El Proceso Constituyente en 138 preguntas y respuestas

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En Chile, estas leyes existen para proteger el modelo impuesto por la dictadura, que no puede ser modificado sin el consentimiento de sus herederos políticos. Pero reconocer esto era duro para quienes han debido vivir 30 años aceptándolas y reconociéndolas, y por eso, en vez de seguir sosteniendo que esas leyes son contrarias al principio democrático, la cultura política binominal empezó a redefinir el principio democrático, de modo que éste no fuera incompatible con las leyes orgánicas constitucionales. Esto llevó a negar la importancia (¡para la ley!) de la regla de mayoría y a mantener la absurda idea de que una ley aprobada por 4/7 es más, no menos, democrática porque da cuenta de «un gran acuerdo» (cuando en realidad lo que importa, políticamente hablando, es que eso implica que la minoría habrá logrado imponer sus términos a la mayoría). Así, una mayoría de «solo» la mitad más uno pasó a ser rutinariamente descalificada como «circunstancial». Este es un ejemplo de cómo la neutralización contenida en las reglas constitucionales comenzó a pasar a la cultura política binominal, haciendo que nuestro problema hoy sea muchísimo más grave que en 1990, según está explicado al responder la Pregunta 18.


Pregunta N°18. Si el problema son las trampas constitucionales, ¿no podría solucionarse el problema solo eliminando esas trampas, sin necesidad de una nueva Constitución?

Esta pregunta tiene dos respuestas: la primera es que como la Constitución solo puede ser modificada por un quórum exageradamente alto, tal que si esa exigencia no se cumple el texto vigente continuará, no es posible mediante reformas eliminar las trampas que están vivas. Pueden, por cierto, eliminarse las que ya se han gastado, como el artículo 8° en 1989, los senadores designados en 2005 y el sistema binominal en 2015. Es que las trampas cuando están vivas tienen el sentido preciso de dar a la derecha un poder inmune a los resultados electorales, pero solo pueden ser eliminadas con el acuerdo de la derecha. Esto implica que, mientras ellas afecten de verdad la distribución del poder, no habrá «grandes acuerdos» para modificarlas.

La segunda respuesta es que, aunque en la década de los 90 el problema era la existencia de reglas tramposas, treinta años después el problema es mucho más grave, porque la neutralización que estaba originalmente contenida en las reglas constitucionales pasó (sin dejar de estar todavía en las reglas constitucionales, como nos lo recuerda cada cierto tiempo el Tribunal Constitucional) a definir la cultura política binominal. El conflicto hoy no se reduce a las reglas tramposas, sino a la cultura política que floreció bajo ellas (lo que suele llamarse «duopolio», y que aquí se denomina «política binominal»). Esto quedó tan claro como fue posible después del segundo gobierno de Michelle Bachelet, que había asumido un proyecto transformador que correspondía a las demandas del movimiento de 2011. Con dicho proyecto ganó las elecciones presidenciales y obtuvo mayoría en ambas cámaras. Las condiciones para una transformación eran tan auspiciosas como era posible esperar que fueran. Sin embargo, el intento resultó en fracaso: fracaso parcial en el caso de la transformación educacional y fracaso completo en el caso de la nueva Constitución. La enseñanza que dejó la experiencia de ese gobierno fue clara: la política binominal es simplemente incapaz de transformar, de tomar decisiones relevantes en aspectos controvertidos. Si de lo que se trata es de una transformación del modelo neoliberal, es necesaria una cultura política nueva. Solo una nueva Constitución puede aspirar a eso. De hecho, este es el criterio de éxito de la nueva Constitución: si la política del día después de la nueva Constitución es la misma política a la que estamos acostumbrados, tendremos que decir que el proceso constituyente, aunque haya producido un texto nuevo, fue un fracaso (véase la respuesta a la Pregunta 12).

