Autobiografía de mi padre

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2. La ciudadela

1

Despierto con el cántico de los monjes franciscanos. Me asomo tras el visillo de la ventana de la pieza de mis papás y veo la procesión salir de la iglesia San Francisco camino a la intersección que une Londres con París. El despunte del sol acentúa las sombras de los edificios, las cruces a lo alto de San Francisco y las torres del San Ignacio. El sonido de las campanillas de los monaguillos se une a los gritos de las pergoleras que ofrecen ramos a los fieles en el bandejón central de la Alameda. La imagen de la Virgen es transportada a un paso lento sobre los adoquines aún húmedos de la calle Londres, avanza a través de las curvas estrechas que a ratos pareciera que giran en sí mismas, y todo esto ocurre a metros de mi vista, protegido por la ciudadela de tres pisos que es la casa de la familia Noguera.

La penumbra persiste en la pieza de mis papás. Todo es silencio aquí. Incluso cuando hay más de cincuenta personas, entre tíos y familiares lejanos, esperándome al otro lado de la puerta. Solo a ratos se escucha el sonido de los autos sobre los adoquines de la calle Londres, el deambular de la procesión franciscana y las campanas del reloj de pie de mi abuelo. Mi ropa recién lavada tiene el olor a humo que deja las estructuras de mimbre sobre la ceniza caliente. En la cómoda de madera, junto a la imagen de la Virgen que decoraba el altar mayor de la iglesia San Francisco, hay un espejo ovalado en el que no me alcanzo a ver. Trato de escalar la cama de mi papá. Yo sé que su cama es una montaña de hielo blanco y azuloso que deforma las proporciones de esta pieza color sepia. Yo sé que su cama nada tiene que ver con los tapices de las sillas o los muebles de encina. También sé que si miro el espejo sobre esta montaña que poco a poco escalo voy a aparecer en el reflejo, y en esa certeza se sostiene todo lo que soy. Pero de pronto irrumpe una luz: mi mamá me sorprende en la mitad de mi escalada. Veo su sombra alargada por la luz ámbar que se filtra desde la puerta ahora entreabierta. Mi mamá se acerca. Me toma en brazos y me deposita en el suelo. Me mira a los ojos. Veo su silueta en contraluz. Y luego salimos.

Mis ojos se encandilan. Los murmullos se acallan. Veo solo piernas entre todo el fulgor. Siento las miradas lastimosas de mis tíos; mi mano izquierda en alto para sostener la mano de mi mamá que se contrae a medida que cruzamos el salón. Siento su sudor humedecer mi mano. El silencio se concentra en mi caminar, en mi gesto indeciso. Qué es lo que se supone que tengo que hacer. Mi mamá con una sonrisa me lleva a mi pieza. Veo desde mi ventana a la Virgen perderse en las sinuosidades de Londres, entremedio de las casas, todas distintas y extrañas, todas grandiosas a su manera. El repartidor de hielo, con su carretela a mi derecha, envuelve las barras en gangochos y espera que pase el último monaguillo que respira y exhala los rezos en un mismo susurro continuo. Mi mamá cierra la cortina de la ventana. Me toma la cabeza con sus dos manos para poder guiar mi mirada distraída. Me muestra un retrato colgado en la pared frente a mi cama. Hay un hombre muy joven en blanco y negro con una leve sonrisa. Mi mamá se agacha para mirarme a los ojos. Me dice: «Este es tu papá que ahora está en el cielo». Y luego me mira como esperando una reacción. Pero no reconozco a mi papá en esa foto. Nunca lo vi tan joven. Esta es la primera historia que me contaron. Sí. La historia de que mi papá alguna vez fue joven.

2

Soy un niño en un momento en donde los niños no existen. Tengo siete años y todo pareciera sostenerse en los márgenes de un silencio incómodo. Mi papá y mi tío Raúl han muerto en menos de un año. Mi abuela está recluida en su pieza del segundo piso vestida de negro, como si tuviera la necesidad de recordarnos todos los días que dos de sus diez hijos murieron, y mi mamá aún sirve un tercer puesto en la mesa del comedor. Soy el único niño que vive aquí. Los primos de mi edad pasan el tiempo en el fundo de Esperanza, cerca de Villa Alegre, con mi tío Alfredo, alejados del calor, del bullicio ciudadano y la severidad de los edificios oscurecidos por el esmog santiaguino.

