Los años que dejamos atrás

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Los presos políticos se quedaron con una sensación amarga.

Habían combatido a la dictadura –algunos de ellos, literalmente– y no tuvieron un reconocimiento de la democracia, ni fueron recibidos como héroes, salvo por algunos de sus más cercanos. Como el fin de la dictadura se produjo sin romper la institucionalidad que esta generó, quienes lucharon con las armas quedaron olvidados. Pasaría más de una década antes que hubiese reparación del Estado para quienes, como ellos, habían sido torturados y encarcelados, y más tiempo todavía para que algunos, una minoría, lograran cierta justicia. Quienes habían realizado acciones armadas estuvieron entre los últimos en recuperar la libertad.

Fue uno de los tantos peajes que pagó la transición chilena a la democracia.

–En los países latinoamericanos –plantea Krauss–, las dictaduras terminan o con una asonada, en que hay derramamiento de sangre, desaparece el dictador, lo cuelgan en la plaza pública o logra arrancar. Aquí lo hicimos al revés. Hicimos una operación que muy pocos países han podido hacer y nos han tratado de imitar... En una transición con quiebre no importa nada. Se tiene al dictador preso y se hace justicia. En una como la nuestra hay que medir las fuerzas. Fuimos capaces de reconocer la realidad.

Aylwin reaccionó en forma pragmática.

En una entrevista al diario español El País reconoció que la fuga de los presos políticos “nos va a aliviar cierta parte de la carga... gracias a Dios se produjo antes”. Si la evasión hubiese ocurrido durante su gobierno, los partidarios de Pinochet los habrían acusado de que era un “signo de complicidad”.

Diferenció entre los presos políticos y los encarcelados por hechos de sangre contra la dictadura. Era una separación que no hacían quienes estaban en las prisiones por haber resistido. Ante la pregunta de si matar a un carabinero en dictadura lo consideraba un asesinato, Aylwin respondió al matutino español:

–Para mí, matar a un hombre es matar a un hombre. Las razones políticas, como las pasionales, pueden ser atenuantes de un crimen, pero matar a un hombre es un crimen35.

Las reuniones de las autoridades salientes y entrantes tuvieron algo de surrealistas. Ambas partes desconfiaban de la otra y de sus intenciones. Todos temían trampas y engaños del adversario. A pesar de esto, en la mayoría de esos encuentros primó cierta cordialidad y formalismo. Pero hubo excepciones.

Una de las reuniones tensas fue la que tuvieron en La Moneda el ministro portavoz del nuevo gobierno, Enrique Correa, y el titular saliente, el coronel Cristián Labbé, que participó en la DINA y casi 30 años después fue condenado por torturas en primera instancia36.

–Él me recibió con particular hostilidad, aunque no peleamos –cuenta Correa–, Labbé me dijo las cosas que iban a hacer de todos modos, sin importar la opinión de nosotros. Que iban a privatizar radio Nacional. Y me hizo una serie de consideraciones que en ese momento me resultaron muy desagradables, pero que francamente olvidé en qué consistían. Debieron ser tonteras, no en el sentido de tonto, sino de maltrato.

Al terminar la reunión, molesto, Correa cruzó dentro de La Moneda hacia la oficina del general Ballerino. “Me recibió y le reclamé por el maltrato del ministro”. Después lo llamó el subsecretario de Labbé, Jaime García Covarrubias –como Cristián Labbé, también perteneció a la DINA, de la que fue jefe de contrainteligencia, y acusado años después por la justicia en casos de atropellos a los derechos humanos37– y le informó bien qué era el ministerio: cómo funcionaba y su estructura. Correa cree hoy que García lo llamó por petición de Ballerino.

Lagos interrumpió sus vacaciones en Tongoy para acudir a mediados de febrero a la reunión que tuvo en Palacio con su antecesor en Educación, en la que estuvieron presentes Ballerino y Cáceres. Le impresionó lo cambiada que estaba La Moneda, a la que no entraba desde el gobierno de Allende. En la cita no le informaron que en pocos días más promulgarían la Ley Orgánica Constitucional de Educación (LOCE).