Por último, es importante dar cuenta de la magnitud del problema de legitimidad que viven las instituciones chilenas, incluyendo todas sus instancias de representación política, lo que se manifestó en el «estallido» del 18 de octubre. Gran parte de la ciudadanía ya no confía en el Congreso ni en los partidos políticos, mientras la Presidencia de la República ha vivido un proceso de deslegitimación que ha devenido extremo en la presidencia de Piñera. Sin que los ciudadanos acepten el poder que es ejercido por sus representantes, las instituciones simplemente no funcionan o funcionan mal. Y ello tiene consecuencias reales, como muestran los hechos dramáticos post-18 de octubre. Dada la magnitud de la crisis, terminar de a poco con las patologías que afectan al sistema político chileno ya no es una opción, y se requiere de un proceso de reinversión en legitimidad. Eso es un procesoconstituyente.

Pregunta N°19. ¿Lo de las trampas no importa solo a los políticos? ¿No ha crecido Chile mucho más en los últimos 40 años?

Esto puede responderse de varias maneras. La mejor es la más simple y directa: no, no importa solo a «los políticos». El hecho de que hoy la política parezca ser un asunto de «los políticos» que no interesa al ciudadano, que en vez de eso estaría preocupado de cuestiones como las pensiones, la salud, etc., es parte principal de la crisis de legitimación que vivimos actualmente. Es insostenible la idea misma de separar, por un lado, la cuestión de «la política» (o «la Constitución») y, por otra la de las pensiones, salud, educación, etc. En efecto, el sentido de la Constitución es que constituye la política, mientras la política es la que se hace cargo de esas cuestiones (y de otras).

Ahora bien, parte de nuestro problema actual es que la política es vista como la ocupación de «los políticos», que no se vincula a las demandas ciudadanas. Corregir esta situación será, cuando ya todo haya ocurrido, el test de éxito de la nueva Constitución, lo que mostrará si fuimos exitosos en darnos una nueva Constitución o no (véase la respuesta a la Pregunta 12). Pero la nueva Constitución debe ser defendida en nuestras condiciones actuales, que incluyen esta notoria separación entre la política y la sociedad. De modo que aunque en rigor es suficiente responder a esta pregunta con la negativa, como lo hemos hecho, es probable que esa respuesta no sea suficiente. Tenemos que dar un paso más. Y ese paso es mirar el mismo problema, el constitucional (es decir el problema creado por la Constitución tramposa, el problema de la neutralización de la política), pero no desde la óptica de la política misma. Nuestra pregunta no debe ser qué consecuencias tiene la Constitución respecto de la política, sino qué consecuencias tiene una política neutralizada para el ciudadano en su vida cotidiana. Cuando hayamos identificado esos afectos podremos preguntarnos si acabar con ellos es importante desde el punto de vista de los ciudadanos. Esto será discutido al responder la Pregunta 21.

Pregunta N°20. ¿Qué consecuencias tiene la neutralización lograda por la Constitución tramposa desde la perspectiva de los y las ciudadanas?

Al explicar esto entenderemos la relación que hay entre el problema constitucional y la crisis que hoy se denomina «estallido», por lo que esta cuestión será tratada al responder la Pregunta 21.

Pregunta N°21. ¿Qué relación hay entre la crisis política actual y la Constitución?

La Constitución tramposa consistía en una decisión de neutralización, de incapacitación. Una política neutralizada muestra dos consecuencias que se harán cada vez más notorias desde la óptica del ciudadano. La primera es que será una política incapaz de procesar adecuadamente demandas sociales de transformación. Cada vez que surja una demanda de ese tipo, entonces, la política mostrará esa incapacidad. Incluso en situaciones de presión dramática, como hemos visto desde el 18 de octubre, esa incapacidad se hace manifiesta, ya que buena parte del esfuerzo del Congreso se desgasta en confrontaciones y las transformaciones sustanciales que demanda la ciudadanía se convierten en procesos de negociación por pequeñas concesiones. A veces, esas concesiones pueden tener efectos relevantes, pero ellos son completamente insuficientes frente a la magnitud de la crisis y, sobre todo, es imposible ver en ellos un programa de transformación serio. Es que el sistema político no está diseñado en Chile para eso y además sus actores están acostumbrados a que no sea así.

