ONG en dictadura

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Este contexto fue un escenario propicio para la aparición de la primera crítica político-académica que circuló en una todavía restringida opinión pública, que veía aparecer las primeras revistas de oposición al régimen. APSI y posteriormente Análisis, junto con la revista Hoy, cierran la década de los setenta y se convierten en espacios de difusión para el pensamiento opositor.

En 1978, un grupo de juristas y cientistas sociales se reúnen para dar cuerpo al Grupo de Estudios Constitucionales, formado por 24 hombres con trayectorias académicas y políticas destacadas, dados a la labor de criticar la propuesta constitucional que buscaba institucionalizar al régimen militar. Se trató de una iniciativa de académicos y políticos de cierto renombre, entre los que se contaban Patricio Aylwin, Edgardo Boeninger, Raúl Rettig, Jaime Castillo Velasco y el exdecano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Concepción, Manuel Sanhueza. Tal como rescatamos en este libro, el grupo surgió para contrastar las propuestas que emergían de la dictadura para elaborar una nueva Constitución Política del Estado. Junto con el análisis estrictamente académico, era evidente que el Grupo de los 24 se proponía abrir el debate político en medio de la dictadura. Sus temas fueron la democracia, la soberanía popular, la nueva constitución, los partidos políticos, la sociedad civil, la necesidad de una Asamblea Constituyente y un plebiscito para aprobar una nueva constitución política.

Se buscaba rivalizar con las orientaciones que proponía la dictadura a través de la Comisión Ortúzar17, y en este sentido, más allá del plebiscito organizado por la dictadura para hacer aprobar la Constitución de 1980, el Grupo los 24 operó como un referente de la oposición política a la dictadura. Según Edgardo Boeninger, uno de sus miembros más destacados, el Grupo de los 24 constituyó el “primer caso en que figuras de la oposición se valieron de la investigación académica como pretexto para reunirse públicamente a tratar temas políticos”, lo que habría sentado un primer gran “precedente para la nueva y compleja relación entre intelectuales y políticos que sería tan habitual –y decisiva– en la estrategia opositora de los siguientes diez años”18. Parte de esa experiencia germinal está retratada en este libro.

Por la misma fecha se formaron el Programa Interdisciplinario de Investigaciones en Educación (PIIE, 1977), Centro de Indagación y Expresión Cultural y Artística (Ceneca, 1977), el Programa de Economía del Trabajo (PET, 1978), SUR Corporación de Estudios Sociales y Educación (SUR, 1979), Educación y Comunicaciones (ECO, 1980) y el Centro de Estudios del Desarrollo (CED, 1981), por nombrar a algunos de los más conocidos. Así, recién iniciada la década de los ochenta, se dibuja el nuevo campo intelectual de oposición a la dictadura.

Estos centros se orientaron a la comprensión de las transformaciones profundas que experimentaba la sociedad chilena a propósito de las políticas implementadas por la dictadura. La reestructuración de una economía primaria exportadora, la desindustrialización acelerada, la cesantía y la inflación incidieron en las nuevas preocupaciones por el mundo del trabajo, los pobladores y el sindicalismo. De forma similar, se expandió el debate sobre los cambios en la educación, sus efectos en la sociedad civil y las posibilidades de visiones emancipadoras. Así, preocupados de descifrar, comprender, analizar y potenciar una crítica fundamentada, el mundo de las ONG se fue tornando en un hábitat común para los intelectuales y académicos opositores.

En este libro hemos centrado nuestra atención en aquellas organizaciones que enfatizaron sus estudios en las distintas vertientes del movimiento popular y opositor a la dictadura y que tejieron lazos con las organizaciones populares que se rearticularon o que surgieron en esta etapa. Algunas de las organizaciones estudiadas dieron continuidad e innovaron sobre temáticas que se venían trabajando desde antes del golpe, especialmente en el campo de la educación, las comunicaciones y el mundo agrario; otras, en cambio, abrieron y constituyeron campos nuevos, con menor tradición, como sería el caso de la educación popular, la economía popular y el movimiento social de mujeres, que vivieron prácticamente una etapa refundacional en los años ochenta.

