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Pero lo que le dejó profundamente inquieto a Víctor fueron las últimas palabras de Laura y que aún rebotaban en su cabeza: «Víctor, esto no termina aquí. Tú y yo tenemos aún una misión que hacer. Es por ti, por mí y por mamá». Laura lo dijo misteriosamente, llevándose a continuación el dedo índice a su boca como pidiendo silencio y discreción para continuar dándole un beso en la mejilla, desaparecer en busca de Mark y dejándole boquiabierto.

Por sus palabras, Víctor dedujo que era evidente que Laura había tramado algo, pero por el motivo que fuera no tuvo el coraje de concretárselo. Lo único que consiguió fue transmitir un mensaje que causaba un misterio y gran confusión.

¿Qué misión tenían que hacer Laura y él? Quizás se refería a una especie de venganza o represalia, como si su padre tuviera que pagar cuentas por el daño causado durante tantos años. O quizás emprender algo para rememorar la figura de su madre. Si lo que Laura pretendía era inquietarle, lo hizo de veras.

Cuando la lucha entre el sueño y el insomnio empezaba a caer en favor del primero, el sonido de un mensaje en su móvil espabiló a Víctor. Tras vomitar un insulto en voz alta propio de un fanático en un estadio de fútbol, leyó un mensaje de Johnnie: Cómo te va todo, don Juan. Espero que estés bien concentrado para el examen de Química de mañana. Anda, duerme con los angelitos.

«No me gustan los angelitos», pensó Víctor, «Y, joder, Johnnie, tenías razón, se me había olvidado totalmente el puto examen».

A Víctor le costó lo indecible levantarse de la cama al día siguiente para escribir un examen del que no tenía ni siquiera idea de a qué hora lo tenía. Aún con las legañas pegadas a los ojos, llegó por fin al colegio, y cuando ya estaba a punto de entrar en clase, vio como por el pasillo se acercaba su chica de ojos azules, con lo que su taciturno gesto tornó a una especie de sonrisa melancólica. Un chasquido de dedos detrás de él terminó por despertarle completamente.

—Joder, qué susto me has dado.

—Venga, tío, espero que me eches un cable en el examen —suplicó Johnnie—, sé que eres un máquina en Química, me siento al lado de ti, y vas soplándome las respuestas.

—Siento decepcionarte, no he dado ni clavo.

—Joder, Víctor, Víctor, ¿tan fuerte te ha dado lo de la tía esta que has sido incapaz de chapar para nosotros?

—Venga, haremos lo que podamos —dijo Víctor con firmeza entrando en la clase.

IV

Las semanas pasaron rápidamente y el final del año escolar llegó con la aparición del insoportable calor que se instaló en la ciudad con la intención de no irse en los meses venideros. Con el curso aprobado y a punto de finalizar, Víctor y Johnnie comentaban con un prospecto en la mano los múltiples eventos que organizaba la escuela en ese período prevacacional, y ya en el último descarte, salvaron el baile de fin de curso y el concierto de Los Jóvenes Talentos como acontecimientos a los que merecería la pena asistir. No estaban especialmente entusiasmados, de hecho no tenían ni pareja ni tocaban un instrumento con el que poder lucirse. Algo desmoralizados pero con el apoyo siempre del uno en el otro, decidieron que harían todo lo posible por poder asistir al menos al baile. Tenían un problema indisoluble: ¿qué chica querría ir con ellos a estas alturas de curso? Con seguridad todas ya habían encontrado a su respectivo. Y hubiera sido un tanto llamativo que ambos aparecieran de la mano, serían la comidilla para aquellos estudiantes que realmente pensaban que esa inseparabilidad conllevaba más que una simple amistad, pero la realidad es que a ambos les gustaban las chicas y no sería apropiado dar carnaza y propagar un rumor que no era cierto.

