El Proceso Constituyente en 138 preguntas y respuestas

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Sobre la Constitución tramposa y sus trampas
Pregunta N°13. Si la Constitución (toda Constitución) es una decisión fundamental sobre la política, ¿cuál es la decisión que define a la Constitución vigente?

La decisión fundamental sobre la política en la Constitución de 1980 consiste en la decisión de neutralizarla, de incapacitarla respecto a ciertos objetivos. La Constitución fue una solución a un problema con el que se enfrentaba la dictadura: ¿Cómo aprovechar el poder total que tenía para evitar que después, cuando no tuviera el poder, se revertieran las reformas que ella había podido llevar adelante usando ese poder total? Aprovechando que la Constitución es una decisión fundamental sobre lo político (véase la respuesta a la Pregunta 1), el modo en que buscó hacerlo fue el de dar una Constitución, cuya finalidad era regir no la propia dictadura, sino a esa política por venir, y neutralizarla, es decir, incapacitarla para tomar decisiones transformadoras de las decisiones económicas que la dictadura estaba tomando. De este modo se aseguraba que esa política, la creada por la Constitución de 1980, no podría modificar aspectos centrales del modelo neoliberal que la dictadura había impuesto (sobre el modelo neoliberal véase la Pregunta 125).

Esta finalidad de la Constitución de 1980 fue explícita, como lo muestra el siguiente pasaje de su autor intelectual, Jaime Guzmán, quien explicaba que el sentido del esfuerzo constituyente de la dictadura era que

si llegan a gobernar nuestros adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella, sea lo suficientemente reducido para hacer extremadamente difícil lo contrario (en «El camino político», publicado en Realidad, 7, 1979, p. 19).

Aquí Guzmán, con la transparencia y candidez que permite tener el apoyo del poder total, explica el problema fundamental de la Constitución de 1980, que no se reduce a algunas cuestiones en su texto aquí o allá, sino a la decisión que la define. El concepto de «Constitución tramposa» se aprovecha de la metáfora del mismo Guzmán, porque es evidente que un juego disputado en una cancha que de hecho solo permite a un equipo ganar es el paradigma de un juego tramposo.

Pregunta N°14. Pero en concreto, ¿qué quiere decir que la Constitución vigente incapacita a la política? ¿Cómo lo hace?

El pasaje citado de Jaime Guzmán (véase Pregunta 13) muestra que el sentido de la Constitución vigente era crear una institucionalidad tramposa, en la que solo la derecha pudiera ganar en relación a un objetivo determinado (cambiar las instituciones nucleares del modelo neoliberal), porque ganaría incluso si perdía. Esto se lograba mediante algunas trampas constitucionales.

Las trampas son un conjunto de «cerrojos», es decir, dispositivos que impiden a un gobierno hacer algo distinto de lo que la derecha anhela. Algunas (como el infame art. 8° original, que proscribía a los partidos políticos marxistas) no alcanzaron a desempeñar el rol que se previó; otras (como los senadores designados y vitalicios) lo desempeñaron durante algún tiempo y luego se fueron desgastando hasta hacerse inútiles (porque empezaron a favorecer al adversario). Esto explica que desde 1989 haya habido algo que en términos constitucionales puede parecer «progreso». En efecto, los senadores designados fueron cruciales para evitar que la Concertación tuviera, antes de 2005, mayoría en ambas cámaras, a pesar de que ganó todas las elecciones. Pero con el correr de los años, la Concertación quedaba cada vez más en posición de designar senadores afines, por lo que el cerrojo dejó de cumplir su fin y de hecho amenazaba tener el efecto contrario, el de aumentar la mayoría de la Concertación. Entonces la derecha concurrió con sus votos a un «gran acuerdo» para eliminar a los senadores designados, en la reforma constitucional de 2005.

En esa misma reforma, el gobierno de Ricardo Lagos pretendía eliminar también otro de los cerrojos constitucionales, el sistema electoral binominal (véase Pregunta 15). Pero se trataba de un cerrojo que, a diferencia de los senadores designados, todavía estaba vivo y por eso fue imposible modificarlo (la derecha al negarse a reformar el sistema binominal en 2005 llevó a la absurda solución comentada en la respuesta a la Pregunta 24). Su modificación se lograría solo en 2015, cuando dicho sistema electoral ya había terminado por destruir la idea de representación política.

