Helter Skelter: La verdadera historia de los crímenes de la Familia Manson

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Buckles, como recodaría después Whiteley, perdió interés cuando mencionó a los hippies. «No —contestó—, sabemos lo que hay detrás de esos asesinatos. Forman parte de una gran operación de droga.»

Whiteley volvió a recalcar las extrañas coincidencias. Una muerte parecida. En los dos casos se dejó un mensaje. En letra de imprenta. Con la sangre de la víctima. Y en ambos casos aparecían las letras PIG. Cualquiera de estas cosas sería muy poco corriente. Pero todas… La probabilidad de que no fuera una coincidencia era enorme.

El sargento Buckles, del LAPD, dijo a los sargentos Whiteley y Guenther, de la Oficina del Sheriff de Los Ángeles: «Si no sabéis nada de nosotros dentro de una semana o así, es que hemos descubierto otra cosa».

Poco más de veinticuatro horas después del hallazgo de las víctimas del caso Tate, el LAPD recibió una pista de la Oficina del Sheriff de Los Ángeles, que, de haberse seguido, posiblemente lo habría resuelto.

Buckles nunca llamó, ni pensó que la información fuera lo suficiente importante para cruzar la sala de autopsias y mencionar la conversación a su superior, el teniente Robert Helder, que estaba al mando de la investigación del caso Tate.

A instancias del teniente Helder, el Dr. Noguchi omitió detalles cuando se reunió con la prensa. No mencionó el número de heridas, ni dijo nada de que dos de las víctimas habían ingerido drogas. Sí que negó, una vez más, las informaciones, muy divulgadas ya, según las cuales había habido abuso y/o mutilación sexual. Nada de todo ello era cierto, recalcó.

Preguntado por el hijo de Sharon, dijo que la Sra. Polanski estaba en el octavo mes de embarazo; que el bebé era un niño perfectamente formado, y que si lo hubieran extraído mediante una cesárea post mortem dentro de los veinte minutos posteriores al fallecimiento de la madre, probablemente lo habrían podido salvar. «Pero cuando se descubrieron los cadáveres ya era demasiado tarde.»

El teniente Helder también habló con la prensa aquel día. Sí, Garretson seguía detenido. No, no podía comentar las pruebas contra él, solo decir que la policía ya estaba investigando a las personas con las que se relacionaba.

Cuando le insistieron más, admitió: «No hay información sólida que nos limite a un solo sospechoso. Pudo ser un hombre. Pudieron ser dos. Pudieron ser tres».

«Pero —añadió— no creo que tengamos a un maniaco suelto.»

El teniente A.H. Burdick empezó a hacerle la prueba del polígrafo a William Garretson a las cuatro y veinticinco de esa tarde, en Parker Center.

Burdick no conectó inmediatamente a Garretson. De acuerdo con la rutina, la fase inicial de la prueba consistía en conversar, y el examinador intentaba que el sospechoso se sintiera cómodo, al tiempo que obtenía toda la información posible sobre sus antecedentes personales.

Aunque era obvio que estaba asustado, Garretson se relajó un poco mientras hablaba. Dijo a Burdick que tenía diecinueve años, que era de Ohio, y que lo había contratado Rudi Altobelli en marzo, justo antes de irse a Europa. Su trabajo era sencillo: cuidar la casa de los invitados y los tres perros de Altobelli. A cambio, había recibido alojamiento, treinta y cinco dólares semanales y la promesa de un billete de avión de vuelta a Ohio cuando regresara Altobelli.

Tenía poca relación con las personas que se alojaban en la vivienda principal, aseguró Garretson. Varias de sus respuestas parecieron confirmarlo. Por ejemplo, seguía llamando a Frykowski «Polanski el pequeño», en tanto que daba la impresión de no conocer a Sebring, ni por el nombre ni por la descripción, aunque sí que había visto el Porsche negro en la entrada de la propiedad varias veces.