En todos los casos, estas organizaciones se vieron enfrentadas a una realidad nueva, que se caracterizaba no solo por la represión, el silenciamiento y el cierre de espacios para el debate público, sino también por la necesidad de comprender el nuevo cuadro social, económico, político y cultural que se había constituido con la dictadura y, a la vez, procesar la experiencia de la derrota del proyecto de la Unidad Popular, que, además de política y social, comprometía el campo de los saberes.

Gabriel Salazar a mediados de los años ochenta escribió: “La ruptura histórica de 1973 quebró la espina dorsal de varias tendencias históricas que había cobijado el desarrollo del primer movimiento popular chileno. Eso implicó la modificación del basamento fundamental sobre el que se construyeron los sistemas teóricos de la fase 1948-73”19. Más tarde, en un ensayo sobre la historiografía chilena en dictadura, en 1990, agregó: “La violencia de la derrota político-militar de 1973 erosionó todas las capas y articulaciones de los paradigmas ideológicos del 38 y del 68, terminando por descalabrar la misma intimidad cultural y emocional de esas generaciones de militantes e intelectuales”20. En uno y otro caso, Salazar llamaba la atención sobre la ruptura en el campo del pensamiento y los basamentos de la producción intelectual chilena con posterioridad al golpe de Estado. La afirmación parece indiscutible; sin embargo, el proceso de modificación de paradigmas y de la teoría social tomó tiempo y se dio en condiciones francamente desfavorables para los intelectuales y militantes que habían perdido sus fuentes de trabajo (expulsados de la universidad o por el cierre de diversos centros de estudio) o que sufrieron directamente la represión política (muchos de ellos encarcelados, torturados, hechos desaparecer o que debieron tomar el camino del exilio).

En rigor, el golpe de Estado impactó tan profundamente a los chilenos que se vieron comprometidas no solo las elaboraciones teóricas y políticas acerca de la sociedad y la política, sino que se interpeló la propia “conciencia histórica nacional” que se podía dar por aceptada entre los chilenos hasta antes del golpe de Estado. El terrorismo de Estado, además, no solo provocaba miedo, sino que tenía un efecto perturbador en el conjunto de la vida social. La perplejidad ante el quiebre democrático y la nueva sociedad que emergía al alero de las transformaciones que implementaba el régimen militar fueron tiñendo gran parte de las interrogantes que formularon los cientistas sociales de oposición.

Por otra parte, los sectores populares se vieron enfrentados a dos situaciones francamente críticas: la represión y el empobrecimiento. La represión se desencadenó inmediatamente después del ataque a La Moneda, cuando se multiplicaron los allanamientos en “fábricas y poblaciones” –dos lugares emblemáticos de la vida social del pueblo–, los que iban acompañados de detenciones, abusos y ejecuciones. El empobrecimiento fue un proceso que tomó forma a corto plazo por efectos de la inflación y del desempleo (miles de despedidos de fábricas y del sector público) y alcanzó perfiles más extremos cuando se impuso una política de ajuste estructural, o de shock como se denominó en la época, con los Chicago Boys instalados en el gobierno, desde 1975. Comenzaba el ensayo neoliberal chileno.

Sin embargo, a pesar de la represión y del empobrecimiento, los sectores populares se fueron reagrupando lentamente, dando lugar a nuevas prácticas, a la emergencia de debates antiguos y otros contingentes, así como a nuevos actores: se reorganizaron algunos grupos de dirigentes sindicales, surgieron las primeras agrupaciones para defensa de los derechos humanos, grupos de estudio y luego un inédito movimiento de mujeres, pero por sobre todo afloró lo que se denominó “reconstitución del tejido social” en las poblaciones.