Los cerrojos actualmente vigentes son los quórums superiores a la mayoría para la aprobación de la ley y de la competencia preventiva del Tribunal Constitucional. A estos cerrojos es necesario agregar uno adicional, un «meta-cerrojo» (es decir, un cerrojo que protege los cerrojos): los quórums de reforma constitucional, que actualmente son de 60 o 66 por ciento de los diputados y senadores en ejercicio. Este es un quórum exagerado (bajo la Constitución de 1925 el quórum de reforma constitucional era de mayoría absoluta de los senadores y diputados en ejercicio). Un reciente ejemplo lo muestra: en enero de 2020 se votó en el Senado una reforma constitucional para declarar el agua como bien nacional de uso público. La reforma fue rechazada a pesar de que 24 senadores votaron a favor de ella, porque 12 votaron en contra.

El problema constitucional es la existencia de instituciones fundadas en –y que contienen– una trampa, lo que implica que el resultado de las elecciones es políticamente indiferente: porque no importa mucho quién gane y quién pierda; porque una mayoría parlamentaria no puede hacer reformas considerables sin la aprobación de la derecha; porque si llega a lograrlo serán invalidadas por el Tribunal Constitucional («un poder fáctico», como lo llamó el entonces senador Camilo Escalona, cuando entendía el problema constitucional); porque, como dijo Jaime Guzmán, se trataba de que si llegaban a gobernar los adversarios de la UDI, éstos se vieran constreñidos de hecho por la «cancha» constitucional a hacer algo no tan distinto de lo que la UDI anhelara. Y todo esto, cubierto por un meta-cerrojo: los exagerados quórums de reforma constitucional que aseguran que esas trampas, mientras afecten la distribución del poder, no serán modificadas (véase la respuesta a la Pregunta 9).

Una nueva Constitución es una Constitución sin trampas. No el reemplazo de una trampa de derecha por una trampa de izquierda, sino una en la que ganar sea ganar y perder sea perder.

Pregunta N°15. ¿Por qué el sistema binominal era una trampa? ¿No es uno de muchos sistemas electorales que existen en países democráticos?

El sistema electoral binominal fue modificado en 2015. Sin embargo, el daño que produjo no desapareció con su reforma. Continuará con nosotros por mucho tiempo, y por eso es útil identificarlo.

Hoy nadie defiende el sistema binominal. Pero antes de su reforma toda la derecha lo defendía arguyendo que era un sistema electoral más, dentro de la considerable pluralidad existente en el mundo democrático. No puede decirse, alegaban, que un sistema electoral es «más democrático» que otro, porque hay muchos. Ahora bien, es verdad que hay pluralidad de sistemas electorales en el mundo democrático; pero es falso que por eso no pueda decirse que el sistema binominal era un sistema antidemocrático. Para evaluar el sistema binominal es necesario entender el sentido de un sistema electoral.

Un sistema electoral es una regla que convierte votos en escaños parlamentarios. Y esos escaños son importantes, porque permiten construir mayorías para tomar decisiones políticas relevantes. En un sistema democrático, las reglas para convertir votos en escaños no son arbitrarias, en el sentido de que cualquier sistema pueda cumplir su función. En cambio, esas reglas suponen una determinada comprensión de qué es lo que se ha manifestado en una elección, una comprensión de qué es lo importante acerca de la elección respectiva.

