Investigando las migraciones en Chile

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3. Economías migrantes en la ciudad

Las actividades económicas han ocupado un lugar relevante en los estudios de migración. El rol que juegan en los proyectos migratorios es evidente, pero también en las formas en que la actividad migrante se hace visible y transforma el espacio urbano.

Los estudios y teorías precursoras de las economías migrantes se encuentran en clásicos de la sociología alemana, específicamente en las ideas de Weber (1993), Sombart (2001) y Simmel (1997) sobre el rol de algunas minorías étnicas o religiosas en la aparición del capitalismo. Estos debates sobre los llamados «pueblos parias» en Europa (Simmel), entregaron los primeros elementos que serían recogidos por los investigadores de la empresarialidad étnica en la segunda mitad del siglo XX. Así, en las décadas de 1950 y 1960, Becker (1956), Cahnman (1957), Stryker (1959) y Blalock (1967), desarrollaron el enfoque de las «minorías intermediarias» para explicar el rol económico de los grupos extranjeros en las ciudades de llegada, cuya importancia tendría relación con la capacidad de realizar actividades socialmente «repudiadas» pero necesarias, que trastocan las legitimidades del mundo nativo. Bonacich (1973) llevó esta perspectiva a la explicación de la empresarialidad étnica en sociedades capitalistas avanzadas.

Generalmente el papel de estas minorías se ha explicado desde dos perspectivas: las contextuales y las culturales. Según los enfoques contextuales, son resultado de las características de las sociedades en las que se instalan, de modo tal que las peculiaridades de dicha sociedad influyen en su tendencia a concentrarse en actividades económicas que no necesariamente se relacionan con una inclinación anterior. Al contrario, desde los enfoques culturales se afirma la preexistencia de conocimientos y prácticas, así como de fuertes vínculos de solidaridad que devienen en un recurso para la actividad económica.

Se plantea que las minorías intermediarias tienen como actividad típica un negocio pequeño o un trabajo autónomo, son profesionales o desempeñan oficios independientes (Zenner, 1982). Uno de sus rasgos sería la especialización en el comercio o en otra actividad autónoma, relacionada más con la circulación y distribución que con la producción de bienes y servicios. La dificultad registrada por los pequeños negocios para implementar economías de escala y otros mecanismos de eficiencia propios de las grandes empresas, deberá ser compensado por medio de otras ventajas, como la movilización de los vínculos de parentesco y de pertenencia étnica para obtener recursos y lograr una identificación entre los intereses de empleadores y empleados (Bonacich, 1975, p.100). Los negocios étnicos son habitualmente intensivos en mano de obra, muchas veces orientados a satisfacer las propias demandas de su colectivo de adscripción, como es el caso inicial de los llamados restaurantes étnicos (Möhring, 2012), pero que posteriormente devienen en una oferta de consumo para las poblaciones locales. Frente a una situación de discriminación y explotación objetiva en la sociedad de llegada (padecida por muchos grupos minoritarios), la disponibilidad dentro del grupo de suficientes recursos (comunitarismo y solidarismo) posibilitaría encontrar una vía de escape a la explotación característica del mercado de trabajo convencional.

3.1. El enclave étnico

El concepto de economía de «enclave étnico» se ha referido tradicionalmente a la concentración de empresas o comercios «étnicos» asentados en un espacio urbano, generalmente áreas o regiones metropolitanas, entendiendo por dichas empresas a emprendimientos que son propiedad de alguna minoría de extranjeros, que dan empleo a un porcentaje importante de trabajadores del mismo grupo (Portes & Jensen, 1989, p. 930).

Portes & Bach (1985, p. 204-205) señalan la importancia de distinguir los enclaves étnicos –con su división del trabajo y la presencia de una clase emprendedora diferenciada– de los barrios con concentración de comunidades, en los que se desarrollan pequeños negocios para satisfacer una demanda de consumo de bienes y servicios específicos. Los «barrios étnicos», que desempeñarían un papel importante de apoyo social a las personas migradas, y que Zhou define, siguiendo los planteamientos de la Escuela de Chicago, como «áreas residenciales homogéneas donde se concentran los inmigrantes más pobres y los recién llegados y donde se desarrolla una escasa variedad de actividades económicas» (Zhou 1992, p.11), habrían sido la norma en las pautas de asentamiento inicial de la población migrante, mientras que los «enclaves» habrían sido, más bien, la excepción:

Los enclaves consisten en grupos de inmigrantes que se concentran en una localización espacial diferenciada y que organizan una variedad significativa de empresas que sirven a su propio mercado étnico y/o a la población en general. Su característica básica es que una proporción significativa de fuerza de trabajo inmigrante trabaja en empresas propiedad de otros inmigrantes» (Portes, 1987, p. 36).

