Sociología filosófica

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Sociología filosófica

Hechas estas aclaraciones generales, puedo ahora definir el programa intelectual de la sociología filosófica como un enfoque que busca explicar las concepciones de lo humano y de la naturaleza humana que están en operación, pero por lo general permanecen implícitas en el mundo social.

1. La sociología filosófica toma la antropología filosófica como punto de partida. En su mejor versión, por ejemplo en Ernst Cassirer (1977), la antropología filosófica que surge a inicios del siglo XX es un intento por re-unir el conocimiento científico y filosófico sobre qué es un ser humano. En espíritu y forma, pero también en contenido y contexto, la antropología filosófica se posiciona en la encrucijada crítica donde se espera que conocimiento científico y filosófico sean aun capaces de unificación incluso si apuntan ya en direcciones distintas, cuando no opuestas. Incluso si este requerimiento de unificación no se cuestiona, y en ocasiones eso sí sucede, la exigencia de reunión se hace no solo en clave epistemológica sino también en clave ontológica. Este enfoque dual sobre los seres humanos es resultado, y debe mantenerse, en razón de la propia dualidad de la condición humana: los seres humanos son en parte cuerpos vivos que están controlados por sus necesidades, emociones y adaptación físico-química al mundo y son también seres conscientes que se constituyen mediante sus intuiciones intelectuales, estéticas y, por cierto, morales (Cassirer 2000).

2. Esta tensión entre ciencia y filosofía, entre cuerpo y alma, se expresa también en una de las ideas centrales de la antropología filosófica: la naturaleza humana. En la modernidad, las referencias a la naturaleza son siempre sospechosas: ¿qué es la naturaleza? ¿Existe tal cosa como una «naturaleza prístina»? ¿Puede «la naturaleza» concebirse como la fuente a partir de la cual lo humano se constituye? Posiblemente la dimensión sociológicamente más importante en esta dirección la planteaba ya Hobbes (1996) ¿cuál es la relación entre lo natural y lo artificial donde lo primero refiere al individuo y lo segundo a lo social? Estas preguntas sobre la naturaleza conducen a la sociología hacia un territorio ambiguo: por un lado, las ideas de causalidad, diferenciación y evolución son muy importantes en la tradición sociológica en general (es decir, no solo para el funcionalismo); por el otro, la relación de la disciplina con la biología y la genética, en tanto ellas desafían la idea de la autonomía de lo social, no es precisamente fluida (Fuller 2011; Rose 2013). Algo similar puede decirse respecto de las ideas de naturaleza humana, que anteceden con mucho el surgimiento de la imaginación científica moderna y son parte crucial de la tradición filosófica. En este caso, la noción de naturaleza invoca ideas distintas como estabilidad, características constitutivas y realización plena; se refiere a las propiedades intrínsecas del ser y a su relación teleológica con fines que le son inmanentes y través del cual se constituye. Por cierto, en este contexto, las ideas de naturaleza humana van más allá de la demostración filosófica convencional y adoptan un giro más bien especulativo: reflejan, y contribuyen a articular de manera explícita, respuestas a la pregunta sin respuesta qué son los seres humanos puesto que ellas no pueden nunca justificar realmente de dónde proviene la especificidad de la condición humana.

