Investigando las migraciones en Chile

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Remesas sociales

Ya fuera a través de argumentos más o menos rupturistas, los estudios producidos desde diversas disciplinas a partir de los ochenta pudieron mostrar que el género era una categoría que influía en la decisión de migrar –impactando decisivamente en las elecciones sobre cómo y cuándo migrar y sobre quién lo hace–, así como también en los procesos de asentamiento en la sociedad receptora (Gonzálvez, 2010). En algunos de ellos se abordaba la experiencia femenina de forma algo reduccionista, estableciendo que la perspectiva de género demandaba, fundamentalmente, poner el foco analítico en las mujeres (Gulati, 1993; Phizacklea, 1982, 1983). Pero es importante mencionar que este giro fue, para muchas investigadoras, una decisión crítica: una opción tomada en el momento de realizar sus estudios y con el claro objetivo de corregir la invisibilización de las mujeres que los enfoques androcéntricos habían producido (Morokvasic, 1984; Parreñas, 2001).

A su vez, estos trabajos coincidieron con una época en que las remesas se convirtieron en objeto de estudio: ganaron protagonismo en los debates académicos en relación a cómo ellas contribuían (o no) al desarrollo de las familias/ zonas/ países de origen de los y las migrantes. Lo anterior debido, por lo menos en parte, al incremento monetario de las remesas de los migrantes provenientes del Sur global que trabajaban y vivían en los países del Norte. Entre 1990 y 2000 estas remesas se multiplicaron exponencialmente, superando por primera vez, por ejemplo, la aportación económica de los países dichos desarrollados a la cooperación internacional con los países considerados subdesarrollados (Martínez-Pizarro, 2003a). Todo esto adquirió un aspecto de género fundamental en los estudios sobre la migración desde países latinoamericanos, dado que en los años noventa estos flujos migratorios han presentado una fuerte tendencia de feminización. Las mujeres latinoamericanas se han convertido, por ende, en protagonistas de la emisión de remesas internacionales desde el norte al sur del planeta.

A lo largo de la década de 1990, se estudió las vinculaciones construidas a través de las remesas migrantes, priorizando entender los aspectos económicos que ellas articulaban. Pero esta visión economicista pronto fue percibida como insuficiente. Ya para inicios del siglo XXI, diversos investigadores (Sørensen, 2008; Sørensen & Vammen, 2014; Vertovec, 2004) empezaron a concebir que las remesas exceden los impactos económicos por que

Afectan a las instituciones socioculturales de la sociedad de origen, tales como las jerarquías de estatus, las relaciones de género –emancipación de las mujeres–, las pautas matrimoniales, los hábitos de consumo, el sistema de valores a través de la circulación de ideas, la dinamización del tejido asociativo y del ámbito político (Lipton, 1980; Vertovec, 1999; Levitt, 2001). Así, las remesas traspasan otras dimensiones que van más allá del ámbito económico, como lo social, lo cultural y lo político […] (Parella & Cavalcanti, 2006, p.244).

Emerge así la noción de «remesas sociales». Esta alude al hecho de que la experiencia migrante transnacional de las mujeres provoca la emergencia de nuevas demandas de consumo, simbólicas, de experiencias y de valores por parte de aquellos que quedan en origen. Dichas demandas son potenciadas por el hecho de que las mujeres migrantes pasan a enviar parte significativa de sus sueldos para atender a las nuevas y viejas necesidades familiares.

Con el transcurrir de los años, ya avanzada la primera década del siglo XXI, las investigaciones comenzaron a visibilizar cómo, en los discursos de las mujeres sobre sus migraciones, su responsabilidad como madres, pero también como hermanas o hijas, ocupaban un lugar central para ellas, así como para los demás miembros de su familia y redes de parentesco. En estos estudios, se mostraba cómo la circulación de bienes, cuidados y afectos entre mujeres emparentadas entre sí sostenían la vida familiar en el espacio transnacional (Gregorio & Gonzálvez, 2012).

Estos trabajos sacaron a la luz aquello que había pasado desapercibido y que no era fácil de cuantificar: las remesas sociales, en tanto todo aquello que era intangible, circulaban activamente entre origen y destino/s (Rivas & Gonzálvez, 2011), y se sostenían, principalmente en vínculos de parentesco18. Así, si bien el concepto de remesa social es bastante reciente, hace referencia a un fenómeno no tan novedoso, puesto que invoca aquellas ideas, comportamientos, identidades y capital social que fluyen del país receptor a las comunidades del país emisor, pero siempre atravesados por una dimensión de género que tiene efectos interseccionales diversos para las migrantes entre origen y destino.