Un «enclave» surgiría luego de que una primera ola de migrantes logra consolidar un capital social, monetario y cultural relevante, que les permite instalar comercios y empresas diversas que tienden a concentrarse en un área urbana definida, y que luego emplean, para su continuidad, a las nuevas olas de inmigrantes de su mismo origen como mano de obra barata. Estos enclaves, entonces, son el resultado del ingreso y desarrollo de una «clase» emprendedora, con elevada presencia en las primeras migraciones de un grupo étnico o nacional, el cual, en su expansión y diversificación comercial, ofrece posibilidades de integración en el mercado laboral a los miembros de las nuevas generaciones migrantes de su propio grupo (Wilson & Portes, 1980, p. 301-302; Portes & Bach, 1985, p. 203).

Como podría resultar evidente, los dueños del capital que se reproduce en esos comercios, inmersos en la densidad étnica de un enclave impulsado por criterios culturales compartidos, obtienen beneficios de una demanda laboral de bajo costo que les permite una mayor competitividad en el mercado. Los recién llegados, a cambio, si bien puede que en un momento inicial sufran los rigores de un bajo salario y un sometimiento jerárquico en lo laboral, apuestan a que el enclave les compense posteriormente con los apoyos necesarios para una mejor posición. Este fenómeno fue llamado «solidaridad étnica» (Portes & Bach, 1985, p. 203-204).

3.2. El caso del enclave cubano en Miami

Un estudio clásico sobre enclaves étnicos es la formación del enclave cubano posrevolución en la ciudad de Miami. En los primeros años del exilio cubano, el empleo a gran escala de mujeres cubanas en el sector textil habría tenido dos consecuencias importantes: en primer lugar, permitir a las familias permanecer en Miami y disponer de tiempo para que los maridos pudieran aprender inglés y encontraran algún tipo de nicho de negocios; en segundo lugar, posibilitar la creación de algunos de esos nichos por medio de la subcontratación independiente de trabajo (Portes & Jensen, 1987, p.946).

El dato puede parecer curioso, pero estas investigaciones generaron una gran novedad en tanto hasta el momento solía explicarse en buena medida la migración cubana y el aumento de su empresarialidad por los vínculos con la Central Intelligence Agency (CIA). Incluso se llegó a considerar a la CIA. como la mayor fuente de empleo del exilio cubano. Sin embargo, Portes y su constelación insisten en que más que una fuente directa de financiamiento del enclave, la CIA. permitió la mantención de los cubanos de clase media, de manera tal que este segmento logró consolidar un nicho económico viable. Más allá de las controversias ideológicas e interpretaciones sobre el rol de la comunidad cubana en Miami, es indudable que su presencia demuestra la relevancia de políticas e instituciones en la formación de enclaves. En este caso, hay pocas discrepancias en torno al rol de los movimientos anticastristas en la región, y específicamente en Estados Unidos, los cuales, aunque no lograron derrocar al gobierno cubano, generaron las condiciones indispensables para la constitución del enclave cubano en Miami.

Independientemente de los vínculos externos, una variable para el surgimiento y mantención del enclave fue la existencia de una «comunidad moral» que operó en términos de confianzas comunes dentro del grupo, de manera tal que se institucionalizó la práctica de créditos y préstamos otorgados a quienes poseían cierto capital simbólico, deletreado como una posición en la comunidad, generalmente en directa relación con el compromiso anticastrista. Si bien este elemento de por sí no explica el éxito del enclave, los principios de solidaridad y las reciprocidades del grupo jugaron un rol determinante. La legitimidad de los principios de solidaridad y comunitarismo fueron factores decisivos para que no cobraran fuerza, por ejemplo, las tendencias a la disolución propias de los modernos conflictos de clase (Portes & Stepick, 1993, p. 137-144).