3. Si mantenemos a la vista la intuición original de que la antropología filosófica intenta reunir el conocimiento científico y filosófico sobre qué es un ser humano, es entonces evidente que el desafío «biológico» no es autoexplicativo sino que solo se hace visible mediante elaboración filosófica. Más aun, el valor de verdad de esta crítica viene de la mano de desarrollos empíricos sustantivos y se sustenta sobre todo en el éxito tecnológico de las neuro-tecno-ciencias. En alguna medida, la sociología contemporánea se enfrenta al dilema clásico del advenedizo: entre más busca demostrar que ya pertenece definitivamente al establishment intelectual más dolorosa le resulta la crítica que se hace aun a su estatuto científico. La nueva tendencia de escritos «post» o «anti-humanistas», lejos de ofrecer una separación con la tradición que estoy describiendo, pertenece claramente a ella (Braidotti 2011; Haraway 1991). Sus contenidos específicos y estilo son por supuesto distintos, pero sus preocupaciones por la unidad interna del genero humano, en qué medida los seres humanos son únicos en relación con otros seres vivientes, y cuán susceptible es la naturaleza humana a distintas formas de manipulación social, son todas preguntas que forman parte del repertorio clásico de preocupaciones de la antropología filosófica. Encontramos aquí más que un eco de las críticas anteriores al humanismo en Nietzsche (2008), Heidegger (2006) o Lyotard (1993). De hecho, la pregunta fundamental es exactamente la misma: en qué medida los desarrollos de la tecnología moderna ponen fin al ser humano tal y como lo conocemos. O, dicho de otra manera, en qué medida la idea misma de humanidad ha sido siempre solo una ilusión. En la corriente principal de la sociología, esta posición se repite en las afirmaciones crecientemente excéntricas de Bruno Latour (2013) sobre la necesidad definitiva de una ontología radicalmente nueva que abandone la distinción entre humanos y no-humanos. Este género se constituye entonces mediante su propia combinación de argumentos en parte científicos y en parte especulativos (más no necesariamente filosóficos). Así, incluso el escepticismo sobre la posibilidad de fundamentar valores universales, nos recuerda periodos anteriores de la antropología filosófica a mediados del siglo XX. Por mi parte, sostengo que es preciso invertir su pretensión de originalidad –y no solo porque no hay nada menos original que una pretensión tal de novedad–. Este tipo de interrogación es en realidad paradigmática de la tan humana frustración con la frustrante inevitabilidad de la pregunta ¿qué es y cómo se reconoce a un ser humano?

4. Este giro o reacción naturalista debe tomarse con cuidado: el naturalismo tiene desde hace ya un tiempo mala reputación en la filosofía y las ciencias sociales. Al naturalismo se lo critica, por un lado, porque incluso la tesis de que los seres humanos tienen realmente una naturaleza biológica no permite afirmar después que es ahí reside el corazón de aquello que nos hace específicamente humanos por oposición a otras especies vivas. El problema no radica en la delimitación de necesidades o disposiciones humanas básicas sino que estos argumentos empobrecen y hacen más estrechas nuestras concepciones de lo humano: del hecho de que la autoconservación sea prerrequisito para la emergencia de las instituciones sociales no se sigue que la competencia es el valor social fundamental o que allí radica el núcleo de aquello que nos constituye como seres humanos que viven en sociedad. Una segunda crítica al reduccionismo naturalista depende de la primera y sostiene que el naturalismo falla porque es incapaz de dar cuenta de las ideas que le sirven de base. Sin importar si la entendemos como una empresa científica, religiosa o filosófica, la pregunta sobre qué nos hace humanos se sostiene en intuiciones intelectuales y morales que no son reducibles a cuestiones biológicas o relaciones causales. La crítica es distinta a aquella que se centra en si la autonomía de la conciencia puede o no comprenderse, científicamente, como un fenómeno emergente a partir de interacciones neuronales. Dice más bien relación con el hecho de que las motivaciones universalmente humanas que son constitutivas de la ciencia, la filosofía, el arte o la religión no pueden incluirse en el conjunto relativamente estrecho de actividades humanas que son esenciales desde el punto de vista de la adaptación física y reproducción material de la especie. Estas motivaciones no responden a una concepción causal de las relaciones en el mundo natural sino que son ideales en un sentido que es difícil, o derechamente imposible, captar científicamente.