Johnnie tenía un as en la manga: estaba detrás de una chica desde principios de año, y esta parecía tener interés en él. Tan solo le faltaba un pequeño empujón de valor y hombría para declararse. Johnnie, al fin y al cabo, era en el fondo un tipo lanzado, con lo cual no le supondría un gran apuro dar el paso de pedirle ser su pareja de baile. Y en efecto, así sucedió, Beatriz, que así se llamaba ella, no solo accedió sino que empezaron a salir juntos.

Víctor se sintió de repente descolgado ante el triunfo sin parangón de su leal socio, sentirse solo de un día para otro no era plato de buen gusto.

Era evidente que su situación tenía una salida, pero le daba vértigo dar un paso que se veía como único e inevitable. Con Lucía el contacto en las últimas semanas se había reducido poco menos que a «Buenos días, ¿qué tal? Hasta luego» o a miraditas más propias de estúpidos adolescentes con resultados que rozaban el patetismo.

Víctor era más que consciente de que era su última oportunidad pues la llegada de las vacaciones de verano se convertiría en un distanciamiento imposible de poder ser retomado. Johnnie, que sabía perfectamente que Víctor estaba colgadísimo de ella, le animó a que se dejara de complejos imaginarios que le frenaban continuamente. Víctor se encontraba literalmente contra las cuerdas, sabía que Johnnie llevaba toda la razón del mundo, y por fin se convenció y se prometió que de esa semana no pasaría sin pedirle a Lucía ser su pareja de baile. La idea de que ella ya tuviera a su pretendiente le atormentaba y ya no podía dejar pasar más el tiempo.

Era viernes y Víctor se había decidido abordar a Lucía con todas las consecuencias. Lo consideraba el mejor día de la semana, se decía que es cuando la gente está de mejor humor y de hecho pensaba que era una especie de antesala antes del paraíso llamado fin de semana. Ese viernes de mediados de junio, esperando a que viniera el profesor de Química en la penúltima hora del día, apareció la altiva secretaria del centro anunciando que la clase se suspendía por enfermedad de don Roberto. Una gran algarabía no se hizo esperar entre los alumnos y en seguida se formaron grupos para charlar, jugar a las cartas o sencillamente armar un poco de alboroto.

Johnnie escrutó a Víctor de tal forma que no dejaba dudas del mensaje que quería trasladar. Víctor le desvió la mirada y miró de soslayo en dirección a Lucía, la cual hablaba animadamente con Carlota. Ambas se encontraban un tanto alejadas del resto de los corrillos, con lo que ya no le quedaba ninguna excusa para hacer lo que tenía que haber hecho hace ya mucho tiempo.

Con ánimo decidido se levantó y se plantó delante de ella en un abrir y cerrar de ojos. Carlota, que había visto cómo se acercaba, dio tal codazo a Lucía que casi le rompió dos costillas, por lo que su propósito, advertirle de que Víctor se acercaba, fue un éxito rotundo. Víctor respiró hondamente y se quedó mirándola fijamente. Y sin poder controlar el volumen y el tono de su voz emitió un «Hola, Lucía» tan alto que dejó enmudecida al resto de la clase.

El tiempo puede ser en momentos de la vida el mejor de los aliados o el enemigo más feroz contra el que es imposible combatir. En ese preciso instante, los segundos no pasaban y Víctor hubiera deseado estar en el lugar más escondido de la faz de la tierra y no salir de allí hasta que el resto del mundo se extinguiera.

Lucía, inteligente como era y viendo el apuro por el que estaba pasando su presunto Casanova, reaccionó de una manera inesperada. Se levantó, y, cogiéndole de una mano, salieron al pasillo dejando al resto del personal con la boca abierta y sin invitación para asistir a la representación que iba a tener lugar afuera.

En el pasillo del colegio reinaba siempre el silencio cuando tenían lugar las horas lectivas. Y ese silencio fue el único testigo del beso entre Víctor y Lucía. Fue el beso con el que habían soñado en muchas noches solitarias y evocadoras de anhelos incumplidos.

