Escenas de escritura

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Ahora bien, el hijo perdedor es una figura peligrosa, complicada, y en nuestra lectura, hay dos maneras de aproximarse a ella.

En primer lugar, desde el sentido común, loser son es el hijo de sexo masculino que se desautoriza frente al Padre al defraudar el legado familiar. Por ejemplo, en “Carta al Padre” de Franz Kafka, texto que Ronell comenta en “El buen perdedor”, el personaje Franz cumple la función de loser son en la medida que se desautoriza frente a su padre Hermann, negándose a contraer matrimonio y administrar los negocios familiares, aunque —cuestión no menor— Franz se haya desautorizado con la intención de poder escribir. Porque desautorizarse es también hacerse poderoso en la escritura, con el precio que ello implica: el devenir infante, incluso el devenir animal, particularmente parásito y destructor del legado familiar. Así, señala Ronell: “Los hijos perdedores que convoco son perdedores incluso cuando ganan” (2012, 2). En realidad, hasta el más exitoso hijo podrá ser un hijo perdedor, en la medida que la condición de loser son no pasa tanto por el éxito o el fracaso del hijo sino por una determinada posición frente al guardián del legado familiar: el Padre. Así, el hijo perdedor de Ronell asumiría lo que Pablo Oyarzún ha llamado acertadamente como el ‘pathos’ de la posición ‘contra-dinástica’.18 Aquí el alcance filosófico del hijo perdedor radica en que es perdedor porque no ha podido fundar una ontología ni continuar el legado de otra.

Hay otra manera de aproximarse a la figura del hijo perdedor y es la que Avital Ronell desarrolla propiamente en la Introducción de Loser Sons.19 Esta aproximación ocurre, digamos, en las cloacas de la posición contra-dinástica. En este contexto, la autora describe al loser son como una figura que intenta evadir la experiencia de la castración, que la vive no como un paso necesario para la adultez sino como una vivencia insoportable de desmasculinización. De hecho, Losers Sons tiene que ver, en gran medida, con la ‘agresión masculinista’ que siempre puede esperarse de un hijo perdedor. Ciertamente se parece mucho a lo que representa la figura del burgués (tal vez el loser son sea esencialmente un burgués) que pervierte la posición del Amo en el Discurso del Capitalista (Lacan). En rigor, el hijo perdedor quiere ser Amo, pero rechaza asumir la heteronomía de la escena familiar; desea salir de la infancia sin pagar el precio de someterse al Nombre del Padre.

En ciertos casos, como el de Kafka, el hijo perdedor rechaza al Padre asociándose con la Madre. De hecho, la autora analizará lo que en cierto momento de “Carta al Padre” es el gesto de Franz por autodefinirse a partir de la línea materna (Julie Löwy) para divergir de Hermann, divergiendo como un Löwy: “soy un Löwy”. En este sentido, la paradoja de los hijos perdedores como Franz es el rechazo del tormento anterior, pero bajo una estrategia autodestructiva: cuando el hijo perdedor se resiste a ser derrotado por el Padre, resiste gozando de la autoderrota. Una autoderrota del hijo perdedor que al mismo tiempo es también la victoria de la Madre. Aunque se trate de una Madre tan ficticia como el Padre:20

Por lo general, Madre solamente intensifica el poder del padre al esconderse en recintos de protección –ella funciona como un anzuelo que atrae a los niños para que el Padre pueda acercarse a ellos. Ella es la trampa y el tropiezo del niño, capaz únicamente de instalar nuevos y mejorados registros de ambivalencia. El niño supone que ha encontrado refugio, pero la Madre luego resulta ser, simplemente, otra máscara del Padre. (“El buen perdedor…”, en este volumen)