El contexto dictatorial permitió la configuración de una primera identidad opositora en estas nuevas instituciones, cuyos integrantes habían sido formados en unas ciencias sociales en expansión, con nuevas tradiciones epistemológicas y de reforma a la estructura universitaria, junto con la lucha por su democratización. Antes del golpe ya se habían creado las “condiciones institucionales y culturales para que un gran contingente de profesionales se formara en estas áreas de trabajo, se inspirara en las corrientes metodológicas del desarrollo de la comunidad y pudiera realizar cierta práctica desde la Iglesia o los aparatos del Estado”21.

Según las cifras que entrega J. Puryear, hacia 1988 se podían identificar 49 centros privados, que empleaban a 664 profesionales, 134 de ellos posgraduados en Europa o Estados Unidos, y más de 20 revistas académicas o boletines”22. Los debates, no muy estridentes por cierto, se trasladaron desde el espacio universitario hacia estos centros académicos que integraban “la familia de las llamadas organizaciones no gubernamentales, cuyo estatuto está reconocido internacionalmente y cuya personería es suficiente para captar fondos en el mercado internacional de la cooperación”23.

Estas ONG estaban guiadas por un principio básico, “el desconocimiento de la legitimidad de los regímenes de facto y, consecuentemente, un reconocimiento del pueblo como origen de la soberanía y fundamento del ejercicio legítimo del poder”24. De diverso tamaño y con distintos énfasis, estas instituciones fueron el espacio donde se reestructuró el campo intelectual, que en conjunto con habilitar debates políticos, produjo investigación e intervención social y trató de revincular a las ciencias sociales con la sociedad. La producción de análisis sociales, lejos de separarse de la política, configuró una nueva relación, en la que esta última experimentó un notable aumento de la intelectualización. Así, las ONG se convirtieron en catalizadores, en convocantes de los debates políticos, reuniendo en “talleres, seminarios y cursos” a actores intelectuales y políticos, a sindicalistas y feministas, a pobladores y jóvenes para reconquistar la democracia y debatir la democratización. Dado que la intelectualidad dominaba uno de los pocos espacios abiertos a la disidencia, se articularon relaciones con el mundo político partidario, que muchas veces se traslapaba con las adhesiones militantes de los intelectuales. Sin embargo, hasta 1983 el público fue restringido y se expandió a pulso por quienes habitaban el campo de las ONG, básicamente una élite profesional vinculada a la oposición. Según Puryear, “nadie, salvo la clase política, conocía o leía lo que la intelectualidad chilena producía, menos dentro del país”25. Y aunque esto nos parezca discutible, nos interesa resaltar la casi inexistencia de un espacio público, por lo que el esfuerzo por difundir las experiencias y nuevos conocimientos tuvo un notable y resignificado sentido de compromiso político por parte de los intelectuales.

 

De convergencias a divergencias. De triunfos, derrotas y posibilidades (1983-1990)

Como habíamos adelantado, algunas de las ONG nacidas en los años ochenta abrieron nuevas temáticas vinculadas a la realidad social creada por la dictadura, especialmente en los sectores medios y populares urbanos. Tales son los casos de la educación popular, el movimiento social de mujeres y la economía popular. Otras ONG, por su parte, dieron continuidad a las temáticas que se habían venido constituyendo desde los años sesenta, pero que adquirieron renovados enfoques y puntos de vista, como las vinculadas con los temas de las comunicaciones, la educación y el pensamiento agrario.

Estas ONG no conformaron un sujeto homogéneo. Si bien hasta 1983 la identidad opositora las contuvo formalmente, sus diferencias fueron intensificándose de manera posterior a las Jornadas Nacionales de Protesta popular. Los debates sobre las vías de recuperación de la democracia, la relación entre partidos políticos y movimientos sociales, así como los contenidos de la democratización, fueron parte del proceso de renovación de la izquierda que articuló un arco de diferenciación entre las distintas organizaciones.