El hechizo se deshizo cuando sus labios se separaron y ella se dirigió hacia él con un reproche nada soterrado:

—Ay, Víctor, Víctor… ¿Por qué ahora? Te he estado esperando todo este tiempo y vienes precisamente en un día como hoy. ¿Por qué justo a final de curso cuando ya no nos volveremos a ver?

—¿Qué quieres decir que ya no nos volveremos a ver? Bueno, el verano es largo pero septiembre está allí… esperándonos —observó Víctor vacilando y adivinando qué no era exactamente lo que ella quería decir.

Las lágrimas brotaron brutalmente en el rostro de Lucía como un volcán que descansa durante siglos e irrumpe en el momento más inesperado.

—No, Víctor, no. Mi familia ha decidido que me vaya a vivir a Estados Unidos para finalizar el resto de mis estudios. Yo ya no estaré aquí en septiembre. De hecho yo ya no estaré aquí a partir de mañana —dijo bajando la cabeza y moviéndola de un lado a otro.

Víctor no daba crédito a lo que estaba escuchando. Se llevó la mano a la boca en señal de incredulidad y abatimiento.

—No puede ser, Lucía, no puede ser —protestó, y empezó a hablar atropelladamente—. Sin duda puedes dar marcha atrás… Puf, ahora viene el baile…, ¿quieres ser mi pareja de baile? No sé qué decir, algo habrá para que puedas quedarte y…

—Espera —le ordenó Lucía—, ahora mismo vengo. —Y entró en clase para salir a continuación con una carta en la mano—. Esto lo escribí para ti, pensaba dártela después de la siguiente clase. Tómala, por favor, y léela este domingo, una vez que me haya ido. Sí, Víctor, este mismo sábado me voy a Nueva York. Hay un curso de aclimatación a partir de la semana que viene y es obligatorio para los estudiantes primerizos. Me temo que tendrás que buscarte otra pareja de baile. Lo siento mucho. Lo siento tanto.

Víctor reaccionó como solo lo puede hacer alguien que está enamorado:

—Lucía, solo tú puedes ser mi pareja de baile.

Lucía le sonrió y dijo en voz baja:

—Quizás algún día bailemos juntos.

Dio media vuelta y desapareció entre las taquillas, bancos y libros que se amontonaban en su camino.

 

V

Las clases habían terminado y las aulas estaban vacías. Víctor se encontraba exactamente en la misma posición que cuando vio marcharse a Lucía una hora antes.

—Víctor…, ¿estás bien? No viniste a clase de Literatura, pero no te has perdido nada —dijo Johnnie.

En la cara de Víctor resaltaban los churretes que embadurnaban su cara y que revelaban que había estado llorando.

—No, Johnnie, no estoy bien. A veces me pregunto por qué hacemos las cosas tan mal. Las cosas son más sencillas de lo que parecen pero nuestros miedos e inseguridades nos impiden hacerlas a su debido tiempo.

Johnnie le puso un brazo en su hombro a modo de consuelo y le dijo un simple:

—Víctor, vamos a casa.

—Espera, Johnnie. ¿Tienes tiempo? ¿Sí? ¿No has quedado con Beatriz? Perfecto, entonces ven conmigo, vamos a ver un rato los ensayos de Los Jóvenes Talentos, tengo ganas de distraerme un poco.

La propuesta fue acogida sin ningún reparo por Johnnie, y a medida que iban acercándose a la sala del teatro, se iban adivinando desde fuera los compases del bajo de la famosísima canción de Queen Under pressure. Johnnie y Víctor se miraron con desconcierto al escuchar un tema que para ellos era todo un himno. Al entrar comprobaron que el auditorio estaba prácticamente vacío de curiosos y aprovecharon la circunstancia para asistir a los ensayos en primera fila.

