapaz de dar cuenta de su propia posición y no deja tampoco espacio para comprender lo normativo como un aspecto relevante de la vida social misma.

La sociología contemporánea posiblemente se encuentra dividida entre una comprensión no-normativa de lo normativo (Abend 2008; Elder-Vass 2010; Turner 2010) y posiciones militantes que son altamente normativas en su orientación (Burrawoy 2005)12. La sociología filosófica sostiene que una comprensión no-normativa de lo normativo solo resuelve la mitad del problema, ya que únicamente da cuenta de su aspecto socialmente construido, pero toma también distancia de la sociología militante, porque para ella lo normativo se asume como evidente y no plantea un reto intelectual verdadero: la primera reduce lo normativo a aquello que la gente piensa que es lo normativo, mientras que la segunda, más que comprenderla reflexivamente, sabe de antemano en qué consiste la auto-clarificación normativa. En ambos casos, parece adecuado sostener que la corriente principal de la sociología se ha vuelto escéptica de su propia capacidad de pensar lo normativo como una dimensión autónoma de la vida social. Tal vez de forma paradójica, y por medio de argumentos explícitamente anti-positivistas, el constructivismo, el postmodernismo, el postcolonialismo y el globalismo, todos contribuyen a un objetivo clave que la agenda positivista tradicional nunca fue capaz de cumplir integralmente. Todos ellos terminan sosteniendo que nuestras disciplinas están, de hecho, mal equipadas para conceptualizar, no digamos proponer o criticar, preguntas normativas. Sin embargo, la situación actual va más allá de los sueños más extremos del positivismo tradicional porque, mientras que allí los desafíos normativos eran reales aunque ajenos a la propia investigación científica, nuestra situación contemporánea parece ser una amplificación ontológica del positivismo: lo social ha sido vaciado completamente de cualquier dimensión normativa. Podemos refrasear este asunto en términos del problema weberiano de la neutralidad valorativa de la ciencia social. Para Weber, nuestros compromisos científicos no nos salvan de tener que decidir qué debemos hacer en la vida social y política, puesto que el mundo moderno está poblado por demasiadas orientaciones de valor. El planteamiento contemporáneo, al contrario, es que ya no quedan valores en el mundo social y con ello se lo reduce a luchas de poder, negociación estratégica o políticas de la identidad, todas las cuales quedan desprovistas de cualquier orientación normativa. Aceptar la dificultad de tomar decisiones normativas y llamar entonces al imperativo de la responsabilidad personal para tomar decisiones –ese es, finalmente, el dilema de Weber– es completamente distinto (y por cierto también más desafiante) que buscar estratégicamente cualquier argumento disponible para defender aquello que es bueno para nosotros.

Por lejos, la posición más influyente en la sociología contemporánea es la de Pierre Bourdieu13. En su compromiso con causas políticas, Bourdieu se relaciona constantemente con preguntas normativas. Pero él no conceptualiza la normatividad sociológicamente, ella no queda incluida en su teoría como una dimensión real del mundo social, porque el conflicto, el poder y las luchas le dan forma a su ontología de lo social: «la particularidad de la sociología es que toma como su objeto a los campos de lucha –no el campo de la lucha de clases, sino que el campo de las propias luchas científicas. Y el sociólogo ocupa una posición en estas luchas» (Bourdieu 1994, 10). La motivación normativa de su sociología militante es que los intereses de los actores menos poderosos deben ser favorecidos en contra de los actores que concentran el poder. Los sociólogos pueden ser vistos como un amplificador reflexivo con cuya ayuda los actores subordinados consiguen hacer avanzar sus intereses en cualquier campo y cada vez que sea necesario. Mi problema no son las opciones políticas de Bourdieu, sino su indiferencia ante la necesidad de la auto-clarificación normativa en la vida social (Honneth 1986). De hecho, en términos de concepciones de la naturaleza humana, Bourdieu acepta sin problemas que la sociología

 

inevitablemente apela a teorías antropológicas […] solo puede progresar verdaderamente sobre la condición de hacer explícitas estas teorías que los investigadores siempre traen a colación […] y que generalmente no son más que la proyección transfigurada de sus relaciones con el mundo social (Bourdieu 1994, 19)

Mientras más exploramos la conexión entre concepciones de lo social y de la naturaleza humana en la sociología de Bourdieu, más claramente surgen concepciones reduccionistas sobre la primacía de intereses y luchas. Ellas son entonces las que lo conducen a una concepción irracionalista de lo social:

hay una forma de interés o función que yace detrás de cada institución o práctica […] la magia específicamente social de una institución puede constituir casi todo como un interés y como un interés realista, por ejemplo, como una inversión (tanto en el sentido económico como en el psicoanalítico), que es objetivamente recompensado, más o menos en el largo plazo, por una economía (Bourdieu 1994, 18).