Cuidados

En la primera década del siglo XXI, los estudios migratorios avanzaron en una muy importante teorización y visibilización sobre las asimetrías de poder y sobre la subordinación que implica, para las mujeres, la gestión transnacional de las relaciones de género en el marco de la vida familiar migrante. Pero fue precisamente la preocupación analítica por el parentesco, como un eje de diferenciación social, lo que permitió problematizar cuán influenciadas estaban las interpretaciones respecto de la reproducción social transnacional, por concepciones sustentadas en la exclusividad del parentesco biológico.

Lo anterior llevó a las investigadoras de la migración a considerar que el género y el parentesco constituyen relaciones de poder y desigualdad. Esta inflexión permitió que los estudios contrastaran la organización social de las familias con la reproducción social de la vida transnacional. Se empezó a comparar, con ello, a las prácticas de cuidar y ser cuidado con las relaciones de parentesco transnacional. Emergió, por lo tanto, en la literatura internacional, un interés por la asimetría de los vínculos parentales transnacionales, entre los que se destacaron, la maternidad, la paternidad y la conyugalidad (Hondagneu-Sotelo & Avila, 1997). Así, en el momento en que las relaciones de parentesco transnacionales cobran protagonismo en los estudios sobre el tema, las remesas sociales pasarán a entenderse como profundamente vinculadas al cuidado transnacional, en tanto una forma más de consignar esas transferencias intangibles entre países.

En el marco de estas reflexiones, emerge la categoría «cuidados», la cual refiere a los cambios en la gestión del bienestar familiar que, desde la globalización, se viene construyendo a través de la migración de mujeres provenientes mayormente del sur del mundo (Gonzálvez, 2013). El debate en torno a la categoría plantea que la «organización social del cuidado» es la manera como cada sociedad establece una correlación entre sus específicas necesidades de cuidados y la forma como les da respuesta. Es el modo como los actores sociales que pueden tener un papel en la provisión de cuidados (familia, comunidad, mercado y Estado) se combinan para esta provisión y también el protagonismo que asume cada uno de ellos. Este concepto, «organización social de los cuidados» es una adaptación regional, surgida en América Latina, del concepto social care, propuesto por Daly & Lewis (2000). En palabras de Arriagada (2010), refiere a las interrelaciones entre las políticas económicas y sociales del cuidado. Así, para entender cómo se organizan socialmente los cuidados es necesario conocer las necesidades de cuidado que existen en un contexto determinado y cómo diferentes actores responden a ellas. Los actores antes mencionados –familia, comunidad, mercado y Estado– configuran el «diamante de cuidado». Esta expresión enfatiza la presencia de los mismos y hace referencia a las relaciones que se establecen entre ellos: la provisión de cuidados no ocurre de manera aislada o estancada, sino que resulta de una continuidad en la que se suceden actividades, trabajos y responsabilidades (Rodríguez, 2015).

Con la intensificación de la migración de mujeres latinoamericanas para el norte global a partir de los noventa, la organización social de los cuidados en la región ganó una dimensión transnacional que es, por lo menos, desafiante. Esta migración femenina se motivó, en gran medida, por el aumento de demanda por trabajadoras del cuidado doméstico en países del norte y también del sur globales (Gonzálvez & Acosta, 2015; Pérez-Orozco, 2009). Lo anterior produce la fuga de cuidado [care drain] (Bettio et al., 2006), «un modelo donde la fuerza de trabajo femenina y flexible (habitualmente mujeres inmigrantes, indígenas y afrodescendientes) reemplaza el trabajo doméstico no remunerado y de cuidado que efectuaban las mujeres en los países desarrollados» (Gonzálvez & Acosta, 2015, p. 127).

Esta realidad tiene como trasfondo un escenario social de «crisis de los cuidados» vinculado a la masiva salida al mercado productivo de las mujeres de ciertos sectores sociales en las sociedades de recepción (Hochschild, 2002). Así, las migrantes reemplazan en los cuidados domésticos y familiares a las mujeres que ganaron el mercado laboral. Se observa con ello la emergencia de nuevos protagonistas, circunstancias y nuevas formas de hacer y entender los cuidados (Pérez-Orozco, 2006). Todo esto va de la mano, claro está, de las transformaciones del capitalismo global en las últimas tres décadas (Benería, 2011), especialmente en lo que concierne a la consolidación de mecanismos internacionalizados de explotación del trabajo femenino (Mills, 2003).

Hasta los años 2000, la mirada predominante en las ciencias sociales atribuía el cuidado, principalmente, a las mujeres de la familia, aquellas que compartían lazos sanguíneos con quienes «recibían» este cuidado. Pero en la primera década del siglo XXI, la crítica feminista volvió a señalar la diversidad de formas familiares transnacionales existentes y las diferentes prácticas de maternaje transnacional. Así, la reproducción de la maternidad intensiva también en la familia transnacional fue uno de los vínculos más analizados y, a su vez, más problematizado desde miradas críticas y reflexivas.