Los dos amigos se pusieron inmediatamente de acuerdo que en el plano instrumental la canción estaba muy conseguida pero vocalmente era muy deficiente, el cantante era incapaz de encontrar el tono, sobre todo en la parte cantada por Freddie Mercury, de una tesitura muy alta. La parte de David Bowie le era algo más asequible, pero sin pasar del aprobado raspado.

Los infructuosos intentos y discusiones por parte de los miembros de la banda indicaban un cambio de última hora, y se planteó abordar una canción que fuera más factible acorde a las características del cantante. Antonio, que así se llamaba el vocalista, les suplicó un intento más pues su ego se encontraba realmente herido y no quería cejar en su empeño de emular lo que para él era inalcanzable. El grupo accedió por última vez a sus deseos y el bajista comenzó el celebérrimo e inspirador toque de bajo.

Víctor le susurró a Johnnie:

—Hoy es un día horrible para mí, ella ha desaparecido de mi vida como un soplo de viento, pero no hay mal que por bien no venga y te digo, Johnnie, que no me perdonaría en mi vida si no intento lo que tengo en mente ahora mismo. Yo no creo en el destino, pero no es ninguna casualidad que en estos mismos momentos estén tocando uno de los temas favoritos de mi vida y yo esté aquí. No, Johnnie, esta oportunidad no la pienso dejar pasar. Si di el paso con Lucía, también lo daré aquí. —Y apretando con fuerza la cruz que llevaba en el bolsillo, se levantó en dirección al escenario dejando a Johnnie con cara de memo e intuyendo su intención.

El tema de Under Pressure iba avanzando con más pena que gloria por parte del cantante, era evidente que el tema le venía demasiado grande y lo único que lograba era desgañitarse vivo. Víctor, ubicado en un lateral del escenario, consiguió enchufar un micrófono con vía directa a los altavoces que salían del escenario.

El tema iba llegando al éxtasis final, y la voz de Antonio venía ya tan forzada que le iba a ser prácticamente un imposible abordar la parte final, que era la más exigente vocalmente.

Y como de la nada, como un rayo de luz en una noche de invierno, una voz nítida, potente y de un timbre de indudable belleza inundó de esplendor la sala a los compases de:

Can‘t we give ourselves one more chance?

Why can‘t we give love that one more chance?

Why can‘t we give love, give love, give love, give love

Give love, give love, give love, give love, give love?

En este tipo de situaciones, lo más probable es que la música dejara de sonar por el asombro de todos los ahí presentes, y la reacción inmediata sería o una serie de insultos hacia el intruso por entrometerse donde no le habían llamado o le preguntarían que dónde había estado metido este tiempo y por favor toca con nosotros que echamos a Antonio. Pero lo que nadie hubiera apostado es que el tema hubiera seguido tocándose hasta el final para el goce y disfrute de todos. Al terminar la canción, y homenajeando a las peores películas estadounidenses con final feliz, los miembros del grupo, Antonio incluido, se pusieron a aplaudir ininterrumpidamente invitándole a continuar cantando otros temas con ellos.

Víctor, embargado por la emoción y el reconocimiento, tan solo se limitó a mirar a Johnnie con una sonrisa liberadora.

Capítulo III

A los veintidós años de edad

I

Víctor abrió la puerta de su enorme y céntrico ático de la capital y desganadamente tiró su chaqueta de cuero en la mesa que tenía delante desparramando la copa a medio llenar de la noche anterior. El desorden imperaba en el salón y no tenía la menor intención de meter mano para que pareciera un sitio mínimamente habitable, sin embargo, recordó su inminente cita con su hermana y echando un vistazo a su Rolex se dio cuenta de que apenas tenía un cuarto de hora para que reinara algo de orden en aquel caos. Tras un trajín ininterrumpido, la sala de estar se convirtió en un lugar decente para poder pasar incluso una velada agradable. Se congratuló por ello ya que Linda, su asistenta y amante los lunes y los jueves no vendría hasta dentro de dos días y una cosa era dejar la casa desordenada y sucia y otra era perder la dignidad dejándola hecha una pocilga. Le dio tiempo para servirse un combinado de whisky y Coca-Cola y descansar un rato tras una complicada sesión de ensayos. Se estaba quedando adormilado cuando el timbre del telefonillo sonó y una voz fría y tomada se identificó. Pasados unos minutos, apareció Laura con una capa de maquillaje que le llegaba hasta la coronilla y con un aspecto escuálido y demacrado que repelía.