Para Ronell, quien nunca tuvo con Lacan los problemas que Derrida sí, el hijo perdedor se refugia en un gozo (jouissance) sin rodeos. Y de hecho sabemos por Lacan (Seminario 17) que la Madre es indisociable de un pensamiento del gozo y de la castración. Evadiendo la castración, cegándose entonces como Edipo por haber accedido sin límites a la Madre, la práctica política de los loser sons estremece porque toda acción que pongan en escena siempre tiene una impronta ambigua, megalomaníaca y suicida a la vez. Y de hecho, en la lista de loser sons que Ronell convoca desfilan personajes como Mohammed Atta, Osama bin Laden y George W. Bush Jr. Según la autora, el motivo de la escritura de Loser Sons habrá tenido que ver con una disposición muy marcada en los Estados Unidos, que exige cierta sensibilidad psicoanalítica: la de “infantilizarse a sí mismo” (2012, 15). Por cierto, remarquemos que esta disposición no es exclusiva del país norteamericano. Más bien, se trata de una disposición extendida a todo el universo neoliberal. Para bien y para mal, el imperativo del gozo que rige en el neoliberalismo no podría tener lugar sin la corrosión de las viejas instituciones patriarcales. El explosivo ascenso y caída de la Familia Piñera-Morel sólo es posible en esta escena. La evidente posición de loser son de Sebastián Piñera con posterioridad al 18 de octubre de 2019 no viene más que a confirmar algo que desde la década de los sesenta y setenta se manifestaba en la relación con su hermano José Piñera y que se tradujo, como es amplio conocimiento, en su devenir empresario y político megalómano. Pero no nos engañemos, esta tendencia a la infantilización de los loser sons de la que habla Ronell también irrumpe cuando Carabineros asume el resguado de la seguridad pública como un juego (“Hola jóvenes, los saluda el zorrillo”) y, particularmente, bajo ciertos rasgos de la estética de la Primera Línea, movilizada por las figuras heróicas de los cómics y de los videojuegos provenientes del neoliberalismo asiático y norteamericano.

Retomando el hilo del texto de Avital Ronell, diremos que los loser sons habrán tenido en común el hecho de que sólo experimentarán la más profunda auto-afirmación en la más intensa autoagresión pero también en la más intensa agresión del otro, ya sea como destrucción del recurso simbólico pero también destrucción real del otro, a partir de la multiplicación de representaciones imaginarias en la que el otro tiene cabida sólo como enemigo: “Los hijos perdedores necesitan y se alimentan de una noción simplificada de enemistad [enmity]” (5). Los lectores y lectoras tendrán la responsabilidad de meditar, pues, sobre todos esos hijos perdedores que hoy por hoy movilizan el discurso de la guerra guerra económica, civil, guerra contra el terrorismo y últimamente contra la pandemia).

Por últimos, quisiéramos hacer una salvedad con una subcategoría de los hijos perdedores: el buen perdedor (the good loser), que se distingue de las versiones más destructivas de la figura del hijo perdedor. El buen perdedor, al igual que los cantantes de blues (blues singers), dice la autora, es un “tipo noble de perdedor” (noble type of loser) que se distingue de la práctica explosiva de los sore losers (que es un concepto difícil de traducir, que tiene algo de resentido, pero también de enojado, adolorido, herido). El sore loser es el hijo perdedor que no pudo sublimar su aflicción (grief) y en esto se distingue el buen perdedor del resto de los perdedores: como un artista, como los cantantes de blues, sublima su auto-destructivi-dad. La puede sublimar en la música, así como en la literatura. En todo caso, para Ronell, de todos esos nobles perdedores, el mejor de todos habrá sido Franz Kafka: “Kafka es tal vez el mejor de los hijos perdedores en mi retrato grupal”, agregando además que era “el más consciente, el de mayor auto-control” y que sus “inscripciones posiblemente fueron las menos violentas” de las dejadas tras de sí por otros loser sons (cf. Ronell 2012, 3).

Damos por finalizada la introducción a estas Escenas de escritura.

SANTIAGO, ENERO DE 2020

Bibliografía

Anders, Günther. 2012. Journaux de l’exil et du retour. Lyon: Éditions Fage.