Cuando le pidió que contara qué hizo antes de los asesinatos, Garretson dijo que el jueves por la noche vino a verle un conocido, acompañado por su chica. Trajeron un pack de seis cervezas y algo de maría. Garretson estaba seguro de que fue el jueves por la noche, porque el hombre estaba casado «y la había llevado allí unos cuantos jueves más, ¿sabe?, cuando su mujer le deja salir».

P. ¿Usaron tu casa?

R. Sí, y bebí algo de cerveza mientras se enrollaban.

Garretson recordó que bebió cuatro cervezas, fumó dos canutos, se tomó una dexedrina y se encontró fatal todo el viernes.

Hacia las ocho y media o nueve de la noche del viernes, dijo Garretson, bajó a Sunset Strip a comprar un paquete de cigarrillos y comida preparada. Suponía que regresó hacia las diez, pero no podía estar seguro porque no llevaba reloj. Cuando pasó por delante de la vivienda principal se fijó en que las luces estaban encendidas, pero no vio a nadie. Ni observó nada fuera de lo común.

Luego «hacia las doce menos cuarto o algo así subió Steve [Parent] y, bueno, trajo una radio. Tenía una radio, un radiodespertador, y yo no le esperaba ni nada, y me preguntó qué tal estaba y tal (…)». Parent conectó la radio para enseñarle cómo funcionaba, pero a Garretson no le interesó.

Después «le di una cerveza (…) y se la bebió y después llamó a alguien —a alguien que vivía en Santa Mónica con Doheny— y dijo que iba a ir allí, así que se marchó, ¿sabe?, y esa fue… la última vez que lo vi».

Cuando lo hallaron en el coche de Parent, el radiodespertador se había detenido a las doce y cuarto de la noche, la hora aproximada del asesinato. Aunque podía ser una extraordinaria coincidencia, la suposición lógica era que Parent lo había puesto en hora mientras le hacía la demostración de cómo funcionaba a Garretson, y que luego lo había desconectado justo antes de irse. Eso coincidiría con el cálculo aproximado de la hora que había hecho Garretson.

Según Garretson, tras la marcha de Parent escribió algunas cartas y puso el equipo de música, y no se fue a dormir hasta justo antes del amanecer. Aunque afirmó no haber oído nada raro durante aquella noche, admitió haber «pasado miedo».

¿Por qué?, preguntó Burdick. Bueno, contestó Garretson, no mucho después de la marcha de Steve, se dio cuenta de que el pomo de la puerta estaba bajado, como si alguien hubiera intentado abrirla. Y cuando intentó usar el teléfono para saber la hora, descubrió que no funcionaba.

Como los demás agentes, Burdick encontraba difícil de creer que Garretson, aun reconociendo que pasó la noche despierto, no oyera nada, mientras que algunos vecinos, más lejos, oyeron disparos o gritos. Sin embargo, Garretson insistió en que ni oyó ni vio nada. Estaba menos seguro sobre otra cuestión, si salió al jardín trasero al soltar los perros de Altobelli. A Burdick le pareció que se mostraba evasivo acerca de aquello. No obstante, desde el jardín no podía ver la vivienda principal, aunque quizás hubiera podido oír algo.

Para el LAPD, iba a llegar ya el momento de la verdad. Burdick empezó a montar el polígrafo, leyendo al mismo tiempo la lista de las preguntas que pensaba hacerle.

Eso también era un procedimiento estándar, y bastante psicológico. Saber que iba a hacerse cierta pregunta, pero no cuándo, aumentaba la tensión y hacía resaltar la respuesta. Entonces inició la prueba.

P. ¿Garretson es tu apellido auténtico?

R. Sí.

Ninguna respuesta específica.

P. En relación a Steve, ¿provocaste su muerte?

R. No.

Mirando hacia adelante, Garretson no veía la cara de Burdick. Este siguió con una voz natural cuando pasó a la siguiente pregunta, sin indicar de ninguna manera que las agujas de acero del polígrafo habían dado una sacudida a través de la gráfica.