Las futuras autoridades de gobierno tenían instrucciones precisas de Edgardo Boeninger de no firmar ningún papel que les entregaran los mandos salientes. En todas las reuniones estaba presente el ministro Carlos Cáceres.

Para muchos de los concertacionistas, sobre todo los más jóvenes, llegar al gobierno era entonces algo completamente nuevo. Nunca habían estado en oficinas de ministerios.

El nombrado por Aylwin subsecretario de Desarrollo Regional, Gonzalo Daniel Martner, recuerda que lo recibió el subsecretario en ejercicio, general Luis Patricio Serre. Lo describe como un militar alto, autoritario, rodeado por sus “acólitos”, y cuenta que en la reunión se esforzó por ser cordial y diplomático.

“Mi general Pinochet está muy contento con todo el proceso”, recuerda Martner que le dijo el general Serre, “y nosotros estamos seguros de que ustedes quieren mantener la continuidad de las buenas políticas que se llevaron a cabo, porque hemos sacado el país del caos”.

Martner relata que permaneció en silencio hasta esta última frase. Ahí no pudo soportar más. “Mire señor, nosotros hemos sido elegidos por el pueblo, y de aquí en adelante es el pueblo el que va a determinar la orientación de la política. Nadie más”, replicó. “Ya”, le dijo Serre, “entonces firmemos los papeles”.

Dúplica de Martner: “Mire, tengo instrucciones del presidente de la República, electo por todos los chilenos. Yo soy un mero servidor de él, y él me ha dado la instrucción de no firmar nada”.

El ambiente se puso tenso, describe Martner. Pero el general Serre no insistió. “Ah, ya, muy bien”, le contestó.

El primer funcionario de la democracia que entró a La Moneda para asumir un cargo fue el democratacristiano Belisario Velasco. Llegó en un taxi destartalado el jueves 8 de marzo de 1990, mientras a Pinochet le quedaban horas para terminar su gobierno el domingo 11. Lo acompañaban su jefe de gabinete, Héctor Muñoz, y la periodista Ximena Gattas, que iba a ser su encargada de prensa.

Debió insistir en la puerta porque la guardia de Palacio no quería dejarlo entrar. “A contar de mañana seré el subsecretario del Interior”, les dijo. No se impacientó. Esperó un cuarto de hora hasta que pudo ingresar. Tenía instrucciones detalladas y precisas de Aylwin y Krauss, de comportarse como un “demócrata, con la serenidad, el respeto y la firmeza que la situación requería”, cuenta.

Velasco estaba nombrado por Aylwin y Krauss como coordinador del traspaso de mando, una especie de avanzada del nuevo gobierno y de “los sueños, anhelos y desvelos de millones de chilenos. Era el inicio de un momento cumbre que se producía gracias a la voluntad y el arrojo de miles de compatriotas, muchos muertos, torturados, desaparecidos, presos aún, exiliados, relegados, ofendidos en su dignidad y destrozadas sus familias. Eran ellos los que ingresaban a La Moneda”, relata Velasco en sus memorias38.

Cáceres y el subsecretario del Interior, Gonzalo García, fueron amables con Velasco. Pinochet lo recibió vestido de uniforme con chaqueta blanca, y le recordó que lo conocía desde antes y que su hija Lucía le había hablado bien de él. Ella fue secretaria ejecutiva de Velasco cuando este era gerente de operaciones en la Empresa de Comercio Agrícola (ECA), durante el gobierno de Frei Montalva. Velasco le replicó que siempre había tenido buenas relaciones con su hija.

Pinochet le contestó con un dejo irónico:

–Por eso sería que tuve que mandarlo un par de veces de vacaciones al norte–. Se refería a la relegación en Putre que Velasco sufrió en dictadura cuando dirigía radio Balmaceda, de la DC, opositora a la dictadura, y a otra en Parinacota, después de ser detenido en una reunión con camaradas suyos.

