El liceo en tiempos turbulentos

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Bienestar, desarrollo socioemocional y otras habilidades e intereses de los estudiantes

Diversas investigaciones han mostrado que los estudiantes que tienen sentido de pertenencia a su establecimiento educacional y experimentan conexiones positivas y significativas con adultos y compañeros son más persistentes, motivados y comprometidos con su aprendizaje. Cuando docentes y estudiantes se conocen bien, y los docentes se preocupan por el bienestar personal y el éxito educativo de los estudiantes, se crea un clima escolar positivo que mejora la participación de los alumnos (Lee, Bryk & Smith, 1993; Lee & Smith, 1999; Walker y Greene, 2009).

En particular, en los establecimientos secundarios más efectivos, las mayores expectativas y preocupación por las necesidades de los estudiantes se expresan en estrategias concretas, tales como: i) asignar profesores guías o consejeros a los estudiantes durante varios años como una forma de abordar de manera integrada sus problemas académicos y socioemocionales; ii) establecer normas de disciplina exhaustivas, aplicarlas consistentemente y abordar los problemas de conducta de manera rápida; iii) usar datos para monitorear el progreso de los estudiantes y retroalimentarlos en el ámbito académico y social, y iv) generar estrategias para que los estudiantes vayan asumiendo la responsabilidad de su propio aprendizaje y resultados (Rutledge et al., 2015; Rutledge & Cannata, 2016).

Actualmente los jóvenes, particularmente en los sectores más pobres, se enfrentan a un contexto complejo para su desarrollo socioemocional. Factores como la segregación urbana y la marginación social, la precariedad material y familiar, la violencia, el consumo de alcohol y otras drogas, entre muchos otros inciden en su bienestar, desarrollo y posibilidades de responder adecuadamente a las exigencias del liceo. Por mencionar solo un ejemplo, de acuerdo a los equipos directivos, la depresión en jóvenes sería una de las causas de las altas tasas de abandono escolar y deserción en enseñanza media (Espínola, 2011).

Los establecimientos que mejoran han centrado sus preocupaciones en el bienestar socioemocional, la protección de los jóvenes dentro y fuera del espacio escolar, y el trabajo de habilidades no cognitivas. Implementan programas de apoyo socioemocional para mejorar la autoestima, seguridad y bienestar de sus alumnos. Así mismo, asignan asistentes y tutores individuales a los estudiantes con mayores dificultades de manera de atender sus necesidades, y también actuar como enlace entre la escuela y la familia. Adicionalmente, desarrollan alianzas con servicios de atenciones locales, como servicios sociales, consultorios y centros de atención familiar.

La literatura también muestra que como parte del interés por el bienestar y el desarrollo socioemocional de sus estudiantes, los establecimientos de secundaria que mejoran, desarrollan actividades extracurriculares variadas que incluyen cursos de nivelación y reforzamiento para alumnos que tienen mayores necesidades de apoyo académico, a través de una política de puertas abiertas después de la jornada de clases, los sábados y durante vacaciones (Day et al., 2011; Elgueta, 2004; OFSTED, 2009; West, Ainscow, & Stanford, 2005). Las actividades extracurriculares juegan un rol muy importante en el establecimiento de relaciones cercanas para los alumnos; de hecho, existe evidencia que muestra que los alumnos que participan en actividades deportivas y de voluntariado, tienen el doble de probabilidad de graduarse de secundaria y de entrar a la universidad, adquiriendo capital social y desarrollando relaciones de apoyo con otros miembros de la comunidad escolar (Feldman & Matjasko, 2005; Peck, Roeser, Zarrett, & Eccles, 2009). Algunos de los apoyos ofrecidos por los establecimientos a sus alumnos se extienden por fuera de ellos, en alianzas con otras organizaciones en las que la comunidad local se vuelve central.