Desde una perspectiva democrática hay dos maneras en que puede interpretarse una elección: como la manifestación de una decisión, al optar el pueblo por una de las opciones que se le ofrecen; o como una manifestación de la diversidad política del pueblo. Sobre estas dos posibles interpretaciones democráticas de una elección se construyen las dos familias que explican la diversidad de sistemas electorales en los regímenes democráticos del mundo. Los sistemas mayoritarios (que eligen al candidato más votado) leen en la elección una decisión: el pueblo ha elegido un programa de gobierno sobre otro. Por eso son sistemas que pretenden transformar votos en escaños buscando dar máxima expresión a esa decisión. Los sistemas proporcionales, por su parte (que eligen varios candidatos por distrito), entienden que lo realmente importante que se manifiesta en una elección es la diversidad política del pueblo, y por eso transforman votos en escaños intentado dar máxima expresión a esa diversidad política en la correlación de fuerzas resultante. El paradigma de un sistema mayoritario es uno en el que a cada distrito corresponde un escaño, que se lo lleva el que saque un voto más. El resultado de un sistema mayoritario es que un triunfo en las elecciones normalmente implicará una mayoría considerable en términos de escaños, habilitando a quien triunfó a llevar adelante su programa. El precio es que la diversidad política del pueblo es distorsionada, al castigar la representación de las fuerzas que no son victoriosas. Un sistema proporcional, a su vez, pretende dar a cada opción política un número de escaños que proporcionalmente corresponda a los votos obtenidos. Desde ahí, el sistema proporcional confía en que las fuerzas políticas se alíen de un modo en que pueda verse representada una mayoría de fuerza política actual. Así, por ejemplo, si el voto de los partidos socialistas y verdes alcanza para conformar una mayoría, el sistema interpreta su alianza en el parlamento como la expresión de que una orientación ecológica de izquierda es mayoritaria en ese momento. Y que, por ello, el programa de acción política debe ser dirigido por esa fuerza. Cuando esto no ocurre, el resultado es fraccionamiento parlamentario.

 

El sistema binominal, sin embargo, tomaba lo peor de cada una de estas dos familias y rechazaba lo mejor. Del sistema mayoritario reproducía su tendencia a negar la diversidad excluyendo a las agrupaciones que no estuvieran entre las dos mayoritarias, pero no su énfasis en la identificación de una decisión clara, porque estaba diseñado para tender a producir un Parlamento empatado; en tanto, del sistema proporcional, reproducía su incapacidad de producir mayorías simples que dieran eficacia a la política democrática, pero no su énfasis en representar adecuadamente la diversidad política del pueblo que quedaba en general excluida.

¿Qué significa esto? ¿Qué sentido tiene el hecho de que el sistema binominal produzca el peor de los mundos posibles, eligiendo lo problemático de cada una de las alternativas conocidas y rechazando lo conveniente? La respuesta es que dicho sistema no descansaba en una interpretación democrática de las elecciones, sino en la constatación fáctica de que las elecciones eran un mal que debe ser neutralizado conforme a la mentalidad que informaba a la Constitución de 1980. Esta mentalidad pretendía, como ya hemos visto, neutralizar la política, para lo cual buscaba negar la posibilidad de que una fuerza transformadora se manifestara en las elecciones –por eso tendía a expresar empates o victorias por muy pocos escaños de un grupo político. Y, unido a la gran cantidad de ámbitos que requerían de quórums muy elevados, tendía a hacer imposible su modificación.

Nada de esto es un invento. En la discusión de la Comisión de Estudios de la nueva Constitución, el eufemismo utilizado para describir esta idea era «mitigar los defectos y los males del sufragio universal» (véase, por ejemplo, la sesión 337 de la Comisión).

El sistema binominal hizo una contribución decisiva a la crisis política actual, porque 25 años de elecciones con ese sistema desacreditaron completamente la idea misma de representación política y las instituciones vinculadas a ella (como el Parlamento, los parlamentarios, los partidos políticos). Todo eso es hoy mirado con radical escepticismo por la ciudadanía, por no decir con tirria. Por cierto, nada importante tiene una sola causa, y hay otras consideraciones que contribuyen a explicar esta deslegitimación. Pero el sistema binominal y las prácticas que él fomentó están, si no en el primero, en un lugar muy alto de la lista.

Pregunta N°16. ¿Por qué calificar al Tribunal Constitucional de «trampa»? ¿Acaso no existe en muchos otros sistemas democráticos? ¿Acaso no tiene su origen en la democracia, en 1970?

«El Tribunal Constitucional no es un invento de la Constitución de 1980», se dice, «porque fue creado en democracia, en 1970». Por esta razón algunos creen que es incorrecto afirmar que el Tribunal Constitucional es una de las trampas de la Constitución de 1980.

Lo anterior supone una comprensión absurdamente superficial de las instituciones jurídicas. Es verdad que en 1970 se creó un órgano llamado «Tribunal Constitucional», que operó hasta 1973; también es cierto que en 1980 se creó un órgano llamado de la misma manera. La idea que ahora estamos revisando sostiene que, como ambos órganos se llaman igual, son «lo mismo».