 

Desde este momento, y producto del interés por la reproducción social transancional, el análisis sobre las «cadenas globales de cuidado», término acuñado por la socióloga feminista Arlie Hoschschild (2002), cobra todo su protagonismo, debido al interés por conocer cómo se sostiene la vida transnacional a través de la explotación en cadena de mujeres que se van responsabilizando, de forma conectada, de las diferentes tareas de reproducción social. Así, cuando hablamos de estudios sobre los cuidados en relación con la movilidad que se sucede más allá de las fronteras, observamos que un gran número de estos trabajos se centra en la gestión del bienestar familiar.

Una vez más, la crítica feminista será la responsable por visibilizar la reproducción de la desigualdad a partir de las prácticas de cuidar y ser cuidado como principios de organización social en la comprensión de las causas y el impacto de las migraciones. El feminismo19 se encargará de analizar, también, la especificidad del trabajo de cuidado, preguntándose por quién hace qué, cómo, cuándo y para qué. Estos interrogantes permitieron visibilizar estas prácticas desde la complejidad de sus aspectos morales, materiales y afectivos en contextos locales y, ahora también, transnacionales. Seguir la extensión de esa cadena, la cual depende no sólo de la distribución intrafamiliar de los cuidados, sino también de la existencia de servicios públicos, las políticas migratorias o la regulación del empleo de hogar, entre otras, permite visibilizar cómo, a partir del cuidado trasnacional, se producen desigualdades de género.

Sabemos que los estudios sobre organización social de los cuidados han permitido dimensionar y visibilizar el papel de las migraciones internacionales, y en particular de las mujeres dentro de ellas, debido al peso analítico, político e ideológico que conlleva la categoría «cuidados». Situar los cuidados como una categoría política ha permitido que los estudios de la migración enfocaran, por un lado, la «crisis de los cuidados» y, por otro lado, de la «mercantilización de los afectos» –producto de la articulación entre prácticas económicas y relaciones afectivas o sexuales en el ámbito de la intimidad (trabajadoras domésticas, niñeras, enfermeras, trabajadoras sexuales, matrimonios transnacionales)–. Es por ello que los debates internacionales sobre las migraciones y el género vienen asumiendo que la comprensión de las prácticas de cuidar y ser cuidado ejercidas en la distancia conlleva ampliar la mirada «más allá de los cuidados». Es más: obligan a situar el marco analítico en la reproducción social transnacional20 y, con ello, problematizar las dinámicas transnacionales del cuidado como formas de acceso a cierta protección social. Con estas discusiones en mente, estamos en condición de explicitar cómo los estudios sobre mujeres migrantes en Chile fueron interpelados por estos debates y cómo los han contrastado con las diferentes realidades y contextos migratorios del país.

Las mujeres, el género y la migración en los estudios chilenos

Conviene empezar este apartado recuperando de forma sintética las características de la migración internacional en Chile desde mediados de los noventa. Estas informaciones son fundamentales porque contextualizan los matices que van adquiriendo las investigaciones sobre mujeres migrantes en diferentes regiones del país en las últimas dos décadas. Como mencionamos en la introducción, hay un incremento, en términos absolutos, del contingente demográfico migrante a partir de 1995 (Godoy, 2007; Martínez, 2003; Navarrete, 2007; Schiappacasse, 2008), con una diversificación de los orígenes nacionales, especialmente a partir de 2010. Empero, la migración sigue siendo proporcionalmente modesta hasta la actualidad y presenta por lo menos tres aspectos más generales:

1 Los peruanos se consolidan como principal colectivo migrante. En el Censo 1992, ellos eran el cuarto grupo nacional (7.649 personas), detrás de los argentinos (34.415), españoles (9.849) y bolivianos (7.729). En el Censo 2002, configuraban el segundo más importante, con 39.084 personas (Guizardi & Garcés, 2012). En 2009, alcanzaron una población de 130.959 personas, superando a los argentinos (60.597), bolivianos (24.116) y ecuatorianos (19.089) (Departamento de Extranjería y Migración, DEM, 2010). En 2015, los peruanos constituían el 31,7% de los migrantes en Chile, «seguidos de argentinos (16,3%), bolivianos (8,8%), colombianos (6,1%) y ecuatorianos (4,7%)» (Rojas-Pedemonte & Dittborn, 2016, p.14).

2 Santiago se consolida como polo concentrador, en términos absolutos, de la migración. No obstante, las regiones del norte figuran como las más importantes en la proporción de migración sobre el total de habitantes. Según el Censo 2002, el 64,81% de los migrantes en Chile estaría en la Región Metropolitana (DEM, 2010)21. Pero esta región concentra alrededor del 40% de la población nacional: los migrantes representarían tan solo el 3,35% del total de habitantes regionales (DEM, 2010). En las regiones de Tarapacá, Arica y Parinacota, y Antofagasta, los migrantes constituían el 6,66%, el 6,10% y el 3,7% de la población en 2009 (DEM, 2010), y el 7,4%, 5,8% y 4,6%, respectivamente, en 2015 (Rojas-Pedemonte & Dittborn, 2016).