Contreras Guala, Carlos. 2013. “Literatura y derecho en Jacques Derrida”. Ideas y Valores 62, n.° 152: 95-110.

Derrida, Jacques. 1991. Acts of Literature. Editado por Derek Attridge. Nueva York y Londres: Routledge.

—. 2003. Papel máquina. La cinta de máquina de escribir y otras respuestas. Madrid: Editorial Trotta.

—. 2006. Aprender por fin a vivir. Entrevista con Jean Birnbaum. Buenos Aires: Amorrortu editores.

Eltit, Diamela. 2016. Réplicas. Escritos sobre literatura, arte y política. Santiago de Chile: Editorial Seix Barral.

Fasolino, Rubén. 2020 Espectros de Derrida. Sobre Derrida y el psicoanálisis (José Miguel Marinas, José Luis Villacañas y Rubén Carmine Fasolino editores). Madrid: Guillermo Escolar Editor.

González, Verónica y Javier Agüero. 2016. “Democracia, hospitalidad y violencia. Entrevista con Marc Crépon”. Revista de Filosofía 72: 221-229.

Haddad, Sammir. 2013. Derrida and the Inheritance of Democracy. Bloomington: Indiana University Press.

Hägglund, Martin. 2008. Radical Atheism. Derrida and the Time of Life. Palo Alto: Stanford University Press.

—. 2019. This Life. Secular Faith and Spiritual Freedom. Nueva York: Pantheon Books.

Hernández, Héctor. 2009. Debajo de la lengua. Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio.

—. 2014. [coma]. Santiago de Chile: Lom Ediciones.

Oyarzún, Pablo. 2009. “Del poder en Kafka”. En La letra volada. Santiago de Chile: Ediciones UDP.

 

Presce, Franco. 2018. “La voluntad de no entender: entrevista con Sergio Rojas”. Lingüística y Literatura 74 (2018): 159-172.

Ronell, Avitar. 2012. Loser Sons. Politics and Authority. Champaign: University of Illinois Press.

—. 2012b. Reinas de la noche. Santiago de Chile: Palinodia.

Salamon, Gayle. 2010. Assuming a Body: Transgender and Rhetorics of Materiality. Nueva York: Columbia University Press.

Schwarzböck, Silvia. 2008. Adorno y lo político. Buenos Aires: Prometeo Libros.

—. 2016. Los espantos. Estética y postdictadura. Buenos Aires: Cuarenta Rios.

—. 2017. Los monstruos más fríos. Estética después del cine. Buenos Aires: Mardulce.

Trujillo, Iván. 2019. "La anarquía del noema. Jacques Derrida y la generalidad del phainesthai". Eikasia. Revista de Filosofía 83: 67-100.

Vidarte, Paco. 2007. “Derriladacan: contigüedades sintomáticas. Sobre el objeto pequeño j@cques”. En Conjunciones. Derrida y compañía. Coordinado por Cristina de Peretti y Emilio Velasco. Madrid: Dykinson.

1 No quisiéramos dejar de remitir, en este sentido, a un artículo tan clarificador sobre este complejo asunto: “La anarquía del noema. Jacques Derrida y la generalidad del phainesthai” de Iván Trujillo publicado en Eikasia. Revista de Filosofía 83 (2018): 67-100.

2 Cf. Carlos Contreras Gualas, Jacques Derrida. Márgenes ético-políticos de la desconstrucción (Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 2010) y “Literatura y derecho en Jacques Derrida”, Ideas y Valores 62, n.° 152 (2013): 95-110.

3 Léase Políticas de la amistad (Madrid: Trotta, 1998) o Canallas (Madrid: Trotta, 2005) al hilo de las modulaciones acerca del derecho y la literatura en “Esa extraña institución llamada literatura”.