Las investigaciones sobre empresarialidad étnica, incluyendo las que conceptualizaron los «enclaves», entregaron una data sustantiva para demostrar que las economías migrantes impactan el espacio y las relaciones sociales de la urbe de llegada, constituyendo barrios, imaginarios y nuevas interacciones en destino. Asimismo, comprendieron esas economías más allá de su dimensión «étnica», ampliándola a otros grupos sociales (nacionales, en el caso el cubano) presentes en las sociedades contemporáneas, que responden no solo a disposiciones de larga duración, sino que logran reproducir o transformar las sociedades y espacios urbanos en destino. Para situarlos en algún diálogo teórico de la época, sus investigaciones entregaron una ingente data de prácticas y racionalidades que operaban fuera de las leyes supuestamente autónomas del campo económico, demostrando que su legitimidad se debía a su «incrustación» (embeddedness) en un entramado social que los legitima.8

 

Si bien un segmento relevante de los estudios sobre «empresarialidad étnica» enfatizó el comunitarismo y el solidarismo, es decir, relaciones y estructuras definidas «culturalmente» en origen, con notoriedad a partir de la década del noventa cobró fuerza una mirada otra, que priorizó la interacción con los contextos institucionales en la sociedad de llegada, las oportunidades del mercado y la «estructura de oportunidades» en la cual se reproducían ciertas prácticas. En esta nueva escena, y regresando al ejemplo cubano, la «comunidad moral» explicaría algo, pero en ningún caso todo el surgimiento de un «enclave», ni menos las relaciones y prácticas sociales necesarias para mantener una economía migrante (Aldrich & Waldinger, 1990).

A esta mirada, hoy en muchos aspectos de sentido común, se la llamó «perspectiva interaccionista», pues establecía una interconexión entre los recursos internos de las comunidades migrantes y la estructura local de oportunidades (Kloosterman & Rath, 2001). Waldinger, Aldrich & Ward (1990), entre otros, podrían considerarse ejemplos de esta perspectiva, en tanto leyeron la economía migrante como consecuencia de una «estrategia étnica» desplegada en una estructura de oportunidad presente en las ciudades y sociedades de llegada.

4. Santiago y su migración
4.1. Acceso y condiciones habitacionales

El acceso a la vivienda juega un rol central en la relación entre migración y ciudad. Por un lado, la localización de la vivienda abre o cierra posibilidades de inserción en geografías de oportunidades. Por otro lado, las condiciones de acceso y habitabilidad de la vivienda pueden mejorar o empeorar la calidad de vida, e incrementar o disminuir la vulnerabilidad de las personas migradas. Ambas dimensiones han sido abordadas en estudios de la Región Metropolitana de Santiago en la última década, centrados en describir y dimensionar esta relación.

En la Región Metropolitana, desde la década de 1990, los patrones de asentamiento de los nuevos flujos migratorios se han concentrado en comunas centrales y pericentrales. Por otro lado, migrantes de altos ingresos se han asentado en las comunas del llamado cono de alta renta. Hacia fines de la primera década de este siglo, el patrón de asentamiento se extendió hacia la totalidad de las comunas de la Región, incluida la periferia metropolitana. No obstante, destaca que aún en el año 2019, la comuna de Santiago acoge el mayor número de personas migradas de la Región, conformando los residentes extranjeros cerca de un 25% de la población total de la comuna (Instituto Nacional de Estadísticas, INE, 2020). El trabajo de Razmilic (2019) presenta una evolución de las dinámicas de asentamiento en la región que configuran patrones de concentración y dispersión en diferentes comunas.

En los últimos cinco años estos patrones han experimentado un alto dinamismo, lo que se puede explicar desde diferentes dimensiones. Por un lado, es obvio que el aumento acelerado de los flujos migratorios a la región ha dado forma a una demanda inédita por vivienda. A lo anterior, se suma un mercado inmobiliario que ha experimentado una transformación significativa en la última década en virtud de un aumento sostenido en los precios de venta y arriendo, emergencia de nuevas tipologías residenciales de grandes alturas y departamentos de mínimo metraje, incremento de la informalidad en el acceso y la reemergencia de asentamientos precarios en la periferia; una tendencia que se pensaba controlada hace una década en virtud de programas masivos de vivienda subsidiada (López, Meza, & Gasic, 2014; Rodríguez & Sugranyes, 2004; Tapia Zarricueta, 2011). Muchos de estos fenómenos se encuentran aun insuficientemente estudiados debido a su muy reciente consolidación. El acceso a vivienda de población migrada se debe comprender al interior de esta trama compleja de elementos, que muchas veces experimentan situaciones mayores de vulnerabilidad y abuso respecto a la población no migrante.