P. ¿Has entendido las preguntas?

R. Sí.

P. ¿Te sientes responsable de la muerte de Steve?

R. Por el hecho de que me conociera, sí.

P. ¿Cómo?

R. Por el hecho de que me conociera. Quiero decir, si no, no habría subido aquella noche, y no le habría pasado nada, en otras palabras.

Burdick relajó el manguito de la presión que llevaba en un brazo Garretson, le dijo que se tranquilizara y habló con él un rato de manera informal. Luego volvieron la presión y las preguntas, cambiadas solo un poco esta vez.

P. ¿Garretson es tu apellido auténtico?

R. Sí.

P. ¿Disparaste a Steve?

R. No.

Ninguna respuesta específica.

Más preguntas de la prueba, seguidas de: «¿Sabes quién causó la muerte de la Sra. Polanski?».

R. No.

P. ¿Causaste la muerte de la Sra. Polanski?

R. No.

Seguía sin haber ninguna respuesta específica.

Burdick aceptó ya la explicación de Garretson: se sentía responsable de la muerte de Parent, pero no tuvo nada que ver con ella ni con los demás asesinatos. La prueba se alargó una media hora más, durante la cual Burdick cerró varias vías de investigación. Garretson no era gay; jamás había mantenido relaciones sexuales con ninguna de las víctimas ni había vendido drogas.

No había ningún indicio de que estuviera mintiendo, pero no dejó de mostrarse nervioso. Burdick le preguntó por qué. Garretson le contó que cuando lo llevaban a la celda un policía lo había señalado y había dicho: «Ese es el que los ha matado a todos».

P. Me imagino que te afectaría. ¿Pero no significa eso que estás mintiendo?

R. No, solo estoy confuso.

P. ¿Por qué?

R. Para empezar, ¿por qué no me asesinaron a mí?

P. No lo sé.

Aunque legalmente es inadmisible como prueba, la policía cree en el polígrafo26. A pesar de que en aquel momento no le informaron de ello, Garretson superó la prueba. «Al finalizar la prueba —escribió el capitán Don Martin, al mando de la SID, en su informe oficial—, el agente que la realizó opinó que el Sr. Garretson decía la verdad y no estaba implicado penalmente en los homicidios del caso Polanski.»

 

De forma no oficial, aunque Burdick creía que Garretson «tenía las manos limpias» en cuanto a la participación en los asesinatos, pensaba que era un poco «opaco» en cuanto a lo que sabía. Era posible que oyera algo, y que luego, asustado, se hubiera ocultado hasta el amanecer. No obstante, ello no pasaba de ser una conjetura.

A efectos prácticos, con el polígrafo, William Eston Garretson dejó de ser un «buen sospechoso». Sin embargo, aquella irritante pregunta seguía pendiente. Habían asesinado a todas y cada una de las personas que se encontraban en el 10050 de Cielo Drive, menos a una. ¿Por qué?

Como no hubo una respuesta inmediata, y, desde luego, en parte porque, como fue la única persona con vida que hallaron en la finca, parecía un sospechoso con muchas posibilidades de ser culpable, mantuvieron en prisión a Garretson otro día.

Aquel mismo domingo, Jerrold D. Friedman, un estudiante de la UCLA, se puso en contacto con la policía y le comunicó que fue a él a quien realizó la llamada telefónica Steven Parent en torno a las once y cuarenta y cinco de la noche. Parent iba a montar a Friedman un equipo estereofónico y quería hablar de los detalles. Friedman intentó dar una excusa diciendo que era tarde, pero al final cedió y le dijo a Parent que podía pasarse unos minutos. Parent le preguntó la hora, y, cuando él se la dijo, le aseguró que llegaría hacia las doce y media27. Según Friedman, «jamás vino».