Víctor recordaba perfectamente que cuando la vio por última vez ya la encontró desmejorada, pero esta vez el deterioro físico tenía tintes casi esperpénticos. Se preguntó en qué lugar se había escondido esa maravillosa belleza insultante y cuáles eran las causas verdaderas para que su hermana se hubiera transfigurado en el antónimo de lo que debiera ser. Con una mezcla de amabilidad y compasión la invitó a que se acomodara en un enorme sillón de cuero a la vez que le ofrecía algo de beber.

—Lo mismo que tú, eso tiene una pinta de puta madre —declaró Laura con cierta ansiedad.

—¿Estás segura? ¿No sería preferible un vaso de agua? —preguntó Víctor sin mala intención.

—Venga, no me jodas, y sé un buen anfitrión. Cargadito y con dos hielos —ordenó ella, que durante un segundo recordó a aquella Laura segura y sin complejos.

La tarde auguraba mucha tensión y prefirió no replicar pues lo único que deseaba era que se largara con la mayor celeridad posible. Sin rechistar, obedeció a regañadientes y un whisky escocés de doce años se posó delante de las narices de Laura.

—Sírvete a tu gusto —dijo Víctor.

—Parece que te va de la hostia, bueno, como eres el hombre de moda en todo el país… —dijo con un toque de envidia y retintín.

—No me va mal, no me puedo quejar… Aunque no es oro todo lo que reluce, hermanita. Mucho trabajo, mucho esfuerzo y muchas giras. Por cierto, ¿desde cuándo utilizas tacos cada segunda palabra que pronuncias? Creo que yo era el peor hablado de los dos —Víctor intentaba ser simpático a su manera, aunque sin éxito, pues Laura ignoró su comentario y fue directa al grano.

—Víctor, te puedes imaginar por qué estoy aquí.

—Dímelo tú, quiero que me lo digas tú, que no soy adivino —le desafió Víctor.

—Encima quieres humillarme, pues está bien, me humillaré porque no me queda otra. Necesito dinero y lo necesito de alguien al que no tenga que devolvérselo con intereses —dijo Laura.

—Ya. Así que se trata de eso. ¡Seré tonto! Si alguien acude a ti después de tanto tiempo sin haber dado señales de vida y oh, casualidad, resulta que uno tiene un montón de pasta, ¿qué es lo que querrá? Soy un iluso, pero que conste que yo no quiero humillar a nadie. Tenlo bien claro y no me toques los cojones. Por lo que parece soy de los pocos amigos que te quedan, ¿no es cierto? —dijo Víctor intentando poner las cosas claras.

A continuación se fue a la cocina para servirse algo de comer y le preguntó:

—¿Tienes hambre? No hay nada caliente pero en la nevera hay de todo.

El tono y el timbre de voz de Laura cambiaron radicalmente y la fiera malhablada del principio se transformó en un cachorrillo en busca de ayuda.

—Víctor, si supieras el hambre que tengo ya me hubieras puesto encima de la mesa todo lo que tienes. De hecho, ya no puedo más. —Y dejándose caer en el sofá del salón empezó a llorar.

Víctor con eso no contaba. Tras su último encuentro era más que patente que estaba pasando un mal trago, pero era obvio que se le había atragantado hasta el tuétano y que su vida era probablemente un sinsentido desde que dejó a Mark y a todos sus sucesivos novios, un subir y bajar de una montaña rusa sin paradas intermedias y que como único salvamento solo quedaba saltar en marcha. Pero lo que ni siquiera llegó a intuir era que su hermana no tenía dinero ni para comer.