La concentración en áreas centrales y pericentrales de la ciudad no responde, en el caso de Santiago, a una repetición mecánica del modelo ecológico de la Escuela de Chicago, tal como lo revisamos en las secciones precedentes. Este hecho es producto de un contexto urbano específico. De hecho, en otras ciudades metropolitanas como Buenos Aires, el acceso a vivienda de la población migrada se expresa en un patrón de localización en la periferia y no en áreas centrales (Magliano y Perissinotti, 2020). El asentamiento en áreas centrales de Santiago fue posibilitado por un proceso de despoblamiento del centro de la ciudad que se venía produciendo desde la década de 1970, agravado por el deterioro producto del terremoto de 1985 (Contreras Gatica, 2011). En la década de 1990 el paisaje habitacional del centro de Santiago ofrecía un importante número de inmuebles subocupados y en deterioro que prontamente empezaron a ser habilitados –muchos de forma precaria– para su arriendo a población migrada que iniciaba su arribo a la ciudad. Paralelamente, en esos años se inicia un plan de repoblamiento de la comuna que favorece la inversión inmobiliaria, la emergencia de nuevos servicios y la consecuente atracción de nuevos habitantes. Este proceso de concentración en áreas centrales y pericentrales, si bien es una tendencia masiva, es necesario puntualizar que personas migradas de altos ingresos se asientan en comunas del cono de alta renta, así como personas de nacionalidad haitiana se concentraron, posterior al 2010, en la comuna de Quilicura, para luego moverse hacia otros sectores de la ciudad.

Un programa de investigación de la Universidad de Chile, que llevó a cabo estudios sobre la situación habitacional migrante entre el 2006 y 2010, afirma como conclusión:

aunque la mayoría de los inmigrantes no reporta problemas de vivienda, muchos son habitantes de barrios centrales deteriorados, que es uno de los programas que el sistema habitacional chileno ha desarrollado menos y en una zona que se vio afectada por el terremoto (de 1985) (Arriagada Luco y Órdenes, 2011, p. 7).

No obstante, la situación ha cambiado fuertemente en la última década. El mismo programa de investigación identifica diez años después de su primera publicación una situación diferente, marcada por cambios en la estructura de oferta y demanda de vivienda, alza del arriendo y la reorganización del sector inmobiliario global y local como base de un boom de procesos de renovación urbana, rentismo y surgimiento de negocios de subarriendo precario para migrantes (Arriagada-Luco & Jeri Salgado, 2020, p. 7). El trabajo de Contreras, Ala-Louko y Labbé (2015) ha profundizado en las condiciones de acceso en espacios tugurizados y de deficiente habitabilidad en barrios donde conviven personas migrantes vulnerables con nuevas clases medias, e incluso con algunas tendencias de gentrificación.

Durante la última década se incrementan las deficientes condiciones de habitabilidad en la que acceden a una vivienda las personas migrantes. El análisis de Razmilic (2019) sobre información censal y Casen 2017 muestra que cerca del 20% de la población migrada habita en condiciones de hacinamiento, duplicando a la población no migrante. El déficit habitacional cuantitativo, que consiste en calcular la necesidad de viviendas para abordar situaciones de hacinamiento y allegamiento, se estimó en el año 2017 en algo más de 400 mil unidades de vivienda a nivel país. La población migrante representa el 13,8% de este déficit, con especial presencia en comunas de la Región Metropolitana. Los datos estadísticos disponibles son claros en mostrar la desigualdad en las condiciones de habitabilidad entre población migrante y no migrante. En una línea similar, el informe de Fundación Techo (Centro de Investigación Social, CIS TECHO-Chile, 2017) destaca la condición de informalidad de acceso a la vivienda. Esta situación afecta desigualmente a distintos colectivos, siendo personas de origen haitiano las que más acceden a viviendas sin contrato, mientras que personas de origen venezolano acceden comparativamente en mayor número en condiciones formales. Esta situación evidencia una clara discriminación por ingresos económicos, educación formal y raza en las formas de acceso a la vivienda, deviniendo en un factor que refuerza la vulnerabilidad de determinados colectivos (Contreras et al., 2015).