3 Otro dato fundamental se refiere al proceso de feminización de las migraciones provenientes de países del contexto intrarregional latinoamericano. En el Censo 1992, prácticamente todos los colectivos migrantes latinoamericanos en Chile (entre ellos el argentino, peruano, boliviano, ecuatoriano, brasileño y colombiano) presentaban una ligera preponderancia femenina: hombres y mujeres componían aproximadamente 50% de sus colectivos nacionales. En el Censo 2002, la tendencia a la feminización se incrementa: a excepción del colectivo argentino, todos los demás contaban con un número de mujeres superior al de hombres. En los datos del DEM del 2009 las mujeres aparecían como mayorías absolutas: las peruanas correspondían al 57% del total de migrantes de su país, las bolivianas al 54%; las ecuatorianas al 55%; las colombianas al 58,5% y las brasileñas al 55% (DEM, 2010)22. De acuerdo con la Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional de Chile [CASEN] (2013), entre 2009 y 2013, la composición de la población migrante internacional femenina pasó del 51,5% al 55,1%. Con todo, la CASEN 2015 registró un retroceso de la participación femenina migratoria total, situando el porcentaje de mujeres migrantes en el 51,9%.

Nos arriesgamos a inferir que estos cambios más generales de composición de la migración que señalamos en los tres ítems impactan y cohesionan, de cierto modo, las temáticas y ejes analíticos de los estudios desarrollados en el país. Así, con base en estas dinámicas, podríamos trazar tres momentos de la investigación sobre las mujeres y la migración internacional en Chile entre 1995 y 2017.

El primer periodo (1995-2004)

El primer periodo corresponde al decenio que va de 1995 a 2004, en el que podríamos destacar dos aspectos centrales. En primer lugar, los estudios desarrollados en esta etapa acompañaron la suspicacia de la opinión pública en relación a la presencia, por primera vez en gran número, de migrantes peruanos en Santiago. Por lo mismo, durante casi una década, este colectivo y esta ciudad conformaron los recortes prioritarios de las investigaciones (Guizardi & Garcés, 2012, 2014), delineando aquello que algunos autores denominaron un «santiagocentrismo» (Grimson & Guizardi, 2015; Guizardi et al., 2017c)23.

En segundo lugar, los trabajos presentan, por lo general, una impronta descriptiva que si bien percibe la cuestión femenina, carece aún de una lectura de género más crítica. Al percibirse esta migración como novedosa, y ante la falta de estadísticas y estudios previos sobre el tema, los investigadores despliegan un ingente esfuerzo por recabar informaciones cuantitativas que permitan generar una caracterización inicial de los colectivos migrantes y, especialmente, de las mujeres de estos colectivos. Ejemplos de lo anterior son los estudios de Elizaga (1996) y de la Organización Internacional para las Migraciones, OIM, (1997), donde se subraya la feminización de los nuevos colectivos migratorios, especialmente los andinos, pero sin ahondar específicamente en una lectura particularizada de este fenómeno.

Ya para inicios del siglo XXI, los trabajos avanzan enormemente en la construcción de una caracterización del fenómeno migrante, construyendo una lectura cuantitativa que va a servir de base a los estudios posteriores y que, por lo mismo, significa un importante sedimento de investigación. Entre ellos, están los de Martínez-Pizarro (2003a, 2003b, 2003c), donde se observa un cuidadoso tratamiento estadístico de los censos chilenos, un corte comparativo latinoamericano y una precisa interpretación sobre la feminización migratoria como resultado, concatenado de la aplicación de las políticas neoliberales en diversos países de la región (Martínez-Pizarro, 2003a).

En una línea parecida, pero aportando también datos cualitativos sobre la comunidad peruana de Santiago, están los estudios de Stefoni (2001, 2004), Tijoux (2002) y de Mujica (2004). Todos ellos aportan data que servirá para explicitar la feminización del colectivo peruano, los modos de inserción laboral y las problemáticas enfrentadas por las mujeres, así como informaciones sobre su procedencia e historia de vida entre las localidades de origen en Perú y Santiago. Centrándose particularmente en las migrantes andinas, y profundizando en los conflictos relacionales, laborales, jurídicos y económicos de las peruanas en Santiago, el trabajo de Araujo et al. (2002) constituye un marco fundante, juntamente con las publicaciones de Stefoni (2002) y la tesis de doctorado de Holper (2002)24. Estos tres trabajos constituyen las primeras publicaciones dedicadas centralmente a las migrantes.