4 Remito a “El círculo de Yale” en Julián Santos Guerrero, Círculos viciosos. En torno al pensamiento de Jacques Derrida sobre las artes (Madrid: Biblioteca Nueva, 2005).

5 Publicada diferidamente en su versión francesa original bajo el título de “Survivre” en Jacques Derrida, Parages (París: Galilée, 1986).

6 Que corresponde al capítulo final de su Dying for Time: Proust, Woolf, Nabokov (Cambridge: Harvard University Press, 2012) donde el autor ofrece una síntesis de las problemáticas vistas a lo largo de dicha obra, a saber, la cuestión de la memoria en Proust; la cuestión del trauma en Woolf; la cuestión de la escritura en Nabokov y la cuestión de la lectura en Freud, Lacan y Derrida. Dying for Time corresponde a la tercera obra publicada por Hägglund después de Radical Atheism (California: Stanford University Press, 2008) y Kronofobi (Estocolmo: B. O[[ffff]]stlings Bokförlag Symposion, 2002); no obstante, el deseo de este estudio introductorio es recontextualizar las problemáticas que rodean las Escenas de escritura.

7 No dejaremos de reconocer el necesario error en el que caemos al determinar unilateralmente el registro genérico del ensayo como instancia de un deseo autobiográfico, pues tal como señalaba Nelly Richard en Márgenes e Instituciones (Santiago de Chile: Metales Pesados, 2014), la escritura de Diamela Eltit ya desde Lumpérica (Santiago de Chile: Ediciones del Ornitorrinco, 1983) muestra un componente transgenérico: biográfico, social y multimedia.

8 La resistencia al sentido de los significantes que impera en la traducción literal reenvía a la escritura de los tres ensayos generales de Lumpérica: “Anal’iza la trama=dura de la piel; la mano prende y la fobia d es/garra” (172). Tratándose de la traducción literal de una performance, como bien testimonian sus intérpretes, a diferencia del deseo que movilizaría a una poética de la hospitalidad, la escena de la escritura de Lumpérica estaba motivada por la hostilidad grafemática al trágico horizonte de sentido de la Dictatura Militar. A lo que se resistía Eltit, en ese entonces, era precisamente a ser interpretada por los aparatos de censura de Pinochet. Sin embargo, habría que preguntarse en qué medida una poética de la hospitalidad es inmune a la esencial hostilidad de la escritura. Una pregunta que nos empujaría a pensar la relación sin relación de la letra eltitiana y la lengua pinochetista. Más allá de esta pregunta, en todo caso, nos gustaría remarcar que podría ser que en esos siete parérgones kawésqar de Réplicas se codifiquen cuestiones todavía impensadas en la propia poética de Diamela Eltit. Poética de la ‘interpretación de las hablas’, literaria y antropológica a la vez, que si bien se decide hostil ante el cruel proceso de devastación de las hablas subalternas, también responde hospitalariamente ante clamor de justicia de ellas mismas, que exigen, desde la marginalidad más desoladora, ser acogidas bajo el espectro de una escritura generalizada.

9 Es sabido por sus lectores que en el decurso de la literatura de Héctor Hernández lo alucinatorio domina la escena. Así, son las metáforas lisérgicas de HH, son los sueños, es la duplicación narcótica de los grandes mitos, los jeroglíficos moviéndose, la escritura que se parece a los sueños: “La escritura no es diferente a los sueños. Un punto medio entre la vida y la muerte” (“La poesía chilena soy yo”, en este volumen).

10 Una hipótesis de Rojas que debería ser puesta en perspectiva. En Chile no se ha dejado de escribir Historia con H mayúscula, a saber, lo que en historiografía se denomina “Historia general”. Remitimos a la obra de Alfredo Jocelyn-Holt o Gabriel Salazar, la que, por cierto, debería ser releída críticamente desde la imposibilidad de seguir escribiendo “Historia general” en Chile.

