La vida con otro nombre

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Luis Urtubia, porteño, “eleno”, contador, era miembro de la Comisión Política y uno de los principales organizadores en la zona de Valparaíso y La Ligua, donde a veces las reuniones debían hacerse en la calle y en las quintas de recreo. De ese modo la estructura socialista fue creciendo hasta ser uno de los regionales más numerosos y mejor organizados de Chile. En 1972 le diagnosticaron una enfermedad cerebral progresiva que lo alejó de la vida partidaria por algunos meses. El 11 de septiembre despierta en su departamento de la población Che Guevara con el ruido de los helicópteros. Escucha el Bando n°1 en la radio y parte a un departamento que tiene a su cargo, ubicado cerca de la Compañía de Teléfonos, donde guarda algunas municiones y una pequeña caja de fondos. Saca la munición desde esa casa de seguridad en una bolsa de malla cubierta con lechugas y paquetes de fideos. Lleva una pistola calibre 6.36 y va al lugar de encuentro del Comité Central en una escuela en Recoleta. Cuando llega, el compañero encargado le dice: “No ha venido nadie y han quedado de venir”. Desconectado, sin posibilidades de hacer algo que ayude a evitar la derrota, vuelve a su hogar.

Su hermano Víctor Manuel Urtubia, obrero, uno de los pocos niños que iba con zapatos a la escuela porque la mayoría iba con ojotas, recuerda que en su casa en el campo se iluminaban con chonchón, después con una lámpara de parafina y luego lámparas a gas de carburo. Él comenzó su socialización política con un maestro herrero que era comunista. Fue conscripto y en 1973 trabaja de guardia en la Dinac (Distribuidora de Industrias Nacionales) en Santiago. Por el cargo tiene derecho a portar armas. Allí lucha contra la corrupción de los vigilantes, el despilfarro y la mala gestión. Más atrás citamos su disgusto con el discurso de Altamirano en el Estadio Chile.

En 1972 había ido a Cuba a un curso de un mes de “agitación y propaganda, en el que nos enseñaron cómo imprimir documentos en las condiciones más adversas, a hacer letras en lo más rústico, a construir mimeógrafos; por ejemplo, si estábamos en un potrero de papas, a ocupar las papas; si estábamos en un bosque, a ocupar la madera. Tú puedes hacer timbres con papas, y hacer un escrito con propaganda con papas”. De paso, y aunque no es el objetivo, les enseñan a disparar. Esa estadía será de gran importancia para Víctor en sus futuras labores en la clandestinidad.

La noche del 10 al 11 está de guardia. Tras oír la radio “nadie hacía nada. Todos como que se convirtieron en zombis, sin enterarse de nada más que de respirar”. Paralizados, sin instrucciones, los trabajadores se retiran a sus casas. Víctor se va al local del sindicato de la Dinac en el pasaje Príncipe de Gales con Moneda. “Llegué al sindicato y no me querían dejar entrar, empujé hasta que me abrieron; y estaba la embarrada. Las mujeres lloraban, y los hombres del Mapu [Garretón] que antes eran más revolucionarios que la cresta decían ‘no, ya no se puede hacer nada’. Llegué preguntando si habían encontrado parafina o bencina. Les dije ‘junten agua en botellas por si se corta el agua, compañeros, no sabemos cuánto va a durar esto’. No se cortó el agua, no se cortó la luz, no se cortaron los teléfonos”. Sin posibilidades de articular una defensa porque no hay ánimo ni instrucciones, sale con un joven camarada de La Bandera y ve que la sede del partido en San Martín estaba ardiendo. “El edificio se estaba quemando. La gente de la fuente de soda donde íbamos a comer, a almorzar, estaban sacando las máquinas, los refrigeradores; y había un paco dirigiendo el tránsito”. Busca refugio en el sindicato del Banco del Estado, donde encuentra la misma histeria y desconsuelo. “De repente una señora dice ‘están listos los porotos con riendas, ¿quién va a comer?’. Nadie levantó la mano, y nosotros dos comimos”. Así, no puede defender al gobierno. En los próximos días será conectado por su amigo y compañero Silvio Espinoza (Elías), para trabajar en las estructuras clandestinas del Partido Socialista.