Volvamos ahora a las crisis que mencioné en los párrafos iniciales de este capítulo. Empíricamente, la sociología de Bourdieu predice que siempre habrá ganadores y perdedores (recordemos: hay intereses detrás de cada práctica e institución); normativamente, la sociología anticipa también de qué lado debieran estar nuestras lealtades como sociólogos. Los actores con más poder toman ventaja de sus posiciones privilegiadas porque esto es lo que todos haríamos (¿todos han hecho alguna vez?) en circunstancias similares. Si las relaciones de poder cambian, otros actores tomarán su lugar, harán cosas similares y, eventualmente, pecarán de vicios similares. Puede que la sociología de Bourdieu contribuya a la descripción estructural de estas crisis, pero su enfoque resulta insuficiente porque los fenómenos sociales no pueden ni deben ser siempre y necesariamente entendidos en términos de ganadores y perdedores. Además, él no puede ver los aspectos clave respecto de lo que está normativamente en juego en cada una de estas instituciones ni qué rol juegan los factores normativos en estas crisis. De hecho, esta incapacidad va más allá de la sociología de Bourdieu, puesto que concepciones irracionalistas de la naturaleza humana, que se centran en nuestros impulsos innatos, autenticidad primordial y negociación estratégica, son igualmente incapaces de captar cómo entran en juego las preguntas normativas en la sociedad. Estas descripciones, que carecen de una comprensión normativa de la vida social, son la contribución no buscada de la sociología a nuestro malestar social contemporáneo; son la propia distopía autocumplida de la sociología: no tomamos en cuenta factores normativos como parte de lo que tenemos que explicar sociológicamente ya que nuestras ontologías de lo social no permiten un espacio tal para lo normativo. Por el contrario, me parece que una explicación de las crisis contemporáneas sí debe incluir sus aspectos normativos pero, para que lo normativo emerja como un aspecto autónomo de la vida social, necesitamos de un principio de humanidad no reduccionista.

Permítanme ahora, brevemente, justificar un poco más algunos de estos argumentos programáticos en relación con el campo de la emergente sociología de los derechos humanos (Cushman 2012). De partida, históricamente, la sociología de los derechos humanos aún necesita explorar de modo más exhaustivo sus conexiones con la Ilustración y la tradición del derecho natural (Fine 2009, Capítulo 5). Esto resulta sociológicamente importante en términos de la clarificación de las concepciones de dignidad humana que dan soporte a los derechos humanos (Habermas 2010), así como de las tensiones entre los derechos humanos y la soberanía popular como fuentes co-originales de la legitimidad normativa moderna (Habermas 2005). Sin duda tenemos que enfrentar el desafío relativista que proviene del hecho de que, como todas las instituciones sociales, los derechos humanos son siempre y necesariamente interpretados socialmente (Anleu 1999; O’Byrne 2012). Y está también el problema de su insuficiente implementación práctica, así como su éxito solo parcial en términos de sus propios estándares normativos (Morris 2010; Nash 2009). La clave aquí es que las críticas que he planteado contra las conceptualizaciones no normativas de lo social aplican igualmente a ideas no normativas de los derechos humanos; en tanto éstos no pueden ser justificados sobre la base de fundamentos puramente particularistas (Waters 1996), sus fundamentos universalistas deben hacerse cada vez más sofisticados (Donnelly 2003; Young 2003). La contribución de la sociología filosófica puede hallarse entonces en el desentrañamiento de las interconexiones entre el fundamento antropológico de un principio de humanidad que se mantiene pre-social y sus siempre ambivalentes actualizaciones sociales y culturales.