11 Nos preguntamos cómo sopesar entonces, desde la perspectiva de Rojas, el legado histórico de una obra publicada bajo la autoría de Gabriel Salazar como Voces profundas. Las compañeras y compañeros «de» Villa Grimaldi. Volumen II (Santiago de Chile: LOM, 2017).

12 “Según Teoría estética, de Theodor W. Adorno (publicada en 1970), la obra de arte es capaz de expresar lo verdadero —lo no idéntico— en un lenguaje negativo, no conceptual. Lo no idéntico —lo verdadero— es lo que fuera de la obra de arte está subordinado al concepto. Lo que se expresa en la obra de arte en lenguaje negativo es lo que no puede expresarse en la sociedad: el arte solo es verdadero en una sociedad falsa. Este lenguaje negativo, que toma la forma de una escritura jeroglífica, hace que la obra de arte, por ser tal, necesite siempre de una interpretación filosófica. Por esta concepción de la obra de arte, la estética adorniana es la última estética, hasta el presente, que piensa su objeto en términos de verdad” (Schwarzböck 2016, 21-22. Las cursivas son mías).

13 Por el lado de la literatura, por ejemplo, la obra de Rodolfo Fogwill juega su parte, y por el lado de la cinematografía, La mujer sin cabeza (2008) de Lucrecia Martel.

14 De hecho, este prejuicio también está en la lectura que Adorno y Horkheimer llevaron en Dialéctica de la Ilustración, cuestión que puede ser ejemplar para entender cómo es que Schwarzböck va más allá de Adorno, incluso a veces, como ella misma había planteado en Adorno y lo político (Buenos Aires: Prometeo Libros, 2008), el pensamiento dialéctico va contra Adorno.

15 Y tal vez, implícitamente en los fascios como ligadura de las facetas, como una cierta posición (una tercera posición) ante el fenómeno del enmascaramiento.

16 Verónica González y Javier Agüero, “Democracia, hospitalidad y violencia. Entrevista con Marc Crépon”, Revista de Filosofía 72 (2016): 221-229.

17 Ha sido Mariano López Seonane el responsable de haber dado a conocer, en un primer momento, el trabajo de Avital Ronell (véase Revista Papel Máquina) así como de haber traducido dos de sus libros (Crack Wars [Buenos Aires: Eduntref, 2016] y Pulsión de prueba [Buenos Aires: Interzona, 2008]), así como de otros ensayos publicados bajo el título Reinas de la noche (Santiago de Chile: Palinodia, 2012). Sin embargo, en estas Escenas de escritura la traducción de “El buen perdedor” ha quedado a cargo de Eva Monardes así como su posterior revisión a cargo de Jesús-Mario Lozano.

18 Pablo Oyarzún, “Del poder en Kafka”, en La letra volada (Santiago de Chile: Ediciones UDP, 2009), 212-224.

19 Cf. Avitar Ronell, “Tiers of Childhood and the Defeat of Politics”, en Loser Sons (Champaign: University of Illinois Press, 2012), 1-17.

20 Se abre la posibilidad de pensar, a partir de Ronell, la posición de loser son en la escritura de Patricio Marchant, quien, como es sabido, se preña del gozo que significa autodestinarse en la genealogía de los ‘hijos de la Mistral’. Sugerimos que a partir de la categoría de hijos perdedores habría que analizar en la escena de familia de los ‘hijos de la Mistral’ lo que mueve en Marchant el deseo de fundar cierta ‘desconstrucción latinoamericana’. Evidentemente la figura de “Roberto Torretti” (sin contar la de Hegel, Heidegger, Derrida y Freud) en Sobre árboles y madres cumple la función paterna de un Hermann Kafka, reinscribiendo la problemática del Discurso Universitario en la escena abrahámica de la escritura de Kafka. Ahora bien, nos intriga todavía más la fuerza generalmente ignorada de un padre aún más ausente y determinante, escondido tal vez bajo la máscara del “Roberto Torretti” de Marchant. Nos referimos a una de las figuras paternas de la filosofía en lengua española del siglo XX, figura nociva para las universidades chilenas, según afirma Marchant en un ensayo de 1972: “hemos sufrido la extensa y nefasta influencia de José Ortega y Gasset, y mas de una generación fue (des)formada bajo su alero. Para desplegar la complejidad de esta escena de la escritura de la filosofía en lengua española, que no pretendemos confundir con la “escena de la escritura” a la que Marchant se refirió oblicuamente en su momento, tendríamos que adentrarnos en las cloacas kafkianas sobre las que navega el ‘sentido material de la escritura’, donde se opone dialécticamente, es decir, sobre la huella del Nombre del Padre, un ‘hysterocentrismo’ latinoamericano al ‘logocentrismo europeo’ (véase Sobre árboles y Madres [Buenos Aires: La cebra, 2009] y Escritura y Temblor [Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio, 2000]). Dejamos esta cuestión para otro momento.