El dictador le informó que había firmado el decreto para que ejerciera como subsecretario a partir del día siguiente, el 9 de marzo. Un día antes de la transmisión del mando Velasco fue a observar cómo estaba el Congreso para las ceremonias de transmisión del mando del 11 de marzo39.

Capítulo II LOS PRIMEROS DÍAS DE LA NUEVA ERA

Cerrado desde el golpe de Estado y clausurado el viernes 14 de septiembre por el Bando N° 29 de la Junta Militar40, el Congreso Nacional reabrió sus puertas para sesiones de ambas cámaras el 11 de marzo de 1990.

Ahora estaba emplazado en Valparaíso, en el edificio que la dictadura ordenó construir en las esquinas de las avenidas Pedro Montt y Argentina, y no a una cuadra de la plaza de Armas de Santiago, en pleno corazón de la capital, y a 400 metros de La Moneda.

El Poder Legislativo quedó instalado lejos del Ejecutivo. Los parlamentarios y autoridades no pueden ir caminando desde la sede de un poder del Estado a otro, como ocurre en muchos otros países. Fue una decisión política de la dictadura, justificada con el argumento de la supuesta descentralización41, que perdura hasta el presente y ha implicado un oneroso –también peligroso– traslado permanente por carretera de numerosas autoridades, parlamentarios, sus asesores y funcionarios del Congreso. Esto ha contribuido a debilitar y desprestigiar al segundo poder del Estado.

Con una arquitectura en las antípodas de la elegancia clásica del edificio del Congreso Nacional en Santiago, y que pretende una modernidad funcional, todavía resonaban los últimos martillos en la sede de ambas cámaras en Valparaíso cuando llegaron los parlamentarios. Los senadores carecían de sala de sesiones y los instalaron provisoriamente, no funcionaban todos los teléfonos y en las oficinas no estaban listas las terminaciones.

 

Reinaba la precariedad. No parecía un Parlamento al que se le hubiese asignado un papel relevante en la democracia, al menos por el edificio.

–El Congreso no era nada –recuerda el entonces diputado UDI Juan Antonio Coloma, hoy senador–, funcionaba el plenario de la Cámara de Diputados y el plenario del Congreso. El Senado no estaba. Había tres oficinas en el Congreso: del presidente de la cámara, el vicepresidente y una del Senado. No había donde estar. Entonces, todo el mundo nuestro se fue a mi oficina. Y ellos [la Concertación] estaban en la oficina de al lado.

Los nervios y emociones estaban latentes.

Coloma recuerda que en la madrugada de ese día, alrededor de las 3:00, atendió dos llamados telefónicos. Eran de los diputados José Antonio Viera-Gallo (PPD) y Jorge Pizarro (DC), ambos atenazados por la incertidumbre de si la UDI iba a respetar el pacto para las testeras de ambas cámaras. “Me preguntaron si íbamos a cumplir o no, porque seguían con la duda”.

Viera-Gallo y Pizarro estaban desvelados. La primera sesión del Senado después de 16 años y medio comenzó a las 10:00 del domingo 11 de marzo de 1990. Se realizó en el subterráneo del edificio, en un salón anexo al comedor de los diputados. El secretario de la Cámara Alta, Rafael Eyzaguirre, leyó los resultados de la elección y los nombres de los senadores designados. Junto a él estaba uno de ellos, por la Corte Suprema, Ricardo Martín –en su condición de exministro de ese tribunal–, que por ser el parlamentario de mayor edad fue el presidente provisional de la Cámara Alta en esa sesión.

Martín convocó a los senadores a elegir la testera.

Sentados frente a escritorios corrientes, cada parlamentario recibió papeletas para que depositaran en la urna el nombre del colega por el que votaban.