Magdalena Falcón, estudiante de Periodismo y militante de la Juventud Socialista, duerme en la casa de sus padres en la Villa Santa Elena de Ñuñoa (hoy Macul). Su padre es auditor y ha integrado la Fuerza Aérea igual que otros familiares. Su clan es de derecha, aunque no participa en política. Ella sería la primera. Se vinculó al partido en 1966, con dieciséis años. “Me invitaron a una reunión de la Federación de Estudiantes Secundarios. Ahí se hacía hincapié en la necesidad de formar centros de alumnos. Ese fue mi primer trabajo partidario. Me trajo muchos problemas con la directora de la escuela, me trataron de comunista, yo no tenía idea qué era. Siempre me hacían bromas con la Unión Soviética, pero yo no entendía porque era ignorante”. Recuerda el día de la elección de Allende: “Fue una felicidad increíble, tremenda, porque como joven, como estudiante de Periodismo y como mujer el único proyecto de vida que tenía era el socialismo para Chile. Años más tarde, hablando con mi hermana, le conté que me sentía vacía, y me dice ‘es que no hiciste un proyecto de vida’. Y es verdad, porque el único proyecto que tenía era el partido, nunca pensé en otra cosa porque el partido era mi columna vertebral, era lo más importante, era mi norte. No tenía una vida fuera de él”. Cuando sale de la Villa Santa Elena tiene problemas porque acostumbra a andar con la camisa verde olivo de la Juventud y otros distintivos, y en la población son opositores a Allende.

Se entera del golpe por el llamado de una tía casada con un alto oficial de Carabineros. Se va a Fabrilana, en el cordón Vicuña Mackenna, la fábrica donde trabaja en organización y da clases de educación política a la militancia. “No pudimos entrar porque desde temprano estaba cortado el sector. La gente que entró estaba en el techo esperando armas. Hasta que se murieron esperando porque la izquierda no tenía. Había uno que otro tarro viejo, un juguete, pero no teníamos cómo resistir, ni había una formación militar para eso”. Ella había recibido entrenamiento en artes marciales y armas cortas en Fabrilana, pero piensa que “todo fue un juego de niños respecto a lo que se necesitaba para enfrentarse a un ejército”.

Al otro día una compañera la llamó y la citó para integrarla a uno de los grupos de apoyo de la dirección del partido en la clandestinidad. Al año siguiente será detenida y torturada por la Dina.

Albino Barra Villalobos, de casi setenta años, uno de los fundadores del PS cuarenta años atrás, mueblista, exdiputado, dirigente sindical, sale de su casa para dirigirse a su trabajo como vicepresidente de la Caja de Empleados Particulares y Periodistas, a metros de La Moneda. Allí permanece tres días, acompañado por algunos funcionarios, defendiendo al gobierno depuesto, hasta que Carabineros los obliga a salir.

En su casa de la Villa Olímpica en Ñuñoa, temprano esa mañana del 11, Ramón Montes, estudiante de Historia de la Universidad Técnica del Estado, recibe una llamada y se va a la UTE, donde hay muchos estudiantes en estado de alerta. Pocos portan revólveres o pistolas. Se reúne, entre otros, con Ricardo Núñez, Juan Gutiérrez y Ulises Pérez. Alguien le entrega un número de teléfono para tomar contacto con el partido en la Fundición Libertad. Llama muchas veces, solo le dicen que debe esperar. Más tarde, con un grupo de compañeros deciden evacuar la universidad porque no tiene sentido quedarse ahí. Pese a ello, algunos socialistas se quedan. Con un compañero se van al departamento de una militante que vive al frente, en un tercer piso. Es un lugar privilegiado para ver lo que pasa. Durante la noche oye una balacera desde afuera hacia la universidad; desde adentro solo “fueron como tres tiros”, dice.

En la mañana del miércoles 12 escucha los cañonazos con que los militares atacan la Casa Central de la universidad y la oficina del rector Enrique Kirberg, que encabeza la resistencia. Ve cuando entran los militares y sacan a la gente y la ponen en el piso, la golpean y patean y les pasan por arriba.39 En los días siguientes Ramón (ahora Enrique) comenzará sus actividades en la estructura clandestina del partido, que con el tiempo lo tendrá como uno de sus principales dirigentes.