La casa está de luto. Es un luto estoico, que no da cuenta de una calma, sino más bien de un hermetismo artificioso en donde todo se oculta y se desplaza. Es como si el silencio que sentí en la pieza de mis papás se hubiese quedado para siempre atrapado en la oscuridad de estas casas. Afuera las procesiones, las marchas del Frente Popular, los gritos del comercio central, el chirrido de los tranvías son el único contraste a este enclave de silencio inserto en pleno Santiago. Londres se siente como una interioridad exacerbada que se repliega a sí misma, como una isla que se refugia del bullicio en una mezcla de arquitecturas neoclásicas, barrocas y renacentistas. Londres estructura su fachada en dos. En un arriba de mis abuelos y mis tíos. En un abajo de los almacenes, de mi mamá y yo.

Juego con mis soldaditos de plomo sobre una cómoda con una superficie de mármol llena de grietas, como un puzle que no se puede desarmar. Tengo un batallón que va aumentando sus filas con cada Navidad que pasa. Escucho el golpe acentuado de sus botines sobre el pavimento de la calle Ejército que es el mármol roto, tal vez por culpa de algún bombardero que se fue volando a la Segunda Guerra Mundial. Construyo una gran batalla. Ilumino a los soldados muertos con la lámpara de la máquina de coser de mi mamá. Vivo en una casa que está dentro de otra casa más grande. La ciudadela de mis abuelos es la única que tiene tiendas en el primer piso: un almacén y una florería que parecieran aligerar un poco la severidad conservadora de la familia Noguera. Después del portón, hacia París, están las ventanas del dormitorio de mi mamá, luego una puerta con el número 28, más pequeña que la gran entrada. Ahí vivimos nosotros, rodeados de vidrios empavonados que nos ayudan a mostrar una estudiada formalidad cuando nos dirigimos a mis tíos y abuelos, porque después de todo somos advenedizos en un hogar que no es el nuestro.

Mi mamá al otro lado del pasillo intenta consolar el llanto de alguna de mis tías Illanes mientras prepara un desayuno que no voy a comer. Llevo meses sin comer. Y la porfía de mi mamá, que pasa horas frente a un plato recalentado, parece no ceder. A veces me inventa cuentos. Cada cucharada tiene un nombre, una expresión o una historia distinta. El interior de mi pieza es color crema, que es el color de las piezas oscuras. En el living hay un pequeño patio de luz de dos metros por dos metros que da a la terraza del tercer piso en donde viven mis tíos. Si acaso me pusiera en el ángulo adecuado podría ver el cielo y a mis tíos fumar en ese lugar. Ese patio es como un túnel hacia el sol. Pero no hay mucho más allí. Solo un triángulo de madera con una roldana en donde se cuelga la ropa para subirla hacia la terraza y secarla. Los saludo desde abajo a veces y ellos parecieran no querer devolverme el saludo, distraídos pensando en sus campos y la explotación agrícola del valle central y a su lado toda nuestra intimidad interior secándose en el sol. «Esa roldana la inventó tu pobre papá», me dijo mi mamá con una sonrisa orgullosa. Mi papá no es tanto una persona para mí como una serie de pequeños matices que pienso que debería recordar, pero que no recuerdo.

Al otro lado de la puerta hay seis cabezas de madera sobre una mesa de caoba oscura. Siento sus miradas que parecieran vigilar todo lo que sucede en el comedor. Los vidrios empavonados de la gran ventana bloquean la vista hacia el jardín común que compartimos con mis abuelos y tíos. Las cortinas siempre están cerradas. Mi mamá persiste en sus intentos de calmar los llantos de la tía Rebeca. Es una situación que se repite cada domingo por la mañana. Todas mis tías Illanes quieren ser más altas y bellas de lo que son. Lo noto en sus zapatos de terraplén, los trajes de sastre ajustados en la cintura, las chaquetas con hombreras, las cejas remarcadas con lápiz café, los sombreros grandes y tambaleantes, los aros pesados que alargan los lóbulos de sus orejas, los pelos repletos de horquillas y prendedores que recogen bucles y trenzas, el colorete en las mejillas y el rouge que parece desbordar sus labios y teñirles los dientes. Todas han sido maltratadas por sus maridos, todas han sufrido alguna decepción, y viven en el desamparo de pensiones baratas que parecen contrastar con el aparente cuidado que se dedican a ellas mismas.