Esa extraña institución llamada literatura Una entrevista de Derek Attridge con Jacques Derrida 21 22

Derek Attridge: En 1980, usted le dijo a su jurado de tesis: “Mi más constante interés, diría que antes incluso que mi interés filosófico, si eso es posible, se dirigía a la literatura, a esa escritura que se denomina literatura”. Y ha publicado usted algunos trabajos que presentan lecturas de textos literarios, de los que bien pronto nos ocuparemos. Sin embargo, una gran parte de su trabajo versa sobre escritos que sería más apropiado llamar filosóficos. ¿Podría desarrollar esa afirmación concerniente a su interés primario [primary interest] por la literatura y decir qué relación guarda este con su amplio trabajo sobre textos filosóficos?

 

Jacques Derrida: ¿Qué puede ser un ‘primary interest’? Jamás me atrevería a decir que mi interés primario apunta a la literatura antes que a la filosofía. Aquí la anamnesis sería arriesgada, pues me gustaría escapar a mis propios estereotipos. Para hacerlo, deberíamos determinar a qué se llamaba ‘literatura’ y ‘filosofía’ durante mi adolescencia, en una época en la que, al menos en Francia, las dos se cruzaban en obras que eran entonces dominantes. El existencialismo, Sartre, Camus estaban presentes en todas partes y el recuerdo del surrealismo seguía vivo todavía. Y si esas escrituras pusieron en práctica un comercio relativamente inédito entre la filosofía y la literatura, fue porque habían sido preparadas para ello por una tradición nacional y por ciertos modelos a los que la enseñanza escolar les había concedido una sólida legitimidad. Más aún, los ejemplos que acabo de dar parecen muy distintos unos de otros.

Claro que vacilé entre la filosofía y la literatura, sin renunciar a ninguna, buscando, quizás oscuramente, un lugar desde el que la historia de esa frontera pudiera ser pensada, o incluso desplazada en la escritura misma, y no sólo a través de la reflexión histórica o teórica. Y dado que lo que me interesa hoy sigue sin denominarse estrictamente ni literatura ni filosofía, me divierte la idea de que mi deseo adolescente, llamémoslo así, me haya dirigido hacia algo en la escritura que no era ni lo uno ni lo otro. ¿Qué era?