Enrique Norambuena, reclutado en 1961 por la Juventud Socialista cuando estudiaba en el Instituto Comercial de Talca, trabajador bancario y artista folclórico, se entera del golpe en su casa en San Francisco n° 82 y va al Comité Central de la JS, desde donde saca con un compañero los papeles más comprometedores de la organización en el Fiat celeste de Fernando Gato Arraño. Va a una casa con Ariel Mancilla (Gabriel), quien será uno de los dirigentes más relevantes en la clandestinidad, y consiguen algunas armas cortas. Con ellas se trasladan a la Escuela Nacional de Artes Gráficas en San Miguel (Florencia 1442), donde se debe reunir parte del Comité Central de la Juventud.

El plan de defensa de la Juventud, enmarcado en el del partido, proponía la ocupación de escuelas e industrias donde existieran grandes concentraciones de personas que apoyaran a la Unidad Popular, porque desde allí sería más fácil conducir a las masas en defensa del gobierno. Llegan Carlos Lorca, Jaime López, Francisco Mouat Justiniano, Mario Zamorano, Luis Casado, Camilo Escalona, Luis Lorca, Enrique Norambuena, Ricardo Solari y Alberto Luengo, entre otros, y pronto se dan cuenta de que, aunque tienen teléfono, no disponen de comunicaciones con las orgánicas del partido y el resto de la Juventud. Ignoran que se combate en Indumet, La Legua, El Pinar y San Joaquín. Han quedado aislados. Desde allí ven el bombardeo de lo que suponen es La Moneda. Sienten desazón, no pueden hacer nada. Ven el amanecer desde la casa de una joven militante que vive cerca.

 

Ricardo Solari, estudiante de Economía Política de la Universidad de Chile, joven de la clase media santiaguina, hijo de un muy ilustrado admirador de Trotski, debía volver a clases el lunes 10 después de haber congelado la carrera un semestre. Pero al llegar a la Facultad en el barrio República ve que todo está muy agitado y no hay clases. Sería su último día con cierta normalidad durante años. Temprano el martes sale a la calle junto a su hermano Jaime. Tardan en encontrar una micro que los lleve al centro. Ricardo va al local de la Juventud, en la calle Arturo Prat frente a los juegos Diana. Cerca de las 8:30 ya han arribado varios compañeros. En un tambor queman papeles y luego, junto a Sara Montes, Camilo Escalona y otros, caminan hasta la Escuela Nacional de Artes Gráficas. No sabe por qué, ya que nunca tuvo –ni le correspondía tener– conocimiento sobre la estrategia de resistencia del partido. Allí se encuentra con el diputado Carlos Lorca, secretario general de la JS, a quien ve por primera vez sin su característica barba.

Horas más tarde el grupo se separa. Solari, con Sara Montes y Camilo Escalona, entre otros, pasan por la casa de este último, cuya madre les sugiere que coman algo antes de partir. Luego se trasladan a la vivienda de una familia socialista en una población del sur de San Miguel. Se reúnen allí, en casa de Patricia Valdés, unos veinte militantes que deciden ir a apoyar a la gente que combate en la zona sur, pero pasa por allí el militante Rigoberto Quezada (viejo Rigo), quien porta un AK-47 y ha participado en los combates del aparato militar socialista en la zona sur, y tras un pormenorizado relato les dice que todo ha terminado.

Tienen dinero pero no hay qué comprar, y en los días que permanecen en ese hogar solo consiguen huevos para comer. Después del 18 de septiembre, sin posibilidades de articular una resistencia importante, el grupo se disuelve. Con la chapa de Javier, más tarde Solari será uno de los dirigentes más importantes del PS en la clandestinidad.

Darío Contador, hijo de profesores activistas, había ido al Estadio Chile el domingo 8 y se había salido del acto partidario molesto con el discurso de Altamirano. El lunes lo pasa en muchas reuniones en la Escuela de Economía de la Universidad Técnica del Estado, en la calle Ecuador. Al amanecer del martes sale con una hermana que estudia en el Liceo n°1 Javiera Carrera y llega a su lugar de concentración, la Escuela de Economía de la UTE. Comprende que “el estado de paralización” en el ambiente demostraba que aquello no sería parecido al Tanquetazo del 29 de junio. Se queda un rato y luego se dirige a cumplir las instrucciones que le ha dado el partido a través de Luis Lorca, del que dependía en caso de situación grave, y de Ariel Mancilla, por la logística: tiene que dar apoyo a una casa de seguridad en la calle Sotomayor, en el barrio Yungay, dispuesta para que operase el Comité Central, cuyos dirigentes debían proveer una contraseña aunque fueran conocidos. Está con otros dos compañeros. Pero nadie llega.