Mi mamá va al living y saca un sombrero de una de las cabezas. Me mira rápido a los ojos con la reprimenda que merece un niño que aún no ha comido su desayuno. «Los niños que no comen se quedan chicos», me dice en un susurro rápido. «¿Qué diría tu papá?». No respondo. Los deseos de mi padre parecen converger con los intereses de mi familia, como si mi papá fuera el más Noguera de los Noguera. Mi mamá vuelve a su pieza rendida. Escucho decirle a mi tía que el velo le va a dar misterio a sus ojos, que el sombrero la hará parecer más alta. Para mi mamá las personas terminan en donde termina su sombrero. La tía Rebeca intenta con dificultad clavarse el sombrero en su peinado con un enorme alfiler adornado. Es como si se los enterrara en el cráneo. Se mira en el espejo ovalado sobre la cómoda intentando encontrar el misterio que menciona mi mamá. Asume un gesto de rubor, de risa tímida, de imaginación de una vida romántica. Contrae los pómulos y se chupa las mejillas. Camino hacia el comedor. Las cabezas me miran a lo alto de la mesa. «¿Supiste que el tío Genaro está botado a escritor?», dice la primera cabeza. «No te creo, qué horrible», responde la segunda. «¿Sabías que el ‘Bachicha’ Alessandri es de origen italiano?», dice la tercera cabeza. «Pero qué espanto», responde la cuarta. «Mira cómo camina el Titito», dice la quinta cabeza con un tocado a lo Greta Garbo. «Camina con las manos hacia atrás», responde la sexta cabeza. «Igual que su papá».

 

3

La primera palabra que se aprende en el silabario es la palabra ojo. La palabra ojo son dos ojos y una nariz. Es una O grande que es el primer ojo, luego algo que suena como una oclusión que es la nariz, y enseguida otra O que es el segundo ojo. Si uno junta esas figuras suena la palabra ojo. Estoy acostado en el suelo de mi pieza para sentir el terciopelo de la alfombra en mis mejillas. Miro las ilustraciones del silabario y me doy cuenta que cada cara es una palabra distinta.

Me duelen mis muelas. Siempre hay un momento del día en que me duelen las muelas. Mi mamá me grita a lo lejos que ya es hora de partir. Me incorporo. Abro un cajón de mi armario y escondo dos soldaditos de plomo en mi bolsillo para encontrar un refugio al aburrimiento que sé que viene con esa llamada. Salimos de Londres 28 camino hacia Londres 24, la entrada principal que da al segundo piso. Afuera la luz del sol encandila mis ojos. A mi izquierda está la plaza de la calle Londres y en un sitio eriazo, al otro lado de la calle, hay dos vacas para la leche de la mañana. Manifiesto mi enojo a través del silencio. Mi mamá no se da por aludida. Ya soy un niño silencioso.

La entrada se abre desde el segundo piso por medio de un cordón que va amarrado al pestillo de la puerta. Se escucha un sonido metálico y el portón al costado del garaje se abre solo y se siente su peso, como si el quicio de la puerta fuera empujado por todos los fantasmas de mis antepasados. Subimos la enorme y alfombrada escalera hacia el segundo piso de los Noguera. Hay una mampara que divide el pasillo principal: por un lado, la pieza; por el otro, los salones. En un recodo del largo corredor, al lado de la mampara, hay una Virgen rodeada de flores. Es el mes de María, el único acto oficial en el año en donde se comparte con el servicio de la casa. La blancura de esa instalación parece contrastar con la solemne y austera oscuridad de los salones de la familia Noguera.

