Los años que dejamos atrás

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De alguna forma, el PPD pagó un tributo para la unificación socialista. La derrota de Lagos los debilitó. Desde el PPD, Lagos sintió este proceso como un error histórico. El sueño de quienes estaban con él era el de una fusión de todo el progresismo situado en la izquierda no comunista.

Ricardo Lagos admite que se deprimió después de su derrota en las urnas del 14 de diciembre. “Fue un mazazo como nunca lo había sentido”, describe en sus memorias”4.

El peculiar sistema electoral chileno implicaba que si un pacto obtenía un 62% y otro un 32%, ambos elegían un parlamentario.

–Yo nunca le eché la culpa al sistema –dice Lagos–. Hay que ser hombrecitos. Esas eran las reglas del juego.

Para eso diseñó estas reglas la dictadura, sostiene: “Para ganar”.

Tras la derrota, Lagos partió a descansar en la casa de un amigo en Pirque, Patricio García.

El 18 de diciembre, cuatro días después de su elección, Aylwin lo invitó a la casa en Lampa donde relajaba las tensiones de la campaña y comenzaban otras actividades, igualmente estresantes: la articulación del primer gabinete ministerial de la democracia, usando sus atribuciones presidenciales, pero con el criterio de evitar que algunos de los socios de la coalición se sintieran menoscabados o en desventaja.

Aylwin le informó a Lagos que ya tenía varias carteras resueltas, en las que no haría modificaciones.

Enumeró. Enrique Krauss, el jefe de la campaña presidencial, sería su ministro del Interior; Alejandro Foxley iba a encabezar el equipo económico desde Hacienda; Enrique Silva Cimma era el próximo canciller.

–Elija usted de lo que queda libre –le planteó Aylwin a Lagos.

–Perdón. Yo soy presidente del PPD y no puedo dedicarme a ser ministro –respondió Lagos.

–Piénselo. El resto está libre…

Lagos recuerda que Aylwin le propuso ser su ministro de Justicia. Cree que lo hizo por su condición de abogado y porque fue profesor en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile.

–Yo creo que a usted no le conviene –refutó Lagos–. Si tengo éxito y hago justicia, capaz que lo echen a usted. Y si no, voy a ser un ministro que sirve para nada…

–Piénselo y seguimos hablando…

Al día siguiente, Lagos se encontró con Enrique Correa. Le contó su conversación con Aylwin y tras escucharlo, Correa le preguntó si quería ser embajador en París, algo que no estaba en la agenda de Lagos, como le respondió. Recuerda que este le preguntó en qué ministerios había pensado.

–Yo pediría para el PPD el de Obras Públicas. Esa es una gran cartera, porque estos brutos han jibarizado todo –contestó Lagos–, pero lo que queda parado más o menos, en lo que hay un sentido de país, es en Obras Públicas. Ahí se pueden hacer cosas...

En su siguiente reunión, dos días después, rememora Lagos, Aylwin le dijo que le parecía razonable su negativa a Justicia y le ofreció Obras Públicas.

Lagos sonrió.

Nuevamente comprobaba que Correa y Aylwin actuaban en estrecha sintonía.

Respondió Lagos:

–Lo agradezco mucho, pero nosotros tenemos un gran candidato a Obras Públicas, Sergio Bitar. Yo no sé nada de Obras Públicas.

Con seriedad, Aylwin le explicó que Bitar estaba para otras cosas, en Codelco, lo que finalmente no se concretó5. Además, que el ofrecimiento de Obras Públicas era para él, no para su partido.

Agregó el presidente electo:

–Le quiero explicar a usted, que cuando anuncie el gabinete voy a tener que decir que usted no está en mi gabinete porque rechazó ser ministro mío…

A Lagos, que todavía no se acostumbraba a decirle presidente a Aylwin , la respuesta lo desacomodó, confiesa. No se la esperaba.

–Patricio, ¿pero cómo se le ocurre decir eso?

–Pero si usted no quiere colaborar conmigo. Hay dos candidatos que fueron derrotados: Juan Hamilton y usted. Yo a los dos los quiero en mi gabinete. ¿Le queda claro? –recalcó Aylwin.

–Sí –le dijo Lagos.

–Si al de Justicia me dice que no, a Obras Públicas, que según me dijeron usted creía que era un buen ministerio, me dice que no… Usted sabe de mis compromisos, elija un cargo ministerial. Diré que le ofrecí todo, menos Interior, Relaciones Exteriores y Hacienda, porque esos ya están con nombre. ¿Supongo que usted no querrá la cartera de Defensa? –replicó Aylwin con ironía.