Durante el día los tres realizan salidas para contactar con militantes. Advierten que muchos dirigentes no tienen instrucciones para actuar. Contador vuelve a su casa y se dedica a contactar gente por teléfono. El miércoles llega disfrazado a su casa Julio Stuardo, exintendente de Santiago, y permanece allí escondido varios días. Dando refugio a Stuardo, moviéndolo a casa de familiares y vecinos, Darío Contador comienza sus labores en la clandestinidad con la chapa de Ciro.

Jaime Pérez de Arce cursa el cuarto medio en el Liceo Gabriela Mistral del barrio industrial de Independencia, y el martes 11 acude a clases. Junto a sus compañeros se toma el liceo para resistir el golpe de Estado. “Recuerdo que salimos de clases, nos reunimos los dirigentes e hicimos lo mismo que habíamos hecho el 29 de junio durante el Tanquetazo. Además, les pedimos a los democratacristianos que nos apoyaran en la toma, ya que Ricardo Hormazábal, presidente de la JDC, días antes había hecho un discurso en contra del golpe. Pero ellos se fueron y nos dejaron solos. Fue un momento que nunca he podido olvidar”.

Pérez de Arce, los hermanos Rafael y Miguel Garay, Patricia Iturra (que militaban en las Juventudes Comunistas), un compañero socialista que identifica como Samuel, más otros compañeros, entran en la oficina del rector y encuentran a los profesores llorando mientras escuchan las últimas palabras de Allende. Piden a sus alumnos que se vayan a sus casas, pero ellos, junto a miembros del Frente de Estudiantes Revolucionarios del MIR, mantienen la ocupación del recinto. Pasa por el liceo un amigo del barrio que estudia en otro liceo y viene del centro. Les dice que se vayan porque van a llegar los militares a dispararles. Los socialistas de la toma abandonan el recinto y se van a la sede del PS en la calle Gamero.

“Cuando llegamos a la sede del partido ya estaba la embarrada. Los viejos compañeros estaban quemando carnés y otras cosas. Nos preparamos para salir por los muros de atrás y los costados, por si llegaban militares a allanar. También establecimos un contacto para reunirnos después. La idea no era resistir, porque no teníamos cómo hacerlo, era más bien limpiar antecedentes de personas, quemar carnés y establecer algún tipo de conexión, porque ya no íbamos a poder ir a la sede. Quedamos de juntarnos una vez a la semana en una plaza que había por el barrio. [Poco después] el local fue atacado por Carabineros. Me acuerdo de los balazos porque estaba en el patio. Creo que todos teníamos en el imaginario que los policías iban a llegar, golpear y decir ‘abran la puerta en el nombre de la ley’. Pero no fue así, porque de repente pegan balas en una palmera del patio. Salimos por la otra cuadra y nos pusimos a mirar cómo los pacos baleaban el local”.

Pérez de Arce vuelve a su casa con su compañero de partido y de barrio. Quema en un tambor las cosas más comprometedoras. Va a la plaza donde toma contacto con los dirigentes, pero le dicen que no hay noticias y debe esperar. Así pasan unos cinco meses, luego deja de ir. En 1974 ingresará a la Escuela de Economía de la Universidad de Chile y desde esa institución se convertirá en uno de los principales dirigentes socialistas en la clandestinidad.

Lautaro Labbé, el escultor y académico que, como muchos, creía que el golpe sería una asonada y luego habría elecciones, había crecido en Providencia, entre Manuel Montt y Antonio Varas, y nunca le interesó la educación formal. Solo quería ser artista. El lunes 10 le habían dicho: “Cada uno de ustedes tiene una misión: a la seccional La Reina le corresponde bajar a la población Puerto Montt cuando se produzca el golpe. Ustedes se las arreglan, consíganse un arma, porque las armas no han llegado, y bajen a la población Puerto Montt porque ese es su lugar de lucha. Estén atentos a Radio Corporación, porque van a tocar unas canciones que son alerta uno, alerta dos y alerta tres”. Pero ¿qué iban a hacer? “¿Atacamos?, ¿nos defendemos? No había nada claro, lo único que tenía en defensa armada eran dos clases de linchaco, eso fue lo que dio el Comité Central, una semana, dos semanas antes”.