Su instinto le empujaba a darle un abrazo y consolarla como hacía antes y decirle que en el fondo de su corazón seguía siendo su heroína, pero el resentimiento que tenía hacia ella era demasiado fuerte y tan solo se limitó a decir:

—Claro, claro, ahora te sirvo lo que hay. Hay de todo.

La siguiente media hora fue prácticamente un festín que daba lástima por la forma tan ávida de comer de Laura. En ese momento ella se parecía más a un animal que devoraba lo que se le pusiera por delante para sobrevivir, que tenía la necesidad de comer todo para poder seguir en este mundo los próximos días. Cuando ya no le cupo ni una miga de pan más, Víctor le dijo:

—Ya, Laura, ya está bien. No sea que te siente mal, ¿vale?

Su aún bello rostro mostraba un ramalazo de culpabilidad y victimismo. Era la imagen de alguien que su dignidad estaba en entredicho.

—Laura, eres mi hermana. Viéndote así no puedo dejar que sigas así. Está claro que necesitas ayuda y al fin y al cabo somos familia. Pasaré por alto la estupidez que me propusiste hace ya… ¿cuánto?, ¿dos, tres años?, y cuidaré de ti hasta que te repongas y vuelvas a poder valerte por ti misma. No, no me interrumpas ahora, no te daré dinero para que te lo gastes en bebida o en alguna mierda que no quiero ni saber, lo mejor es que ingreses en alguna clínica durante una buena temporada y yo correré con los gastos. Allí te recuperarás. Sí, eso es lo que haremos. —Víctor habló con la entereza de alguien acostumbrado a tomar decisiones difíciles y asumir responsabilidades.

Laura se quedó callada y tan solo acertó a decir lo que Víctor no quería escuchar:

—Ay, Víctor, no entendiste nada en su momento y sigues sin entender, lo que te propuse era tu liberación, nuestra liberación y…

—No sigas por ahí, te lo advierto, y sí, es una amenaza. Si vuelves a mencionar ese tema, no volverás a saber más de mí —echó ese órdago sabiendo que le ofrecía una buena opción y sin querer saber de un asunto que él consideraba enterrado.

Laura le miró fijamente a los ojos, y acariciándole su cara le dijo:

—Víctor, mi chico guapo, no sabes cómo me alegro que seas una celebridad y que tengas el mundo a tus pies. Eres un artista maravilloso. Nunca te lo he dicho y quiero que sepas que estoy muy orgullosa de ti. Solo te pido un último favor y no volverás a saber de mí.

—¿Quién habla aquí de no volver a saber de ti? Laura, por favor, yo no he dicho eso —protestó Víctor.

—Tres mil euros, Víctor, tres mil euros es lo que te pido, me arrodillaré si quieres, pero de verdad los necesito y no me preguntes para qué los quiero —suplicó Laura.

Su Laura, a la que tanto quería y aún seguía queriendo, estaba ahí delante, tapándose la cara y llorando, triste y pálida como la luz de la luna. No pudo negarse y tomó una determinación.

—Está bien, está bien. Espera —accedió Víctor y desapareció un par de minutos en su dormitorio regresando con un sobre bien gordo—. Tres mil euros, ni uno más ni uno menos. Laura, ahora lárgate de mi vista y solo ven a verme cuando hayas decidido ingresar en una clínica o en algún lugar donde puedas volver a ser quien eras. Sabes que es una buena solución. Si es así, estaré ahí, si no, este ya no será mi problema —terminó diciendo y abrió la puerta indicando el camino de salida. Laura, un tanto renqueante y sin mirarle a la cara, salió por donde había venido y se perdió por el largo pasillo en dirección hacia uno de los tres ascensores.

