Autobiografía de mi padre

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Mi cuerpo empieza a seguir ideas propias que todavía no logro entender. Crece más rápido que yo, desea cosas que aún no sé que deseo. Abro y cierro mis manos, flecto mis rodillas y las estiro, miro mi cara, mis pelos en las axilas, mi sexo frente al espejo, respiro profundo y luego exhalo.

Todo empezó con un decaimiento. Los juegos de bolitas entre los arcos del pasillo del San Ignacio ya no me animan, me distraigo en las historias de Campitos, no me siento de la misma manera en que me sentía antes, como si tuviera que sostener ahora una nueva carga en mi pecho que transforma todo lo que veo, como si todo antes hubiera sido más fácil que ahora. Vuelvo cansado a mi pieza por razones que no logro entender.

Estoy en la consulta del doctor Sótero del Río. Tiene el pelo largo, un monóculo y un bigote negro sobre una barbilla mal afeitada. El médico nos muestra a mi mamá y a mí la radiografía de mi tórax. Mi columna se ve como una torre abandonada, envuelta en una oscuridad de sombras grisáceas y verdosas, protegida por costillas, cartílagos y la juntura expuesta de mis huesos. Veo una masa oscura y venosa que es mi corazón sobre otra masa oscura y venosa que son mis pulmones. Intento encontrarme en esa oscuridad. En qué parte de todo este laberinto de quince años estoy yo. Esto no puede ser un espejo. Abro y cierro mis manos otra vez. «Su hijo tiene complejo primario», le dice el doctor a mi mamá y lo que me asusta no es tanto el nombre de mi nueva enfermedad como la reacción de mi madre que es como si le dijeran que el complejo es suyo y no mío. Me doy cuenta que mi cuerpo es oscuro por dentro y me pregunto si todo esto es culpa mía. Hablamos tanto en el San Ignacio sobre la iluminación, sobre encontrar la luz que apunta hacia ese lugar que llamamos cielo y ahora me veo en esta oscuridad que se supone que es la verdad, y me da fascinación y miedo, y pienso que hay cosas a las cuales, por alguna razón secreta, no deberíamos ver, como si mi curiosidad como espectador de mi propio cuerpo fuera indiscreta; pienso en esa contradicción, que verse de verdad sea algo indiscreto. Pienso por primera vez en la muerte, de la manera en que un niño de quince años piensa en ella, como una breve ráfaga de realidad en mi pecho aún lejana que es mejor dejar pasar, de la misma forma en que las tormentas en algún momento amainan. Inspiro y luego exhalo. Abro y cierro mis manos. Me miro a los ojos y espero asustado que esta nueva tormenta se calme.

Tres meses de reposo total, dosis diarias de nicotibina y pérdida del año escolar es lo que me recetan. Después de la consulta, caminamos un silencioso trayecto tomados de la mano con mi mamá hacia San Martín. Vivimos en el tercer piso de un pequeño edificio de ladrillos que arrendamos a la familia Pérez Tupper, con tres ventanales que dan hacia el poniente. Cuando entro a mi pieza, pienso asustado el tiempo que voy a tener que estar allí postrado, envuelto por el calor claustrofóbico que rodea el último piso de este edificio, y tengo la consciencia que me separo del mundo que conozco, de mis compañeros de colegio, de la historia de Campitos que va a quedar inconclusa por un año entero. Me resigno a vivir día a día la extraña sensación de estar acostado en mi cama toda la mañana mientras el sol quema y el sudor humedece mis sábanas. Me resigno a escuchar las lejanas campanas de la iglesia San Ignacio desde mi pieza, un mundo ahora lejano para mí, mientras se infiltra el chirrido de los frenos de los tranvías que se detienen en la esquina de Moneda para luego volver a acelerar hacia la Alameda. Me resigno a pasar todo mi día en este mundo que ha creado mi mamá, su intento de transformar este departamento en un espacio que sea lo más Noguera posible; la alfombra persa, el jarrón chino, la radio de mueble, la lámpara con pie de porcelana, los sillones tapizados en felpa, todo es parecido al mundo que conocí cuando niño, a la formalidad exacerbada de la calle Londres, todo es igual, pero más apretado, más incómodo, como si los objetos que la habitan hubieran sido creados para un espacio más grande que este.