La puerta que da a la pieza de mis abuelos está abierta. Rodeamos con cuidado las dos camas, pasamos por el balcón que da a la calle Londres y nos dirigimos hacia el gran ventanal que da a la pérgola y a uno de los costados de la iglesia San Francisco. La luz es distinta aquí, como un claroscuro difícil de definir. Ni las cubiertas de mármol de los veladores con sus bacinicas, ni los gansos de porcelana, ni el costurero de pie, parecen cambiar de lugar o ser afectados de alguna manera, todo se mantiene, como si el paso del tiempo no alterara esta zona de refugio enlutado. Alfredo Noguera Opazo, mi abuelo, está sentado en un enorme sillón leyendo el diario El Ilustrado. Al frente de él está Manuela Prieto Hurtado tejiendo en el extremo de un sofá abotonado. Los separa una pequeña mesa circular cubierta por un terciopelo verde para jugar solitario. Mi mamá me dijo que mi abuelo fue el primero en instalar una fábrica de leche condensada en el fundo de Esperanza, que a la inauguración fue el presidente Pedro Montt, y cuando me lo contó siempre me imaginé que sería muy distinto a la persona que miro ahora jugando aburrido con su bastón. Algunas veces lo veo caminar hacia el Club de la Unión al otro lado de la Alameda, con las manos cruzadas en la espalda, jugueteando con su bastón con una parsimonia altanera mientras saluda a las pergoleras. Es raro verlo fuera de la casa, siendo parte de la ciudad, entre otros transeúntes, a una persona considerada tan importante por mi mamá. Una vez me leyó el memorándum de mi bisabuelo, como para que quizás tome consciencia de quién soy y dónde estamos: «El doctor don Joaquín Noguera, natural de Barcelona y perteneciente a una distinguida familia española, vino a Chile a ejercer la profesión de médico el año 1842. Se casa con la igual de distinguida señorita chilena doña Pilar Opazo para así formar un respetable hogar. Dedicado muy joven a su profesión, lució con Pilar Opazo bastantes bienes y, por qué no, bastantes bienes hizo a sus semejantes. El carácter en extremo bondadoso, su corazón sano y bien puesto hicieron del señor Noguera un héroe de la humanidad». Mi mamá con una ensayada formalidad saluda a mi abuela. «¿Cómo está, misiá Manuelita?». Manuela interrumpe su tejido y en el momento en que levanta sus ojos, siento la silenciosa jactancia de su mirada que pareciera sostener la antigua nobleza, la aristocracia castellano-vasca, hija de la estabilidad portaliana. Es nieta del presidente José Joaquín Prieto, y esa es una genealogía que se manifiesta en cada gesto y actitud. Veo que mi mamá siente ese peso, mi mamá hija de los liberales Illanes de un pequeño pueblo llamado Villa Alegre. Ella la saluda con un cuidado que revela un sentido exacerbado del ridículo, como si en la manifestación más inocente pudiera escaparse algún error. Mi abuela juega con esa severidad, la ocupa a su favor, y le responde con una sonrisa.

Mi mamá se despide de misiá Manuelita. Ahora empieza la espera. Su enlutada sobriedad contrasta con la pluma del sombrero de mi mamá. Mimí sabe que ella va a salir esta tarde como tantas otras. Siempre pensé que mis estadías en el segundo piso de la familia Noguera eran más una necesidad de mi madre que una verdadera exigencia de mis abuelos.

Miro hacia la casa de enfrente a través del gran ventanal. Hay dos niñas allí con las que a veces juego a hacer morisquetas de ventana en ventana. Pero no hay nadie ahora. Me siento resignado en el suelo junto a «Topito», el perro setter de mi tía Toya, mientras recorro con mis dedos los dibujos de la alfombra. Saco un cañonero de uno de mis bolsillos y pongo uno de los cañones apuntando hacia el perro. Manuela vuelve a su tejido. A pesar de que le faltan dos dedos, su velocidad me asombra. Se viste de una manera tan distinta a las Illanes. Sin chaquetas acinturadas ni faldas angostas. Solo un largo traje negro y una faja interior que aplasta sus pechos que parecieran llegarle hasta el ombligo. Nunca la he visto reírse, tampoco hablar bien o mal de alguien, ni demostrar forma alguna de altanería. Jamás la vi menospreciar a nadie. Y aun así todos en este lugar le tenemos miedo.