 

II

Víctor observó con mirada melancólica cómo Laura abandonaba el piso, y, exhausto, se tumbó en su inmenso sofá para poder ordenar sus ideas, pero el cansancio era tan brutal que en unos pocos minutos se quedó dormido. Al despertar, tuvo la sensación de que había estado durmiendo un día entero, pero se sorprendió al comprobar que tan solo habían pasado unos minutos. Su teléfono móvil no dejaba de vibrar y observó que estaba atestado de SMS y wasaps. Borró la inmensa mayoría, proveniente de gente aduladora sin principios, y se quedó helado al leer un mensaje de Johnnie. Tras leerlo un par de veces, no dudó ni un segundo en responderle. Acto seguido llamó a un servicio a domicilio de catering de lujo y pidió una suntuosa cena para dos personas en su casa.

Se preguntó si era casualidad que en un solo día se presentasen en su casa dos personas tan importantes ligadas a su pasado. La perspectiva de volver a ver otra vez a Johnnie le entusiasmaba y le turbaba sin saber bien por qué. Lo último que había sabido de él y Beatriz es que había sido padre de gemelos y poco más. Se preguntó por qué daba señales de vida tan de repente. Solo esperaba que no fuera una velada ficticia con el único propósito de aprovecharse de él, de contarle lo triste que era su vida para pedirle un cheque bien cargado. Pero tenía que confiar en él, siempre fue un buen tipo y no sería capaz de hacerle esa faena.

El servicio de catering hizo honor a su fama y vino a la hora acordada y con una comida digna del mejor restaurante; en cambio Johnnie apareció unos tres cuartos de hora más tarde de lo acordado.

—Johnnie, pasa, pasa… Pero qué bien te veo —dijo Víctor cuando por fin apareció, y abrazando a su viejo amigo le invitó a que entrase.

—Perdona el retraso, al final me entretuve… Ejem… El tráfico, ya sabes… —se disculpó Johnnie tan torpemente que dio pie a que Víctor pensara que no estaba diciendo la verdad.

Y así sucedió. Víctor, que, pese a que no se veían desde hace mucho tiempo, lo conocía de sobras, y su vacilante excusa sonaba a mentira por todos los poros, pero lo dejó pasar pues no quería incomodarlo.

Johnnie describió en su cabeza el salón de aproximadamente setenta metros cuadrados que tenía delante de sus ojos. Si el anfitrión hubiera sido un marqués algo venido a menos lo hubiera esperado como algo normal acorde a las horteras excentricidades de la nobleza, pero viniendo de Víctor el mobiliario le parecía desde ostentoso hasta de mal gusto. El sofá y los sillones de cuero con un tonos kitsch marrón pastel, la presencia de varios candelabros, en el que destacaba uno que era aparentemente de oro macizo; ceniceros de diferentes formas, tamaños y colores, cuadros colgados con sus discos de oro, cimitarras salidas de Kill Bill, un cuadro de estilo a lo Vermeer —lo más decente y decoroso del salón según su criterio— y varias estanterías de siglos muy remotos llenas de libros, álbumes de fotos y numerosos objetos que provenían de diferentes regiones hacían del salón un lugar recargado a más no poder. Lo más llamativo era el sofá central que invitaba a tumbarse a cualquiera que llegara. Johnnie se preguntó cuántas veces habría hecho el amor ahí Víctor, ahora que era uno de los tipos más deseados de toda España. Y para rematar todo ese batiburrillo decorativo, en primera línea destacaba una mesa preparada con una cena a base de cordero, ensalada y una botella de champagne sumergido en una montaña de hielo.

—Víctor…, me dejas impresionado. No sé qué decirte —dijo Johnnie.

—Pues que tienes hambre y que te alegras de verme. Recordemos los viejos tiempos mientras nos ponemos hasta arriba.

La cena transcurrió entre risas atronadoras y recuerdos desvirtuados, y estando presente de trasfondo la incertidumbre por saber el verdadero motivo de la aparición de Johnnie después de tanto tiempo sin dar señales de vida. Esa tensión iba aumentando en el ambiente a medida que los temas comunes se iban agotando tal y como lo iba haciendo esa botella de champagne que había entonado ese encuentro.