Mi pieza da hacia el patio interior del edificio, que no es más que un conducto de aire en donde el sol parece no encontrar un espacio para iluminar mi reposo. Siento la mirada inquisitiva de los vecinos al otro lado de mi ventana, como si fuera el actor principal de un escenario que no quiero para mí, un escenario en donde solo cabe mi sofá cama, mi escritorio y mi librero. Es importante poder mirar hacia fuera, no tener algo que mirar es el equivalente a estar encerrado. Pienso: por qué me da tanto miedo eso, estar encerrado. Extraño los juegos ocultos del San Ignacio, patear una tableta que se desliza por las baldosas frías y resbalosas hacia los arcos conformados por el ancho entre dos de las columnas de lo que hace poco fue mi colegio.

Mi mamá decide trasladarme a su pieza, que es más amplia y tiene una ventana que da hacia San Martín. No es mi paranoia la que la preocupa, sino la necesidad de que mis tíos puedan visitarme en un espacio que ella considera más amplio y decente. Las sábanas de hilo tienen bordado el monograma del matrimonio de mis papás. La Y de Yolanda, una I de Illanes y la N de Noguera. Hay algo tangible en estar acostado aquí, como si esta cama, sus sábanas de hilo más suaves que las mías, le diera un cuerpo al matrimonio de mis papás, como si fuera la prueba que alguna vez estuvieron casados y juntos en un matrimonio que nunca alcancé a conocer.

La conciencia de mi enfermedad la asumo más por mi entorno que por los síntomas mismos. Nunca escuché la palabra tuberculosis, pero eso es lo que tengo, y tal vez porque es una enfermedad asociada con la pobreza, con la mala alimentación, con el despojo. Mi mamá hace de mi enfermedad la suya propia. Lo veo en la manera en que decide sobrealimentarme para suplir la culpa. Litros de jugo de zanahoria y aceite de bacalao, una marraqueta con hígado molido en las mañanas y un vaso de leche con un huevo crudo batido y harina tostada. Los dos compartimos una culpa distinta: mi mamá, la de su hijo enfermo; yo, en cambio, la de albergar una sombra que no puedo controlar. Cuando nos tratamos de usted el uno al otro, amparados en nuestra propia cortesía, tengo la sensación que ninguno de los dos dice lo que quiere decir. Quiero tener un papá y al mismo tiempo no quiero que ninguno de los pretendientes de mi mamá sea mi padre. Quiero decirle que no me gusta que se vaya en las tardes con su nuevo novio, no porque me desagrade del todo, sino porque me da miedo estar solo. Quiero decirle que cuando atardece siempre prendo todas las luces y la radio para que la casa no se sienta vacía cuando la empleada se va apenas escucha el silbido de su novio desde la vereda. Los veo besarse desde mi ventana. Luego se toman del brazo y se van.

A veces con mi mamá pasamos largos ratos en silencio mientras miramos la calle San Martín desde el balcón y espiamos con una curiosidad disimulada lo que sucede en la casa de adobe del frente. En el garaje se instaló un zapatero corpulento con un bigote a lo Jorge Negrete. En la noche recibe amigos y se escuchan a través de la cortina metálica las risotadas, discusiones y amenazas.

Siento mi enfermedad no en un dolor, sino en la condescendencia de mis tíos que bajan del barrio El Golf para visitarme, como una formalidad que hay que acatar para que «Yolita», mi madre, no se sienta. Ella se ofende si estas visitas se distancian mucho en el tiempo, por tímida que fuera ante la solemnidad Noguera. Mis tíos se sientan en unas sillas a los pies de mi nueva cama matrimonial con las sábanas arregladas por mi mamá. Se ven aún más grandes en mi posición de reposo, sus voces suenan más fuertes, sus ropas se sienten aún más rígidas en contraste con mi pijama, e irrumpe un silencio que no sé cómo llenar hasta que entra mi mamá a la pieza justificando su tardanza por ir a la iglesia. Tanto mis tíos como yo sabemos que eso no es cierto.

Ahogado en mi propio aburrimiento en San Martín, entre el calor de mi departamento y los sonidos de la calle, empiezo a encontrar pequeñas excepciones que me ayudan a pasar el rato para evadir el tiempo muerto del reposo. Tengo una radio de baquelita con dos manillas de dial y volumen. Escucho música española, la samba brasileña, toreros, Carlos Gardel, Aníbal Troilo, el «Niño de Utrera». Sigo día a día «El gran teatro de la historia», de Jorge Inostroza, en donde cuentan la historia de Adiós al séptimo de línea. Las narraciones de Campitos las reemplazo con intrigas de amor y guerra con la voz galante de Justo Ugarte. Dibujo bocetos que imitan los cuadros de Salvador Dalí: objetos sin aparente relación unos con otros sobre un desierto vacío y una línea de horizonte. Eso es Salvador Dalí para mí, objetos sin sentido sobre una línea de horizonte, y eso me parece tan bonito y, al igual que mi nuevo cuerpo y mi nueva sombra, tampoco sé por qué.