El Tribunal Constitucional de 1970 fue una respuesta a la constatación de un defecto del sistema político chileno. Según este diagnóstico, faltaba una solución institucional adecuada para el caso de que existiera un conflicto acerca de las competencias que la Constitución entregaba al Presidente de la República, por una parte, y al Congreso, por la otra. No habiendo un modo institucional para resolver conflictos de este tipo (relativos a, por ejemplo, el poder de veto del Presidente o las materias de iniciativa exclusiva), el proceso político quedaba trabado. Fue con el objeto de destrabar este impasse político-constitucional que se creó el Tribunal Constitucional, lo que quiere decir que este tribunal fue creado para destrabar el proceso democrático y permitir que fluyera, para lo cual debía resolver conflictos no sustantivos sino que competenciales1.

Este tipo de Tribunal Constitucional era defendido por Hans Kelsen, uno de los juristas más importantes del Siglo XX que es citado habitualmente como el máximo defensor (de hecho, el inventor) de los tribunales constitucionales. Quienes lo citan, sin embargo, cometen el mismo error de entender que si dos cosas se llaman igual son lo mismo. Kelsen efectivamente defendía un tribunal con facultades competenciales como las que justificaron la existencia del Tribunal Constitucional en 1970, pero lo distinguía totalmente de otro, uno que pudiera resolver conflictos sustantivos, es decir conflictos acerca de la correcta interpretación de los derechos constitucionales.

Un tribunal constitucional se justificaba, según Kelsen, precisamente porque no tenía competencias substantivas (o estas eran solo marginales). Si las tuviera, decía Kelsen, sería un órgano cuyo poder sería «simplemente insoportable», pues:

la concepción de justicia de la mayoría de los jueces de ese Tribunal podría ser completamente opuesta a la de la mayoría de la población y lo sería, evidentemente, a la mayoría del Parlamento que hubiera votado la ley. Va de suyo que la Constitución no ha querido, al emplear un término tan impreciso y equívoco como el de ‘justicia’ u otro similar, hacer depender la suerte de cualquier ley votada en el Parlamento del simple capricho de un órgano colegiado compuesto, como el Tribunal Constitucional, de una manera más o menos arbitraria desde el punto de vista político (¿Quién debe ser el Guardián de la Constitución?, Madrid, 2002, p. 37n).

Nótese: la validez de las leyes dependería del capricho de un órgano compuesto de una manera más o menos arbitraria. ¿Por qué dependerían del capricho, por qué sería arbitrario? La respuesta es simple y para notarla no hay que elaborar teorías, sino mostrar realidades, esas que los profesores de derecho constitucional chileno suelen ignorar.

Recordemos el caso de la Ley de Inclusión. Esta no se trataba de cualquier ley: era una que recogía las demandas del movimiento estudiantil del 2011, que había estado en el centro de la campaña presidencial de 2013, que había sido uno de los temas centrales de la discusión pública durante 2014 y que había sido aprobada con los altísimos quórums correspondientes a las leyes orgánicas constitucionales a principios de 2015 (sobre los quórums de las denominadas leyes orgánicas constitucionales, véase Pregunta 17).

Después de haber perdido en el Congreso, la derecha impugnó esa ley ante el Tribunal Constitucional, y éste declaró, el 1° de abril de 2015, que la Ley de Inclusión era constitucional, rechazando los requerimientos que la derecha había presentado en su contra (sentencia rol 2787). Si la decisión del tribunal (la misma decisión, con los mismos argumentos, los mismos ministros, los mismos votos) se hubiera dictado antes del 29 de agosto de 2014, el requerimiento se habría acogido, porque ese día cambió la presidencia del tribunal, que dirime cuando hay empate. Y entonces la Ley de Inclusión habría sido anulada por ser violatoria de los derechos más fundamentales de las personas. Iguales ministros, iguales normas, iguales argumentos, pero todo o nada dependiendo de quién es el presidente del tribunal.