“Sinceramente, me encontré ahí sin saber mucho qué hacer. Ahí ya me pareció que tenía que decirle presidente”, rememora Lagos.

–Presidente, si lo pone así, si es lo que usted va a decir mientras anuncia el gabinete… yo puedo ser ministro de Educación.

–¿Educación? Le van a hacer una huelga los profesores –contestó Aylwin .

–Pero es que yo fui secretario general en la universidad –dijo Lagos recordando su experiencia como docente y el cargo que tuvo en la Universidad de Chile entre 1969 y 1971.

–Si usted dice Educación, cerrado. Sigamos hablando del gabinete...

Lagos insistió con Obras Públicas para Bitar, recuerda, pero Aylwin volvió a descartar la idea.

Días después los dos líderes tuvieron una nueva reunión.

Lagos ya se estaba preparando para asumir la cartera de Educación. “Nombrar a un ministro es igual que nombrar a un Papa: el Papa sale hablando diez idiomas altiro, y los ministros ya salen hablando con la propiedad de como si hubiesen estado diez años en la cartera”, reflexiona.

Tomaban té en la casa de Aylwin cuando este le preguntó a Lagos:

–Usted, en mi caso, ¿qué sería lo primero que haría?

–¿Sabe lo primero que haría? Le pido la renuncia a Pinochet –respondió Lagos.

–“¡¿Cómo?!” –le dijo, sorprendido.

–Le pido la renuncia a Pinochet.

–¿Por qué? –preguntó Aylwin.

–Porque ese es el momento de mayor poder de usted. Cada día que pasa después es un día menos de gobierno. De entrada, pegue el zarpazo altiro.

–Pero me va a decir que no –replicó Aylwin .

–Bueno, entonces usted pida reforma constitucional altiro.

–Mire –le dijo a Lagos–. Yo voy a comenzar por invitar a La Moneda a tomar té a los dos representantes del Poder Judicial. Me los voy a ir ganando.

Aylwin le explicó a Lagos cómo pensaba hacerlo. “Le retruqué que no”, recuerda Lagos, “y él me insistió en sus puntos de vista”. El futuro ministro advirtió que no valía la pena seguir la discusión.

Lagos le dijo:

–Presidente, dejemos la discusión aquí.

–Pero, ¿cómo? Si está entretenida la discusión…

–Es que usted no ha dado el argumento más importante –respondió Lagos.

–¿Cuál es?

Lagos entonces imitó el tono de Aylwin para responder lo que este le preguntaba:

–Mire Ricardo, yo con mis modos llegué a Presidente de la República, con el suyo, usted a ministro no más.

“Ahí quedó la discusión”, sentencia Lagos.

Uno de los cargos que decidió tempranamente Aylwin, incluso antes de su elección como presidente, fue el de jefe del equipo económico, Alejandro Foxley.

Ocurrió durante una gira por Europa en septiembre de 1989 que encabezó el entonces candidato presidencial de la Concertación por la Democracia, y en la que participaron también Foxley y Carlos Ominami, como organizadores de la parte económica del programa de gobierno.

Era la primera salida de Aylwin a Europa como virtual próximo presidente de Chile. Después del triunfo en el plebiscito sobre el dictador, en el Viejo Continente ningún gobernante dudaba de su triunfo.

Aylwin quería asegurar apoyo, asistencia técnica y cooperación para el gobierno democrático que probablemente presidiría a partir de marzo de 1990.

A pesar de ser uno de los economistas con mejor reputación entre los opositores, Foxley conocía poco a Aylwin . Siendo presidente de la Corporación de Investigaciones Económicas para Latinoamérica (Cieplan) había reunido un equipo de excelencia, en su gran mayoría democratacristianos.

Los “cieplanes”, como los llamaban, eran conocidos por estar entre los economistas más críticos de las transformaciones neoliberales emprendidas por la dictadura. Se basaban en fundamentos técnicos y no solo en la pasión. Creían en el mercado, pero con regulaciones, estaban en desacuerdo con el desmantelamiento del Estado y reprochaban la falta de diálogo social. Dos de ellos, René Cortázar y Jorge Marshall, descubrieron una manipulación o error del Índice de Precios al Consumidor (IPC) del Instituto Nacional de Estadísticas (INE), que subestimó la inflación en los primeros años después del golpe, lo que perjudicaba a los consumidores y trabajadores6.

