Terroristas modernos

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Z serii: Candaya Narrativa #43
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5

Domingo Torres no hizo ruido al entrar salvo el crujir de la madera, pero el crujir de la madera forma parte del silencio de estas casas. Soltó una montaña de papeles en la mesa, los de arriba estaban ondulados y sus letras borrosas por la lluvia. Buscó el tabaco alrededor de Yandiola y Yandiola dio un espasmo de dormido. Al moverse, las gafas y la caja de tabaco cayeron al suelo. La línea de fractura que ya asomaba por una de las lentes se alargó hasta chocarse con la montura y el cristal se desprendió en los dedos de Domingo Torres. Intentó encajarlo ejerciendo una leve presión, imprimió huellas dactilares de tinta en el cristal. Mejor no limpiarlo, pensó. Sujetó las circunferencias con las dos manos y las posó en la mesilla. Se llevó la palmatoria y el tabaco a la mesa, acercó la silla y se sentó de espaldas a Yandiola. Se quitó las botas y las medias y se agarró los pies desnudos, cruzó los dedos de las manos con los dedos de los pies. La levita le tiraba de las mangas y el pantalón de la entrepierna, y los ronquidos de Yandiola lo arrullaban.

Al aflojarse el corbatín las manos frías le dieron frío y las resguardó entre la camisa y el cuello. Se acercó la vela y cogió el primer papel del montón. Sacó del bolsillo del chaleco el frasco de tinta que traía de la imprenta, sacó un pañuelo y desenvolvió la plumilla, le echó vaho y la frotó. La dirigió al tintero como un tenedor al plato, con apetito, y al introducirla chocó con la tinta helada, como si el tenedor encontrara el plato vacío. Domingo Torres insistió con unos golpecitos, se aproximó al vidrio y lo agitó en el aire. Acercó el bote a la llama y lo balanceó hasta que la tinta acompañó al movimiento. Realizó la operación con un gozo audaz e íntimo. Pensó se congela porque es tinta buena. Las cosas delicadas se congelan. Mojó la pluma y escribió en los márgenes de la hoja: las cosas delicadas se congelan. Se congelan las simientes bajo tierra, se congelan las mariposas despistadas, se congelan los salarios de los militares. Lanzó lejos el bucle de la ese. Separó la pluma del papel y la dejó apuntando al techo. El gesto le recordó el cigarro. A Domingo Torres le gusta escribir cuando tiene muchas ganas de fumar porque la ansiedad lo estimula. Dilata el deseo y escribe hasta que le tiembla el pulso. Ahora escribía así, con los primeros impulsos que le nacían del cogote y con la boca abierta, pisándose alternativamente los pies.

Yandiola notó a Torres, se estiró y las monedas se chocaron debajo de sus nalgas. Se paralizó y farfulló ¿ya es de noche? Se palpó el cuerpo buscando los anteojos. Sólo está oscuro, apenas han dado las seis, respondió Torres. Yandiola los encontró junto a la ventana y al cogerlos la sección quebrada de la esfera se separó. No recordaba haberlos roto. Domingo Torres arrancó poco a poco la vista del papel, conforme terminaba una frase, hasta colocar la cabeza por encima del hombro para decir se te cayeron mientras dormías. Juan Antonio Yandiola se inquietó. Pensó que también se pudo caer la talega o la carta. Intenté arreglarlos, continuó Domingo Torres, perono importa, lo cortó Yandiola. Estos ya no me hacen nada. Repasó el filo del cristal roto con la vehemencia justa para no cortarse, los limpió con el extremo del camisón. A Juan Antonio Yandiola le gusta mirar la calle sin las gafas puestas. Las formas pierden su perfil, las personas son bultos sin sexo y sin posición, las luces se difuminan. Le sosiega ese mundo simplificado. Desde hace unas semanas no hace otra cosa. Se quita las gafas y mira.