Aquel domingo, el LAPD no solo perdió al mejor sospechoso que tenía hasta la fecha: otra pista prometedora quedó en nada. El Ferrari rojo de Sharon Tate, que la policía creía que podría haberse utilizado para escapar, fue localizado en un garaje de Beverly Hills adonde lo había llevado Sharon la semana anterior para unas reparaciones.

Aquella noche Roman Polanski regresó de Londres. Los periodistas que lo vieron en el aeropuerto dijeron que estaba «completamente abatido» y «superado por la tragedia». Aunque se negó a hablar con la prensa, un portavoz del cineasta negó que los rumores sobre una desavenencia matrimonial tuvieran fundamento alguno. Polanski se quedó en Londres, dijo, porque no había terminado su trabajo allí. Sharon regresó a casa pronto, en barco, debido a las restricciones de las compañías aéreas para volar durante los dos últimos meses de embarazo.

Llevaron a Polanski a un apartamento dentro del solar de Paramount, donde permaneció aislado y recibió atención médica. La policía habló con él brevemente aquella noche, pero en aquel momento fue incapaz de sugerir alguna persona que tuviera un móvil para cometer los asesinatos.

Frank Struthers también regresó a Los Ángeles aquel domingo por la noche. En torno a las ocho y media los Saffie lo dejaron al final de la larga entrada que llevaba hasta el domicilio de los LaBianca. Subiendo por la entrada con la maleta y el material de acampada a cuestas, el joven de quince años se fijó en que la lancha motora seguía en el remolque detrás del Thunderbird de Leno. Le pareció extraño, porque a su padrastro no le gustaba dejar la lancha fuera por la noche. Después de guardar el material en el garaje, se dirigió a la puerta de atrás del domicilio.

Solo entonces se percató de que habían bajado todas las persianas. No recordaba haberlas visto así nunca, y eso le asustó un poquito. La luz de la cocina estaba encendida, y llamó a la puerta. No hubo respuesta. Llamó en voz alta. De nuevo no hubo respuesta.

Muy inquieto ya, se acercó al teléfono público más cercano, que estaba al lado de un puesto de hamburguesas en Hyperion con Rowena. Marcó el número de casa y, como no cogía nadie, intentó dar con su hermana en el restaurante donde trabajaba. Susan libraba aquella noche, pero el encargado le sugirió que llamara al apartamento de ella. Frank le dio el número del teléfono público desde donde le había telefoneado.

Susan llamó poco después de las nueve. No había visto a su madre ni a su padrastro ni sabía nada de ellos desde que la dejaron en el apartamento la noche anterior. Le dijo a Frank que se quedara donde estaba, y telefoneó a su novio, Joe Dorgan, a quien le contó que Frank pensaba que pasaba algo en casa. Hacia las nueve y media Joe y Susan recogieron a Frank en el puesto de hamburguesas y los tres fueron directamente en coche al 3301 de Waverly Drive.

Rosemary solía dejar un juego de llaves de casa en su coche. Lo encontraron y abrieron la puerta de atrás28. Dorgan propuso que Susan se quedara en la cocina mientras Frank y él revisaban el resto de la casa. Atravesaron el comedor. Cuando llegaron al salón, vieron a Leno.

Estaba despatarrado de espaldas entre el sofá y una silla. Tenía un cojín pequeño encima de la cabeza, una especie de cable alrededor del cuello, y la parte de arriba del pijama estaba rasgada, de forma que se le veía el estómago. Había algo que sobresalía de él.

Estaba tan quieto que supieron que estaba muerto.

Temiendo que Susan los siguiera y viera aquello, volvieron a la cocina. Joe cogió el teléfono de la cocina para llamar a la policía y entonces, preocupado por que pudiera alterar pruebas, colgó y le dijo a Susan: «Está todo bien, vámonos de aquí». Pero Susan sabía que no estaba todo bien. En la puerta de la nevera alguien había escrito algo con lo que parecía pintura roja.