Junto a estas diferencias de posiciones políticas, visibles con nitidez a partir de 1986, también existieron otros elementos que caracterizaron la diversidad. Algunas pusieron mucho más énfasis en la investigación académica (Flacso o el CED), y en hacer publicaciones en revistas internacionales, formando redes con universidades y centros de investigación. Otras, en cambio, se orientaron con mayor nitidez hacia la promoción del desarrollo, a la intervención en espacios sociales y a posibilitar la restauración de las bases de asociatividad en el mundo popular (ECO).

Un tercer grupo, que se caracterizó por un perfil marcadamente más político, se vinculó de manera más sistemática con partidos de oposición (Vector). Sin embargo, pese a estos énfasis, también es cierto que la mayoría de las ONG que produjeron análisis social durante los años ochenta adoptaron la metodología de investigación-acción, se vincularon con el mundo popular promoviendo técnicas de educación popular aplicadas a temáticas específicas y difundieron conocimiento de forma más accesible a las instancias relevantes26 (GIA, PET, CIDE, PIIE, CEM, entre otras). Por ello, tal como indica Brunner, “puede resultar difícil establecer cuál es el exacto carácter académico de un centro, pues el balance entre actividades propiamente universitarias y de promoción al desarrollo es proporcionado, o varía fluctuantemente a lo largo del tiempo, ya sea por consideraciones coyunturales o por necesidad de la captación de recursos. Asimismo, estos centros pueden tener una función más o menos marcada políticamente, que va desde el impacto político-intelectual indirecto que puede tener la producción académica de las ciencias sociales hasta el involucramiento directo en la actividad política mediante la preparación de planes de gobierno, programas partidarios, etc.”27.

Con todo, este libro está orientado a rescatar a las instituciones que se encuentran en el segundo grupo, espacio en el que se articularon las novedades metodológicas y de pensamiento. En términos generales, a los más diversos actores sociales, académicos y políticos les ocupaban preguntas relativas a la situación y las capacidades de acción de la oposición a la dictadura, pero especialmente de los sectores populares. La cuestión de un “movimiento popular” histórico, heterogéneo, en proceso de reorganización y reconstitución como “sujeto político colectivo” era un asunto clave de atender, apoyar y comprender. De ello nos ocupamos, al menos parcialmente, en este libro.

Las vinculaciones con un mundo popular reprimido y empobrecido resignificaron el sentido de las ciencias sociales, de la investigación, obligaron a reflexionar sobre las relaciones con los partidos políticos, a buscar otras categorías conceptuales para nominar y comprender la nueva realidad en conjunto con redefinir la función política del intelectual.

Queremos resaltar aquellas organizaciones que promovieron la investigación interdisciplinaria, en las que convivieron enfoques y propuestas metodológicas que tendieron a la complementariedad en función de temas particulares28 y que además proporcionaron una “infraestructura académica de nuevo tipo que, pese a estar fuera del circuito oficial, podía suplir las necesidades profesionales básicas de los intelectuales opositores: marco institucional, fondos, colegas, reconocimiento y acceso a organismos locales. También se convirtieron en el nexo con el mundo intelectual extranjero, muchos de cuyos integrantes no estaban dispuestos a colaborar con las universidades o el gobierno chileno. Los centros eran extraordinariamente productivos, ya que generaban un torrente de publicaciones académicas y organizaban seminarios, cursillos de formación y consultorías internacionales”29.

Y aunque no todas las organizaciones tuvieron presupuestos abundantes ni un número de profesionales significativo, compartieron un espacio de reflexión, debate y sociabilidad que le dio un sello a la producción del conocimiento social. De allí que varios intelectuales transitaran por distintas ONG, ya sea porque formaban parte de uno de los núcleos fundantes o sus redes concomitantes, o porque se vinculaban a través de proyectos con más de una institución.

Esto último da cuenta del no “enclaustramiento” del campo intelectual y de las numerosas redes que estructuraron instituciones y actores que actuaron como nodos dentro y fuera del país. Un ejemplo, quizás uno de los más amplios, fue el CIDE, el que, a juicio de José Weinstein, tenía un perfil latinoamericano desde sus inicios, fortalecido por la estructura mundial que implicaba la Compañía de Jesús. “El CIDE aportó una visión latinoamericana en el sentido de que siempre hubo un esfuerzo de hacer proyectos que no se limitaran a Chile, que buscaran sintonía con otros países. Reduc fue muy importante en esa dimensión. Y creo que eso distingue de alguna manera al CIDE como ONG frente a otras más locales” (Entrevista, 2016).