Pensaba quedarse quieto en la butaca hasta que Domingo Torres saliera o se acostara porque no quería volver a provocar el ruido de las monedas. Le picó la pierna y al ir a rascarse volvió a oírlas. Pensó qué barbaridad lo que suena el dinero y se aguantó el picor. Después de un rato le entró vértigo, una garra al final de la espalda, un temor de viejo. Retiró la mirada de la calle y formuló la sensación en su cabeza antes de decir vivo ocioso pero me sigue afectando el tiempo. Me molesta la división del tiempo que nos hemos inventado. Precisó me molesta la división humana del tiempo. Entonces, dijo Torres sin separase de la escritura, también te molesta el tiempo en sí mismo. El tiempo es una invención. Pues me molesta el tiempo, concluyó Yandiola. No es que no me guste envejecer o que no me gusten los horarios. No es que no me guste que el tiempo pase. Me molesta el tiempo en sí mismo. Me molestan los días, las horas, las estaciones. El movimiento de la Tierra me molesta. Dejó caer un brazo por encima del sillón y se mordió el pulgar de la otra mano. Tampoco es que no lo soporte, añadió. Simplemente me molesta. Domingo Torres apuró el resto violeta para escribir la fecha y rubricar, pero no quedó satisfecho. Empapó de nuevo la pluma, retintó los números y la firma, separó la silla de la mesa y se lanzó a por su cigarro. Dentro de la boca de Juan Antonio Yandiola, detrás, al borde de la garganta, se formaba una sonrisa. Confirmó que el mundo era poca cosa y quería celebrarlo. Dame, Domingo. Torres terminó de liar su cigarro y le voleó la caja del tabaco. Se desabrochó el rectángulo de los calzones y se resguardó la mano fría en los calientes genitales dormidos. Se sentó de medio lado hacia Yandiola y le dijo deberías titular ese libro que no estás escribiendo Revelaciones en Camisón. No lo estoy escribiendo porque no hace falta. Es un libro que se declama, es un libro para las tribunas, aclaró Yandiola. La gente no sabe leer. Cada vez hay más analfabetos. La imprenta está condenada a la extinción. Claro, corroboró Domingo Torres. Y las tribunas de las Cortes están en su mejor momento. Dieron una calada simultánea. Se miraron y se rieron y las monedas tañeron un poco.

A mí no es que el tiempo me moleste, dijo Domingo Torres. Más bien me distrae. Pienso que para mañana tengo que escribir un artículo para la Gaceta, un cuento y un poema para Las Amenidades Literarias y sólo veo los minutos que faltan para que llegue mañana, sólo veo las horas y calculo si en las horas cabrán el artículo, el cuento y el poema. Con la distracción del tiempo nunca me da tiempo a terminar las cosas. Había aplastado la colilla en una esquina de la mesa y ahora se estaba terminando de bajar los calzones sin levantarse del asiento. Juan Antonio Yandiola introdujo el dedo índice en el aro hueco de las gafas y lo hizo girar. El dinero estaba contra la carne. ¿Has dicho que eran las seis?, preguntó. Ya serán cerca de las siete, respondió Domingo Torres. Un artículo cabe en cuarenta minutos, añadió. ¿No tienes frío así, en paños?, le preguntó Yandiola. Sí, bueno. Tengo trabajo. Así no me quedo dormido.

Juan Antonio Yandiola esperaba el momento para escurrir la talega en la manta, hacerla un ovillo, desplazarla al gabán e irse. La experiencia de la prisa se le hizo rara, lejanísima. Se entretuvo en desenredarse la melena con los dedos. Pensó en una barbería limpia. ¿Va a ser un cuento de fábula o realista?, preguntó, y acompañó la pausa de Torres. Será fabulado, respondió al fin. Artemisa se enamorará de un león y decidirá no matarlo. Algo así. El león luego cazará al cervatillo que ella acechaba. ¿Yacerán Artemisa y el león?, preguntó Yandiola. Torres se pausó de nuevo, respondió al cabo: No lo había pensado pero me gusta. Yacerá con el león y el león será Zeus, padre de Artemisa, transformado. Le dará un toque edípico. La voz de Domingo Torres es fresca, sutilmente femenina. Supura las eses y acompaña la curva melódica dirigiendo la barbilla, agitando el largo flequillo, acelerando o alargando el parpadeo. Suena bien, dijo Yandiola. Domingo Torres se quitó la levita tirando de las mangas por detrás del respaldo de la silla. La dejó del revés pendiendo de los puños, arrastrando los faldones. Y a Artemisa le encantará y al león también. El mejor revolcón de sus vidas. De sus eternidades, sugirió Yandiola. Bueno, pues si quiero describir el mejor revolcón de la eternidad olímpica será mejor que empiece ya, dijo, y la determinación excitó a Yandiola. Aguardó la acción de Torres para dar paso a su acción. Todavía estaba Domingo Torres con los calzones en los tobillos y la levita en los puños, dispuesto a empezar, pero la orden se quedaba a medio camino entre su cerebro y sus músculos, en la corteza de los huesos, hasta que tiritó, agitó los brazos, se terminó de desnudar y se quedó en camisa. Acercó la silla a la mesa y anunció: Un revolcón olímpico. Primera parte.