El número de votos a favor de Valdés sorprendió. No el resultado por el pacto previo: la Concertación y la UDI respetaron su acuerdo.

Valdés fue electo presidente del Senado con 28 votos, más de los que negoció Zaldívar. El candidato que había levantado RN para oponerse al DC de forma testimonial, sin mayores esperanzas por el acuerdo político Concertación-UDI, el senador por Antofagasta Arturo Alessandri Besa, tuvo 17 votos. Hubo dos sufragios en blanco.

La Concertación y la UDI votaron disciplinadamente por el vicepresidente de la Cámara Alta. El empresario Beltrán Urenda obtuvo 28 votos, igual que Valdés. Pero su contendor, el senador Enrique Larré, que dos días después entró a militar en RN, logró 19 votos. Dos designados que no apoyaron a Alessandri sí lo hicieron con Larré.

Fue un fracaso rotundo de RN.

El senador Guzmán, sentado junto a Urenda, “miraba con una sonrisa nada enigmática” cuando los senadores de la Concertación fueron a saludar entusiastamente al empresario, escribió ese día el periodista Rafael Fuentealba, entonces del diario La Época, presente en esa histórica elección42.

El discurso de Valdés fue conciliador, concebido para restañar y no reabrir heridas:

–Este Senado no abre sus puertas para ahondar los rencores de ayer. No las abre para que intentemos imponer, unos a otros, las cuotas de culpa de los años que se fueron. Nace para el reencuentro, para unir y no para separar. Nace para construir el futuro y para encontrar acuerdos que logren superar nuestros problemas.

“Nos volvemos a encontrar en la fuerza del diálogo fecundo. Se requiere valor y sabiduría para saber transar (...) Este Senado debe contribuir a hacer grande la libertad. Para que terminen pronto los temores y las desconfianzas. Para que todos los chilenos seamos iguales ante la ley. Para que volvamos a ser una sola patria con esas raíces profundas que, desde nuestra independencia, construyeron por igual soldados y poetas, trabajadores e intelectuales, sacerdotes y profesionales, jóvenes, humildes y poderosos”, dijo al asumir el cargo43.

Fue un discurso a la altura de las circunstancias, concebido no solo para ese día. También para la historia.

Al finalizar la sesión del Senado, Valdés comentó sobre el parlamentario de la UDI que quedó como vicepresidente de la Cámara Alta:

–Urenda es un patriota y esta es una tarea de patriotas.

En una sesión que duró 44 minutos, el Senado recuperaba su voz propia, que había perdido al ser clausurado en 1973.

La primera sesión de la Cámara de Diputados después de 16 años y medio también partió a las 10:00, paralelamente a la del Senado, y duró una hora y 20 minutos. Ellos sí pudieron reunirse en el salón plenario, mientras los invitados en las tribunas observaban la sesión, tres por cada uno de los 120 diputados, y los periodistas acreditados.

El secretario de la Cámara Baja, Ricardo Valdés, inició la sesión. A la actriz y diputada María Maluenda, que fue parlamentaria comunista entre 1965 y 1969, pero ahora en 1990 lo era del PPD, le correspondió presidir provisoriamente la ceremonia de tomar juramento o promesa a sus pares.

Tras hacerlo, Maluenda sorprendió con su mensaje fuera del libreto ceremonial:

–Rindo homenaje a aquellas instituciones que han defendido la dignidad de la persona humana, en la persona del cardenal Raúl Silva Henríquez; y a los trabajadores de los derechos humanos, en la persona de mi hijo asesinado, José Manuel Parada.

Maluenda se refería a su hijo, una de las tres personas degolladas por agentes de la Dirección de Comunicaciones de Carabineros (Dicomcar) el 30 de marzo de 1985, un sociólogo que trabajaba en la Vicaría de la Solidaridad44.

Su intervención provocó aplausos entre los parlamentarios concertacionistas y silencio o silbidos entre los de derecha.