Mis abuelos no hablan entre ellos. Pareciera que ya se dijeron todo lo que se tenían que decir. Tampoco me hablan, ni me abrazan, ni me regalan juguetes, como si acaso no estuviera ahora con ellos y eso exalta la lentitud del tiempo. Su indiferencia no la interpreto como una falta de cariño. Más bien hay una silenciosa pedagogía en esa distancia que, a pesar de mi aburrimiento, asumo sin reproche alguno. Mi presencia significa algo que nadie pareciera poder nombrar, como si evocara un recuerdo en ellos que yo no viví. Y en esa mirada siento el peso de una compasión que no entiendo. Como si me quisieran, pero al mismo tiempo nos estuvieran haciendo un favor a mi mamá y a mí. Un favor que nadie quiere asumir.

Se escuchan gritos en la Alameda. Una marcha más del Frente Popular. Mi abuelo se levanta y mira hacia la ventana mientras juguetea con el bastón entre sus dedos, con una nerviosa velocidad que evidencia la certeza de que Chile, tal cual lo conocía, se va a acabar. Mi abuela permanece sentada tejiendo sus mañanitas mientras los bajos retumbantes de los gritos y los pasos sobre la Alameda hacen vibrar los ventanales. La calle Londres se mantiene impasible. La ciudadela de mis abuelos se protege a sí misma como un invernadero de comedimiento y serenidad que nos resguarda de los vientos inesperados de las nuevas marchas radicales, de la carestía de bencina, del tifus exantemático, de los tísicos, de la peste blanca, del alcoholismo, del estrabismo, de las casas de tolerancia, del meretricio, de la sífilis, de los conventillos, del saqueo, de la mortalidad infantil; por eso mis tíos insisten que ya es hora de irse hacia Providencia. Es como si las paredes se construyeran a base de mistificaciones y olvidos y la calle Londres fuera tan solo el resultado de una serie de pactos implícitos que se transmiten en la forma de una advertencia. No le compren nada en la calle al niño. Los helados de bocado envueltos en papel encerado están hechos con las aguas estancadas del Mapocho. Si adentro todo se pliega, afuera todo parece desbordarse, y entre inflexiones, pliegues y estiramientos Santiago se siente como una ciudad cada vez más infinita, pero una infinitud que nada tiene que ver con el progreso. Siento la inflexión que conforma toda mi vida aquí. Veo la manera en que estas murallas separan lo legible de lo ilegible. Los palacios, las casas, son lo que quedó del sueño salitrero, la oligarquía después del primer centenario despertó en esta pesadilla séptica que es Santiago ahora. Y entre todo esto se yergue la iglesia San Francisco con una penumbra interior que contrasta con el ruido de la Alameda, y es como cruzar un umbral en donde la actitud y los gestos de las personas de pronto cambian y me enamoro de su sangrienta imaginería colonial, del relato de Cristo que es el único cuerpo roto y desnudo de todos los cuerpos rotos y desnudos que habitan la ciudad que me dejan ver. Todo lo que está fuera de la calle Londres es un gran cuerpo prohibido para mí. Nosotros somos la clase que tenemos que dar el ejemplo. Es una de las pocas frases que me repite mi abuelo. Tenemos que ser el ejemplo de algo que no me atrevo a ver.

Mi abuelo me contó una vez que toda casa santiaguina que se respetara tenía carruajes en la cochera. Mi papá y mis tíos partían rumbo al San Ignacio con sus caballos y en eso mostraban su alcurnia a través de los cascos y palafrenes en la plaza de Armas antes de que la remodelaran. Y detrás de ese cuento se esconde una misma afirmación, que es que vivimos tiempos inciertos, en tiempos del Frente Popular, en donde las noticias del día anterior son eclipsadas por las noticias del día siguiente. Siento la distancia que me entregan los muros de piedra, los salones, los pasillos, los ventanales gruesos, los duros quicios de las puertas, la enorme escalera de madera hacia mis abuelos, el frío atrapado en esta casa, los abrigos negros de mis tíos en el tercer piso, sus caras rasuradas, sus cuellos almidonados y rígidos. Casi puedo escuchar sus comentarios sobre la diferencia entre Santiago y la hacienda de Esperanza, porque allá siempre sobra lo que aquí falta. Y entonces las conversaciones son siempre las mismas: la nueva decadencia del parque Cousiño, la constante sensación de acechanza, la cursilería del Santa Lucía, la horrible remodelación de la plaza de Armas, las góndolas que bajan por la Alameda que parecen conventillos con ruedas, los vendedores de ropa usada, el confuso cambio de nombre de la Alameda por Bernardo O’Higgins, la inútil necesidad de ensanchar Ahumada, el caballo espantoso que monta Bolívar. Nadie parece conocer el valor constitutivo de su propia clase. Todo parece desbordarse. Los nuevos advenedizos, los nuevos profesionales, los nuevos técnicos, los nuevos liberales, los nuevos mesocráticos, los nuevos desarrollistas, y entre todo este mestizaje forzado lo único que queda en pie es el orgulloso atraso del agro chileno y la calle Londres como la última manifestación del deseo de la unión angloamericana. Mi mamá y yo somos un extraño puente que une ambos mundos. Pero ella no cree en su propio mundo, en su nombre Yolanda Illanes Benítez, en sus orígenes loncomillanos, en ser hija de un alcalde liberal de Trapiche. Quizás por esa razón siempre saluda a Manuela con el cuidado de alguien que siente que es una carga, una infiltrada Illanes cuyo marido, que justificaba su estadía aquí, acababa de morir.