Juan Antonio Yandiola se dio unos segundos y entonces lo hizo. Se pegó a un lado del sillón y contuvo la bolsa de dinero. Estiró la manta hasta cubrir la talega, la arrugó y la estrujó con las dos manos, se apretó el gurruño al cuerpo y se levantó. De tener la cabeza reposada durante horas la negra melena se le había arremolinado por detrás y formaba un claro. La maraña se condensaba alrededor de la frente en rizos amplios y tiesos. Las raíces brillaban. Algunos pelos se habían quedado en el respaldo del asiento y otros pendían del camisón. Depositó la manta en la cama, abrió el arcón y bostezó de mentira. Dijo ¿y cuál va a ser la moraleja de la historia? También de mentira rebuscó entre sus chorreras. Torres habló flojo, sin interrumpir la escritura. Una apología del incesto. Oh, dijo Yandiola extendiendo unas medias, unos calzones y una chaqueta en su regazo. También será una crítica a la figura paternal, ¡ah!, y una apología de las pasiones animales. Se debe joder como bestias, o con las bestias, ya veremos.

Juan Antonio Yandiola vio que ninguna de las dos chorreras estaba limpia y le estimuló pensar que en vez de lavarlas compraría nuevas. Se dejó la carta dentro de los calzoncillos, se puso el pantalón y dijo Artemisa siempre a cuatro patas, ¿no? Cómo no, respondió Torres al cabo, cuando terminaba una línea. Y el león le hace cosquillitas con la garra muy sensiblemente. Puso la palma de la mano hacia arriba y movió frenético el dedo corazón. Lo que no sé es si ponerme con metáforas de las cuatro patas del tipo… Levantó la vista del papel y leyó: Una mesa de roble agitada por una salvia que le devuelve la condición arbólea. ¿Sales a la calle? Yandiola daba vueltas a un pañuelo en torno al cuello y respondió sí, y se lo ponía mal a propósito esperando que Domingo Torres bajara la cabeza para trasladar la talega ahora de la manta al abrigo. Sí, voy a cenar algo, respondió Yandiola. Pues que no sé si metáfora o elipsis. La polla peluda del león abría la carne rosada de Artemisa. Domingo Torres garabateó en una esquina del papel un león que mostraba los dientes, con el pene erecto. A su lado dibujó una mujer con un manchurrón negro entre las piernas y con cara de espanto. Quizás debiera follarme a mi madre para comprender el verdadero alcance de la historia, y dibujó unas gotas cayendo del manchurrón. Yo también voy a tener que follarme a tu madre para comprender el alcance, sí, dijo Yandiola. Hombre, lo ideal sería que tú te follaras a la tuya… ah, no, que es una apología del incesto, no de la necrofilia, dijo Torres mojando la pluma, y alargó el pene del león hasta situarlo debajo de las gotas de la mujer. Yandiola pensó en mandar a un mensajero hasta Vizcaya con el solo encargo de ponerle flores a su madre, entusiasmado ante la posibilidad del derroche. Pues sí, vas a tener que follarte a la mía, concluyó Torres.

 

El cervatillo representa la honra perdida. El padre, siempre preocupado por preservar la honra de la hija, es quien la deshonra. Torres se aceleraba por el rodar del razonamiento. La sobreprotección doméstica hacia la hija conlleva la desprotección en los extramuros familiarno dejan a la catalana que se case contigo, lo interrumpió Yandiola. No, aseveró Torres, pero bueno. Tampoco son tan ricos. El padre es un servil ignorante. Dice que ni editor ni poeta ni periodista son oficios ningunos. José Antonio Yandiola estiró los dos bucles del lazo y lo oreó. Se sentó en la cama girado hacia la manta, de espaldas a Domingo Torres, y asintió ahí lleva razón el viejo. Torres volvió al papel y también asintió y dijo sí, en realidad tiene razón. Ser diputado de cortes en una monarquía absoluta es lo que da dinero hoy en día, y en el trascurso de esa frase Yandiola concluyó la operación. Se levantó pertrechado, con ganas ahora sí de demorarse. Pensó en la estufa que tenía en su anterior casa, en su panza rayada, en el pequeño infierno de su interior. ¿Sabes?, dijo. Voy a comprar una estufa. Domingo Torres arqueó las cejas mientras escribía. Tengo algo de dinero ahorrado y, bueno, tú compraste los colchones. Ya he comprado yo una estufa, dijo Torres. Mañana nos la traen. Es que pesaba mucho para cargarla yo solo. Juan Antonio Yandiola terminó de abotonarse el abrigo y susurró ah. Yo también tenía algo ahorrado, añadió Torres. También he comprado un poco de carne y de vino, por si no tienes ganas de salir a la calle con este mal tiempo. Está en mi bolsa. ¿Carne?, preguntó Yandiola. Para celebrar el año de malvivir que llevamos aquí juntos, respondió Torres. Juan Antonio Yandiola se sintió sospechoso, descubierto. Se vio a sí mismo de pie y desgarbado. Bueno. Me hace falta… dijo, y se obligó a necesitar algo, a encapricharse por algo, y volvió a experimentar el vértigo de viejo. Me hace falta un reloj. Para que luego digáis que no tengo oficio ni beneficio, exclamó Torres, y añadió cierra por fuera, no tengo ganas de levantarme.