La votación posterior fue sin sorpresas y disciplinada por parte de la Concertación y la UDI. Aunque no tenía ninguna posibilidad, RN presentó candidatos propios a cada cargo.

Por la presidencia de la Cámara Baja, Viera-Gallo se impuso a Evelyn Matthei (RN) por 84 a 35 votos; el DC Carlos Dupré por 85-34 sobre el independiente de derecha Antonio Horvath, y Coloma sobre Baldo Prokurica (RN) por 84-34.

Con ese resultado, las dos cámaras del Poder Legislativo quedaron encabezadas por la Concertación. Renovación Nacional sufrió una derrota aplastante el primer día de democracia por el acuerdo entre el ahora oficialismo y la UDI.

Para Viera-Gallo fue difícil hacer ese discurso.

–La noche anterior me desvelé pensando qué tenía que decir. Se me vino a la mente el discurso de Kennedy, que dijo: “¡Qué grande es esta nación y qué grande es su gente!”. Yo dije que era un gran comienzo –cuenta.

Destacó en su alocución que el país dejaba atrás sus tragedias y dolores. “Chile solo es posible con todos los chilenos”, dijo.

Agregó:

–Las interpretaciones de las causas que provocaron el colapso del régimen democrático pueden ser múltiples y diversas, pero todos hemos reflexionado y aprendido de la experiencia vivida. Hoy podemos decir con satisfacción que damos vuelta una página de nuestra historia reciente y comenzamos a escribir una nueva.

Viera-Gallo quería mencionar al presidente Salvador Allende. En el gobierno de la Unidad Popular fue subsecretario de Justicia entre 1970 y 1972. Después del golpe de 1973 debió asilarse en la embajada de Italia y partió al exilio. Sentía que debía hacerlo. Era una deuda con su propia historia y la de todas las víctimas de la represión. Pero no encontraba cómo.

Hasta que se le ocurrió.

Pidió a la sala rendir un homenaje a los tres expresidentes de la República que habían fallecido en el periodo, Jorge Alessandri Rodríguez, Eduardo Frei Montalva y Salvador Allende Gossens, “cuyos nombres viven en la memoria de todos”.

“Y pasó”, dice.

Diputados y senadores partieron a la sesión en el salón de honor para asistir al cambio de mando.

Millones de chilenos siguieron la transmisión por cadena nacional ese domingo 11 de marzo de 1990.

Al acercarse en un Ford descapotable al Congreso en Valparaíso para entregar la presidencia, escoltado por 44 lanceros, mientras pasaba revista en la avenida Pedro Montt a la formación de las escuelas de oficiales, el general Augusto Pinochet debió soportar los gritos atronadores de “¡Asesino, asesino!” y “¡Chao, chao!”. Una pifia enorme que le dedicó la multitud reunida en los alrededores.

Los cánticos y silbidos contra el dictador incluso se escucharon con nitidez en la transmisión oficial.

El helicóptero en que Pinochet se trasladó desde la Escuela Militar, en Santiago, había aterrizado a las 12:07 en la Escuela Naval, en Playa Ancha. A bordo estaban también su esposa, Lucía Hiriart, y el ministro del Interior, Carlos Cáceres.

Después de una escala en la intendencia regional, cambió al auto descapotable en el Parque Italia, desde donde partió hacia el Congreso Nacional.

Vestido con uniforme azul de gala, Pinochet tenía terciada la banda presidencial.

El locutor oficial de la cadena nacional de televisión, Javier Miranda, le pidió al periodista Pablo Honorato describir lo que estaba sucediendo al arribo de Pinochet.

El comunicador no relató las manifestaciones que ocurrían contra el dictador, a pesar de que por primera vez en 17 años los televidentes podían observar en vivo y en directo una escena de este tipo.