Foxley era considerado bastante más cercano al principal contendor de Aylwin en las elecciones primarias de la DC, Gabriel Valdés, excanciller del presidente Eduardo Frei Montalva, del llamado sector “chascón”, situado más en la izquierda de este partido.

“Para mi sorpresa, me pidió que lo acompañara”, cuenta Foxley.

Valdés y Foxley tenían un muy buen amigo en común, Edgardo Boeninger, exrector de la Universidad de Chile. “Con él jugábamos de memoria”, rememora Foxley. En temas políticos, Boeninger era el consejero al que más escuchaba Aylwin, y él consideraba esencial que Foxley y Ominami acompañaran al candidato presidencial en la gira.

Foxley aceptó la invitación de Aylwin. Junto con Ominami recorrieron Europa acompañando al candidato. Los recibían los mandatarios y primeros ministros con ceremonias y honores como si ya gobernara la Concertación. En Francia, lo hizo el presidente François Mitterrand, quien en 1970 vibró con el triunfo de Salvador Allende, porque mostraba un camino democrático amplio para la izquierda, incluidos los comunistas, que también lo llevó a él al gobierno de su país entre 1981 y 1995. Siendo secretario general del PS francés, a los 55 años, Mitterrand visitó a Allende en La Moneda en 1971. En una reunión le preguntó a Allende si se podía lograr el socialismo cambiando las estructuras económicas y preservando la democracia7.

 

Mitterrand sabía que Aylwin había sido un tenaz opositor de Allende. Cuando visitó al presidente Mitterrand, Aylwin le explicó gráficamente que quienes en el pasado habían sido adversarios entre sí, socialistas y democratacristianos, eran ahora “una coalición: ganamos el plebiscito, somos una coalición entre centro e izquierda. Aquí está la izquierda”, dijo y mostró a Ominami, “y aquí está la Democracia Cristiana”, e indicó a Foxley y a él mismo.

En cada país, Aylwin explicaba qué quería hacer, y Foxley y Ominami planteaban las cifras de las necesidades económicas y la cooperación que la naciente democracia requeriría.

Ominami y Foxley estaban entre los cuadros técnicos y políticos más conocidos de la Concertación. El primero, socialista renovado, tienda a la que se incorporó en el exilio, al emigrar desde el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), en el que militó siendo adolescente; y el segundo, democratacristiano desde joven, sin experiencia en el gobierno, pero sí con una amplia trayectoria de trabajo académico con la izquierda socialdemócrata.

–Todo fue muy formal –recuerda Foxley– hasta que llegó el momento de partir de regreso desde Madrid. Yo me iba a quedar unos días en España y me iba a juntar con mi señora para descansar un poco y fuimos a dejar a Aylwin al aeropuerto Barajas. Cuando yo me despedí de él, me dijo: “Bueno, hasta luego ministro”.

“Era una forma muy parca, muy aylwinista, de decir las cosas. Esa fue la primera señal. Después las cosas se dieron”, cuenta Foxley.

Ominami recuerda que su designación fue por “la vía de los hechos” en este periodo. Sin que hubiese un nombramiento formal, todos entendían que él iba a ser ministro. Pero “igual Aylwin hizo el rito”, recuerda. Antes de anunciar el gabinete ministerial, el presidente electo lo llamó por teléfono para que se reunieran.

–¿Usted sabe a qué viene? –le preguntó Aylwin.

–Más o menos –respondió Ominami.

“Era obvio, estaba cantado”, agrega.

La gira constituyó también una temprana señal para los empresarios y agentes económicos: las cabezas del equipo económico de la Concertación serían Foxley y Ominami, y las relaciones con Europa mejorarían con el retorno de la democracia.

–Lo esencial de la gira –recuerda Ominami–, era mostrarle a Chile que nosotros éramos capaces de gobernar este país y que el mundo iba a estar con nosotros. Eso se hizo ampliamente. A Aylwin lo recibieron, literalmente, como el futuro presidente de Chile. Fuimos a Alemania, Italia y Francia, y en los tres países fue recibido como Presidente de la República. Eso tuvo mucha repercusión internamente, porque era la democracia: Chile estaba volviendo nuevamente al escenario internacional.