Uso de datos y mejoramiento

Se ha acumulado cierta evidencia que muestra los beneficios de implementar sistemas de recolección y análisis de datos para la toma de decisiones basadas en información. En algunos establecimientos con procesos de mejoramiento se habría desarrollado una cultura de uso de datos destinada a mejorar las experiencias de aprendizajes de los estudiantes (Preston et al., 2017; Schildkamp, K., & Ehren, 2013; Wilcox y Angelis, 2011). El uso sistemático de la información refuerza el compromiso con las metas de los establecimientos y retroalimenta el trabajo de docentes y alumnos, potenciando los procesos de enseñanza y aprendizaje (Harris, 2001; Harris, Chapman, Muijs, Russ, & Stoll, 2006; Preston et al., 2016). Los datos son utilizados como un insumo para actualizar la oferta curricular del establecimiento, y mejorar la gestión pedagógico-curricular, produciendo diagnósticos sobre los estudiantes y organizando actividades de apoyo según sus distintas trayectorias y características (Harris et al., 2006; OFSTED, 2009; West, Ainscow, & Stanford, 2005). El seguimiento de los estudiantes también es clave en la detección temprana de alumnos con dificultades psicosociales o en riesgo de desertar (Espínola, 2011). Por cierto, para un uso efectivo de datos en los establecimientos, se ha encontrado que los líderes escolares deben facilitar la toma de decisiones basada en evidencia, desarrollando un clima de confianza entre los profesores y ciertas rutinas organizacionales para el uso de la información con que se cuenta (Datnow y Schildkamp, 2017).

El uso de datos permite abordar una de las principales dificultades que enfrentan los establecimientos de enseñanza media en contextos desaventajados: el heterogéneo y bajo nivel de preparación de los estudiantes que ingresan a los primeros cursos (Harris et al., 2003; Balbontín, 2012), lo que vuelve muy importante diagnosticar el nivel de los estudiantes que ingresan a fin de asegurar la continuidad del aprendizaje en los cursos superiores. Por lo general estos diagnósticos son académicos, pero algunos establecimientos también enfatizan en habilidades y necesidades referidas al bienestar social y emocional de los jóvenes (Harris, et al., 2006; Rutledge et al., 2015). A partir de sus resultados se establecen apoyos para nivelar conocimientos o adecuar el currículum a necesidades particulares, lo que incluye clases de nivelación fuera del horario escolar, inclusión de materias de últimos grados de educación básica, creación de grupos de estudiantes según niveles de desempeño y tutorías, entre otras (Balbontín, 2012; Day et al., 2011; Elgueta, 2014; Harris et al., 2006; OFSTED, 2009; Stringfield et al., 2014).

Foco en las trayectorias futuras laborales o académicas

Finalmente, la literatura identifica la importancia de la orientación vocacional que adopta la forma de una conversación permanente entre profesores y estudiantes sobre aspiraciones futuras, continuidad de estudios e inserción laboral (MacBeath et al., 2007; OFSTED, 2009; Day et al., 2011). El foco en la continuidad de estudios superiores en poblaciones desaventajadas es cada vez más relevante, para lo cual los liceos han desarrollado programas propedéuticos en alianza con universidades, apoyo para la continuidad de estudios superiores, y sistemas de ayuda y monitoreo de inserción laboral, todo lo cual aumenta el atractivo de los liceos para familias y estudiantes (Balbontín, 2012).

II. Algunos antecedentes sobre jóvenes y liceos en Chile
Clima y convivencia escolar en los liceos

La investigación en Chile ha observado críticamente la relación entre la cultura juvenil, sus formas de expresión y sociabilidad, y la cultura escolar y sus exigencias, identificando varios aspectos de conflicto y tensión al respecto.