6

El hijo de la casera se puso en la puerta de José Vargas a la hora de la siesta y empezó a gritar don José, la mensualidad, don José, la mensualidad, don José, la mensualidad, la mensualidad la mensualidad mensualidad mensualidad. Los vecinos se asomaron y comentaron lo gentuza que eran la casera o el Vargas o los dos, el poco respeto por los demás. El niño cogía aire y repetía. Al cabo de cinco minutos se cansó y se fue a su casa, y su madre le dio un bollo. Al día siguiente a la misma hora el niño regresó a la puerta de José Vargas y gritó de nuevo. Al asomarse los vecinos, los niños aprovecharon y salieron corriendo. Unos bajaron y otros subieron las escaleras para encontrarse en el rellano donde estaba el hijo de la casera y se pusieron a gritar con él mensualidad don José mensualidad. Hicieron competiciones de a ver quién aguantaba más o quién lo decía más rápido o más alto, jugaron a decirlo más grave y más agudo, y a la vez zapateaban en el suelo y golpeaban la puerta. Los vecinos se unieron al griterío llamando a sus hijos y maldiciendo a su madre y al niño de Satanás, al moroso, a la lluvia, al frío y a los franceses. Dentro, José Vargas se tapaba los oídos. Las madres fueron a por los hijos y se los llevaron a rastras, y todavía en el camino a sus casas gritaban mensualidad don José hasta que les pegaban o les tiraban de las orejas y lloraban. El hijo de la casera siguió ahí, mucho más motivado que el día anterior, y cuando todos los demás niños ya se habían ido exclamó ¡ah, he ganado yo! y lo cantaba ¡he ganado yo-o, he ganado yo-o! Volvió a su casa y se comió el bollo paseándose por la cocina. Al tercer día almorzó más deprisa y fue a la puerta de José Vargas sin que la madre tuviera que ordenárselo. Carraspeó, cogió aire e inició su perorata. Ningún vecino se asomó al pasillo, así que gritó más fuerte, más y más hasta que tosió y se puso rojo, pero nadie le mandó callar ni se le unió nadie. Exclamó malhumorado los últimos señor don José mensualidad y fue a exigir su bollo.

La casera gritó por la ventana la próxima vez no le mando al niño sino a los guardas, choricero, y José Vargas pensó sí, por dios, mejor la inquisición que el niño, y dobló la esquina sin hacer vuelo con la capa. Llegó a San Antonio y le preguntó a un viejo si ya había pasado la ronda y le dijo no. José Vargas retiró los guijarros que guardaban su sitio y se sentó apoyándose en la pared menos iluminada. Se subió el embozo de la capa dejando la cara visible a medias. La luz era leve y terminaba en sus cicatrices. Se abrazó las piernas y se balanceó. El fraile que dirigía la ronda de pan y huevo era expeditivo e implacable. Señalaba a un mendigo considerando su apariencia y sus quejidos y ahí se dirigían las monjas y los cofrades para darle dos mendrugos de pan y dos huevos duros, o para subirlo al carro y llevárselo al hospital. No permitía que ninguno de los benefactores se desviara para socorrer a alguien que él no hubiera marcado como digno de piedad cristiana. Hay que saber distinguir a los desgraciados de verdad de los merodeantes, les recordaba antes de salir a las señoras.