Después de todo lo que había ocurrido, la validez de la Ley de Inclusión terminó dependiendo de la persona del presidente del Tribunal Constitucional. Y como el Presidente al momento del fallo era el ministro Carlos Carmona, y no la ministra Marisol Peña, la ley fue constitucional. Eso es «caprichoso».

Ese «poder insoportable» ha cumplido la función de aumentar el poder de la derecha, para lograr que lo que ella perdía en las dos primeras cámaras lo ganara por secretaría en la tercera, la del Tribunal Constitucional. A veces esto se hace imprudentemente explícito, como cuando el diputado Jaime Bellolio se encogió de hombros después de perder una votación en la primera cámara, porque sabía que su bancada era dominante en la tercera: «no importa. Vamos al Tribunal Constitucional. Allá estamos 6/4» (en La Segunda, 15 de octubre de 2015).

Exacto. «No importa» lo que ocurra en el Congreso. De nuevo, que se trata de un poder insoportable lo muestran no teorías, sino la observación de lo que pasa en la realidad.

El Tribunal Constitucional de 1980 se diferencia del de 1970, entonces, en que existe no para destrabar el proceso democrático decidiendo conflictos competenciales, sino para neutralizar la política imponiendo su concepto de justicia, el que depende, por cierto, del dato políticamente arbitrario y caprichoso de qué bancada es más grande en el tribunal al momento de dictar sentencia, o qué ministros están presentes y no de viaje, o quién es el presidente del tribunal en ese momento. Esto no es gratuito ni casual. El Tribunal existe para impedir, directa o indirectamente, la dictación de leyes que modifiquen nuestras estructuras legales más característicamente neoliberales.


Pregunta N°17. ¿Por qué decir que las leyes orgánicas constitucionales son una trampa? ¿Acaso no existen en otros sistemas leyes análogas?

La Constitución ordena que una serie de materias, como la Contraloría, el Tribunal Constitucional, las Fuerzas Armadas, el Banco Central, la educación, las concesiones mineras, etc., sean reguladas por leyes que llama «orgánicas constitucionales». Estas son leyes especiales, que no pueden ser dictadas, modificadas o derogadas sin la concurrencia de una cantidad de votos en ambas cámaras ampliamente superiores a la mitad más uno: exigen los 4/7 de los votos de los diputados y senadores en ejercicio (art. 66). Esto quiere decir que cualquier reforma a una ley orgánica constitucional requiere una mayoría que solo puede obtenerse con la concurrencia de los votos de la derecha. Esto le da, de hecho, poder de veto.

Que se trata de una de las trampas constitucionales queda en evidencia cuando recordamos que el sentido de ellas es que fueran dictadas antes del fin de la dictadura, de modo que no pudieran ser modificadas en democracia sin el acuerdo de los partidarios de la dictadura. Y esto fue especialmente notorio, ya que la mayoría de ellas fueron dictadas o modificadas en el tiempo posterior al plebiscito de 1988 y antes de que el gobierno de Patricio Aylwin asumiera el 11 de marzo de 1990. Algunas, de hecho, fueron publicadas en el Diario Oficial el mismo 10 de marzo de 1990, el último día de la dictadura. Es útil, para ver la magnitud de este abuso, tener presente la lista:


10/3/1990L. 18.962, o.c. de enseñanza
L. 18.972, m. L. 18.575, o.c. de bases generales de la administración del Estado
L. 18.967, m. L. 18.448, o.c. de FFAA
L. 18.970, m. L. o.c. del Banco Central
L. 18.973, m. L. 18.961, o.c. de Carabineros
7/3/1990L. 18.961, o.c. de Carabineros de Chile
27/2/1990L. 18.948, o.c. de las fuerzas armadas
23/2/1990L. 18.938, m. L. 18.605, o.c. de consejos regionales de desarrollo
17/2/1990L. 18.930, m. L. 18.695, o.c. del Tribunal Constitucional
9/2/1990L. 18.923, m. L. 18.695, o.c. de municipalidades
5/2/1990L. 18.918, o.c. del Congreso Nacional
24/1/1990L. 18.906, m. L. 18.415, o.c. de estados de excepción
L. 18.905, m. L. 18.603, o.c. de partidos políticos
L. 18.911, m. L. 18.460, o.c. del Tribunal Calificador de Elecciones
6/1/1990L. 18.891, m. L. 18.575, o.c. de bases generales de la administración del Estado
L. 18.901, m. L. 18.840, o.c. del Banco Central
10/10/1989L. 18.840, o.c. del Banco Central
30/8/1989L. 18.828, m. L. 18.700, o.c. de votaciones y escrutinios
15/8/1989L. 18.709, m. L. 18.700, o.c. de votaciones y escrutinios
L. 18.708, m. L. 18.700, o.c. de votaciones y escrutinios
L. 18.809, m. L. 18.700, o.c. de votaciones y escrutinios
11/8/1989L. 18.822, m. L. 18.556, o.c. sobre sistema de inscripciones electorales y servicio
5/8/1989L. 18.821, m. L. 18.575, de bases generales de la administración del Estado
26/5/1989L. 18.799, m. L. 18.603, o.c. de partidos políticos
L. 18.700, de votaciones populares y escrutinios
26/11/1988L. 18.762, m. L. 18.575, o.c. de bases generales de la administración del Estado