En una bodega estrecha, apenas iluminada por una ampolleta colgante en el subsuelo de San Martín, encuentro los libros de mi papá. Están polvorientos y húmedos por el paso de los años. No son las aventuras de Salgari o Julio Verne, es El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, Los monederos falsos de André Gide, Hojas caídas de Iris, libros para adultos que el San Ignacio nos dice que están prohibidos, pero parece que lo prohibido no es terrible, es solo más difícil de entender. Con cada libro que hojeo, el relato que mi mamá creó sobre mi papá como el más estricto Noguera de los Noguera empieza a desmoronarse. Ahora sé que le gusta leer, algo que nunca vi hacer a mis otros tíos. Veo su firma, clara y nítida en la primera página amarillenta de cada uno de estos libros, como la confirmación de que mi papá existe, que su mirada estuvo concentrada en las mismas hojas en las cuales estoy concentrado yo ahora. Quizás, mientras leo la primera descripción que hace Wilde del ruido confuso de Londres como notas graves de un órgano, estoy sintiendo algo no tan lejano a lo que sintió mi papá en un pasado tan distante al mío. Imito su firma en este subsuelo que ahora se siente como un mausoleo de libros húmedos y polvorientos. Que mi letra se parezca a la de él, que recitar en voz alta estos párrafos sea la perpetuación de su legado tan difuso y esquivo para mí.

 

Abro mis manos. Cierro mis manos.

3

El tiempo no ha afectado a este colegio de la misma manera en que me ha afectado a mí, ahora que he vuelto tras mi convalecencia. El eco de nuestras voces cada vez más graves aún rebotan en paredes austeras y cruces de madera, las manos del primer general siguen abiertas, la Unión Soviética no se ha convertido, los masones continúan merodeando en los alrededores. Las torres de la iglesia ignaciana son un poco menos altas ahora, pero siguen siendo inexpugnables para mí. Las pelotas de fútbol todavía rebotan en rodillas rasmilladas sobre el maicillo de los patios. Este colegio no crece como crecemos nosotros, no ajusta su austeridad con nuestra fantasía de desenfreno. Todo aquí tiene una función más alta que nosotros mismos. Lo único que sigue creciendo a nuestro ritmo son las historias de Campitos, o tal vez, en ese aspecto, aún queremos seguir siendo niños.

Sucede ese pequeño lapso entre el final de una clase y el principio de la siguiente. Un subterfugio dentro de la disciplina militar ignaciana en donde no hay un profesor a la vista. En este momento se escapa y revela algo antes contenido por las estrictas paredes de mi colegio. Una veintena de naranjas vuelan de un lado a otro de la sala entre las risas y gritos de mis compañeros. Soy un alumno repitente. Quiero hacer lo que todos los demás están haciendo. Intento sostenerme en rasgos y actitudes, como un explorador que busca referentes en una selva aún desconocida. De Raúl Ariztía me llama la atención sus ojos azules, de Enrique Contardi su nariz ganchuda y mentón pronunciado. Busco en mi bolsón y no tengo naranjas, solo un sándwich de dulce de membrillo. En un lado, Corea del Sur se defiende formando barricadas con los pupitres; en el otro, Corea del Norte saca naranjas de su colación y las ablanda para ser lanzadas.

En la línea fronteriza de todo este desastre, incólume, Claudio Bravo. Su pelo peinado, su espalda erguida, su cuaderno aún blanco que contrasta con el naranjo que parece invadir cada una de las paredes. Es como si estuviera en otro lugar, como si se situara un peldaño por sobre todos los demás, como si sus problemas y sus emociones fueran otros y esa aura de concentración lo protegiera de las naranjas que pasan volando por sobre él. No lo había notado más allá de su fama evidente y salidas extravagantes en clases. Claudio es famoso en los estrechos círculos que conforman el San Ignacio. Expone sus pinturas cada miércoles en la portería del colegio, dibuja las portadas de la revista escolar, ocupa sus cuadros para subir las notas en los cursos en que le va mal, es el solista del coro del colegio y se crea un conmovido silencio en la iglesia cada vez que canta el «Ave María» de Gounod.