Al interior de la sociología, Bryan Turner ha ofrecido un principio de este tipo: nuestra constitución corporal y fragilidad humana son las dimensiones pre-sociales y universales de nuestra humanidad común, que pueden servir como el umbral universalista a partir del cual es posible evaluar las instituciones sociales y, desde ahí, fundamentar los derechos humanos (Turner 1993, 2006a). A lo largo y ancho de la historia, y en todas las culturas, los seres humanos hemos desarrollado la idea de que ciertas prácticas e instituciones son causa de miseria para otros seres humanos y que, por ello, estas deben ser evitadas y rechazadas (Moore 1972). Los derechos humanos son definidos a través de una principio de humanidad que articula estos elementos trascendentales o pre-sociales a medida que se van actualizando en diversos escenarios sociales; o, para decirlo de otro modo, una idea inmanente del orden social requiere de una representación de su propia trascendencia interna: todos los seres humanos individuales están igualmente dotados con los mismos atributos antropológicos, los que entonces son desigualmente actualizados en los contextos sociales y culturales que los humanos crean mediante su vida en común (Nussbaum 2006). La normatividad de los derechos humanos solo puede justificarse en relación a un universal, pero ella es vivida y actualizada en los detalles particulares de nuestras formas de organización social realmente existentes; su normatividad resulta inmanente porque solo tiene lugar en sociedades concretas, pero es también trascendental en términos de nuestra habilidad innata de reconocer a los otros, y a nosotros mismos, como miembros de la misma especie humana. El principio de humanidad plantea límites cognitivos respecto de cómo explicamos la sociedad y también límites normativos respecto de lo que es aceptable en la sociedad. Abarca una tensión entre justificaciones inmanentes, que hacen a los argumentos racionalmente aceptables, y los fundamentos trascendentales que los vuelven obligatorios.

IV.

Ofrezco la idea de sociología filosófica como una invitación a aceptar la necesidad de un mayor autocontrol normativo como un componente permanente de las tareas científicas de la sociología. Para explicar a qué me refiero exactamente, quisiera concluir con tres justificaciones adicionales.

Primero, como se ha dicho, lo que convierte la operación disfuncional de instituciones en crisis sociales más generales no son solo las consecuencias materiales de estas crisis, sino también sus déficits normativos. Comprender la legitimidad erosionada de estas instituciones es una tarea central de la investigación sociológica, pero esto solo es posible si lo normativo es conceptualizado explícitamente como normativo; es decir, como un momento autónomo de la vida social. Una lección clave de la escalofriante descripción del juicio de Adolf Eichmann por Hannah Arendt (2006) es que no existe un quiebre ontológico radical entre los perpetradores y las víctimas: puede que algunos hubiesen actuado distinto en circunstancias similares, pero muchos (posiblemente la mayoría) no lo habrían hecho. Concepciones reduccionistas de la naturaleza humana hacen más fácil desviar la atención de aquello que está normativamente en juego: cómo y por qué otros seres humanos actuaron bajo circunstancias particularmente difíciles. Para que lo normativo pueda emerger como dimensión autónoma, necesitamos que la sociología observe qué más, aparte de consideraciones hedonistas, egocéntricas o cínicas, está en juego para los actores sociales: aun si el universalismo no es todo lo que necesitamos a fin de comprender lo normativo, la dimensión normativa de la vida social no puede ser conceptualizada adecuadamente sin un principio universalista de humanidad.

Segundo, las consideraciones normativas se hacen sociológicamente visibles en la medida en que nos preguntamos por qué ciertos intereses son importantes para los propios actores. Debemos desentrañar aquello que está normativamente en juego tras sus decisiones estratégicas en términos de sus concepciones de lo bueno, la justicia, la democracia o la libertad. Así, por ejemplo, los movimientos nacionalistas pueden justificar sus demandas separatistas a partir de principios tanto democráticos como xenofóbos y este tipo de clarificación normativa resulta central para la investigación sociológica (Mann 2005; Capítulo 4). Las gramáticas modernas de justificación no son meras racionalizaciones de intereses materiales y posiciones de poder, sino que se basan en ideas de humanidad común que se conectan a concepciones de justicia socialmente diferenciadas (Boltanski y Thévenot 2006). Las cosas que importan a las personas son subjetivamente importantes para ellos porque les hablan de las potencialidades y limitaciones que son comunes a todos los seres humanos (Sayer 2011).

Tercero, los seres humanos tenemos la habilidad común de representarnos a nosotros mismos en el mundo en que vivimos mediante la imaginación de nuevas instituciones y reglas, así como anticipando estados ideales frente a problemas que sabemos que tal vez nunca tienen solución definitiva. Pero, para que podamos desarrollar estas conceptualizaciones, debemos aún cuestionar los tabús culturalistas y construccionistas de la sociología contemporánea: los seres humanos poseen sentido transcultural y transhistórico de «auto-trascendencia»: llegamos a comprender el mundo en que vivimos al imaginarnos que uno mejor es de hecho posible (Archer 2009; Joas 2000; Voegelin 2000b, Capítulo 2). La vida social transcurre en la medida que los seres humanos negociamos aquello que queremos, podemos y debemos hacer. La relación tensional entre deseos, oportunidades y demandas que constituye la plasticidad se mantiene siempre problemática para las ciencias sociales porque son un momento constitutivo de la condición humana como algo simultáneamente individual y social.