El 11 limpia su casa de papeles comprometedores y sale a cumplir el compromiso militante en la población Puerto Montt de La Reina. Escucha los festejos en la calle Álvaro Casanova. Gente en auto con banderas chilenas que hacen sonar bocinas y gritan “¡cayó el tirano, cayó el marxista de mierda!”. En la casa de un compañero este le pasa un revólver pequeño con su sobaquera y seis balas, pero no se ofrece a acompañarlo. En su desplazamiento sortea con éxito un control policial y, entonces, lo inesperado: en un todoterreno de la Fuerza Aérea conducido por un amigo de la familia vienen su mujer y sus dos hijos. Ella le presenta un ultimátum: es ella y los niños o la defensa del gobierno. Labbé retorna a su casa.

La familia se detiene en una elevación donde se congrega gente. “Todo el mundo salió a la loma con un radio a pilas; nos sentamos en el pasto para ver el espectáculo. De repente se sienten unos aviones, vienen de El Bosque, pasan detrás del cerro Calán y en segundos sentimos el impacto: se habían equivocado, le mandaron dos guaracazos al Hospital de la Fuerza Aérea”. A continuación, ve el bombardeo de La Moneda. “Después siguen los comunicados radiales: se están tomando La Moneda con tanques, fue asaltada La Moneda, se rindió La Moneda, se derramó sangre, se metió fuego para adentro y empiezan a sacar a los prisioneros. Todo esto era transmitido por la radio. Llorábamos a moco tendido, de impotencia, de rabia, de dolor, de frustración de un proceso que nos tenía tan llenos de mística, y en el cual creímos y luchamos tanto”. Esa noche, en la terraza de su casa en La Reina, Lautaro se promete no descansar en la lucha por retornar a la democracia y construir el socialismo en Chile. Semanas después será contactado por miembros del partido para comenzar sus labores en la clandestinidad.

Fidelia Herrera, miembro del Comité Central, socialista desde los años treinta, cuando se enfrentaban en la calle las milicias socialistas con los nacionalsocialistas criollos, es de Valparaíso, pero vive en Diagonal Paraguay, en Santiago. Su marido ha sido cónsul en La Habana y ella es una de las dirigentas más importantes del Partido Socialista. Su hija, bibliotecaria en el Congreso Nacional, ha sido alertada por un uniformado de que hay golpe y le pide que salga de Santiago, pero Herrera se niega. Pocos días después sale de compras y se encuentra con Marta Melo, una de las militantes clandestinas más importantes de los primeros meses, quien la contacta con las estructuras del partido. Comienza para ella la resistencia.

El 11 del abogado, diputado y miembro de la Comisión Política Alejandro Jiliberto comienza con esa llamada que tantos socialistas reciben. Se comunica con su compañero y amigo el senador Erich Schnake y deciden bajar juntos a la Radio Corporación. Schnake se queda en la radio y Jiliberto se va a la sede del partido en San Martín, donde recaba información y, con la ayuda de un par de compañeros que trabajan con él, saca importante documentación. Para salir y pasar los probables cordones, dejan las pistolas. Salen en dos autos por Santo Domingo hacia el poniente y llegan a una fábrica en la que dejan resguardados los papeles. Luego le avisan que debe trasladarse a Fensa-Mademsa. Allí se encuentra con Gustavo Ruz, un grupo de obreros y algunos militantes que esperan armas. Oyen por la radio del partido en frecuencia modulada a Erich Schnake, que desmiente la muerte de Allende atribuyéndola a una maniobra de los militares para desmoralizar al pueblo. En la noche, sin capacidad para resistir, debe preparar la retirada. De inmediato comienza para él una ardua y breve labor en la dirección clandestina.

El integrante de la Juventud Socialista de Antofagasta Eduardo Negro Reyes viaja a Santiago para postergar su servicio militar y para intervenir en un pleno de la Juventud. Había empezado muy joven a militar –dice haber sido allendista incluso antes que socialista– y trabajaba en dos líneas: en la Brigada Secundaria con Juan Carvajal, Jaime Lorca, Jaime López, Ricardo Solari, Rigoberto Quezada hijo y Camilo Escalona, y en Recoleta, Santiago: “Llenábamos salas de cabros en reuniones, eran grupos grandes”. En 1972 se va con Juan Carvajal a Antofagasta para apoyar a la Juventud, ya que muchos jóvenes socialistas se estaban yendo al MIR. Además, estudia Sociología en la Universidad del Norte.