Frente a la plaza situada a un costado del Congreso Nacional, al avanzar en dirección hacia la avenida Argentina, Pinochet pasó muy cerca de la multitud que lo increpaba. Era algo casi inédito en sus 74 años de vida. No estaba habituado, porque su equipo de seguridad evitaba exponerlo. El hálito de la multitud que le gritaba “¡Asesino!” a corta distancia, lo había sentido solo en dos oportunidades anteriores: en enero de 1982, en el acceso a la Catedral de Santiago, en la misa por la muerte del expresidente Frei Montalva, y en febrero de 1984, cuando los magallánicos salieron a protestar frente a la Catedral de Punta Arenas por su visita a esa ciudad.

En Valparaíso los manifestantes le arrojaron huevos, tomates y panfletos al dictador. También hubo trozos de madera y hasta un zapato.

No dieron en el blanco, pero sí en el vehículo.

Un escolta protegió al dictador con un paragua negro. Los guardaespaldas apuraron el tranco y formaron dos anillos de seguridad en torno al vehículo presidencial, mientras algunos fotógrafos tomaban imágenes del recorrido.

Los caballos de varios lanceros corcovearon. Uno de los corceles se encabritó, trastabilló y golpeó al Ford presidencial descapotable.

Algunos jinetes avanzaban de lado, perpendiculares al auto presidencial, en actitud protectora y en dirección a la multitud.

De pie en el auto descapotable, con su mano derecha en la visera de su gorra más alta que las de otros generales, Pinochet saludó sin pausas a las formaciones de las escuelas militares, salvo por un instante en que dejó de hacerlo y apuntó con un dedo a los manifestantes.

“Porteños malagradecidos”, dijo Pinochet45.

La banda de guerra del Ejército interpretó el Himno Nacional y apagó en la transmisión oficial los gritos de los manifestantes.

Mientras Pinochet entraba al Congreso Nacional, algunos de sus escoltas se quedaron limpiando el auto de los objetos que le habían arrojado.

Tenían que entregarlo a la seguridad de Aylwin.

Cáceres recuerda hasta hoy ese trayecto como “complejo y difícil, sobre todo casi al llegar al nuevo edificio del Congreso”.

A la izquierda de Pinochet lo acompañaba Cáceres. A su derecha, en el pórtico, se sumó el diputado de la UDI Jaime Orpis46, quien caminó junto al dictador en el pasillo central.

Cuando la banda de guerra del Ejército llegó a la estrofa de “Nuestros nobles, valientes soldados”, incorporada en dictadura a la interpretación oficial del Himno Nacional, nuevamente atronaron las pifias y reaparecieron en la transmisión televisiva.

El periodista Claudio Sánchez, de Canal 13, relató el ingreso de Pinochet al salón de honor, que fue recibido entre aplausos y abucheos de los invitados. Los parlamentarios de derecha se pusieron de pie y aplaudieron. Los de centro e izquierda permanecieron en silencio.

Dos diputados, Jaime Naranjo y María Maluenda, salieron del salón plenario para no compartir en ese lugar democrático con el dictador.

Al entrar, Pinochet saludó fríamente a los recién electos presidentes del Senado, Gabriel Valdés, y de la Cámara de Diputados, José Antonio Viera-Gallo. Con un ademán, el diputado le indicó donde sentarse a Pinochet. El saludo del general no lo sorprendió.

 

Sabía que lo iba a hacer, a pesar de que él era el único en esa testera que había sido autoridad del último gobierno democrático, derrocado por el golpe de 1973.

Poco antes que comenzara la ceremonia de transmisión del mando, Viera-Gallo le pidió al edecán de la Cámara de Diputados Jaime Krauss, recién nombrado por él, que le dijera a los cercanos de Pinochet que si este no lo quería saludar, “no me importaba, no le iba a hacer ningún escándalo”.

Al rato, Krauss volvió con la respuesta.

–No, el general sí lo va a saludar.

“Lo hizo con el guante puesto”, recuerda Viera-Gallo.