Con una enorme deuda social pendiente, que se expresaba en un índice de pobreza sobre el 40%, una economía sobrecalentada como efecto del aumento del gasto estatal por el plebiscito y la campaña presidencial, y una inflación anual que en 1989 se estiró al 21,4%, muy por sobre el 12,7% de 19888, la preocupación prioritaria de Foxley y Ominami era que la marcha de la economía en democracia fuese funcional al proceso de transición y no lo torpedeara bajo la línea de flotación.

Ambos tenían muy presente el fracaso del gobierno del presidente Raúl Alfonsín, en Argentina, quien llegó a la Casa Rosada en diciembre de 1983, después de siete años de dictaduras militares en el país vecino, precedido de enormes expectativas. Las Fuerzas Armadas debieron devolver el poder a los civiles tras la derrota en la guerra de las Malvinas, enfrascadas en recriminaciones mutuas entre sí y con el baldón de los atropellos a los derechos humanos. El primer gobierno civil en Argentina había enfrentado problemas como los que podía tener la democracia chilena a partir de 1990.

Aunque Alfonsín, un abogado radical, tenía respaldo, no supo lidiar con la economía de su país durante la llamada “década perdida” de los años ochenta, asfixiado por la deuda externa y la deuda social heredadas, y por una rebelde y desbordada inflación.

Tampoco Alfonsín terminó los juicios que inició su gobierno contra los altos mandos de las Fuerzas Armadas por los crímenes cometidos por la represión en dictadura. En medio de los chantajes, amenazas y hasta tres levamientos fallidos de los militares en su contra –conocidos como los carapintadas por la pintura de camuflaje que usaron en sus rostros–, y presiones políticas, dictó a fines de 1986 la Ley de Punto Final, que acotaba los juicios por violaciones a los derechos humanos a los jefes militares y a mediados de 1987 otra de Obediencia Debida, que estableció el perdón para mandos medios y subalternos. Ambas fueron rechazadas por las organizaciones defensoras de los derechos humanos y familiares de las víctimas. El gobierno que sucedió a Alfonsín enfrentó un cuarto alzamiento9.

En medio de la crisis política y económica, Alfonsín puso término anticipado a su mandato de seis años, que iba a culminar en diciembre de 1989. Seis meses antes, en julio, entregó la presidencia al peronista y opositor Carlos Menem, quien se impuso al candidato de la Unión Cívica Radical en mayo.

El fracaso económico y las asonadas de los carapintadas que ocurrían en el país vecino fueron analizados con cuidado por los líderes de la oposición chilena, que estaban en plena campaña presidencial. También las observaban los empresarios y La Moneda.

Las lecciones que dejó el naufragio del gobierno de Alfonsín marcaron a los dirigentes de la Concertación. No querían repetir sus errores. El manejo de la economía debía ser responsable, planteaban, y en materia de derechos humanos, la fórmula iba a ser “aylwinista”, con avances, pero en la medida de lo posible.

En la perspectiva de los concertacionistas, “lo posible” en Chile era todo aquello que no tentara al destino: evitar que los militares salieran de sus cuarteles. Exigía, creían ellos, un equilibrio delicado entre un buen manejo económico y político, y las reivindicaciones legítimas de justicia.

–El fracaso de Alfonsín nos golpeó mucho –recuerda Foxley–. Desde el punto de vista político sentíamos mucha afinidad con lo que estaba intentando hacer Alfonsín. La consolidación de la democracia en Argentina nos parecía un gran ejemplo para América Latina y, por lo tanto, fue extremadamente decepcionante cuando se demostró que los ajustes de la economía no estaban dando resultados y estaban sufriendo en un desajuste muy fuerte.

Los dirigentes concertacionistas entendían que debían generar en democracia un clima que imposibilitara asonadas golpistas y el descrédito económico. Ambos factores, combinados, eran explosivos.

El fantasma de Alfonsín estaba muy presente.

“Alfonsín era bastante parecido a Aylwin ”, plantea Ominami.

Agrega:

– Aylwin no entendía de economía, pero tenía una gracia. Confiaba en nosotros. Nos preguntaba mucho. No podíamos fallar y teníamos que hacer que la economía fuera funcional. Debíamos tener una economía en crecimiento, pagar la deuda social, y todo esto con respeto a los equilibrios macroeconómicos. Si no, nos íbamos a la cresta.

Para quienes como Ominami provenían de la izquierda, existía otro fantasma presente: el de no repetir la crisis económica de la Unidad Popular.