El día del golpe caminó mucho pero no pudo pasar hacia la sede del Comité Central de la JS en Arturo Prat. “Me pararon los carabineros. Andaba con el carné del Partido Socialista, entendí que no servía de mucho, así que lo tiré a una alcantarilla y seguí caminando hacia el sur. Me encontré con unos amigos en el Paradero 6 de Gran Avenida y los primeros días estuvimos en una casa, hasta que anunciaron que iban a allanar. En esa vivienda había de todo: socialistas, miristas, otros que no eran de ninguna organización”. De esos momentos rescata la disposición de aquellos jóvenes para defender al gobierno, pero reconoce que su aporte fue escaso. “Teníamos una pistola del 22 y una bolsita plástica con balas”. Sin armas, sin conocer de otras resistencias, el grupo se disuelve. Poco después se reconecta con Juan Carvajal para trabajar en la clandestinidad y llega a ser uno de los principales dirigentes de la organización.

El 11 de septiembre, Juan Carvajal es dirigente universitario y dirigente regional de la Juventud Socialista en Antofagasta. Debe pasar inmediatamente a la clandestinidad porque tiene un proceso pendiente en la justicia. Pasa a ser una de las cincuenta personas más buscadas de la ciudad por los militares. No tiene más opción que trasladarse a Santiago, donde comienza a trabajar en los equipos de apoyo a Carlos Lorca, específicamente en el departamento ideológico de la dirección clandestina, con la chapa Manuel Hernández Rojas o simplemente Manuel. Con el paso de los meses se convertirá en uno de los dirigentes más importantes.

 

A Raúl Díaz, estudiante de Ciencias Políticas de la Universidad de Chile, nieto de uno de los fundadores del partido en Puente Alto y militante desde que estaba en el Liceo Barros Borgoño, lo despierta su padre avisándole que hay movimientos militares. Por teléfono alerta a otros militantes y, junto a su amigo y vecino de barrio Gregorio Navarrete, vicepresidente de la Fech, van en citroneta al Instituto Pedagógico, en Macul con Grecia, luego intentan llegar a La Moneda pero no pueden y regresan. En el Pedagógico hay unas doscientas personas, entre ellas Julio Jung, María Elena Duvauchelle, Patricio Hales y Alejandro Rojas. Entre todos tienen dos pistolas y un rifle. Como a las once de la mañana llegan unos veinte soldados.

Los jóvenes socialistas buscan refugio en Peñalolén, en un departamento que ha recomendado Fernando Gato Arraño, quien lo usa de casa de seguridad. Entre otros, están Gregorio Navarrete, Iván Párvex y Raúl Díaz. En la noche del martes, una vecina se acerca para decirles que huyan porque hay allanamientos y que muy cerca vive otro compañero que los puede recibir. Por calles silenciosas y oscuras el grupo logra llegar al nuevo refugio. Tres años después, Raúl Díaz se convertirá en uno de los principales dirigentes del partido en la clandestinidad.

Gladys Cuevas, magallánica, estudiante de Medicina en la Universidad de Chile, miembro de la Brigada Elmo Catalán de propaganda, admiraba a Carlos Lorca. “Era un sabio. Él era para adentro, no era un gran orador, era de grandes análisis, por momentos pensativo; en el fondo, distinto a todos los demás”. Oyó los helicópteros en su casa de la calle Manuel Montt, en Providencia. “Me fui rápidamente a la Facultad de Medicina, donde nos juntamos como doscientas personas”. Se trataba de “defendernos hasta las últimas consecuencias. Para eso teníamos una pistola que no sé de quién era y como tres bombas mólotov que hicieron con una bencina que encontraron. Pensábamos que iban a ir los militares leales, que llevarían armas y rápidamente nos enseñarían a usarlas. Vimos el bombardeo de La Moneda desde el Hospital José Joaquín Aguirre, estuvimos ahí tres días enteros. Salimos cuando se levantó el toque de queda y nos dimos cuenta de que no podíamos hacer nada más. Alcanzamos a estar unos días en la casa de Pablo González, que quedaba cerca de la Escuela de Medicina; de ahí estuvimos como una semana en un departamento en la calle Portugal y de ahí calabaza, calabaza, todos para sus casas”.

En cosa de días Gladys Cuevas estará integrada junto a dos de sus compañeras y amigas –Michelle Bachelet era una de ellas– en las estructuras de apoyo a la dirección clandestina.