El CIDE amplificaba sus redes en Chile a través de sus conexiones con otras ONG, cuya presencia en el mundo popular era más intensa que extensa. Así se generaban debates que en el plano de la educación popular llegaron a reunir –año tras año– a más de un centenar de personas en los recordados encuentros realizados en Punta de Tralca.

Otro ejemplo de circulación de saberes fue la publicación de revistas académicas, documentos de trabajo, talleres de análisis de coyuntura y boletines. En esos espacios textuales se reprodujeron escritos que circulaban en revistas editadas en el exilio, como Chile América o Convergencia, que también hicieron de caja de resonancia de artículos producidos en Chile y que permiten inscribir estos debates en el campo más amplio de la renovación socialista. Fue una circulación con intensidad y extensión variable, dependiendo de las redes y, por cierto, de las posibilidades que el propio contexto dictatorial generaba.

La mayoría de estas instituciones tenían un núcleo de intelectuales fundadores, reunidos de manera voluntaria, con experiencias formativas y militantes compartidas. En ese sentido resulta evidente que quienes hicieron de las actividades de pensamiento, reflexión y creación una forma de hacer política fueron sujetos adscritos mayoritariamente a los partidos de la nueva izquierda (MIR, MAPU, IC) o grupos generacionales de la izquierda tradicional, especialmente socialistas. Como recuerda Juan Eduardo García-Huidobro, del CIDE:

…la gente que llega a trabajar a las ONG viene de una militancia política que fue abortada por la dictadura, que no pudo expresar en canales estrictamente partidistas. Los partidos siguen existiendo, siguen teniendo reuniones, pero no pueden realizar actividades públicas, que se hizo más bien desde la acción social30.

Así, reunidos por proyectos políticos, afinidades ideológicas, experiencias formativas, marcos epistémicos y posiciones coyunturales, un núcleo fundador desplegaba su red de contactos previos “de un grupo desprendido de una institución previamente existente, de una asociación de intereses, de una comunidad ideológica” para expandirse como anillos con el “personal reclutado, diferenciados entre sí por la época de reclutamiento, la estratificación académica definida por el núcleo y los derechos de participación que corresponde a los miembros de cada anillo”31. De allí que la plasticidad de las organizaciones se fuera adaptando al proyecto institucional, a los recursos obtenidos, a la coyuntura política y a la sostenibilidad de una agenda cuyo financiamiento venía de los organismos de cooperación internacional. En la memoria de Cristián Cox, del CIDE, por ejemplo, aparece la importante figura del jesuita Patricio Cariola…

…quien junto con obtener financiamiento de la Fundación Ford, Sarec, la Iglesia alemana, conectaba el quehacer sociopolítico con la investigación y políticas públicas en Canadá, en Nueva York, con la Universidad de Columbia, Harvard y Stanford en Estados Unidos. Lo mismo hacía en Berlín o Estocolmo y Bélgica32.

La autonomía de ellas, respecto del financiamiento, ha sido, sin duda, uno de los temas más controversiales. Para distintos autores, las dinámicas de financiamiento en el contexto dictatorial impusieron los ritmos y contenidos de los análisis sociales, por lo que la excesiva dependencia económica limitó los alcances de las innovaciones que pudieron generar estas experiencias en el campo de las ciencias sociales en el largo plazo. La memoria de los actores, sin embargo, suele complejizar estas interpretaciones. Para algunos…