El concepto de «arriendo abusivo», si bien existe en la legislación chilena, su aparición pública en años recientes se encuentra estrechamente vinculada a la situación migrante. Troncoso, Troncoso y Link (2018) plantean la necesidad de redefinir el concepto, pues está basado en una relación asimétrica entre arrendador y arrendatario, construido sobre una falta de información y especulando con las limitadas posibilidades de la persona migrada de acceder a otras alternativas habitacionales. El arriendo abusivo se suele vincular con bajas condiciones de habitabilidad, precios de arriendos comparativamente altos e inseguridad de la tenencia. Identificada esta situación que padece un importante número de personas, algunos estudios han propuesto la necesidad de que los programas habitacionales y normativas particulares aborden características de la población migrada (Arriagada-Luco & Jeri Salgado, 2020). Si bien se ha expresado la preocupación de cómo la política regular no logra proteger a personas migradas vulnerables, aún no se han realizado pasos concretos, tal como expresa un estudio del Ministerio de Vivienda y Urbanismo, MINVU, sobre las limitaciones que experimentan migrantes para acceder al sistema de subsidios de arriendo (MINVU, 2018).

El estudio de la situación habitacional ha estado principalmente focalizado en el análisis estadístico o en la descripción de situaciones de arriendo abusivo (Arriagada Luco y López, 2018; Contreras et al., 2015). El acceso a vivienda por medio de un asentamiento precario, como son los campamentos, ha tenido atención descriptiva y analítica, principalmente en ciudades como Antofagasta o en una escala a nivel país (CIS TECHO-Chile, 2017; López-Morales, Flores, y Orozco, 2018). En Santiago, especialmente en comunas periféricas, han aumentado los residentes extranjeros en asentamientos precarios. Una revisión de prensa permite identificar que desde el 2018 se empiezan a publicar numerosos artículos periodísticos que plantean esta tendencia creciente, pero aún hay pocos estudios en esta dirección que puedan aportar no solo a describir la situación migrante, sino también comprender nuevos procesos de los asentamientos precarios. En esta línea, el trabajo de Palma (2020) se centra en Colina, y destaca las posibilidades que ofrecen los campamentos para que las familias puedan adaptar el espacio habitacional a sus necesidades, pese a la precariedad. Esta afirmación es coherente con resultados de estudios de la última década sobre campamentos, que identifican razones similares esgrimidas por población no migrante: altos precios de arriendo y consideraciones de seguridad (Brain, Prieto, y Sabatini, 2010; Rivas, 2013). La relación entre nuevos campamentos y población migrada requiere reconceptualizar la situación de los asentamientos precarios, vinculando esta reemergencia a programas habitacionales, expectativas y conocimientos de habitar de las personas migradas con mercados de vivienda y suelo entregados al imperio de la ganancia privada (Imilán, Osterling, Mansilla, y Jirón, 2020).

La perspectiva de la vivienda como objeto y fuente de recursos de integración es uno de los tópicos clásicos que vincula la investigación urbana con migración. El trabajo de J. Riis de fines del siglo XIX en Nueva York, la Escuela de Chicago y la sociología urbana en general han abordado profusamente este campo, la mayoría de las veces desde un enfoque funcionalista y de análisis de desigualdades distributivas, produciendo evidencias de cómo las condiciones raciales y étnicas juegan como factor de discriminación e incremento de la precariedad. Más allá de los análisis de acceso, la vivienda también es un espacio con dimensiones significativas y sensibles que las personas apropian y transforman, formando parte de/en las experiencias de desarraigo y adaptación. En la relación vivienda y migración, el concepto de hogar tiene una significancia especial cada vez más visitada por la investigación internacional (Miranda Nieto, Massa, & Bonfanti, 2020). La vivienda aquí no es vista como un objeto o un bien, sino como proceso de espacialización de una experiencia migratoria. En esta línea, para Santiago, el trabajo de Bonhomme (2013) plantea cómo las materialidades al interior de las viviendas, objetos y decoraciones juegan un rol de apropiación, de construcción de un espacio bajo control por parte de sus habitantes. De forma similar, Imilan (2017) sugiere, a través del análisis de una práctica de la vida cotidiana, cómo es el cocinar, las diversas emociones, memorias y significaciones que permiten re-crear un hogar desde la experiencia migrante; la vivienda, entonces, deviene en un espacio construido de afectos, memorias y nuevos sentidos.