Bajaron a toda prisa por la entrada de la propiedad, se detuvieron en un edificio de dos viviendas adosadas al otro lado de la calle, y Dorgan llamó al timbre del 3308 de Waverly Drive. Se abrió la mirilla. Dorgan dijo que habían apuñalado a alguien y que quería llamar a la policía. La persona al otro lado se negó a abrir la puerta y dijo: «Ya llamamos nosotros a la policía».

La centralita del LAPD registró la llamada a las diez y veintiséis minutos de la noche, y la persona que la realizó se quejó de unos jóvenes que estaban armando alboroto.

Como no sabía con seguridad si la persona había hecho de verdad la llamada, Dorgan ya había apretado el timbre de la otra vivienda, la del 3306. El Dr. J. Brigham y su esposa Merry dejaron entrar a los tres jóvenes. Sin embargo, estaban tan alterados que la Sra. Bringham tuvo que terminar la llamada. A las diez y treinta y cinco, enviaron la unidad 6A39, de color blanco y negro y a cargo de los agentes W.C. Rodríguez y J.C. Toney, a aquella dirección, y llegó muy rápido, entre cinco y siete minutos después.

Mientras Susan y Frank seguían con el médico y su esposa, Dorgan acompañó a los dos agentes de la División de Hollywood al domicilio de los LaBianca. Toney cubrió la puerta de atrás al tiempo que Rodríguez daba la vuelta a la casa. La puerta principal estaba cerrada, pero no con llave. Después de echar un vistazo dentro, volvió corriendo y llamó para pedir una unidad de refuerzo, un supervisor y una ambulancia.

Rodríguez llevaba en la unidad solo catorce meses; no había hallado nunca un cadáver.

A los pocos minutos acudió la unidad de ambulancia G-1, y dictaminaron que estaba muerto cuando llegaron. Aparte del cojín que habían visto Frank y Joe, tenía una funda de almohada ensangrentada encima de la cabeza. El cable alrededor del cuello estaba sujeto a una lámpara enorme, y anudado con tanta fuerza que daba la impresión de que lo habían estrangulado con él. Las manos estaban atadas detrás de la espalda con un cordón de cuero. El objeto que sobresalía del estómago era un tenedor de trinchar con mango de marfil de dos dientes. Además de varias heridas de arma blanca en el abdomen, alguien había grabado las letras WAR29 en la piel al descubierto.

La unidad de refuerzo, 6L40, a cargo del sargento Edward L. Cline, llegó justo después de la ambulancia. Cline, un veterano que llevaba dieciséis años en el cuerpo, asumió el mando y obtuvo de los dos técnicos de la ambulancia una ficha rosa donde se notificaba que Leno estaba muerto cuando llegaron.

La pareja de la ambulancia ya estaba bajando por la entrada de la propiedad cuando los llamó Rodríguez para que volvieran. Cline había encontrado otro cadáver, en el dormitorio principal.

Rosemary LaBianca yacía bocabajo en el suelo del dormitorio, en paralelo a la cama y el tocador, en un gran charco de sangre. Llevaba un camisón corto rosa y, encima, un vestido caro, azul con rayas blancas horizontales, que Susan identificaría después como uno de los favoritos de su madre. Tanto el camisón como el vestido estaban remangados por encima de la cabeza, de modo que la espalda, las nalgas y las piernas estaban al descubierto. Cline ni siquiera intentó contar las heridas de arma blanca, había muchísimas. Las manos no estaban atadas, pero, igual que Leno, tenía una funda de almohada encima de la cabeza y un cable de lámpara envuelto alrededor del cuello. El cable estaba sujeto a una de las dos lámparas de la habitación, que estaban tiradas en el suelo. La tirantez del cable, más un segundo charco de sangre a unos sesenta centímetros del cadáver, indicaba que quizás había intentado arrastrarse y había derribado las lámparas.