En términos generales, los estudios discrepan acerca de cómo los estudiantes perciben el clima y convivencia en sus liceos. Mientras algunos consideran una convivencia escolar positiva (IDEA, 2005; Murillo y Becerra, 2009), otros dan cuenta de una imagen negativa (Cornejo, 2009; González y Rojas, 2009) o en el mejor de los casos moderada (Guerra et al., 2012). Eso sí, hay relativo consenso en que la percepción suele ser más desfavorable en liceos municipales y que tiende a empeorar entre los estudiantes mayores (IDEA, 2005; Cornejo, 2009, González y Rojas, 2009; Guerra et al. 2012). Particularmente, los aspectos peor evaluados por los estudiantes se vinculan con las relaciones interpersonales entre miembros de distintos estamentos de sus comunidades educativas (Cornejo, 2009; González y Rojas, 2009). Según la perspectiva de los jóvenes, las principales problemáticas serían la falta de espacios para la expresión de prácticas, identidades e intereses juveniles; la falta de cercanía, preocupación y diálogo por parte de los profesores (Cornejo, 2009; González y Rojas, 2009; Guerra et al., 2012); y las prácticas de discriminación y percepción de injusticia en la aplicación de normas y sanciones (Cornejo, 2009; González y Rojas, 2009; Murillo y Becerra, 2009).

Según Cornejo (2009), los problemas de convivencia entre jóvenes y adultos al interior de los liceos serían manifestaciones de tensiones entre la cultura escolar y las culturas juveniles. Desde el punto de vista de los jóvenes, el liceo sería una institución cerrada y lejana, que los obliga a realizar diariamente actividades a las que no les ven sentido y que se alejan de sus formas de ser. Los estudiantes estarían desmotivados respecto a la actividad educativa (Cornejo, 2009; Marambio y Guzmán, 2009), pues, en definitiva, el liceo no lograría incorporar sus vivencias a fin de movilizar sus energías y emociones, e involucrarlos como sujetos activos del aprendizaje (Cornejo, 2009). Adicionalmente, los jóvenes percibirían el liceo como aburrido y rutinario, sin espacios para la recreación o el relajo, pues la Jornada Escolar Completa en sus extensos horarios no contempla tiempo para la realización de actividades fuera de las académicas (Muñoz, 2007; Marambio y Guzmán, Bergerson, 2012).

 

En el extremo, algunos jóvenes representarían el liceo como un espacio carcelario, en el que pasan todo el día encerrados en clases (Muñoz, 2007; Marambio y Guzmán, 2009; Bergerson, 2012; Vargas, 2008) donde son constantemente reprimidos en sus diferentes expresiones identitarias (Bergerson, 2012; Marambio y Guzmán, 2009) y obligados a mantener su cultura al margen de los límites de la institución, pues muchos adultos interpretan sus prácticas juveniles como disruptivas o desviadas (Marambio y Guzmán, 2009). La representación carcelaria del liceo también se vincula con la falta de reglas y protección. Según esta visión, en algunos liceos municipales habría que defenderse y velar por la propia seguridad, pues en ellos se consumiría droga, robaría y ejercería agresiones físicas violentas, mientras los adultos no harían nada o tomarían medidas poco efectivas (Vargas, 2008).

Más específicamente, muchos jóvenes perciben que en el liceo hay carencia de diálogo y comunicación con los profesores, por lo que la relación docentes-estudiantes estaría marcada por la distancia y frialdad (Cornejo, 2009). La mayoría de los estudiantes vería a sus profesores como poco tolerantes y estresados (Muñoz, 2007), y no sentiría confianza para hablarles de sus problemas (Guerra et al., 2012). Al interior del aula, las relaciones estarían condicionadas por una estructura de funcionamiento que prioriza lo regulativo y la obtención de resultados académicos (González y Rojas, 2009). Según los estudiantes, las clases se reducirían a un dictado permanente donde producto de la presión por los resultados no hay espacios de diálogo o de expresión alternativos (Muñoz, 2007). Sin embargo, ellos no quieren sólo clases expositivas del profesor en que la principal actividad sea tomar apuntes (Bergerson, 2012) y demandan clases más participativas, donde los docentes presten atención a sus opiniones y necesidades, y propicien relaciones más afectivas y cercanas (Cornejo, 2009).