La forma en que esto será visto por el ciudadano será diversa según el caso: a veces, observará que la política simplemente ignorará el contenido político de una demanda (como lo ha hecho por 30 años con la demanda de reconocimiento del pueblo mapuche, con todo el daño que esa indiferencia ha causado en términos de la agudización del conflicto); otras veces, notará que estas demandas de transformación son distorsionadas, porque son tratadas como si fueran solo demandas por lo que la política binominal aprendió a llamar «perfeccionamientos».

Es útil detenerse en esto y en las consecuencias que ha tenido, porque al hacerlo podremos entender el desarrollo de la crisis de legitimación causada por la Constitución tramposa, al final de la cual nos encontramos hoy. El movimiento secundario de 2006 (el movimiento «pingüino») tenía entre sus principales demandas la derogación de la LOCE, ley orgánica constitucional de enseñanza (dictada el 10 de marzo de 1990, el último día de la dictadura). El primer gobierno de Michelle Bachelet buscó salir al paso de esta demanda y efectivamente logró derogar la LOCE en 2008, reemplazándola por la Ley General de Educación, LEGE. El proyecto original de lo que sería la LEGE contenía disposiciones genuinamente transformadoras, como la que eliminaba la selección escolar y la provisión con fines de lucro. Estas disposiciones transformadoras, sin embargo, fueron eliminadas como condición para obtener los 4/7 que el proyecto de ley requería en su tramitación parlamentaria. Lo que se promulgó como LEGE, entonces, mantuvo, en lo sustancial, las características de la educación de mercado que definía la LOCE.

 

Es interesante recordar que al acto de derogación de la LOCE y promulgación de la LEGE asistieron celebratoriamente los dirigentes del movimiento secundario. Es decir, el movimiento social todavía miraba a la política institucional como capaz de procesar sus demandas. Pero esto no sobrevivió a la creciente conciencia de que la LEGE no había transformado nada. El movimiento social, entonces, empezó a distanciarse de la institucionalidad política, en lo que significaba una crisis de legitimidad para ésta. Esta crisis se hizo sentir en el movimiento de 2011, que ya había aprendido a no esperar nada de las decisiones institucionales. Y entonces la política institucional debió asumir por su cuenta, sin el apoyo del movimiento social, el esfuerzo de producir las transformaciones requeridas. El segundo gobierno de Michelle Bachelet intentó hacerlo, pero al no contar con ese apoyo quedó a medio camino, incapaz frente al fraccionamiento de la Nueva Mayoría y la brutal oposición de la derecha, acostumbrada a comparar con Corea del Norte y Alemania Oriental todo lo que no es neoliberalismo extremo. El año 2011 se produjo un nuevo momento en la deslegitimación de la política institucional, cuyas consecuencias se apreciaron en 2019, cuando irrumpió un movimiento que había aprendido a desconfiar no solo de la real capacidad transformadora de la política institucional, sino de toda mediación política.

Junto con la incapacidad para procesar con eficacia las demandas sociales de transformación, el ciudadano puede observar otra cosa: la política es incapaz de evitar el abuso. Es que se trata de una política débil, por neutralizada. Y una política débil es incapaz de enfrentarse a poderes fácticos poderosos, el principal de los cuales es hoy el poder económico. Esto quiere decir que ella solo puede hacer lo que el poder económico está dispuesto a aceptar, como lo terminó de mostrar el caso Sernac: el poder económico estuvo dispuesto a aceptar un Sernac débil, que pueda dar poca protección al consumidor frente al abuso de las empresas, pero no uno fuerte, capaz de proteger al consumidor con eficacia. Lo muestra también el hecho de que las Isapres lleven más de una década siendo condenadas en más de un millón de juicios porque suben sus planes violando los derechos constitucionales de sus afiliados, ante la indiferencia del legislador; y también lo muestra el hecho de que la política institucional no puede tomarse en serio la posibilidad de un sistema de pensiones sin AFP, pese a que cientos de miles de personas marchen contra ellas. Lo que resulta de todo esto, desde la perspectiva del ciudadano, es claro: la política es un instrumento del poder económico o, peor aún, la política está coludida con el poder económico en perjuicio del ciudadano. Esto ha agudizado la crisis de legitimación que sufre la política institucional, llegando a la situación actual en que esa deslegitimación es tan aguda que el solo hecho, por ejemplo, de que el Acuerdo del 15 de noviembre haya sido acordado por los partidos políticos lo hace sospechoso frente a la ciudadanía.