Se rellenó otra ficha rosa, para la señora Rosemary LaBianca. Joe Dorgan tuvo que contárselo a Susan y Frank.

Había pintadas, con lo que parecía sangre, en tres sitios del domicilio. A gran altura, en la pared norte del salón, por encima de varios cuadros, habían escrito en letra de imprenta DEATH TO PIGS. En la pared sur, a la izquierda de la puerta principal, incluso a mayor altura, había una única palabra, RISE. Había dos palabras en la puerta de la nevera de la cocina, la primera de ellas mal escrita. Ponía HEALTER SKELTER30.

LUNES, 11 DE AGOSTO DE 1969

A las doce y cuarto de la noche, asignaron el caso a Robos-Homicidios. El sargento Danny Galindo, que había pasado la noche anterior en el turno de vigilancia en el domicilio de Tate, fue el primer inspector en llegar, hacia la una de la mañana. Poco después se sumó el inspector K.J. McCauley y varios inspectores más, en tanto que una unidad adicional, pedida por Cline, acordonó el terreno. Sin embargo, igual que en los homicidios del caso Tate, los periodistas, que ya habían empezado a llegar, al parecer tuvieron pocas dificultades para conseguir información confidencial.

Galindo realizó un registro minucioso del domicilio, de una planta. A excepción de las lámparas tiradas, no había signos de forcejeo. Tampoco había pruebas de que el móvil hubiera sido el robo. Entre los artículos que Galindo registraría en el informe del administrador público del condado31, había un anillo de oro de hombre, con una piedra principal que era un diamante de un quilate, y otras piedras que también eran diamantes, solo un poco más pequeños; dos anillos de mujer, ambos caros, ambos a plena vista en el tocador del dormitorio; collares, pulseras, material de cámara fotográfica, revólveres, escopetas y rifles; una colección de monedas, una bolsa de monedas de cinco centavos fuera de circulación, hallada en el maletero del Thunderbird de Leno, con un valor bastante superior al nominal de cuatrocientos dólares; la cartera de Leno LaBianca, con tarjetas de crédito y dinero en efectivo, en la guantera del coche; varios relojes, uno de ellos un cronómetro muy caro de los que se utilizan en las carreras de caballos, junto con muchos otros artículos que podían venderse con facilidad.

Varios días después Frank Struthers regresó al domicilio con la policía. Los únicos artículos que faltaban, por lo que pudo determinar, eran la cartera y el reloj de pulsera de Rosemary.

Galindo no pudo encontrar indicios de que se hubiera forzado la entrada. Sin embargo, al probar la puerta trasera, descubrió que era muy fácil abrirla con una palanca. Fue capaz de abrirla solo con una tira de celuloide.

Los inspectores descubrieron varias cosas más. El tenedor de trinchar con mango de marfil que sobresalía del estómago de Leno pertenecía a un juego hallado en un cajón de la cocina. Había cortezas de sandía en el fregadero. También había salpicaduras de sangre, tanto allí como en el baño trasero. Y se encontró un trozo de papel empapado en sangre en el suelo del comedor, con una punta raída que indicaba que posiblemente se había utilizado para escribir las palabras en letra de imprenta.

En muchos aspectos las actividades del resto de aquella noche en el 3301 de Waverly Drive fueron una repetición de las que se habían desarrollado en el 10050 de Cielo Drive menos de cuarenta y ocho horas antes. Hasta con el mismo reparto, en algunos casos, porque el sargento Joe Granado llegó hacia las tres y media de la mañana para tomar muestras de sangre.

La muestra del fregadero no fue suficiente para determinar si era sangre animal o humana, pero todas las otras muestras dieron positivo en la prueba de Ouchterlony, lo cual indicaba que eran de sangre humana. La sangre del baño trasero, así como toda la sangre próxima al cadáver de Rosemary LaBianca, era del grupo A, el grupo sanguíneo de Rosemary LaBianca. Todas las otras muestras, incluida la tomada del papel arrugado y de las distintas pintadas, eran del grupo B, el de Leno LaBianca.