( L.: ley; m.: modificó; o.c.: orgánica constituciona l)

 

Que se trataba de dejar todo atado es, a la luz de los hechos, algo indudable.

Ahora, solo para los fines del argumento, hagamos lo que siempre hacen la mayoría de los que comentan esta cuestión y simplemente ignoremos que las leyes orgánicas constitucionales fueron la manera en que se realizó el abuso ya indicado. ¿Serían ellas entonces defendibles?

Cuando los defensores de la Constitución de 1980 deben responder esta pregunta insisten, una y otra vez, que esas leyes no son un invento chileno, sino son una institución existente en muchos otros países y que por eso no corresponde tratarlas como trampas. Todas estas alegaciones se basan en malentendidos introducidos de buena o mala fe, buscando confundir todo. Aclaremos un poco las cosas identificando lo más nítidamente posible lo que nos interesa. Lo haremos en tres pasos:

El primero diferencia entre los quórums de reforma legal y los de reforma constitucional. La cuestión que estamos considerando se refiere aquí a la ley, no a la Constitución (esto no quiere decir que los quórums de reforma constitucional no sean problemáticos, sino que ese es otro problema).

El segundo separa los quórums de aprobación de la ley de otros quórums superiores a la mayoría que se pueden explicar por otras razones (como los necesarios para vencer un veto presidencial, o para dar por cerrado el debate y proceder a la votación, lo que en Estados Unidos da origen a la práctica del filibustering, etc.). Estos últimos son muy importantes, pero no es lo que nos interesa ahora.

El tercero nos advierte del argumento más impúdico, el que descansa de modo más desvergonzado en la falta de antecedentes de la audiencia. Quienes defienden las leyes orgánicas constitucionales suelen decir que ellas no son un invento chileno porque existen en España y Francia. Es verdad que en esos países existen leyes llamadas «orgánicas», pero dichas leyes son modificables con un quórum considerablemente inferior al de nuestras leyes orgánicas constitucionales. En efecto, conforme a los artículos 46 de la Constitución Francesa y 81 de la Constitución Española, dichas leyes pueden aprobarse, modificarse o derogarse con la mayoría absoluta del Congreso (Esto no es casual. Como las constituciones de España y Francia fueron dadas en democracia, 4/7 habrían resultado inaceptables. Y en España, si se hubiera adicionalmente pretendido que para modificar la regulación franquista se requirieran 4/7, habría sido irrisorio).

Habiendo despejado malentendidos como los anteriores, resulta evidente que las leyes orgánicas constitucionales no tienen parangón en el derecho comparado. Por supuesto, como es evidente tratándose de instituciones políticas, esto no quiere decir que cosas-que-en-algún-sentido-se-parezcan no existan en ninguna parte. Y es también importante mencionar que cuando se discuten referencias al derecho comparado, tomar una regla aislada y señalar que ella «es lo mismo» que las leyes orgánicas constitucionales chilenas es una manera poco adecuada de proceder. José Francisco García, por ejemplo, ha sostenido que lo que ahora comentamos no se trata de un invento «made in Chile», que existe solo acá; una serie de países cuentan con este tipo de leyes: Austria, Bélgica, Dinamarca, Uruguay, por nombrar algunos, con quórums superiores a los 4/7 chilenos (La Tercera, 26 de abril de 2013).