Podemos, y por cierto, debemos reflexionar sobre ciborgs post-humanos, actantes no humanos, culturas materiales y transformaciones biopolíticas, y puede que eventualmente tengamos que redefinir nuestras ontologías de lo humano y lo social en consecuencia (ver Excurso 2). Pero la sociología filosófica ofrece el recordatorio de que, primero, aún no entendemos del todo qué ideas de lo humano están en operación en nuestras conceptualizaciones de lo social y, segundo, que todas estas observaciones importan sobre la base de una intervención humana anterior y sistemática; nos preocupamos por ellas debido a sus consecuencias sobre la vida humana y social. La perenne tensión entre descripción y normatividad de la sociología debe explicarse, en última instancia, porque nos referimos a acciones y consecuencias humanas, a la reducción o expansión de oportunidades en nuestras propias vidas humanas. El postmodernismo, el globalismo y el postcolonialismo, todos han contribuido al descentramiento político y epistemológico de demandas universalistas espurias. Y aun así, a medida que sus argumentos han sido usados y abusados, su crítica comienza a parecer agotada e inconsecuente. Si la crítica sociológica ha de mantenerse, necesitamos reconsiderar antes que abandonar la pregunta por el universalismo en las ciencias sociales. La sociología filosófica es una invitación a intentar comprender de modo más completo quiénes son los seres humanos que habitan el mundo social.

 

3 La tradición alemana de la antropología filosófica está asociada, durante las décadas de 1910 y 1920, con los trabajos de Ernst Cassirer (1977) y Max Scheler (2009) y, con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, con los nombres de Arnold Gehlen (1980), Helmut Plessner (1970) y Helmut Schelsky (Heidegren 1997). La diferencia entre ambas generaciones es, sin embargo, crucial: Cassirer y Scheler están comprometidos con la tradición universalista de la Ilustración en un modo que resulta ajeno a autores como Schelsky y Gehlein. Para mayor discusión, véase Honneth y Joas (1988), Heidegren (1997) y Magerski (2012).

4 Otra fuente importante, que no puedo seguir aquí, es la idea de biología filosófica de Hans Jonas (2001, 83, 92) que busca reunir, por medio de un concepto de libertad, la antropología filosófica con una filosofía de la naturaleza (Chernilo 2017a, 111-133; 2017b).

5 Sobre la visión de la sociología de Tönnies como un proyecto dual, normativo y descriptivo, véase Bond (2013)

6 Del mismo modo, véase la discusión sobre la «metafísica sociológica» de Simmel en Harrington y Kemple (2012).

7 Una discusión más exhaustiva del trabajo de Löwith está disponible en Chernilo (2011, 75-101).

8 Una excepción notable es el trabajo de Dennis Wrong (1977, 55–70; 1994, 14–36, 70–109)

9 El reciente giro postcolonial ha vuelto consciente a la sociología de que estas son dificultades reales (Gutiérrez-Rodríguez et al. 2010). Pero si se sostiene dogmáticamente un rechazo a entregarle valor normativo alguno a una concepción universalista de la humanidad, ello conduce a consecuencias no sólo contraproducentes sino autodestructivas (Cadenas 2018)

10 Sobre ideas e ideales regulativos, véase, de modo paradigmático, Kant (1973, 485–86). Respecto a cómo los ideales regulativos son efectivamente operativos en la investigación social, véase Emmet (1994). He discutido el rol de los ideales regulativos para la sociología en Chernilo (2007, 25-32; 2011, 27-45).

11 Para una elaboración mayor de estas ideas, véase Archer (2000). He discutido en detalle tanto la orientación antropológica de Parsons como la de Archer en Chernilo (2017a, 87-110 y 181-205).

12 La colección de Hitlin y Vaisey (2010) estudia este campo con la intención de rectificar el déficit de la sociología al conceptualizar lo normativo.

13 Para el 11 de octubre del 2018, Bourdieu era el sociólogo más citado en Google Scholar con cerca de 650.000 citas. Marx y Weber vienen en segundo y tercer lugar respectivamente y sus citas combinadas están muy por debajo de las de Bourdieu.