Pregunta N°22. ¿Qué tiene que ver la nueva Constitución con las demandas sociales que caracterizan al movimiento del 18 de octubre?

«La nueva Constitución», se dice, «no tiene relación con las demandas que han surgido desde el 18 de octubre», que se refieren a cuestiones de rango legal.

Sin embargo, que algo sea de rango legal no implica que no tenga una dimensión constitucional en la Constitución tramposa (véase Pregunta 17). Y en todo caso, la que hoy es la más visible de las trampas constitucionales, el Tribunal Constitucional (véase Pregunta 16) ha operado intensamente para neutralizar los intentos de proteger a los ciudadanos del abuso.

En efecto, fue inconstitucional el fondo solidario del AUGE; cambiar la definición de empresa para enfrentar el abuso del multirut; la titularidad sindical; fortalecer al SERNAC para proteger eficazmente al consumidor; que las entidades privadas con convenios con el Estado debieran dar a las mujeres las prestaciones médicas lícitas que requirieran; prohibir a las empresas controlar universidades privadas, etc. En todos estos casos se buscaba enfrentar diversas formas de abuso en perjuicio de poderes fácticos, pero la Constitución estuvo del lado de estos últimos, no de los ciudadanos.

Pero la cuestión es más profunda, porque se refiere a la cultura política que ha florecido bajo la Constitución tramposa (véase Pregunta 18). Una de las características de esa cultura es la idea de un Estado subsidiario, que en Chile (aunque no en el resto del mundo, como protestan confundidos los defensores del principio de subsidiariedad) significa neoliberalismo (véase Pregunta 124). Comentando la creación de un «ente» administrador del 4% adicional de ahorro previsional, el profesor Arturo Fermandois (en El Mercurio, 31 de mayo de 2019), explicaba que cualquier órgano público que se creara debía actuar «en una igualdad competitiva con los particulares», excluyendo, por ejemplo, «el uso gratuito de infraestructura estatal». El Estado, decía, puede administrar fondos previsionales, pero como si fuera una empresa, compitiendo con los agentes privados.

La Constitución tramposa prohíbe al Estado declarar que es parte de su función realizar derechos fundamentales, incluido el derecho a la seguridad social, y que por ello la infraestructura estatal, que existe para eso, será utilizada sin cobrar a los ciudadanos por ese servicio. La ortodoxia constitucional, expresada por el profesor Fermandois, impone al Estado el deber constitucional de asegurar las condiciones de la competencia, incluso en pensiones. Por eso afirma que, desde el punto de vista constitucional, el deber fundamental del Estado es asegurar las condiciones del mercado antes que asegurar la realización de los derechos sociales.

Esta idea es parte, decía el profesor, de los «elementos constitucionales básicos». Ella excluye la posibilidad del reconocimiento real de los derechos sociales a la seguridad social, la educación, la protección de la salud, etc. Y exige una comprensión neoliberal de estas esferas, transformadas en esferas de mercado. Hay quienes creen que mercantilizarlas es la mejor manera de organizarlas, pero es evidente que esa mercantilización está, al menos en parte, detrás del «estallido» del 18 de octubre; y es también evidente que habemos muchos que creemos que eso no es la realización, sino la negación de los derechos sociales.

La crisis política que vivimos es consecuencia de un modelo neoliberal que está constitucionalmente asegurado. Mientras no haya nueva Constitución, ella no tendrá solución.