Foxley tenía patente la experiencia de otras transiciones a la democracia, un tema que habían estudiado en Cieplan con cientistas políticos y economistas de países de América Latina, Europa y Estados Unidos. Examinaban gobiernos autoritarios –en los años ochenta hubo muchos– y cómo eran las transiciones a la democracia.

En uno de esos encuentros internacionales correspondió examinar el caso de Chile. Era el país que aparecía con menos probabilidades de transitar a la democracia. Los factores eran varios: el control férreo de Pinochet sobre las Fuerzas Armadas, el extenso periodo de consolidación que tuvo, la fragmentación de los opositores, la represión.

“Salí de ese encuentro medio deprimido”, cuenta Foxley.

El economista Albert Hirschman, nacido en Alemania pero radicado en Estados Unidos después del triunfo de Hitler, uno de los que estudiaba estas transiciones, se refería al “posibilismo” y decía: “Nunca los dados están echados”. Esto significaba que el tránsito del autoritarismo a la democracia dependía “de la capacidad de la gente de transformar sus propias condiciones y las de otros en forma gradual. Así las cosas pueden cambiar”, recuerda Foxley.

Cercano a Aylwin desde que estudió en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, Enrique Krauss, militante democratacristiano, resolvió desde temprano en la campaña vincular su destino político al de “don Patricio”.

Siendo estudiante de Leyes, Krauss eligió cursar con Aylwin la asignatura de Derecho Procesal Administrativo. Esa decisión cambió su vida. Aunque no fue el primero del curso y era 15 años menor que su profesor, se hizo amigo del democratacristiano riguroso, que dictaba por primera vez ese ramo, y lo había preparado en el verano. Quizás los unieron tanto sus diferencias como sus semejanzas.

Krauss, un hombre jovial y con la simpatía a flor de piel, capaz de reírse de sí mismo –y de los demás– sin trepidar, fue cultivando su relación con Aylwin . Se conocieron más en los años sesenta, cuando Krauss fue funcionario de la Cámara de Diputados, mientras paralelamente Aylwin era senador.

Todavía con el impulso de los primeros años de la marea azul de su gobierno, el presidente Eduardo Frei Montalva llamó a Krauss en 1966 para el cargo de subsecretario del Interior. Dos años después lo designó ministro de Economía, hasta que Krauss partió a la secretaría de la campaña presidencial de Radomiro Tomic, quien quería proseguir la “revolución en libertad”, como la llamaban entonces, que había iniciado el mandatario falangista en 1964.

La oratoria portentosa y florida de Tomic, capaz de hablar horas seguidas de una variedad de temas en forma coherente, y de seducir auditorios como pocos en la historia chilena, no fue suficiente en la reñida elección del 4 de septiembre de 1970. Con un programa que tenía parecidos con el de la Unidad Popular, Tomic terminó tercero, detrás de Allende y Alessandri.

Krauss se integró en 1973 a la Cámara Baja como diputado por la provincia de Cautín, en la actual región de la Araucanía. No perdió el vínculo con esa zona del país en la dictadura. Su aspiración en 1989 era ser candidato por Cautín.

Ese año, mientras caminaban por la terraza cercana a la playa Torpederas, en los faldeos del cerro Playa Ancha, en la zona sur de Valparaíso, Aylwin sondeó a Krauss. “¿Qué quieres hacer?”, le preguntó.

La pregunta era de largo aliento y no baladí.

Krauss le contó a Aylwin que mantenía sus contactos en Cautín. Este último reflexionó y le dijo que prefería que siguiera en la campaña con él. Krauss accedió. Sentía que Aylwin era su amigo y camarada de partido.

Fue el jefe inicial de la campaña presidencial cuando Aylwin era el candidato democratacristiano. Al pasar a ser el abanderado de toda la coalición opositora, nombró en reemplazo de Krauss al radical Enrique Silva Cimma.

Pero Krauss era mucho más cercano a Aylwin que Silva Cimma. Aparecía como el poder tras el candidato presidencial. Su papel era articular la relación territorial y con la DC10.

“No fui el generalísimo. Esa palabra no nos gustaba”, recuerda Krauss.

Todavía no terminaba la campaña y la mayoría de las encuestas daba como ganador al candidato de la Concertación en primera vuelta, con mayoría absoluta, cuando Aylwin nuevamente conversó con Krauss.

Otra vez el tema fue el futuro. “¿Qué quieres hacer?”, le preguntó Aylwin.