“Autobiografía” quizá sea el nombre menos inadecuado, porque para mí sigue siendo el más enigmático, el más abierto, aún hoy. En este momento, aquí, estoy tratando, de un modo que comúnmente se llamaría ‘autobiográfico’, de recordar qué ocurrió cuando me advino el deseo de escribir, de una forma tan oscura como compulsiva, a un tiempo impotente y autoritario. Bien, lo que ocurrió entonces se parece a un deseo autobiográfico. En el momento ‘narcisista’ de la identificación ‘adolescente’ (una identificación difícil que a menudo iba conectada, en mis cuadernos de juventud, al tema gidiano de Proteo), era sobre todo el deseo de inscribir meramente uno o dos recuerdos. Digo ‘meramente’, aunque lo sentía ya como una tarea imposible e interminable. En el fondo había algo así como un movimiento lírico hacia la confidencia o la confesión. Aún hoy albergo el deseo obsesivo de preservar en una inscripción ininterrumpida, bajo la forma de un recuerdo, lo que ocurre —o no logra ocurrir. Lo que puede tentarme a denunciarlo como una ilusión, a saber, la totalización o la recolección ¿no es acaso lo mismo que me hace continuar? La idea de un polílogo interior, todo lo que luego, en lo que espero sea un modo ligeramente más refinado, pudo encaminarme hacia Rousseau (quien me apasionó desde mi niñez) o hacia Joyce, fue ante todo el sueño adolescente de preservar una traza de todas las voces que me atravesaban —o que casi lo hacían— y que iba a ser tan precioso, único, tan especular como especulativo. Recién he dicho “no logra ocurrir” y “casi lo hacían” para remarcar el hecho de que lo que ocurre —en otras palabras, el evento único cuya traza uno querría mantener viva— es también el deseo mismo de que lo que no ocurre, ocurra, y por lo tanto se trata de una ‘historia’ en la que el evento entrecruza en su interior el archivo de lo ‘real’ y el archivo de la ‘ficción’. Tendríamos ya problemas, no sólo para localizar, sino para separar la narrativa histórica de la ficción literaria y de la reflexión filosófica.

Así pues, un movimiento de nostálgico, enlutado lirismo, que habría que reservar, codificar quizás; o brevemente, hacer a la vez accesible e inaccesible. Y en el fondo este es aún mi deseo más ingenuo. No sueño con una obra literaria ni con una obra filosófica, sino con que todo lo que sucede, lo que me ocurre o no logra ocurrir, esté como sellado. (Puesto en reserva, oculto para ser preservado, y eso en su misma firma, realmente como una firma, en la forma misma del sello, con todas las paradojas que atraviesan la estructura de un sello). Las formas discursivas, los recursos de archivación objetivante de los que disponemos, son tanto más pobres que lo que ocurre (o no logra ocurrir, de ahí los excesos de la hipertotalización). Este deseo del todo + n, naturalmente, puedo analizarlo, ‘deconstruirlo’, criticarlo, pero es una experiencia que amo, que conozco y reconozco bien. En el momento de la adolescencia narcisista y del sueño ‘autobiográfico’ que ahora refiero (“¿quién soy yo?, ¿quién es yo?, ¿qué ocurre?”, etc.), los primeros textos por los que me interesé exhibían esa marca: Rousseau, Gide o Nietzsche, textos que no eran ni simplemente literarios ni filosóficos, sino confesiones, los Ensueños de un paseante solitario, las Confesiones, el Diario de Gide, La puerta estrecha, Los alimentos terrestres, El inmoralista, y al mismo tiempo Nietzsche, el filósofo que habla en primera persona, mientras multiplica los nombres propios, las máscaras y las firmas. Tan pronto como las cosas sedimentan un poco, el hecho de no renunciar a nada, ni siquiera a las cosas de las que uno se priva a sí mismo, a través de un interminable polílogo ‘interior’ (suponiendo que un polílogo pueda aún ser ‘interior’), resulta también en la no renuncia a la ‘cultura’ que acarrean esas voces. En este punto la tentación enciclopédica se vuelve inseparable de la autobiográfica. Y el discurso filosófico a menudo no es sino una formalización económica o estratégica de esa ansia. Del mismo modo, este motivo de totalidad circula aquí de un modo singular entre literatura y filosofía. En los ingenuos cuadernos o diarios adolescentes a los que me refiero de memoria, la obsesión por lo proteiforme motiva el interés por la literatura en la medida en que esta me parecía, de modo confuso, la institución que le permite a uno decirlo todo, según todas las figuras. El espacio literario es no sólo el de una ficción instituida, sino también el de una institución ficticia que en principio le permite a uno decirlo todo. Decirlo todo es, sin duda, reunir, a través de la traducción, todas las figuras entre si, totalizar formalizando, pero decirlo todo es también franquear [franchir] prohibiciones. Liberarse [s’affranchir] uno mismo —en todos los campos en que la ley puede hacer a la ley. La ley de la literatura tiende, en principio, a desafiar o anular la ley. Eso permite, por consiguiente, pensar la esencia de la ley— en la experiencia de ese ‘todo por decir’. Es una institución que tiende a desbordar la institución.