Yo aún no sé lo que es el colegio para mí. No sé cuál es su función, aunque crea en sus enseñanzas y en sus principios. Claudio, en cambio, tiene la certeza que esta situación, estos compañeros, este colegio, estas naranjas, son tan solo un obstáculo pasajero para un destino mayor. Quizás por eso las naranjas parecen evadirlo de una manera casi mágica. Claudio se transforma en lugar seguro ante el pedregoso camino de conocer nuevos compañeros a los dieciséis años.

Sus facciones parecen acentuar esa línea fronteriza en la que se sitúa ahora. No es alto, pero sí da cuenta de una fuerza física que se expresa en su postura erguida y derecha. Se dice que es irreverente y a ratos impúdico en clases, sin embargo, el cutis estirado de su cara, su pelo castaño peinado a la perfección, y el cuidado y calma con los cuales expresa cada palabra le dan una elegancia formal a su impudicia. Su actitud afectada, fina, no parece frenar su éxito con mujeres que todos envidiamos, mujeres que, por lo demás, siempre son mayores que él. Una sonrisa irónica dibuja su rostro, pero al mismo tiempo no es un desafío agresivo, al contrario, es uno que te invita a ser parte de su mundo. Maneja otros ritmos, camina un poco más lento que todos nosotros. Claudio es un pintor, y él sabe que lo es y asume ese rol en lo que dice y en lo que hace. Es, de alguna manera, más viejo que todos nosotros juntos en su elegancia e ironía y también más joven que todos nosotros en su forma de mirar, en el entusiasmo que revela el movimiento frenético de sus manos cuando habla, en su ateísmo y su forma de cuestionar ciertos temas que son sagrados para nosotros y el San Ignacio.

El padre Dussuel, prefecto del colegio, entra a la clase y en segundos todos nos sentamos ordenados con la pulpa de las naranjas esparcidas en los overoles. El padre decide culpar al único alumno limpio que muestra una sonrisa lo suficientemente irónica como para asumir que él estuvo detrás de todo esto. Dussuel le pide a Claudio que se vaya de la sala, y él se levanta de su pupitre y se va lento y silencioso con la misma sonrisa. Cómo puede sostener en estas circunstancias esa lentitud.

Claudio es el único alumno que logra un estado de excepción que no deja de ser paradojal con la institución del San Ignacio, como si fuera una anomalía en relación a todos nosotros que el colegio está obligado a aceptar. El profesor de Química se niega a ponerle malas notas con la excusa de que no quiere ser recordado en la historia como el único docente que le puso un uno a Claudio Bravo. Es como si todo el colegio tuviera consciencia de su futura importancia y esa premisa le diera permisividades que el resto de los alumnos no tiene.

Nosotros pensamos que somos más grandes de lo que éramos antes. Pensamos que salir con las amigas de los Sagrados Corazones y el Villa María, que dejar de jugar a las bolitas entre los arcos de los pasillos durante nuestros recreos, son una prueba fehaciente de nuestra nueva adultez. Pero ante Claudio, esa sensación se relativiza al darnos cuenta que su rebeldía es tanto más real que la nuestra. Si nosotros provocamos a las autoridades, Claudio con una lenta calma simplemente afirma que la autoridad no es en realidad su autoridad. Nosotros somos rebeldes. Él es rupturista.

La situación con las naranjas le valió tres días de suspensión. Se rumorea en los patios que dijo que no iba a volver. Que solo volvería si lo va a buscar el padre Dussuel a su casa. Nosotros, en cambio, pediríamos disculpas. Diríamos perdón por ser demasiado jóvenes en una moral que exalta la sobriedad. Claudio no pide disculpas por su edad. Sus respuestas a los profesores de dibujo, su excomunión simbólica por haber asistido al cabaré Folies Bergère, sus ironías ante los preceptos religiosos del colegio, su defensa de la historia del Renacimiento por sobre nuestras tediosas clases de geometría, su desprecio ante aquello que no considera como relevante son momentos comentados por todos, eventos que contrastan con mi timidez. Sí. Soy silencioso y tímido porque creo que la culpa de la lejanía que siento con mi entorno no es del entorno, sino mía. Me gustaría ser como Claudio Bravo.

Tres días después, el padre Dussuel fue a buscarlo a su casa. Entraron juntos a la primera clase de la mañana.

4

Claudio dibuja un Cristo con lápiz grafito en un cuaderno de matemáticas. «Qué importa que les roben sus casas», nos dice el padre Andrés Cox. Le gustan las interpelaciones que no admiten respuesta. Claudio parece no acusar recibo y me muestra su dibujo debajo del pupitre. Es un Cristo reflexivo, algo quijotesco en la barba que dibujan sus cientos de trazos de grafito superpuestos.