5. Si usamos a Pierre Bourdieu (1994) como caso paradigmático de la sociológica contemporánea, es instructivo que la relación algo paradójica entre materialismo y constructivismo de su teoría se traduzca en su obra en el tipo de «clausura a las ideas» que es propia del naturalismo reduccionista. La sociología reproduce con ello las versiones más débiles de ese naturalismo. El desarrollo de la física y ciencias naturales modernas, que comienza en el siglo XVII, se basa en la idea de un cosmos cuyos elementos materiales son inertes. La idea de un mundo natural conformado materialmente pero desprovisto de agencia es trasladada por Bordieu al mundo social, que se entiende como un dominio autónomo poblado por varios «campos», «fuerzas», «causalidades» y «diferenciales de poder». Pero mientras que es relativamente claro por qué un mundo donde prima la causalidad (y por tanto no tiene ideas) puede funcionar en el caso del universo físico o natural, ello no es así en el caso de la vida social. Bourdieu nos devuelve a una situación pre-clásica: mientras que los sociólogos de primera generación intentaron dar cuenta de las relaciones entre factores ideales y factores materiales, y se quebraron la cabeza intentando resolver este problema, la situación actual es que el asunto ha sido abandonado y se reproduce simplemente una versión paradójica del argumento naturalista. Incluso si hay agentes en el mundo social, ellos solo reconocen y se movilizan por sus intereses, identidades y estrategias: son agentes sin ideas. El precio por este reduccionismo lo paga la sociología en su incapacidad para explicar la posición de los valores que son centrales para los rendimientos funcionales de las distintas instituciones sociales: cuando los bancos velan por sus propios intereses y no los de sus clientes, es decir, cuando descuidan sus tareas normativas, sufren también los resultados funcionales de sus operaciones.

 

6. La sociología filosófica toma a la filosofía como un recurso fundamental, pero asume también que la filosofía contemporánea puede continuar solo a partir de la renuncia a su pretensión fundacional de controlar el desarrollo del conocimiento humano. Mal que mal, ese es un reconocimiento común a filosofías tan disimiles como las de Adorno (2007), Habermas (1990b) y Sloterdijk (1987). Las proezas empíricas y tecnológicas de las ciencias modernas permiten la continuación de la filosofía porque su promesa de transformarse en el marco general de todo conocimiento ya no está disponible (Por cierto, a través de las humanidades y las ciencias sociales la misma crítica a la filosofía está disponible en relación con el conocimiento sobre el mundo humano). La testaruda necesidad de la antropología filosófica radica en su tan humana particularidad en tanto búsqueda de aquello que compartimos como seres humanos. Una universalidad verdadera no está al alcance de los seres humanos sino que, en caso de existir, es resorte de aquellos seres racionales puros que tal vez ya no habitan el mundo moderno y que, si aún existen, hace 200 años ya nos decía Kant (1997) que no guardan mayor relación con los seres humanos. El intento por comprender la vida humana por medios puramente humanos continúa porque sigue estando incompleto y debe continuar porque no tiene fin: se lo lleva a cabo no a pesar sino precisamente porque es siempre y necesariamente nuestra segunda mejor opción (Blumenberg 2011).

7. En la delimitación de un campo para la sociología filosófica, es claro que ella no sustituye la investigación sociológica empírica; tampoco la concibo como una filosofía fundacional con intención necesariamente critica. Sostengo, sin embargo, que las ideas de lo humano operan como marco de referencia normativo para la vida social. Este marco puede entenderse como trascendental en un sentido delgado, es decir, como límites a aquello que es posible y tal vez también deseable en la sociedad; es trascendental en un sentido medio, puesto que puede influenciar lo que sucede en la sociedad solo a través de la propia sociedad, y es trascendental también en el sentido fuerte de que las fuerzas sociales no pueden sin más alterarlas. Estas ideas de lo humano crean las condiciones para el despliegue de la vida social sin ella misma estar en condiciones de actuar directamente sobre la sociedad. Pero un componente igualmente importante de nuestras concepciones de lo humano es que las ideas de justicia, identidad, dignidad o vida buena tienen ellas mismas existencia universal: todas invocan la capacidad específicamente humana de descentramiento, la posibilidad de abandonar la perspectiva de la primera persona y apuntar a un principio de imparcialidad como ideal regulativo. El valor normativo de estas ideas no puede reducirse a factores materiales sino que siempre vuelve, y por ello también depende, de nuestras concepciones sobre en qué consiste ser humano.