 

En esta ocasión Granado no analizó los subgrupos de ninguna muestra.

Los de huellas dactilares de la SID, los sargentos Harold Dolan y J. Claborn, levantaron un total de veinticinco huellas latentes. Todas ellas, menos seis, se identificarían después como pertenecientes a Leno, Rosemary Frank. Para Dolan, a partir del examen de las zonas donde debería haber huellas pero no había, era obvio que se habían esforzado por destruirlas. Por ejemplo, no había siquiera una mancha en el mango de marfil del tenedor de trinchar, en el tirador de cromo de la puerta de la nevera, o en el acabado de esmalte de la propia puerta, todas ellas superficies que se prestan fácilmente a recibir huellas latentes. Al examinar con detenimiento la puerta de la nevera, vieron marcas que indicaban que le habían pasado un trapo.

Cuando hubo terminado el fotógrafo de la policía, un ayudante del coroner supervisó el traslado de los cadáveres. Las fundas de almohada se dejaron donde estaban, encima de las cabezas de las víctimas; los cables de lámpara se cortaron cerca de la base, de forma que los nudos quedaran intactos para su análisis. Un representante del Departamento de Regulación Animal se llevó los tres perros, que fueron hallados dentro de la casa a la llegada de los primeros agentes.

Quedaron las piezas del rompecabezas. Pero al menos esta vez podía discernirse un patrón parcial, en las similitudes:

Los Ángeles, California; noches consecutivas; asesinatos múltiples; víctimas, blancos acomodados; múltiples heridas de arma blanca; increíble violencia; ausencia de móvil convencional; ninguna prueba de que hubieran registrado la vivienda o robado; cuerdas alrededor del cuello de las dos víctimas del caso Tate, cables alrededor del cuello de los LaBianca. Y la letra de imprenta con sangre.

Sin embargo, en menos de veinticuatro horas la policía concluiría que no había relación entre los dos casos de asesinatos.

SEGUNDO HOMICIDIO RITUAL

MATAN A UNA PAREJA DE LOS FELIZ;

SE HA VISTO RELACIÓN CON EL QUÍNTUPLE ASESINATO

Los titulares de las portadas saltaban a la vista aquel lunes por la mañana. Los programas de televisión se interrumpieron para poner al corriente a los espectadores. Para los millones de angelinos que viajaban a diario al trabajo por las autopistas, las radios de los coches no parecieron emitir mucho más32.

Fue entonces cuando empezó el miedo.

Cuando se reveló la noticia de los homicidios del caso Tate, incluso aquellos que conocían a las víctimas estaban menos asustados que horrorizados, porque al mismo tiempo llegó el anuncio de que se había detenido a un sospechoso, acusado de los asesinatos. No obstante, Garretson estaba en prisión cuando se produjeron aquellos otros asesinatos. Y cuando lo pusieron en libertad aquel lunes —con la misma cara de desconcierto y miedo que cuando lo «apresó» la policía—, se desató el pánico. Y se extendió.

Si Garretson no era culpable, entonces quienquiera que lo fuese andaba todavía suelto. Si aquello pudo suceder en lugares tan apartados como Los Feliz y Bel Air, a personas tan distintas como famosos de la comunidad del cine y el dueño de un supermercado y su esposa, entonces podría pasar en cualquier sitio, a cualquiera.

A veces el miedo se puede medir. Entre los barómetros: en dos días una tienda de artículos de caza de Beverly Hills vendió doscientas armas de fuego; antes de los asesinatos, la media era de tres a cuatro al día. Algunos cuerpos de seguridad privada duplicaron y luego triplicaron el personal. Los perros guardianes, que antes valían doscientos dólares, se vendían ya a mil quinientos. Los proveedores se quedaron pronto sin ejemplares. Los cerrajeros alegaban retrasos de dos semanas en los pedidos. Aumentaron de repente los partes de disparos accidentales y de personas sospechosas.