José Vargas veía avanzar la comitiva y se preparaba. El fraile hizo un gesto con la cabeza y una mujer con un tocado de puntillas y una novicia con un cesto de mimbre se le acercaron. La señora se sujetó el tocado para que no se lo llevara el viento, le dijo dios te bendiga y sacó de la cesta un envoltorio. José Vargas dio las gracias y repitió dios la bendiga a usted y a su familia mientras buscaba los ojos de la novicia. Doña Leonor, vaya usted a atender al siguiente, que les alegra usted la cena con esa simpatía suya, ya me quedo yo dándole de comer a este pobre. La mujer sonrió ampliamente, mostrando todos los dientes y todos sus huecos. A cuantos más pobres se arrima una, más se arrima una a dios, dijo. Le dio la bolsa a la novicia Julia Fuentes y corrió dando pequeños saltos hasta ponerse detrás del fraile. José Vargas observó los dedos rechonchos y despellejados de Julia Fuentes desanudando la servilleta. Mientras ella sacaba el huevo y se lo acercaba a la boca, las manos de Vargas, cubiertas por la capa, se ponían en los bultos que las rodillas formaban en el hábito, y al morder el huevo las apretaba. Fuentes separó un poco las piernas y le puso un pedazo de pan en los labios. José Vargas mordisqueaba la corteza mientras se introducía en el hábito y encontraba la tiesa enagua de lienzo y la superaba, y entonces ella le sujetaba el pan en la boca, se sujetaba ella al pan porque José Vargas ya le tanteaba el sexo. Incidió en la firme carne de la vagina con una mano y en los pliegues de la vulva con la otra. Julia Fuentes cogió el segundo huevo y lo alimentó. José Vargas comía despacio y Fuentes se esforzaba por no cerrar los ojos y por no apretarse. El racimo que crecía y se hacía frondoso por las articulaciones de la novicia ardió y un espasmo zarandeó la cruz de madera del pecho, se cayó de rodillas apresando momentáneamente las manos de José Vargas, ya calientes, entre sus piernas. Rezaron dando gracias a nuestro señor Jesucristo por estos alimentos, le tendió ella el chusco de pan que aún quedaba en la servilleta y se marchó con prisa y sonrosada. José Vargas se olía los dedos royendo el mendrugo, y cuanto más aspiraba más frenéticamente mordía.

Diego Lasso va ligero por los márgenes de la calle. Estira las solapas de la levita y lleva el sombrero ajustado hasta las orejas. Desde hace una semana se va fijando en los abrigos que llevan los señores bien vestidos e imagina cómo le encargará al sastre el suyo. Se viene recitando la nación española es libre e independiente y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona. Cuando cree que ya se lo sabe para en seco y lo dice en voz alta, de carrerilla. Si se equivoca chasquea la lengua y empieza de nuevo. Le pasa en libre e independiente, que junta las tres palabras y se traba al decirlo tan rápido, y lo mismo en no es ni puede ser. Tensa las manos y se dice a ver: ¿qué es la nación española? Es libre e independiente. ¿Y qué no es ni puede ser la nación española? No es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona. No es ni puede ser, no es ni puede ser, no es ni puede ser, es libre e independiente, in, de, pen, dien, te, sí, pa, tri, mo, nio, no.

Se cruza con la cofradía de la ronda y el pensamiento de estar cerca lo espolea. Mira las caras de los pordioseros, reconoce a algunos y algunos lo reconocen y lo llaman ¡eh, eh!, sin atinar su nombre. Pasa de largo hasta que identifica la nariz grande y cuadrada y entonces sale del refugio de la levita y el sombrero, alza la visera y se planta delante de José Vargas. Vargas está recostado, ensoñando una digestión menos breve, cuando oye Vargas, ¿verdad?, y apenas molesta a la barbilla para dirigirse a Lasso. Ya me han dado mi ración, señor. No es honrado que yo reciba doble y otros nada, dice, y Lasso advierte el reseco acento extremeño. José Vargas de Trujillo, eres tú. No vengo a darte caridad. Vengo a darte trabajo. La atención de José Vargas se moviliza ahora. Como un Diógenes que le dijera al emperador quítese, me tapa el sol, José Vargas dice quítese, me espanta las limosnas. Ven conmigo, dice Lasso. Venga conmigo, rectifica. No puedo hablarle aquí. Desconfianza razonable, piensa Lasso, y está contento de tener respuestas y de poder aplicar lo que Richart le ha enseñado: le tiende una mano enguantada de blanco con dos monedas. Decía usted que no venía a darme limosna. No es limosna, es un adelanto. Vargas ve en los ojos de Lasso la misma sugestiva autoridad que en los ojos de Julia Fuentes: jóvenes con algo que ofrecer. Se sorprende más de ver divisa española, sobados carlos terceros en lugar de angulosos napoleones, que del ofrecimiento. Los coge y se los mete en el refajo. Se eleva del suelo, negro y abrupto como un precipicio, más alto que Diego Lasso, y a Lasso le excita temerle un poco. José Vargas patea cuidadosamente los pedazos de cerámica, los cristales, los cantos rodados y los jirones hasta colocarlos en su sitio, componiendo un flaco bodegón. Caminan juntos y en silencio hasta la calle Preciados.