El presidente del Senado le pidió al secretario de la Cámara Alta, Rafael Eyzaguirre, leer los resultados del Tribunal Calificador de Elecciones de la elección del 14 de diciembre de 1988 e ir a buscar al presidente electo, Patricio Aylwin.

Vestido con un terno gris oscuro y una corbata a franjas, Aylwin atravesó con largas y decididas zancadas el pasillo central alfombrado del salón de honor del Congreso Nacional. Una lluvia de aplausos seguía sus pasos. A su derecha estaba el secretario del Senado, Rafael Eyzaguirre, y a la izquierda el jefe de protocolo, Carlos Klammer. Detrás de él caminaba Enrique Krauss, el futuro ministro del Interior.

En el trayecto solo se detuvo un instante para saludar de beso a su esposa, Leonor Oyarzún, que había cumplido 71 años el día anterior.

Afuera, una multitud cantaba sin pausas la consigna de ese día:

–¡Y ya cayó, y ya cayó, la dictadura ya cayó!

Al llegar a la testera Aylwin saludó a todos, incluido Pinochet. Cuando el general saludó a Pinochet, este se había despojado del guante en su mano derecha.

Todavía de pie, junto a Pinochet, Aylwin juntó sus manos y agradeció al público. Lo aplaudían, entre otros, el cardenal emérito Raúl Silva Henríquez, los tres presidentes que asistieron, Carlos Menem (Argentina), José Sarney (Brasil) y Luis Alberto Lacalle (Uruguay), el vicepresidente de Estados Unidos, Dan Quayle, y el senador demócrata Edward Kennedy.

Pinochet y Aylwin bromearon sobre los antebrazos de los sillones en que ambos estaban sentados.

Valdés anunció que, según el artículo 27 de la Constitución, le tomaría juramento al presidente electo, y pidió a todos ponerse de pie. Aylwin se acercó hasta Valdés.

Con tono solemne, este último dijo:

–Señor presidente electo. ¿Juráis o prometéis desempeñar fielmente el cargo de Presidente de la República, conservar la independencia de la nación y guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes?

–Sí, juro –contestó.

Mientras caían nuevos aplausos y Aylwin firmaba, Pinochet se sacó la banda presidencial, que se llevó un edecán, y dejó la piocha sobre la mesa.

Valdés le puso la banda presidencial a Aylwin –distinta de la que se llevó Pinochet– y ambos se abrazaron en medio de aplausos. Después, Aylwin y Pinochet se saludaron.

Mientras el dictador se retiraba del salón de honor, los asistentes aplaudían y gritaban: “¡Aylwin, Aylwin!”.

Cuando Pinochet pasó frente a donde estaban los ministros del nuevo gobierno, que iban a asumir minutos después, observó a Ricardo Lagos, situado a un costado suyo.

Nunca se habían visto en persona. “A los actos que él iba, yo no iba”, recuerda Lagos. Él sostuvo la mirada de Pinochet. Y se la devolvió. Era como un duelo silencioso de adversarios, pero sin pistolas. El líder del PPD, que en la víspera había alojado en el Cap Ducal en Viña del Mar, rememora ese instante de la ceremonia.

–La mirada de él decía mucho respecto a mi persona. Yo le mantuve la mirada hasta que pasó frente a mí. Fue muy fuerte. La mirada que ahí hizo fue brutal. Yo creo que también lo miré con el mismo odio. Estábamos empatados. Eso me impresionó, porque era la primera vez que lo veía directamente, nunca lo había visto.

Pinochet partió acompañado por su esposa, Lucía Hiriart, sus edecanes y los ministros que cesaban en sus cargos.

Las rechiflas arreciaron.

Entre los que se desahogaron en la galería contra el dictador había hijos adolescentes de dirigentes opositores.

–El único problema es que en la tribuna hubo gente que le empezó a gritar “¡Asesino!” –cuenta Viera-Gallo–. Resulta que estas personas eran mis tres hijas, Marco Enríquez-Ominami y las niñas Zaldívar. Esas eran las siete personas que gritaban. Mis hijas tenían 16, 17 años, fue algo espontáneo...