«¿Acaso van a extrañar sus servicios de té de porcelana?», continúa el padre Andrés. Miro hacia la ventana que da al patio principal. El padre Hurtado, con su sotana arremangada, juega un partido de fútbol con algunos alumnos de las divisiones mayores. No parece ser de esos sacerdotes que se encorvan para leer el breviario. Cristo vive en los pobres y si usted quiere vivir con Cristo, tiene que vivir con los pobres. Mis tíos le tienen miedo porque su sonriente severidad los transforma en malos católicos.

Claudio comienza su segundo boceto. Me empieza a retratar a mí. «Ustedes se ríen de sus nanas cuando se visten el domingo para salir a sus casas», dice Cox. Exagera el largo de mis cejas. El porte de mi nariz. El pequeño bulto de mi labio inferior.

Mis compañeros al menos simulan escuchar, pero Claudio no se preocupa ni de disimular, como si tuviera un acuerdo tácito con los profesores de este colegio, como si su estatus de artista hiciera de sus distracciones algo no solo permitido, sino también necesario.

Miro hacia la ventana otra vez. «Mientras ustedes festejan, miles de niños se mueren de hambre en Latinoamérica», dice un cartel multiplicado en cada uno de los pilares de los arcos del colegio. Mis compañeros corren al lado del padre Hurtado en el patio para poder mantener el ritmo de sus pasos rápidos y largos.

«Porque están acostumbrados a ver a la nana con su delantal puesto. Porque les da risa verla vestida de señorita por primera vez», continúa el cura Cox.

Claudio sigue dibujando. Yo solo miro cómo dibuja, hasta que deja su lápiz de mina a un lado y levanta la mano. «Dios se equivocó», le dice al padre Cox. «Hizo a Adán y Eva sin ombligo». El sacerdote intenta reaccionar. «No se pueden dibujar», interrumpe de nuevo, «el ombligo es el centro de la figura humana».

5

La casa de Claudio Bravo en la esquina de Condell con Marín es distinta, por no decir contradictoria, como si su fachada dijera una cosa y su interior otra. Es elegante en su exterior, antigua, de pilares en la entrada, de grandes ventanas con celosías amplias, de puertas macizas con ventanas empavonadas, de manillas de bronce y un balcón central rodeado de balaustradas. Tiene una blancura neoclásica que tiene todos los indicios de ser heredada y, sin embargo, sus dos pisos albergan una decoración no pretenciosa, por no decir descuidada, que está lejos de la meticulosidad a ratos obsesiva de mi mamá. Una casa que, a diferencia de mis abuelos, se contenta con lo indispensable, como si acaso los herederos no tuvieran el tiempo ni los recursos para adornarla. Es la decoración de una casa habitada por una madre viuda y cinco hermanos, lo que, para un hijo único como yo, es más gente de la que podría contar.

Claudio me invitó a su casa. No sé por qué. Quizás porque somos los únicos alumnos del colegio que no sabemos jugar fútbol. Quizás porque ninguno de los dos tiene un papá. En el primer piso hay una pieza de unos cuatro metros cuadrados, con una ventana que da a la calle Marín para su taller. Es el primer lugar al que me lleva, antes de presentarme a su mamá o a sus hermanos menores. El taller es tan pequeño que no me explico cómo Claudio encuentra la distancia necesaria para pintar cada uno de los cuadros que veo apilados ahora. El olor de los aceites y diluyentes que parecen ocupar cada rincón de este espacio me empieza a marear. Me siento con dificultad en un sofá con un forro roto de cretona. Cientos de pinceles de diferentes formas y tamaños están apilados en distintos jarros para flores. Un lienzo con las primeras líneas de un horizonte. Libros sobre Rembrandt y Velázquez. Pigmentos, óleos, botellas de aguarrás, pastas embotelladas. Es una pieza llena de objetos que entorpecen el caminar, que dan cuenta de un espacio propio, que hacen que cada movimiento tenga que ser cuidadoso.