La noticia de que se habían producido veintiocho asesinatos en Los Ángeles aquel fin de semana (cuando la media era de uno al día) no ayudó precisamente a rebajar el temor.

Se dijo que Frank Sinatra estaba escondido, que Mia Farrow no quería asistir al funeral de su amiga Sharon porque, como explicó un familiar, «Mia tiene miedo a ser la siguiente»; que Tony Bennett se había trasladado de su bungaló ubicado en los terrenos del Hotel Beverly Hills a una suite del interior «para mayor seguridad»; que Steve McQueen llevaba ya un arma debajo del asiento delantero de su deportivo; que Jerry Lewis había instalado un sistema de alarma en su casa que incluía un circuito cerrado de televisión. Connie Stevens confesó después que había convertido su casa de Beverly Hills en una fortaleza. «Sobre todo por los asesinatos del caso Sharon Tate. Todo el mundo estaba aterrorizado.»

Las amistades se truncaban, las aventuras terminaban, la gente salía de repente de las listas de invitados, las fiestas se cancelaban… porque el miedo trajo la sospecha. Casi cualquiera podía ser el asesino o uno de los asesinos.

Una nube de temor se cernía sobre el sur de California, más densa que el smog. No se disiparía durante meses. Todavía el mes de marzo siguiente, William Kloman escribiría en Esquire: «En las mansiones de Bel Air, el terror hace que la gente vuele al teléfono cuando se cae la rama de un árbol fuera».

POLITICAL PIGGY—Hinman.

PIG—Tate.

DEATH TO PIGS—LaBianca.

En los tres casos, escrito con la sangre de una de las víctimas.

El sargento Buckles siguió pensando que aquello no era lo suficiente importante como para hacer más comprobaciones.

David Katsuyama, ayudante de forense, realizó las autopsias del caso LaBianca. Antes de comenzar, quitó las fundas de almohada de las cabezas de las víctimas. Solo entonces se descubrió que además del tenedor de trinchar incrustado en el abdomen, a Leno LaBianca le habían clavado un cuchillo en la garganta.

Como nadie del personal presente en el lugar de los crímenes había observado el cuchillo, aquello se convirtió en una clave de polígrafo del caso LaBianca. Hubo dos más. Por algún motivo, aunque la frase DEATH TO PIGS se había filtrado a la prensa, no había ocurrido lo mismo con RISE ni con HEALTER SKELTER.

Leno A. LaBianca, 3301 de Waverly Drive, hombre blanco, cuarenta y cuatro años, un metro y ochenta centímetros, cien kilos, ojos marrones, pelo castaño (…)

Nacido en Los Ángeles, hijo del fundador de State Wholesale Grocery, Leno entró en la empresa familiar después de ir a la Universidad del Sur de California, y acabó siendo presidente de Gateway Markets, una cadena del sur de California.

Por lo que pudo determinar la policía, Leno no tenía enemigos. Pero pronto descubrieron que él también tenía un lado secreto. Los amigos y los familiares lo calificaron de tranquilo y conservador, pero se asombraron al saber, después de su muerte, que poseía nueve purasangres de carreras, siendo el más destacado de ellos Kildare Lady, y que era un jugador empedernido que frecuentaba el hipódromo casi todos los días de carreras, y a menudo apostaba quinientos dólares de una tacada. Tampoco sabían que en el momento de su muerte debía unos doscientos treinta mil dólares.

Las semanas siguientes los inspectores del caso LaBianca harían un trabajo extraordinario para no perderse por el intrincado laberinto de las complejas finanzas de Leno. Sin embargo, la posibilidad de que hubiera sido víctima de algún prestamista se vino abajo cuando se supo que la propia Rosemary LaBianca tenía bastante dinero, con activos más que suficientes para pagar las deudas de Leno.