Krauss recordó el papel destacado de Gabriel Valdés como canciller de Frei Montalva, que era reconocido en toda la oposición. Además, le atraía el trabajo en el exterior. Le respondió que quería ser ministro de Relaciones Exteriores.

Aylwin se sorprendió. “Me puedes pedir todo, menos ese cargo, que ya está reservado. Es el único que no puedes escoger”.

Krauss permaneció en silencio y Aylwin le dijo:

–Quiero que seas mi ministro del Interior.

Krauss no dudó. Es el cargo más importante del Poder Ejecutivo después del presidente. Asume como vicepresidente ante la ausencia del jefe del Estado. La mayor responsabilidad de su vida, en el primer gobierno democrático después de la dictadura.

 

Era quedar en la historia.

Los nominados se sentían imbuidos de la épica envuelta en las tareas que Aylwin les asignaba.

Dos personas fueron clave en las designaciones ministeriales: Edgardo Boeninger y Enrique Correa. De profesiones diferentes, el primero ingeniero y economista, el segundo con estudios en filosofía y antes para ser seminarista, compartían un ávido interés por la política y el análisis. Ante los problemas, estructuraban escenarios y desenlaces posibles, lo que los hacía parecer calculadores. Ambos provenían del tronco común democratacristiano, pero estaban en trincheras distintas.

Boeninger tenía trayectoria académica –fue decano de Economía y después rector de la Universidad de Chile, cargo que ocupó hasta poco después del golpe militar de 1973– y había sido director de Presupuestos del presidente Frei Montalva. Fue un activo opositor a la Unidad Popular.

Correa, en cambio, tras su paso por la Juventud Demócrata Cristiana se había desplazado hacia la izquierda en los años sesenta bajo el influjo de la teología de la liberación y el acercamiento que hubo de sectores cristianos y marxistas. Partió hacia las filas del Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU), que se escindió de la DC, con críticas a las insuficiencias de las transformaciones que encabezaba Frei Montalva, y desde este partido se incorporó a la Unidad Popular. Después del golpe se asiló en la embajada de Perú, de donde partió al exilio, y después reingresó a Chile en varias oportunidades, con identidades falsas e incluso modificando su apariencia física, para trabajar en la clandestinidad contra la dictadura.

El acercamiento de sectores de la izquierda y la DC en los años ochenta, las protestas sociales que comenzaron en 1983, y su cercanía mutua con Aylwin generaron el terreno propicio para que ambos trabajaran en armonía, primero en el plebiscito de 1988 y después en la organización de equipos en la campaña de 1989.

Confiesa Correa que en 1989 aspiraba a ser el “subsecretario de Boeninger”, en el gobierno democrático que partiría en marzo de 1990. No dudaba que Aylwin nombraría a Boeninger en un cargo ministerial en La Moneda. Pero no se esperaba uno para él.

Y menos el que le ofrecieron.

Al día siguiente del triunfo opositor en las elecciones del 14 de diciembre, Correa fue a la casa del presidente electo. Aylwin estaba con Boeninger. Inesperadamente, ambos recibieron una reprimenda cariñosa de Leonor Oyarzún, esposa del presidente electo. Ella venía llegando de compras.

–Ustedes metieron a este señor en este lío.

“Fue inolvidable”, sonríe Correa.

Aylwin les dijo que debía hablar con ellos sobre el gabinete ministerial.

Meses antes, cuando todavía no comenzaba la campaña electoral, Aylwin les había pedido a ambos que prepararan el programa y los equipos de gobierno, porque de ahí saldría el gabinete. “Nos dijo que no quería que estuviésemos en la campaña, sino en esta tarea”, recuerda Correa.

Alquilaron una vivienda en calle Almirante Simpson, muy cerca de Plaza Baquedano, que les facilitó el dueño del Hotel Principado de Asturias. Nadie más quiso arrendarles. La bautizaron como “La Moneda chica”.

–Ahí hicimos el programa –recuerda Correa–, lo que íbamos a hacer en cada ministerio. Creamos los equipos y cada jefe de equipo pensó que iba a ser el ministro. Fue así, con algunas excepciones.

En una celebración por el triunfo electoral a la que asistió todo el equipo, Mariana Aylwin le deslizó una advertencia a Correa sobre su futuro en el siguiente gobierno: “Tus ideas no son las que está pensando el presidente”.