¿«Países que cuentan con este tipo de leyes»? Es decir, ¿existen países que cuentan con una categoría completa de leyes, sobre materias que van desde la Contraloría general de la República a la educación y las concesiones mineras, sujetas a quórums de 4/7 de los parlamentarios en ejercicio? No, no hay.

Lo de «este tipo de leyes» recuerda a quienes en su momento argumentaban a favor de los senadores designados diciendo que ellos eran «lo mismo» que existía en el Reino Unido2, ignorando o fingiendo ignorar que la Cámaras de los Lores no tiene potestad alguna en la conducción política del gobierno y que en la aprobación de las leyes sólo posee un veto suspensivo.

Es verdad que tal como los lores no son elegidos, y en eso se parecen a los senadores designados, en el mundo hay algunos (no muchos) países en los que algunas (no muchas) leyes requieren más que la mayoría para ser modificadas. Vamos viendo. En Bélgica, una ley que modifique los límites de las 4 regiones lingüísticas requiere los 2/3 de los votos (artículo 4 de la Constitución de Bélgica). En Dinamarca, el Parlamento puede transferir ciertas competencias a órganos internacionales con un quórum de 5/6 de los votos, aunque si dicho quórum no se alcanza es posible la convocatoria a un referéndum al respecto (art. 20 de la Constitución de 1953). En Uruguay, la Constitución establece exigencias superiores a la mayoría para la aprobación de la ley en ciertos casos, pero estos casos se refieren fundamentalmente a cuestiones electorales: para extender a otras autoridades ciertas prohibiciones de participación política (art. 77.8), para regular las elecciones primarias (77.12), para fijar las condiciones de la acumulación de votos en las elecciones (art. 79). Hay otros casos, como conceder indultos y amnistías (art. 85.14) y otorgar monopolios a privados (art. 85.17).

Como puede observarse, se trata de reglas específicas que por consideraciones especiales separan ciertas decisiones y las someten a un régimen especial. Cuáles son estas razones, dependen de la historia política de cada país, y es por ello que estas apelaciones genéricas al derecho comparado son siempre sospechosas y no excusan a los defensores de las leyes orgánicas constitucionales de proveer un argumento positivo en su defensa, lo que no hacen.

A diferencia de los casos anteriores, podría decirse que el de Austria se parece más al chileno, porque parece contener una categoría general de leyes protegidas. Pero al mirarlo con detención es posible ver que en realidad ese caso es el que mejor muestra los problemas de estas apelaciones genéricas y generales al derecho comparado. A diferencia de lo que ocurre en Chile, la Constitución austríaca no está consolidada en un solo texto, y se encuentra dispersa en diferentes cuerpos legales. Esto es algo que, aunque inusual para nosotros, acostumbrados a que «la Constitución» sea un texto autocontenido, no es imposible, pues nada impide que una ley sea tramitada y aprobada conforme al procedimiento establecido en el artículo 127 del texto constitucional y adquiera así el rango de ley constitucional. En el caso austríaco, esta posibilidad teóricamente existente ha sido expresamente reconocida. Conforme al art. 44.1 de la Constitución Federal,

Las leyes constitucionales o las disposiciones constitucionales (Verfassungsbestinlmungen) contenidas en leyes ordinarias podrán ser aprobadas por el Consejo Nacional solo en presencia de la mitad, como mínimo, de sus componentes y por mayoría de dos tercios de los votos emitidos, y deberán ser calificadas expresamente como tales («ley constitucional», «disposición constitucional»).

Aquí no hay una categoría especial y constitucionalmente reservada de leyes constitucionales, sino una habilitación al Parlamento para transformar en leyes constitucionales disposiciones contenidas en textos no constitucionales. Nótese que no estamos diciendo que la regla austríaca es una regla razonable y adecuada. Es que es difícil mirar un artículo de la Constitución de un país y, sin entender cómo eso se relaciona con la historia del mismo y con otras disposiciones, hacer analogías con la de uno. Todo lo que nos interesa ahora es mostrar que incluso una mirada superficial indica que el caso austríaco no puede ser usado como argumento para justificar la naturaleza supuestamente democrática de las leyes orgánicas constitucionales.