Pregunta N°23. ¿No ha sido la Constitución de 1980 modificada muchas, muchas veces? ¿No lleva la firma de Ricardo Lagos? ¿No implica esto que ya no es la Constitución de la dictadura?

Para responder esta pregunta podemos aprovechar la distinción entre dos conceptos de Constitución que ya hemos introducido (véase Pregunta 1). Si la Constitución es un texto, una nueva Constitución será un nuevo texto. ¿Cómo distinguir un texto modificado de un texto nuevo? En estricto rigor, cualquier modificación de un texto hace que éste sea diferente, por ende si el texto es diferente será un nuevo texto y si es un nuevo texto será una nueva Constitución. Pero esta sería una observación más bien pedante, que no permite distinguir reforma constitucional de nueva Constitución (porque lleva a la conclusión de que cualquier reforma, por pequeña que sea, sería una nueva Constitución) y por eso no nos sirve. Por otro lado, sería igualmente pedante e inútil sostener que una nueva Constitución es un texto enteramente nuevo, en que cada una de las disposiciones constitucionales sea distintas a las del texto anterior. Por consiguiente, si la Constitución es un texto parece claro que la única respuesta razonable a la pregunta de cuándo se trata de una nueva Constitución es: cuando el nuevo texto sea suficientemente distinto del texto antiguo.

Ahora bien, ¿cuán diferente es «suficientemente» diferente? La respuesta es en buena medida una cuestión de apreciación. Es razonable pensar que para dos observadores la misma diferencia será en un caso «suficientemente» considerable y en el otro no. Y no hay siquiera un principio de criterio independiente para determinar quién podría estar equivocado y quién no en la apreciación de esta diferencia. Esto no significa que no tenga sentido hablar de nuevos textos y de textos reformados, pero sí que nada demasiado importante puede depender de una diferencia que reside tan evidentemente en los ojos del observador. En efecto, si la Constitución es un texto, nada importante se juega en las palabras que ocupemos, es decir, si al nuevo texto lo describimos como un texto nuevo (una nueva Constitución) o como el texto antiguo reformado (la misma Constitución reformada).

Esto permite entender lo que dicen quienes insisten una y otra vez que la Constitución bajo la cual vivimos ya no es la «de Pinochet», porque ha sido modificada varias veces. Es verdad que el texto constitucional ha sido modificado como pocos otros textos legales. En efecto, si no es el texto legal que ha sido más modificado en la historia del derecho chileno, debe estar muy arriba en la lista. Dicho de otro modo, si un texto es «nuevo» cuando es suficientemente distinto del texto anterior, hay buenas razones para afirmar que, respecto del de 1980, el texto actualmente vigente es «nuevo». Podrá haber desacuerdo o diferencias de opinión en cuanto al momento preciso en que esto ocurrió (¿1989, 2005?), pero será difícil negar que el texto vigente es «suficientemente» distinto del de 1980.

Pero ya sabemos que la Constitución no es un texto, por lo que el solo hecho de que cambie el texto no implica que la Constitución cambie. Por eso ahora podemos decir: una modificación de las decisiones fundamentales sobre la forma del poder implicará una nueva Constitución, pero una modificación del texto constitucional que no implique una modificación de esas decisiones fundamentales será una reforma constitucional.

El texto constitucional de 1980 ha sido modificado muchas veces, eso es verdad; el texto vigente no tiene la firma de Pinochet sino la de Lagos, eso también es verdad. Pero nada de eso implica que la decisión fundamental sobre la política impuesta en 1980 haya cambiado en estos 30 años. De hecho, lo contrario es verdadero: el texto constitucional de 1980 ha sido profusamente reformado, pero la decisión fundamental impuesta en 1980 no ha cambiado.

¿Por qué? ¿Cómo es que no ha cambiado la Constitución si ha habido tantas reformas? La respuesta, que ya hemos explicado en la Pregunta 9, es que a través de los procedimientos de reforma constitucional no puede cambiarse la Constitución.

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