…durante primera la mitad de los años 80 la mayoría de las ONG recibíamos un financiamiento institucional que nos permitía tener una agenda autónoma en materia de contenidos y prácticas. Sin embargo, a partir de la medianía de la década, en particular cuando ya se avizoraba la transición a la democracia y la vía elegida, esos financiamientos fueron más selectivos, a proyectos específicos. La autonomía inicial se fue perdiendo, así como las propuestas más globales que sustentaban la institución33 (Fernando Ossandón, ECO). Los objetivos de la cooperación internacional tenían explícita relación con el retorno a la democracia y el fortalecimiento de la sociedad civil, por ello uno no se puede sorprender de la asociación entre financiamiento y tipos de ONG financiadas, la mayoría de ellas vinculadas con el proceso de autocrítica y renovación de las izquierdas34 (Vicente Espinoza, SUR).

Según Puryear y los entrevistados, el tema del financiamiento era una cuestión compleja y que estaba atravesada por distintos elementos:

Por cierto, cada donante tenía sus propias motivaciones. Algunos apuntaban simplemente a reforzar y mantener la investigación en ciencias sociales, en el supuesto que la investigación y formación de calidad serían más adelante la base de las políticas públicas, aunque no fuese posible predecir el momento y forma de su posible implementación. Con una visión más instrumental, otros optaron por financiar únicamente aquellos proyectos de investigación que –a su juicio– ayudaban a resolver problemas concretos e inmediatos. Otros, por su parte, tuvieron motivos políticos más amplios y apuntaron a mantener vivo el pensamiento crítico e independiente durante una época de la dictadura y a crear capacidad técnica para un futuro régimen democrático. La mayoría estuvo motivada por una conjunción de estos factores. Se destacaron entre ellas la Fundación FORD, el Centro de Investigación para el Desarrollo (IDRC) de Canadá y la Agencia Sueca de Cooperación (Sarec). Otras fueron la Fundación Interamericana, Fudación Taker, Comunidad Económica Europea, Friederich Ebert, Fundación Naumann y la Konrad Adenauer35. También hay que agregar a ICCO de Holanda, Christian Aid y OXFAM de Inglaterra; CCFD de Francia y Desarrollo y Paz de Canadá. En el ámbito más eclesial, Misereor y Pan para el Mundo de Alemania36.

 

El controversial tema del financiamiento y la autonomía da cuenta de la complejidad del campo respecto de la vinculación entre producción de saber y política. En la primera mitad de los años ochenta, cuando los espacios de oposición política formales estaban totalmente clausurados, los intelectuales articularon lugares y redes que permitieron la existencia del pensamiento crítico, disidente al régimen, y de un conjunto de prácticas de intervención social y educación popular que en parte vinieron a reemplazar el papel de los partidos políticos. Por ello, “difícil es saber exactamente cuántas veces y qué partidos se reunieron en los centros académicos, pero lo que sí queda claro es que el límite entre política y academia se hizo cada vez más difuso y que existió una clara tendencia a traspasarlo. Así, los centros académicos empezaron a cumplir funciones que, en época normal, habrían estado a cargo de instituciones de carácter más político. Con esto la intelectualidad opositora seguía superando su función tradicional de productora de conocimientos para asumir, además, la tarea de tender puentes entre los actores políticos y el mundo de las ideas”37.

…para todos los que trabajamos en este mundo, en estas experiencias múltiples, esto fue claramente un reemplazo del mundo de la militancia política. Ya habíamos pasado la primera etapa de la resistencia, y la actividad que hicimos en las ONG fue tratar de canalizar el compromiso y la visión política, y cuyos efectos cuestionamos hacia el final de las jornadas de protesta, ya que ahí lo que se retoma y adquiere relevancia es el mundo de la política, porque hay que empezar a articular los movimientos al son de la política, y ese proceso lo lideró la generación anterior a nosotros38 (Paulina Saball, SUR).