En términos más institucionales, los estudiantes en general tendrían una percepción de injusticia en el trato y en la aplicación de normas y sanciones en los liceos, sumado a prácticas discriminatorias (Cornejo, 2009; González y Rojas, 2009). Por ejemplo, en una encuesta nacional sobre convivencia escolar realizada en 2005, se encontró que la mitad de los alumnos de 2° y 3° medio estaban en desacuerdo con que «en mi curso tratan a todos los(as) alumnos(as) por igual y sin favoritismos», mientras un tercio de los alumnos de 3° discrepaban con que «los profesores tienen el mismo criterio cuando aplican las normas del establecimiento»; más aún, sólo la mitad de los alumnos de 7° básico a 3° medio estuvo de acuerdo con que «en el establecimiento se tienen en cuenta las opiniones del alumnado para resolver los problemas que se plantean» (IDEA, 2005). Particularmente los jóvenes de liceos municipales acusan discriminación y estigmatización por parte de sus profesores vinculadas a una visión estereotipada que asocia nivel sociocultural, rendimiento y comportamiento (Muñoz, 2007; González y Rojas, 2009). Así, los jóvenes consideran que no son tratados de forma igualitaria, ya que los docentes tienden a favorecer a los estudiantes de mejor rendimiento, en desmedro de aquellos que han presentado problemas conductuales o académicos (Tijmes, 2012). Adicionalmente, los jóvenes acusan falta de preocupación por las demandas de los estudiantes que han sido tachados de problemáticos (Muñoz, et al., 2014).

En suma, desde la perspectiva de los jóvenes, el espacio escolar estaría marcado por vastos conflictos derivados de la falta de diálogo y entendimiento entre estudiantes y adultos, y la escasa apertura de la institución escolar a las diferentes expresiones juveniles. No obstante, el conflicto dentro de los liceos tendería a ser minimizado o invisibilizado por los adultos, pues, por un lado, los docentes se focalizan en los conflictos entre alumnos y, por otro, es reprimido con restricciones, normativas y disciplina que reflejan indiferencia hacia la postura de los estudiantes. Según Villalta et al. (2007), esto se explica porque los docentes sienten una sobrecarga de tareas. Más aun, en los casos en que el conflicto es asumido, se lo trata sin considerar los problemas de fondo, que tienen relación con las necesidades de los sujetos inmersos en relaciones de poder dentro de un contexto institucional (González y Rojas, 2009).

Finalmente, la evidencia muestra la relevancia de la violencia en los liceos. Según Berger et al. (2011), la violencia escolar es dinámica e involucra a todos los actores del establecimiento; así, los comportamientos agresivos no se circunscriben al grupo juvenil, también se observan entre adultos y estudiantes (Ramos y Redondo, 2004; Tijmes, 2012), aunque ésta es menos común. Entre pares, lo más frecuente es el ataque verbal: burlarse, molestar y hacer bromas (Ramos y Redondo, 2004; Tijmes, 2012; Villalta et al., 2012); en tanto, desde los adultos a los jóvenes las agresiones más comunes serían la imposición de autoridad, gritos y ridiculización (Ramos y Redondo, 2004). En términos de distribución, la violencia sería mayor en los cursos menores (Contador, 2001; García y Madriaza, 2005; Muñoz, 2007; Tijmes, 2012), en los liceos municipales (Guerra et al., 2012; Tijmes, 2012) y entre los hombres (Guerra et al., 2012), aunque entre las mujeres habría mayor violencia verbal, rechazos y amenazas (Berger et al., 2011). Según los jóvenes, los adultos naturalizan la violencia y el uso de medios coercitivos, punitivos y agresivos como manera de disciplinar y poner límites (Muñoz, 2007; Berger et al., 2011), y ante situaciones de agresión entre pares, muestran desinterés, no intervienen o lo hacen de forma pasiva (Villalta et al., 2007; Muñoz et al., 2007).