—Bueno, Johnnie, dime… ¿Qué tal Beatriz y tus chicos? ¿Os apañáis bien?

—Sí, sí, todo estupendo. Estamos muy felices. Tengo que compaginar el final de mis estudios con el trabajo en la ferretería de mi padre, porque si no no llegamos a final de mes, pero no nos quejamos.

La contestación de Johnnie fue rotunda y ni siquiera pestañeó.

—Johnnie, ¿por qué me has llamado? ¿Por qué querías verme hoy? Es lo que decía tu mensaje. —Víctor hizo la pregunta mirándole fijamente a los ojos, intentando escudriñar si lo que iba a contarle sería cierto o una burda mentira.

Johnnie no alteró ni su gesto ni su mirada y en un tono neutral dijo:

—Es que pensaba mucho en ti, cómo te iría con todo el rollo del grupo, y pensé que si no te decía un «quiero verte ahora» no te iba a ver más en años. Estás muy ocupado. Solo era eso. Quería verte, nada más y nada menos.

Víctor respiró aliviado interiormente. Por fin alguien que quería verlo sin más, sin un motivo escondido. Ante él estaba una persona íntegra que no suspiraba por su dinero.

—Me alegro de que estés aquí. Hace un par de horas estuvo mi hermana Laura por aquí y pensé que tú también querías… Nada, no me hagas caso. No quiero hablar del tema, pero se encuentra fatal tanto psíquica como físicamente. Recuerdo que te gustaba mucho, si la ves ahora casi ni la reconocerías… Perdona, no quiero hablar más de esto… —Víctor se quedó callado, como si una idea que tenía en la cabeza se le hubiera escapado de repente y estaba merodeando para ver si podía cazarla de nuevo.

Johnnie lo sacó de su ensimismamiento.

—Víctor, eres tú quien me tiene que contar mil cosas, cómo va el grupo, qué planes tienes, no sé, y mil anécdotas de una estrella de rock; dispara, que te escucho.

—Una estrella de rock, qué pretencioso suena. Pues esta estrella te va a dar una primicia, serás la primera persona en saberlo, pero te lo digo porque mañana saldrá en los medios de comunicación, así que no importa. El grupo Fuerza Naciente es historia. Haremos una gira de despedida este verano, pero a partir de octubre tengo libertad para hacer una carrera en solitario.

—¿En serio? Será un palo para todos los fans, sois el grupo más famoso del país, estáis, cómo se dice, en la cresta de la ola. ¿Y eso? —preguntó Johnnie aparentando una verdadera curiosidad.

—Quiero el salto internacional, Johnnie, en Fuerza Naciente me veo limitado, los músicos no son malos pero no están abiertos a nuevos desafíos… No, no, tengo que arriesgarme, lo necesito, tocar aquí está muy bien, pero se me ha quedado corto. Nuevos músicos, cantar en inglés, hacer giras fuera de España, sí, es lo que quiero. Reconozco que he ganado mucho dinero aquí y podría seguir exprimiendo los huevos de oro, pero… ¿Hasta cuándo? Soy todavía muy joven y no me quiero encasillar aquí… Y ahora sí te doy una noticia de primera… Bueno, te diré parte… Ya tengo apalabrado un contrato y Estados Unidos me espera.

Víctor lo dijo triunfalmente, y un poso de soberbia y codicia se encontraban presentes en el contenido y forma de sus palabras.

—Enhorabuena, Víctor. Veo que lo tienes muy claro. La verdad es que admiro que tengas tanta determinación… Dime, Víctor, dime la verdad, en este mundo que yo desconozco, ¿no te entran dudas? Quiero decir, ¿es un mundo tan maravilloso como lo pintan o es un mundo lleno de fachadas y de intereses? ¿Te han dado ganas de dejarlo todo y empezar lo que se dice una vida normal? Sí, Víctor, la curiosidad me puede —continuó Johnnie.

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