Al día siguiente, Boeninger, Correa y Aylwin se reunieron en el jardín de la casa del presidente electo. Este les preguntó:

–¿Ustedes saben la distinción que hay entre las dos secretarías ministeriales de La Moneda?

“Esto no va bien”, recuerda Correa que pensó.

Contestó él.

Explicó que la Secretaría General de la Presidencia lleva las relaciones con el Congreso y la marcha de las leyes, mientras que la Secretaría General de Gobierno es la vocería del Ejecutivo y se preocupa de las comunicaciones.

Su explicación era correcta. Así es hasta el presente.

–He pensado que tú, Edgardo, seas secretario general de la Presidencia, y usted secretario general de Gobierno –dijo Aylwin.

Correa intentó una réplica:

–Presidente, yo tenía otra idea…

–No, usted va a ser secretario general de Gobierno –insistió Aylwin–. Ahora tienen que proponerme un equipo ministerial. Ustedes están a cargo.

Mientras caminaban con Boeninger hacia la puerta para irse, Correa miró hacia atrás y esbozó un nuevo argumento para cambiar la decisión de Aylwin:

–El secretario general de Gobierno es el vocero, y yo voy a tener muchos problemas para aparecer en la televisión.

–Ya se va a acostumbrar –replicó Aylwin, con el tono de “no ha lugar” de un juez.

Correa se quedó sin posibilidades de apelar.

“Ahí conocí a Aylwin como presidente”, cuenta.

El criterio ordenador que adoptaron Boeninger y Correa fue que todos los partidos del conglomerado tuvieran asiento en el gabinete. La coalición gobernante quería evitar estrenarse con fisuras o polémicas internas. El segundo criterio fue que los cargos recayeran en quienes encabezaron las comisiones programáticas sectoriales de la Concertación.

Así fue en la mayoría de los casos.

Sobre varios puestos no había dudas. Uno era el cargo de ministro del Interior, que iba a ser Krauss, con quien ambos tenían muy buenas relaciones. Tampoco tenían dudas respecto de que Foxley debía ser el titular de Hacienda. Lagos ya estaba resuelto en Educación.

En cuanto a Economía, sí hubo ciertas dudas. Lagos pensaba que también podía ser Sergio Bitar, recuerda Correa. Pero finalmente fue Ominami, que hacía dupla con Foxley, y que también era muy cercano a Lagos.

Defensa era otro cargo estratégico. Esperaban que quien fuera designado tuviera bajo su mando las relaciones con las Fuerzas Armadas y en especial con el dictador, pero ahora como comandante en jefe del Ejército. No era una decisión sencilla: el terreno era con campo minado.

Boeninger y Correa creían que el ingeniero Alberto Etchegaray era una muy buena carta como ministro. Durante la visita del Papa Juan Pablo II, en 1987, había logrado capacidad de interlocución con todos los sectores, desde la Iglesia Católica a los militares, políticos y empresarios. Conseguía consensos, pero también tenía capacidad de decisión. Se había especializado en el tema. Estaba en el grupo civil que había participado en la comisión de Defensa del programa concertacionista. Era independiente y cercano a la DC. Existían múltiples razones para proponerlo.

Pero Aylwin rechazó la propuesta de Boeninger y Correa:

–No, Defensa me la quiero reservar para mí.

Tiempo después les informó que sería el abogado Patricio Rojas. El cargo “perteneció a las designaciones propiamente presidenciales”, afirma Correa.

Aylwin tuvo una duda con la designación del ministro de Justicia. Dudaba si nombrar al académico y DC Francisco Cumplido, o al socialdemócrata Eugenio Velasco. Ambos tenían sólidas credenciales. Finalmente se inclinó por el democratacristiano, que había participado en las reformas a la Constitución de 1980 acordadas con la dictadura.

–Todo el resto del gabinete y de los subsecretarios fueron parte del trabajo de las propuestas nuestras –plantea Correa.

Para Agricultura, pensaron primero en el socialista Jaime Tohá, que presidía la comisión de este tema en la Concertación. Sin embargo, para un sector de la derecha, que apoyó el No y después a la Concertación y a Aylwin –Carlos Hurtado, Germán Riesco, Hernán Errázuriz Talavera, entre otros–, era muy difícil aceptar a un socialista en el ministerio de Agricultura. Jaime Tohá fue el último titular de Agricultura de Allende, y desde su cargo fue trasladado a Isla Dawson donde estuvo prisionero más de un año hasta que en octubre de 1974 fue expulsado del país.