De acuerdo a esta línea de investigación, las bromas, burlas, hostigamiento y algunas formas de violencia física tienen un fuerte componente simbólico y social entre los jóvenes (Zarzuri y Ganter, 2002), emergiendo como una estrategia de conocimiento, ordenamiento y jerarquización del espacio social, y construcción de identidades (García y Madriaza, 2004; Berger, 2011); en otros casos, los jóvenes interpretan la violencia como forma de catarsis o desahogo frente a problemas personales, reacción a sentirse marginados, rebeldía y desafío hacia los profesores o autoridades; respuesta a la presión que sienten por los estudios; y mecanismo de entretención frente al aburrimiento que producen largas y rutinarias jornadas escolares (García y Madriaza, 2005; Berger, et al., 2011; Muñoz et al., 2007).

Participación estudiantil en el espacio liceano

La participación estudiantil en el contexto escolar se ha comprendido y canalizado fundamentalmente a través de marcos normativos que promueven organizaciones internas y regulan su capacidad de acción e intervención. En este contexto, los centros de alumnos y luego los consejos escolares son hoy en día las dos instancias formales de participación estudiantil que tienen lugar en los establecimientos de educación media.

Los centros de alumnos responden a una lógica de democracia representativa donde la participación es delegada a un cierto número de miembros elegidos. Según algunos autores su definición legal encierra al menos tres elementos críticos para la participación efectiva y autónoma de los estudiantes: 1) la participación del conjunto de estudiantes se reduce al voto para la elección de representantes; 2) el reglamento interno del centro de estudiantes no es aprobado de manera autónoma por el alumnado sino que es resuelto en una comisión donde además participan el director, un profesor designado por el consejo de profesores, el presidente de CCPP y un orientador; 3) el centro de alumnos debe contar con un asesor cuya función es orientar las actividades del centro, que es propuesto por los estudiantes pero elegido finalmente por el director (Pérez, 2007; Inzunza, 2009).

Estudios de fines de la década de los noventa y principios de los dos mil daban cuenta que los estudiantes tenían poco interés en participar de los centros de alumnos, pues los consideraban organizaciones intervenidas por los adultos y con escaso poder de participación efectiva (Edwards et al., 1995; Cerda et al., 2000). Una década después, nuevos estudios reafirman tales hallazgos: los estudiantes no perciben el centro de alumnos como un espacio de representación efectiva o una forma adecuada para la participación (Aparicio, 2013), cuestionan el real alcance de la participación y representatividad, y perciben que aun desde la figura de representante estudiantil, las autoridades no los escuchan, no les brindan espacio para tratar los temas que a ellos les interesa y no los convocan a ser parte de reuniones resolutivas (González y Medina, 2011; Aparicio, 2013). Según Villalobos (2014), en la práctica cotidiana, las instancias participativas y resolutivas para la toma de decisiones en los liceos que involucren estudiantes siguen siendo muy reducidas.

La principal crítica en torno a la participación de los centros de alumnos es que esta se vería reducida a la organización de actividades recreacionales y celebratorias (como el día del alumno o del profesor), a la recolección de fondos para la mejora de las condiciones del establecimiento y, en los mejores casos, a la proposición de talleres para desarrollar en horas de libre disposición o extracurriculares (Cerda et al., 2000; Pérez, 2007; González y Medina, 2011; Aparicio, 2013). En los liceos de sectores populares, la participación de los centros de estudiantes estaría aún más circunscrita a la recaudación de fondos que permitan ayudar a solventar problemas de la misma comunidad, como enfermedades o cesantía de alguno de sus miembros, mientras que en el otro polo, en los liceos emblemáticos la participación se ligaría a un carácter político e ideológico, donde la finalidad es la mejora de las condiciones estudiantiles y una reivindicación social que trasciende el liceo y se enmarca en la demanda del movimiento nacional (González y Medina, 2011).