Para responder seriamente a su pregunta, también sería necesario un análisis de mi época escolar y de la familia en la que nací, de sus relaciones o no-relaciones con los libros, etc. En cualquier caso, cuando empecé a descubrir esa extraña institución llamada literatura, la pregunta “¿Qué es la literatura?” se me imponía en su forma más ingenua. Apenas más tarde, debía esta convertirse en el título de uno de los primeros textos de Sartre que creo haber leído después de La náusea (que me había impresionado mucho, provocándome sin duda ciertos movimientos miméticos; se trataba en suma de una ficción literaria basada en una ‘emoción’ filosófica, el sentimiento de la existencia como exceso, el ‘ser-de-más’, el mismo más allá del sentido que da lugar a la escritura). Perplejidad, entonces, frente a esa institución o ese tipo de objeto que permite decirlo todo. ¿Qué es? ¿Qué es lo que ‘resta’ [reste] cuando el deseo inscribe algo que ‘permanece’ ahí, como un objeto a disposición de los otros y que puede repetirse? ¿Qué significa ‘permanecer’? Esta pregunta tomó ulteriormente formas un poco más elaboradas, pero desde el comienzo de la adolescencia, cuando mantenía esos cuadernos, y para siempre desde entonces, me ha causado absoluta perplejidad la posibilidad de consignar cosas en el papel. El inicio filosófico de estas cuestiones va de la mano tanto del contenido de los textos de cultura en los que me introducía —cuando uno lee a Rousseau o a Nietzsche, tiene cierto acceso a la filosofía— como de la ingenua o maravillada perplejidad por los ‘restos’ en tanto cosas escritas.

De ahí en más, el entrenamiento filosófico, la profesión, la posición como profesor, fueron también un rodeo para volver a esta pregunta: “¿qué es escribir en general?” y, en el espacio del escribir en general, a esta otra pregunta que es algo más y algo distinto que un caso particular: “¿qué es la literatura?”; la literatura como institución histórica con sus convenciones, reglas, etc., pero también esa institución ficticia que en principio confiere el poder de decirlo todo, de liberarse de las reglas, de desplazarlas, y por consiguiente de instituir, de inventar e incluso de arrojar sospechas sobre la tradicional diferencia entre naturaleza e institución, naturaleza y ley convencional. Debemos aquí formularnos interrogantes jurídicos y políticos. La institución de la literatura en Occidente, en su forma relativamente moderna, está ligada a una autorización para decirlo todo y, sin duda también, al advenimiento de la idea moderna de democracia. No es que dependa de una democracia ya instalada, pero me parece inseparable de lo que convoca una democracia, en el más abierto y sin duda aún por llegar sentido de democracia.

D.A.: ¿Podría elaborar algo más su visión de la literatura como “esa extraña institución que le permite a uno decirlo todo”?

J.D.: Precisemos ese punto. Lo que llamamos literatura (no las bellas letras o la poesía) supone que se le ha concedido al escritor licencia para decir todo lo que quiera o lo que pueda, al abrigo de cualquier censura, sea esta religiosa o política. Cuando Jomeini pidió asesinar a Rushdie, ocurrió que puse mi firma en un texto, sin aprobar todas sus formulaciones letra por letra que decía que la literatura tiene una ‘función crítica’. No estoy seguro de que ‘función crítica’ sea la expresión correcta.