La cita de Robert Fine que sirve de epígrafe a esta introducción apunta a que, más que tradiciones o incluso formas de conocimiento radicalmente distintas, con la filosofía y la sociología estamos en presencia de sensibilidades diferentes donde una nos alerta a los excesos y déficits de la otra. Como en un cuadro o sinfonía, son finalmente los contrastes los que dan vida, y permiten realzar, las características distintivas de cada elemento.

Los capítulos que componen este libro

Como ya mencioné, los textos aquí reunidos fueron publicados ya como artículos independientes. Sin embargo, han sido íntegramente revisados para su publicación en este volumen y no son reediciones literales de esas versiones originales. Me he tomado la libertad de reescribir, eliminar o agregar párrafos o referencias bibliográficas.

El texto está divido en dos partes. La primera parte, «Teoría», reúne cuatro ensayos y un excurso que buscan explicitar cómo entender las relaciones entre sociología y filosofía. El capítulo 1 ofrece el argumento más general sobre la idea de sociología filosófica y para ello establece las coordenadas intelectuales en que ella se inserta, explica algunos de los usos posibles de las ideas de lo humano en las ciencias sociales contemporáneas y ofrece también un ejemplo sobre sus potenciales de aplicación en relación con algunos debates recientes sobre derechos humanos. El capítulo 2 también intenta explicar la idea de sociología filosófica, pero sigue un camino distinto: por un lado, se ofrece una narración estilizada de la historia de la pregunta por lo humano en las ciencias sociales y las humanidades de los últimos 100 años, desde el surgimiento de la antropología filosófica en las primeras décadas del siglo pasado hasta el debate contemporáneo sobre poshumanismo, realismo crítico y el enfoque de las capacidades. Por el otro, se introducen un conjunto de propiedades antropológicas a partir de la cuáles sería posible conceptualizar la normatividad social: la autotrascendencia, la adaptación, la responsabilidad, el lenguaje, las evaluaciones fuertes, la reflexividad y la reproducción de la vida (estas son las propiedades antropológicas que se discuten en detalle en mi libro Debating Humanity). Como se trataba de un texto inusualmente breve, el Capítulo 2 es el texto que he intervenido más significativamente.

El capítulo 3 despliega la dualidad del enfoque sociológico-filosófico que estoy impulsando al mostrar que, para comprender las principales dimensiones sociológicas de las relaciones entre nacionalismo y cosmopolitismo, es preciso preguntarse también por cómo ellas tienen lugar en la inefable dialéctica moderna entre universalismo y particularismo. Se ofrece así un ejemplo concreto a partir del cual explorar los rendimientos tanto descriptivos como normativos de combinar ambas perspectivas. El capítulo 4, escrito en coautoría con Rodrigo Cordero y publicado aquí con su autorización, usa el enfoque de la sociología filosófica para comprender distintos debates sobre la secularización. Partiendo de la premisa de que la pregunta por la secularización es otra forma de interrogar la pretensión de autonomía de las sociedades modernas, ese capítulo busca capturar una ambivalencia fundamental de estos órdenes sociales: la necesidad de la sociedad de organizar sus prácticas e instituciones siguiendo reglas propias, así como de justificar racionalmente los valores en los que tales prácticas e instituciones descansan (incluso cuando ellas fracasan en estar a la altura de esos valores). Esta primera parte se cierra con un excurso sobre las relaciones entre sociología y humanismo a partir de la reseña de dos excelentes libros recientes donde, desde perspectivas muy distintas, se intenta reflotar ese vínculo. Tanto desde el paradigma filosófico del pragmatismo norteamericano como para el caso de la teoría crítica de Frankfurt (representada aquí en la obra de Erich Fromm), lo que aparece es la idea de una sociología filosóficamente informada y orientada hacia los problemas normativos más significativos del presente.