Por otro lado, los jóvenes dan cuenta de la existencia de severas limitaciones para la participación de los centros de alumnos en el quehacer de los liceos. Entre ellas se cuenta la intervención de profesores asesores y directivos en el diseño y planificación de sus actividades (Aparicio, 2013) y en ciertos casos la intervención de profesores asesores en la toma de decisiones de los estudiantes (Cerda et al., 2001), una actitud de vigilancia y control sobre las actividades que realizan (Cerda et al., 2000; Pérez, 2007; González y Medina, 2011); falta de espacios y tiempos para realizar reuniones del centro o asambleas de todos los cursos (González y Medina, 2011) y restricciones para el uso del liceo en actividades de los jóvenes (Cerda et al., 2001).

Otra limitación de los centros de alumnos tiene relación con la imagen que los adultos tienen de los dirigentes estudiantiles. Estos tienden a ser infantilizados a partir de su condición juvenil, comúnmente asociada a la inmadurez, irresponsabilidad y ausencia de discernimiento (Cerda et al., 2000). De este modo, los adultos consideran que los jóvenes no tienen las capacidades para participar en sus centros (Aparicio, 2013) o bien que tienen una cierta incapacidad para asumir su propia organización, y lograr niveles de participación y gestión óptimos (Inzunza, 2009). En este contexto, algunos directivos y profesores entenderían que el rol de los adultos es señalarles a los estudiantes el camino correcto y mantener un cierto control sobre las organizaciones estudiantiles (Cerda et al., 2001). Además, los liceos parecen esperar dirigentes que respondan a diversos criterios de excelencia académica y personal, es decir buenos alumnos (Cerda et al., 2000; González y Medina, 2011). Sin embargo, la contradicción esencial se revela en la marginación de las expresiones juveniles; la escuela se define como un espacio abierto a la participación de alumnos, no de jóvenes, y promueve la expresión de intereses y necesidades de orden institucional, como los temas académicos o de infraestructura, mas deja fuera de sus márgenes la diversidad de demandas juveniles y ciudadanas (Cerda et al., 2000., Sandoval, 2003).

 

Para algunos autores, las limitaciones de las estructuras de los centros de estudiantes que no logran dar cabida a la expresividad juvenil en toda su diversidad identitaria explican el surgimiento de nuevas formas de organización y participación estudiantil en el movimiento estudiantil de 2006 (Cornejo et al., 2007). En efecto, el movimiento de los pingüinos propuso como formas organizativas colectivos –grupos de estudiantes que comparten una identidad ideológica y se definen en torno a su práctica política de base–, y piños –grupos de jóvenes con vínculos de amistad que comparten una visión de mundo, intereses y una estética en común (gustos musicales, actividades deportivas, etc.), no necesariamente ideológica, sino más bien ligada sus condiciones de vida– que ejercían liderazgo al interior de los liceos, pero que la mayoría de las veces no participaban en la organización formal de estos. De hecho un número importante de voceros del movimiento, en contra de las lógicas de participación representativa, no pertenecía a los centros de alumnos de sus instituciones (González et al., 2008). En segundo término, el movimiento se organizó en torno a la asamblea, instancia de participación abierta y horizontal, donde se discuten y toman decisiones de manera permanente, que no está sujeta a la lógica representativa, sino que propone la figura de vocero como canalizador de la voz del estudiantado (Inzunza, 2009).

Mediante estas lógicas de organización, el movimiento logra aglutinar a jóvenes de origen popular y liceos municipales altamente precarizados, por lo general ausentes de movilizaciones estudiantiles. Asimismo, el movimiento logra la adhesión de grupos de estudiantes que tradicionalmente la escuela ha mantenido fuera de sus márgenes, en términos culturales e identitarios, como los llamados piños o grupos de hip hop, grafitis y otros (González et al., 2008). Inzunza (2009), a partir de estos y otros antecedentes, pone en duda la función de los centros de alumnos al interior de los liceos y plantea la pérdida de sentido y legitimidad de estas organizaciones. Según su posición, el surgimiento de nuevas formas de expresión y participación, que pueden funcionar de modo autónomo a esta entidad y generan mayor adhesión de los secundarios, cuestiona el centro de alumnos como única organización formal reconocida dentro de los liceos.