La mamá de Claudio toca la puerta del taller. Lleva la once en una bandeja. Apenas se asoma en la pieza al otro lado de la puerta entreabierta, como si supiera que ese espacio no es suyo y Claudio estuviera fuera de su dominio. Hay algo verdadero en esa constatación implícita entre ellos. Lo trata como un adulto y Claudio se comporta como tal. Es muy estricto con sus hermanos, al punto en que toma un rol paterno y les exige cualidades que nunca ha exigido para sí mismo, como si fuera consciente que sus hermanos no tienen la genialidad suya y por esa razón necesitaran los estudios de los cuales él puede prescindir. Su madre deja la bandeja y se retira.

Estamos los dos solos en su taller.

«Quiero pintarte», me dice.

«Quiero pintarte a pesar de tu timidez. Siéntate en la única silla de este taller. Tienes el pelo castaño. Tienes cejas como de águila o de diablo. Tienes los ojos verdes. Eres muy flaco. Eso exalta el porte de tus hombros. Tienes un cuello largo. Tienes una pequeña protuberancia en tu labio inferior. Quiero exagerar tus rasgos. Siéntate con las piernas paralelas al respaldo. Una leve torsión de tu tronco para que tu codo se apoye en la parte superior del respaldo y el resto del brazo caiga hacia ti. Ahora descansa la cabeza sobre tu brazo. Descansa la cabeza sobre ti mismo. Eres una espiral. Esa es la composición de este cuadro. Ahora, con la cabeza apoyada mira hacia el horizonte, aunque ese horizonte sea este taller de dos por dos. Mira los colores, las luces, las sombras, la atmósfera, aunque esa atmósfera sea este olor a trementina. Piensa en la luz y la sombra como volúmenes que crean este espacio, piensa en los miles de relaciones complejas que forman la simple composición de una nube, piensa en los miles de líneas ascendentes y descendentes que crean ese árbol frente a la ventana de mi taller. Ahora piensa cómo la simple composición de un gesto puede crear redes infinitas en la persona que ve. Mira hacia al frente. Tu cuello en diagonal para apoyar tu cabeza en el brazo y, a la vez, tu brazo colgante te devuelve hacia ti mismo, eres una diagonal hacia el cielo tan solo para volver hacia ti. Eres una espiral. Mira hacia el frente y no te muevas por nada del mundo».

 

Hago lo que Claudio me dice que tengo que hacer. Pasan los minutos. Pasan las horas. Cada parte de mi cuerpo se comienza a transformar en algo dolorosamente consciente. Siento la circulación de mi pierna derecha. Mi leve torcedura se empieza a sentir en mis costillas. Mi brazo izquierdo resiente la dureza de la madera. Mi brazo derecho resiente no tener apoyo. El gesto empieza cada vez a profundizarse más dentro de mí, cada vez se transforma en una certeza física que tengo que controlar, en un cansancio que tengo que sostener. Espero y esperar es como repetir mil veces la misma palabra. En cada repetición la palabra va perdiendo su significado y se transforma tan solo en un objeto sonoro que de pronto empiezo a desconocer. Así me siento a medida que pasa el tiempo en esta posición y Claudio esboza los primeros trazos en una presencia inerte, como una forma consciente de sí misma, como redescubriendo cada parte de mi cuerpo en una acción inmóvil que fija en el papel. Cada parte de mí empieza a adquirir una existencia propia y despojada, una especie de caos disociado que tengo que sostener. Aparece la diferencia entre mostrar un gesto del cual soy consciente en cada milímetro y vivirlo. Aparece la certeza que mostrar es un lugar más seguro que vivir, un lugar en donde no tengo que ser hijo único, no tengo que ser tímido, no tengo que ser un niño que se porta demasiado bien. Estoy actuando por primera vez y no puedo moverme, y la postura, la pose, es la parte corporal que determina toda expresión y así me quedo, esperando, y me enredo en mis propios pensamientos porque exhibo algo y al mismo tiempo ese mismo acto niega esa exhibición. Estoy diciendo que soy algo, pero decir que soy algo es posar y si estoy posando ese gesto da cuenta que no soy lo que estoy mostrando, y en esa reciprocidad, en esa contradicción que gira eternamente por sobre sí misma, encuentro una nueva forma de libertad.

Claudio termina su primer boceto.

Ese que veo dibujado no soy yo: mi cuello es más largo, mis brazos más flacos, mis cejas más aguileñas, mi nariz más pronunciada, mis labios más abultados, mi cráneo más alargado. Una proyección propia a partir de los ojos de otra persona y así, cada tiempo libre, cada subterfugio en el San Ignacio, se transforma en una excusa para ser parte de un retrato nuevo. Soy un arlequín, o un santo, o un personaje mitológico, a veces en un lienzo, a veces en la hoja rasgada de un cuaderno.

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