A comienzos de los ochenta, “la invitación a repensar la política era un paso importante y la propia experiencia de organización popular abonaba nuevas formas de concebir y hacer la política popular. Pero además, el contexto general de cierre del sistema político, de control y censura de los medios de comunicación, y la imposibilidad de hacer política en las formas tradicionales, también favorecía y estimulaba la necesidad de “reinventar la política”39. Este extracto, de autoría de Mario Garcés, contiene en su título parte de esas nuevas formas de repensar la política, que “entre lo académico y lo militante” expresa ese espacio poroso que aglutinó identitariamente a los intelectuales de oposición y en el que si bien las posiciones políticas expresaron divergencias, estas solo expresarían quiebres en las postrimerías de la década, cuando los debates sobre democracia y democratización se tomaron la agenda de las ONG y el análisis social.

La discusión sobre si reemplazaron el espacio partidario es algo que sigue en discusión y debate, pero lo que sí queda claro a lo largo de este libro es que la compenetración entre ciencia y política en la generación de saberes sociales fue intensa, dialógica y diferenciadora. Le dio a esta época un sentido social, una función política y permitió una redefinición de la actuación del intelectual en el mundo contemporáneo, en el que el compromiso democrático cruzaba toda la producción textual, las reuniones y los debates. En otras palabras, durante estos años el espacio generado por las ONG permitió construir prácticas intelectuales en que la producción de saber social, los seminarios, los talleres y la difusión de conocimientos, con sentido popular, orientados a la sociedad civil, posibilitaron expandir la acción política tradicional, particularmente en partidos de oposición que habían vivido la represión, el exilio y la clandestinidad, y en los cuales se instalaban y consolidaban formas cupulares y elitistas de generación de liderazgos políticos40. “Producir investigación haciendo tejidos en la sociedad civil”41, construir saberes a la par de generar instancias para una educación crítica y liberadora, en diálogo con el mundo popular, resignificó las escasas experiencias de educación popular que se habían generado previo al golpe. Lidia Baltra recuerda que…

…los investigadores del GIA querían dialogar con los campesinos, que sus conclusiones no fueran dirigidas desde arriba. Esto tenía que ver con la doctrina de Paulo Freire, que tuvimos que implementar con más rigurosidad y con más dificultad42 (Lidia Baltra, GIA).

La reemergencia de los talleres, como expresión de una nueva dinámica de relación entre sujeto cognoscente y sujeto conocido, permitió prácticas de investigación-acción en las que se revalorizaron las experiencias de vida, las historias locales, las voces populares, las memorias, todos elementos que ingresaron con fuerza en las metodologías de las ciencias sociales.

Generar nuevos dispositivos de comunicación se convierte en un desafío. Textos que no fueran solamente traducción del saber docto, sino que una síntesis de la relación dialéctica entre quienes quieren conocer y quienes son conocidos, en un proceso de interpelación mutua que transforma a los actores del proceso, define las reflexiones teórico-metodológicas en el trabajo social, la antropología, la historia y la sociología.

La interpelación a los métodos tradicionales de investigación se complementó con una crítica al ensayismo reinante en las ciencias sociales. La incorporación de técnicas estadísticas cuantitativas, el renacer de la encuesta y, con más fuerza, las técnicas cualitativas cambiaron el quehacer disciplinario, penetrando incluso en algunas escuelas universitarias. Un ejemplo de ello fue la actividad de reflexión promovida por el Colectivo de Trabajo Social, organización compuesta por profesionales formadas en la Universidad Católica y que a comienzos de los años ochenta habían comenzado una etapa de reflexión sistemática sobre el trabajo social y sus componentes teórico-metodológicos.

Nuestra propuesta de nuevas formas de implementar la intervención social, de repensar el trabajo con el mundo popular, fue difundida a través de una pequeña revista llamada Apuntes para el trabajo social. Su distribución se hizo a través de los distintos trabajadores sociales de las ONG y del Celats a nivel latinoamericano. Después insistimos en hacer llegar la revista a la Escuela de Trabajo Social de la Universidad Católica, contactándonos con distintas generaciones de estudiantes. Ahí empezamos a establecer alianzas y finalmente la escuela nos terminó invitando y reconociendo como parte del mundo del trabajo social43 (Paulina Saball, SUR).