La segunda parte del libro, «Intervenciones», busca desplegar, en debates contemporáneos específicos, las intuiciones generales que se ofrecen en la primera parte. Si la idea de sociología filosófica ha de tener rendimientos como programa intelectual, ello debe demostrarse en su capacidad para iluminar discusiones concretas. El capítulo 5 explora la forma en que Jürgen Habermas establece las relaciones entre filosofía y sociología en su propio trabajo. Dicho capítulo plantea la tesis de que si bien el pensamiento de Habermas está efectivamente inmerso en la tradición del derecho natural racional –lo que incluye sus justificaciones para el rol de la sociología en las sociedades modernas–, ello es posible únicamente porque Habermas se toma en serio la idea del horizonte postmetafísico de la modernidad: es decir, donde todo argumento es provisional y está sujeto a pruebas racionales o empíricas. El capítulo 6 utiliza la reciente traducción que Aldo Mascareño ha realizado del libro La Economía de la Sociedad de Niklas Luhmann para leer a Luhmann desde la perspectiva de la sociología filosófica. Junto con explorar algunos de los presupuestos antropológicos y normativos del sociólogo alemán, el capítulo reconstruye brevemente su teoría de los medios de comunicación simbólicamente generalizados para explorar el rol que la dimensión corporal –su anclaje simbiótico– juega en el caso de la economía a través del dinero y el problema de la satisfacción de necesidades.

El capítulo 7 está también centrado en un autor específico. El sociólogo norteamericano Robert Nisbet es una figura inusual en la historia de la disciplina en ese país por su proveniencia de clase trabajadora, el carácter abiertamente conservador de su pensamiento y la orientación historicista de su trabajo en una sociología que es fundamentalmente empírica. Ese capítulo despliega los elementos centrales de su pensamiento sociológico y político, a la vez que busca vincularlo con visiones similares como las de Karl Löwith y Leo Strauss. El capítulo 8 se centra en una literatura sociológica reciente que versa sobre el «problema constitucional». Ella busca trascender el nacionalismo metodológico de pensar las constituciones como ancladas necesariamente en las formaciones estatales y formas de organizar la vida política en su interior. El capítulo explora el tipo de presupuestos conceptuales y antropológicos que informan algunas de esas concepciones contemporáneas de los estudios en sociología constitucional con miras a explicitar sus fundamentos normativos. Al igual que la primera parte, esta culmina con un texto más breve donde se discuten las relaciones entre epistemología, ontología y normatividad en la obra de Bruno Latour. Para ello, me concentro en la publicación reciente de su Investigación sobre los modos de existencia, donde Latour entrega argumentos adicionales para explicar y justificar las decisiones más importantes de sus trabajos anteriores. La crítica que allí se ofrece debiera al menos mostrar las dificultades de todo orden que se gatillan a partir de una concepción antropológica como la suya, que se demuestra débil normativamente e inconsistente conceptualmente.

1 La orientación intelectual de Jonas se conoce como naturalismo ético y su concepto central es la idea de biología filosófica que, por supuesto, es tributaria de la idea de antropología filosófica de principios del siglo XX y es parte de la herencia que informa mi idea de sociología filosófica. Un análisis sistemático del pensamiento de Jonas está disponible en el Capítulo 4 de mi llibro Debating Humanity. Towards a Philosophical Sociology (Chernilo 2017a).

2 No es un argumento que esté en condiciones de desarrollar en detalle aquí, pero incluso la fenomenología de Husserl –el punto más alto del idealismo filosófico después de Marx– contiene también en su interior la intuición sociológica de que para lograr un entendimiento puro debemos comprender las cosas tal y como son. Es decir, la validez interna de la filosofía de Husserl se juega también externamente, en el afuera del «mundo de la vida». Cuando Heidegger radicaliza, o para otros traiciona, la fenomenología de su mentor, su desplazamiento es hacia una exterioridad aún más pronunciada: la disolución de la filosofía en filología que lleva a cabo Heidegger depende de una metafísica de la autenticidad. La vida buena del filósofo es entendida como una vuelta a la simpleza y la filosofía queda disuelta en esa búsqueda a un retorno a supuestos orígenes pre-filosóficos.