La periodista Raquel Correa, de El Mercurio, le dijo después a María Teresa Chadwick, esposa de Viera-Gallo, que lo sucedido era “una falta de respeto”.

“Estábamos muy nerviosos”, confiesa Viera-Gallo.

Un grupo de diputados se colocaron en sus chaquetas fotos de víctimas de la represión. Entre ellos, los DC Andrés Aylwin (hermano del presidente), Claudio Huepe, Juan Carlos Latorre, Guillermo Yunge y Andrés Palma, y los socialistas Juan Pablo Letelier y Camilo Escalona.

En las fotos aparecían, entre otros, Orlando Letelier, asesinado en Washington por la DINA, el general Alberto Bachelet (padre de Michelle Bachelet), muerto en torturas, y el fotógrafo Rodrigo Rojas de Negri, que murió quemado por una patrulla militar.

Cuando Pinochet salió, las puertas del salón de honor se cerraron, con un ruido cuyos ecos llegan hasta el presente.

–Pinochet salió con todo su gabinete –recuerda Enrique Correa–. Las puertas del Congreso se cerraron con un sonido que me quedó para siempre. Ese golpe, el sonido de esas puertas, abrió una época distinta.

“Sigue la cosa”, comentó Aylwin al sentarse.

Con agilidad, Viera-Gallo aprovechó que ya no estaba Pinochet para sentarse junto al presidente, en el sillón que había ocupado el general.

El presidente Aylwin quedó en la testera flanqueado a su derecha por Valdés y a su izquierda por Viera-Gallo, los presidentes de ambas cámaras.

Hubo un instante en que en la testera conversaron sobre qué hacer en ese momento, recuerda Krauss. Los dirigentes opositores “hacía mucho tiempo que no estábamos en una ceremonia de este tipo” y no tenían claridad sobre el uso de los micrófonos en la testera.

“De repente se oyó por los parlantes a Valdés, el presidente del Senado, diciendo ‘ahora le toca al gordo’”, relata Krauss. “Fue como un susurro”.

El gordo era él.

Belisario Velasco, subsecretario del Interior, pidió a los 20 ministros con que debutó la democracia que se acercaran a la testera para su nombramiento. El primero en hacerlo fue Krauss.

No hubo mujeres en el primer gabinete de la democracia que juró en el Congreso Nacional.

Los ministros quedaron de pie frente a la testera, en orden de precedencia.

Mientras los recién nombrados firmaban, Valdés ordenó en voz baja al secretario del Senado que los jefes de las distintas carteras saludaran al presidente antes de ir a sentarse. “Antes esto no se hacía”, intentó objetar Eyzaguirre. Valdés se limitó a reiterar la instrucción. El secretario no discutió.

Los nuevos secretarios de Estado se sentaron en los puestos asignados y que hasta entonces se encontraban desocupados. Estaban al costado derecho del salón, frente a los de los exministros.

El jefe de protocolo, Carlos Klammer, Aylwin y Valdés hablaron entre ellos. Klammer explicaba qué hacer. Después de casi 20 años desde la última transmisión del mando, en 1970, no había práctica del ceremonial de traspaso de mando. “Se levanta”, dijo Klammer en voz baja desde atrás de la testera.

Faltaba un libreto para los protagonistas del momento.

Valdés tocó la campanilla, se puso de pie e improvisó.

–Habiendo terminado esta solemne sesión, se levanta y se da por concluida.

Otro de los que observó la ceremonia en las tribunas fue Andrés Allamand. Casi se quedó sin asistir. Como no era autoridad del gobierno entrante ni del saliente, ni parlamentario, se había quedado sin invitaciones, aunque tenía muchas ganas de ir. Una llamada de Enrique Correa lo salvó de ver el inicio de la democracia por televisión.

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