Sigo recorriendo con mis dedos ahora nerviosos los dibujos de la alfombra persa. Yo sé que mis abuelos en poco tiempo más van a morir. Yo ya sé qué es lo que vive y qué es lo que muere. Lo sé porque son viejos y después de la vejez no queda nada más que el cielo. Mi papá no llegó a viejo. Eso también lo entiendo.

Mi abuela inicia la lenta transición de tejer a jugar solitario en la mesa de centro. Mi abuelo cierra las cortinas de los ventanales. Me levanto. Camino por el pasillo. Intento abrir la puerta que da al salón dorado, pero está cerrado como siempre. Sigo por el pasillo hasta llegar a la entrada del gran salón. La puerta está abierta. Busco dos tomos pesados de tapas de cuero rojiza que deberían estar en un escritorio en este mismo lugar. Dos tomos prohibidos. Tienen ilustraciones que muestran ríos infinitos de cuerpos humanos desnudos y apilados que serpentean en el aire de un paisaje desértico y montañoso. Entre toda esa masa se distinguen dos hombres en la ladera de una montaña. Uno de ellos parece proteger y guiar al otro. Son los únicos testigos de cada uno de estos paisajes circulares. Caminan por un bosque en donde los troncos de los árboles están compuestos por cuerpos humanos en agonía, como una mezcla inseparable entre piel y madera.

 

Las ramas parecen brazos contorsionados. Las raíces son cuerpos enterrados en la tierra. Entre rocas afiladas, un hombre desnudo y decapitado sostiene su propia cabeza desde la cabellera con una de sus manos. Los hombres cruzan un río en una barca guiada por un remero que navega sobre cuerpos ahogados. Uno de los sujetos alimenta a un monstruo de tres cabezas con una cola de serpiente. Hay lluvias de fuego. Todo se mezcla. Una masa confusa e infinita observada por estos dos hombres, que son los únicos seres íntegros de todos estos paisajes baldíos.

Paso mis dedos por el terciopelo de los sillones que están al frente de una chimenea. Los libros ya no están donde deberían estar. Esas pequeñas y torcidas excepciones, como accidentes que cuestionan este mundo que me rodea y al mismo tiempo lo afirman de una manera atractiva y terrible. Quizás mis tíos los escondieron. Afuera aún se escuchan lejanos los gritos. Camino a la usanza de mis tíos, como si acaso fuera un Noguera más en una reunión social, como si discutiera sobre explotación agrícola junto a Ramón Noguera Prieto y su mujer Luz Larraín a mi lado. Juego que soy un adulto. Inés Echeverría quizás fuma un cigarrillo con una larga túnica y un cintillo de terciopelo mientras le dice alguna frase irónica al cuerpo cuadrado y gordo de Arturo Alessandri Palma, y luego se ríe de lo arribistas que somos en comparación con la nobleza europea. Manuela, quizás, mira con sospecha a esta feminista intelectual. Tal vez mis tíos responden con críticas solapadas al gobierno caudillista del «Bachicha» Alessandri, a la nueva ostentación, al nuevo descreimiento, a la frivolidad, a las tesis higienistas, quizás hablan de lo raro que es el tío Genaro Prieto que decidió botarse a escritor, o hablan de los nuevos ricos que no viven en el casco histórico de Santiago, o tal vez, con una mezcla de desprecio y al mismo tiempo orgullo criollo, hablan de cómo el país poco a poco se ha ido descarrilando desde el advenimiento del centenario, o de los peones que en periodos de contracción vienen a una ciudad en donde ya simplemente no cabe más gente. Para eso está la Cruz Roja, por eso la tía Toya decidió unirse, porque es el refugio para los pecadores arrepentidos y atacados por el vicio.