Su pareja de entonces, Carlos González Anjarí, estudiante de Historia en el Pedagógico y parte del Comité Central de la Juventud Socialista –y más adelante uno de los dirigentes clandestinos más importantes–, dice que ya en agosto de 1973 el círculo dirigente de la JS tenía clara conciencia de la magnitud del levantamiento militar que se aproximaba. “En las reuniones que tuvimos con Carlos y Luis Lorca nos informaron de la magnitud del golpe, ellos tenían bastante claro lo que se nos venía encima. Decían que era un golpe institucional del conjunto de las Fuerzas Armadas, que era para quedarse y que iba a ser extremadamente duro y cruel”. El 11 se va al Pedagógico para cumplir las tareas encomendadas a la Brigada Universitaria Socialista en caso de golpe de Estado. Para resistir, “la idea fundamental es tratar de mantener una presencia activa con estudiantes en todo ese sector de Macul; había un par de cordones industriales ahí. Teníamos que tratar de que la mayoría de los estudiantes se pudieran mantener dentro de los establecimientos”.

Desde el Pedagógico la Juventud Socialista coordina la zona oriente. El grupo no tiene realmente expectativas de que le lleguen armas. “Teníamos una secreta esperanza, yo creo que un poco ilusoria, de que algún sector de las Fuerzas Armadas no se plegara al golpe y, si había una cierta oposición activa de masas, los golpistas tuvieran que dar marcha atrás”. Como a las once de la mañana el MIR le avisó a Carlos que se retiraban a combatir a las poblaciones; más tarde los comunistas le avisaron que se iban porque tenían orden del partido de pasar a la clandestinidad; así los socialistas se quedaron solos en el Pedagógico. “Ordené la evacuación como a la una de la tarde, dos de la tarde, cuando nos rodearon. Después fui a la Escuela de Ciencias donde estaban los compañeros con la escuela tomada. Luego estuve varios días dando vueltas, hasta el 18 de septiembre que volví a la casa”.

Edith Pavez, empleada, se encuentra en una escuela de cuadros de la JS en Santiago. Como vislumbraban el golpe, los militantes de la primera comuna debían acudir al Hospital José Joaquín Aguirre. “A las siete de la mañana estábamos haciendo ejercicios y alguien bromeó con el golpe. Manuel, que era el instructor, dice ‘deja, que la cosa es seria, hay barcos en Valparaíso, algo está pasando’. Quedamos helados. Una hora después nos dicen que tenemos que evacuar”. Se fue a la sede de la primera comuna y vio que lo único que quedaba era el timbre. Había un par de chicos de unos quince años, uno portaba un “matagatos”, una pistola de pequeño calibre. Edith, como jefa, exige que se lo entregue. Van a buscar algo de ropa, cruzan un puente vigilado por Carabineros y llegan al José Joaquín Aguirre. “Ahí vimos gente que conocíamos, nos quedamos hasta el jueves. Y ahí vimos cuando pasaron los aviones a bombardear La Moneda”. Ellos pensaban que “íbamos a cortar el Mapocho e iba a ser un territorio liberado. Empezaron las reuniones para ver cómo tomarse el Regimiento Buin y me opuse a hacerlo. Dije ‘no tenemos armas’ y mi grupo me echó”.

El jueves 13 se va a una casa de seguridad cerca de Quinta Normal y en los días siguientes la contactarán para trabajar en las estructuras clandestinas del partido; después, desde su destierro en Nueva York, apoyará las acciones de la resistencia en el interior.

Eduardo Gutiérrez, Andrés en la clandestinidad, hijo de un corrector de pruebas de La Nación y de El Mercurio, integrante de un núcleo de la Juventud Socialista en el que estaban Michelle Bachelet, Ennio Vivaldi y otros del área de la salud, amigo de Ricardo Lagos Salinas, sabe que el golpe es cuestión de tiempo y ha sido encargado de la concentración de socialistas en el Hospital José Joaquín Aguirre para cuando se produzca. Despierta con el ruido de un avión en vuelo rasante. “Con mi mujer nos levantamos, saqué unas armas que tenía en el entretecho, cerramos la casa con llave y nos fuimos”. Caminaron unas treinta cuadras hasta el hospital, donde “estaba el 90% de la gente que tenía que estar”, estudiantes, médicos, enfermeras y otros trabajadores de la salud. “En el hospital hay disposición para defender al gobierno. Hay gente joven que dice hagamos tal cosa, yo puedo conseguir un arma. Tipo doce, en el mismo anfiteatro de la asamblea, empezamos a hacer bombas mólotov”.