Aun con todas sus limitaciones, los jóvenes perciben que son los miembros de los centros de alumnos quienes tienen mayor capacidad de incidir y participar en las actividades y decisiones del liceo, pues la participación directa de los estudiantes dentro de sus establecimientos sería aún más limitada que las de sus representantes (González y Medina, 2011; Aparicio, 2013). En general, los estudiantes consideran que sus opiniones y formas de expresión rara vez son consideradas o representadas por profesores y directivos (Aparicio, 2013; Navarrete, 2008) y según dirigentes estudiantiles, los alumnos tienen miedo de poder hablar y expresar su opinión y prefieren quedarse mudos frente a las autoridades para no causar problemas (Cardemil, C., 2013). Así, frente a algún tipo de desacuerdo los jóvenes expresarían su descontento a través de oposición o quejas, pero no directamente como una reivindicación clara de sus demandas (González y Rojas, 2009).

En relación a la definición curricular y organización de la enseñanza, los jóvenes sienten que no tienen incidencia. Los temas propios y de interés de la juventud, como la sexualidad y el género, el medio ambiente o la formación ciudadana, son excluidos de su formación (Cardemil, 2013), mientras la participación dentro del aula se reduciría a la participación en debates y otras iniciativas impulsadas por profesores (Aparicio, 2013), las que en ningún caso sitúan al alumno como protagonista de la clase. En el ámbito extracurricular, se promueve la participación de los jóvenes, pero en actividades que los mismos adultos han definido y que no necesariamente responden a los intereses juveniles. En los mejores casos los estudiantes son consultados por sus preferencias de talleres mediante encuestas; no obstante, las que son consideradas son en general aquellas que mejor se enmarcan dentro de los lineamientos del establecimiento (Aparicio, 2013).

La segunda instancia de participación estudiantil son los consejos escolares. Estos están compuestos por miembros representantes de toda la comunidad educativa; entre ellos, el presidente del centro de alumnos y eventualmente un segundo representante de los estudiantes, dependiendo del tamaño de la institución. A fines del 2005 todos los establecimientos del sector municipal contaban con un consejo escolar constituido (Ortiz, 2006. Citado en Muñoz, 2011). No obstante, en algunos lugares aún se desconoce la figura del consejo (Muñoz, 2011), o bien, la participación formal de los estudiantes es baja (Aparicio, 2013).

Las investigaciones sobre el funcionamiento de los consejos escolares muestran que las principales actividades de los estudiantes en la materia se reducirían a los lineamientos mínimos que entrega la política ministerial: recibir y entregar información institucional, ministerial o sobre las actividades de cada estamento, discutir sobre aspectos relacionados con la convivencia y la disciplina escolar y discutir o proponer nuevos proyectos (Pérez, 2007; Drago, 2008; Muñoz, 2011). Tales proyectos, sin embargo, se siguen limitando a la obtención y gestión de recursos financieros para mejorar la escuela (Drago, 2008; Muñoz, 2011) y no se han trabajado mecanismos de formación para suplir las limitaciones que estudiantes de los sectores más pobres puedan presentar para participar activamente en los consejos (Drago, 2008).

La evidencia muestra además que los consejos escolares, aun cuando los directivos del establecimiento sostengan un discurso a favor del fortalecimiento de la participación, restringen su carácter resolutivo a temas administrativos o cotidianos (Drago, 2008; Muñoz, 2011) de manera tal que estas instancias no logran conformarse como un espacio de participación democrática donde todos los estamentos tengan injerencia en la toma de decisiones sobre aspectos claves del funcionamiento de los liceos (Pérez, 2007). En la perspectiva de los estudiantes que participan en ellos, los consejos escolares son un espacio de consulta que nada tiene que ver con la toma de decisiones sobre problemáticas de sus liceos (Pérez, 2007), e inclusive para algunos jóvenes esta instancia es vista como una pérdida de tiempo y como un espacio altamente inefectivo para la democratización de las instituciones escolares, pues no les permite incidir en temas estratégicos (Muñoz, 2011).