Los gritos afuera se desvanecen. Pienso en las cabezas de madera y en mis soldaditos de plomo que están en el primer piso. Preferiría estar allí. Salgo del gran salón hacia el pasillo. Escucho que mis abuelos me llaman. Al final del corredor todos los sirvientes y mis tíos se empiezan a juntar al frente de una Virgen adornada con flores blancas. Me uno al grupo y empezamos a rezar en un mismo coro: «¡Oh, María, durante el bello mes a ti consagrado, todo resuena con tu nombre y alabanza!». Sobresale la voz de mi tía Toya. Elvira, la cocinera, vestida de carmelita para alguna manda desconocida, respira y exhala el rezo. Miramos todos juntos la palidez de la Virgen de Lourdes, sus flores blancas, su cinta celeste. Toda la casa en un mismo punto rezando una plegaria que no logro memorizar.

Mi mamá vuelve tarde. Hace un estudiado y formal saludo con la sonrisa aún intacta, como no acusando recibo del discreto reproche de mis abuelos. Me toma de la mano, bajamos las escaleras y salimos de la casa principal para entrar a Londres 28. Ya en su pieza la sonrisa se difumina. Se baja con un suspiro de alivio de sus tacos altos. Se saca el sombrero. Se desprende de los pinches y horquillas que sujetan su peinado. Se cambia con cansancio a una bata de casa ya raída que seguramente había sido parte de su ajuar de novia. Se lava la cara. Es un personaje entero el que se deshace. Hasta que aparece un gesto, aunque no sé si es un gesto. Es algo que se le parece, que se sitúa en el límite entre un gesto y un espasmo. Mi mamá desfigura su rostro con una tensión que emblanquece sus ojos, que deforma sus labios, que pone rojas sus mejillas. Actúa la cara más horrible que puede actuar. Pero no sé si está actuando. No sé si un espasmo es actuar. Mi mamá se da cuenta que estoy aquí. Observándola. Se acerca y me abraza. Me dice que yo tengo que ser su alegría, y luego me acuesta en mi cama.

«Ángel de la guarda / dulce compañía / no me desampares / ni de noche ni de día…». Mi mamá pone sus manos en ambos costados de su cara, estirando la piel hacia atrás para evitar las arrugas. «…Y que el papá nos mande salud y platita». Se ríe. Se tapa los dientes cuando se ríe. Y entonces su mejilla izquierda se contrae de nuevo y percibo la indecisión de su mano izquierda que no sabe qué es más importante tapar: sus dientes o sus arrugas. Se va a su pieza. Me quedo solo. Miro hacia el techo. En el techo hay una pirámide invertida. Sombras que son ríos de cuerpos en el cuarto círculo del infierno. Intento recordar quién es mi papá y tan solo veo matices que poco a poco se disuelven, detalles que no logran formar un ser completo, un ente distintivo de todo este fondo interminable. Un cuerpo igual de indistinto que todos los otros cuerpos que plagan el techo de mi pieza. Mis tíos dicen que camino como él. Esa semejanza me hizo sentir como un protagonista de una historia que no sabía que era una historia. Solo por caminar, solo por cruzar mis manos detrás de la espalda y trazar un camino, mi papá puede ser lo que yo quiero que sea, puede ser algo igual de infinito que las vetas del mármol de la cómoda de mi pieza. Miro el techo. Cuerpos apilados. Unos contra otros. Detalles que se van, que desaparecen, a veces por su extensión, a veces por sus pliegues, pero en toda esta confusión, en esta pesadilla séptica del Chile de principios de siglo, solo queda su caminar, que es ahora mi caminar. El techo es ahora una pared blanca y mi papá es un gesto que puedo imitar.