Sherlock Holmes

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CAPÍTULO IV

Huir para salvar la vida

~

La mañana que siguió a la entrevista que sostuvo con el profeta mormón, John Ferrier fue a Salt Lake City, y tras encontrar al conocido que haría el viaje hasta Nevada, le encomendó su mensaje a Jefferson Hope. En este le explicaba al joven el peligro inminente que los amenazaba, y lo perentorio que era su regreso. Luego de enviar el mensaje se sintió mejor y volvió a casa con un corazón más liviano.

Al llegar a su granja, le sorprendió ver sendos caballos atados a los postes de la entrada principal. Su sorpresa aumentó cuando encontró a dos hombres jóvenes sentados en su salón, como si les perteneciera. Uno de ellos, de rostro alargado y pálido, estaba sentado en la mecedora y tenía los pies sobre el calentador. El otro, un joven con cuello de toro y rasgos prominentes y rudos, estaba de pie frente a la ventana, silbando una canción popular. Ambos asintieron la llegada de Ferrier, y el que se encontraba en la mecedora inició la conversación.

—Quizá no nos conozca —dijo—. Él es el hijo del anciano Drebber y yo soy Joseph Stangerson. Yo venía en el viaje por el desierto cuando el Señor extendió su mano para reunirlos a usted y a su hija con el verdadero rebaño.

—Como lo hará con todas las naciones a su propio tiempo —dijo el otro con voz nasal—. El Señor muele lentamente, pero muele fino.

John Ferrier hizo una fría reverencia. Ya había adivinado quiénes eran sus visitantes.

—Siguiendo el consejo de nuestros padres —prosiguió Stangerson—, hemos venido a pedir la mano de su hija, para quienquiera de los dos que tanto usted como ella estimen conveniente. En vista de que yo tengo apenas cuatro esposas, y el hermano Drebber siete, me parece que mi oferta es más atractiva.

—No, no, hermano Stangerson —exclamó el otro—; no se trata de cuántas esposas tenga cada uno, sino de cuántas podemos mantener. Mi padre me ha cedido sus molinos, así que yo tengo más dinero.

—Pero yo tengo mejores perspectivas —dijo el otro decididamen­te—. Cuando el Señor se lleve a mi padre, heredaré la curtiembre y la marroquinería. Y está el asunto de que soy mayor que tú, y por lo tanto tengo una mejor posición en la Iglesia.

—Lo mejor será que lo decida la muchacha —intervino de nuevo el joven Drebber, sin dejar de mirar y sonreírle a su reflejo en el vidrio—. Dejaremos que ella decida.

John Ferrier escuchó el diálogo desde la entrada y tuvo que contenerse para no descargar su fusta sobre los visitantes.

—Miren —dijo por fin, caminando hasta su posición—, si mi hija les pide que vengan, no tengo ningún problema en que lo hagan. Hasta que ese momento llegue, no quiero volver a verles la cara.

Los jóvenes mormones lo miraron llenos de asombro. A su manera de ver, la competición que había comenzado entre ellos por la mano de la muchacha era el honor más alto que se le podía hacer a ella y también a su padre.

—Hay dos maneras de salir de este recinto —exclamó Ferrier—. Está la puerta y está la ventana. ¿Cuál prefieren usar?

Su rostro moreno se veía tan salvaje, y sus demacradas manos tan amenazadoras, que los visitantes se incorporaron y rápidamente batieron en retirada. El viejo granjero los siguió hasta la entrada.

—No olviden informarme cuál es la opción de su preferencia —dijo con aire burlón.

—¡Esto le costará caro! —gritó Stangerson, blanco de la ira—. Ha desafiado al Profeta y al Consejo Sagrado de los Cuatro. ¡Se arrepentirá hasta el final de sus días!

—¡La mano del Señor caerá con fuerza sobre usted! —exclamó el joven Drebber—. ¡Se levantará y lo destruirá!

—¡Entonces yo comenzaré la destrucción! —gritó Ferrier lleno de furia, y habría subido por su escopeta si Lucy no lo hubiera tomado por el brazo, impidiéndoselo.

Antes de que pudiera soltarse, el repiqueteo de los cascos de los caballos dejó en claro que ya estaban lejos de su alcance.

—¡Malditos canallas hipócritas! —exclamó limpiándose el sudor de la frente—. Prefiero verte en la tumba, mi niña, que casada con alguno de ellos.

—También yo, papá —respondió resuelta—. Jefferson llegará pronto.

—Así es. No tardará mucho en llegar. Cuanto antes, mejor, pues no sabemos cuál será la siguiente movida de ese par.

Ciertamente, ya había llegado el momento de que alguien capaz de dar un consejo viniera a ayudar al viejo granjero y a su hija adoptada. Nunca, en toda la historia del asentamiento, se había presentado un caso tan flagrante de desobediencia a la autoridad de los Ancianos. Si las equivocaciones menores se castigaban con tal severidad, ¿cuál sería el destino de este archirrebelde? Ferrier tenía muy claro que su fortuna y su posición no lo protegerían. Otros hombres de igual posición y riqueza habían desaparecido antes, y sus bienes habían pasado a ser de la Iglesia. Era un hombre valiente, pero temblaba ante los terrores sombríos y vagos que tenía ante sí. Podía hacerle frente a cualquier peligro conocido, pero este suspenso le destrozaba los nervios. Le ocultó todos sus temores a su hija, y fingió restarle importancia al asunto, aunque Lucy, con el ojo perspicaz del amor, podía ver con claridad que su padre se hallaba inquieto.

Esperaba recibir algún mensaje o protesta de Young por su conducta, y no estaba equivocado, aunque este llegó de manera imprevista. Para su sorpresa, al despertarse la mañana siguiente encontró un pedazo de papel fijado a su cubrecama con un alfiler. En él se leía en grandes letras descuidadas:

Tiene veintinueve días para rectificar, entonces…

Lo peor eran los puntos suspensivos: inspiraban más miedo que cualquier otra amenaza. Lo que más intrigaba a John Ferrier era la manera en que esta advertencia había llegado hasta su habitación. Sus sirvientes dormían en un cobertizo contiguo, y él mismo se había asegurado de cerrar puertas y ventanas. Arrugó el papel y no le dijo nada a su hija, pero el incidente le cubrió de hielo el corazón. Evidentemente, los veintinueve días eran el saldo restante del plazo fijado por Young. ¿Qué coraje o fuerza puede oponerse a un enemigo armado de poderes tan misteriosos? La misma mano que aseguró el alfiler habría podido destrozarlo, y Ferrier jamás se habría enterado de la identidad de su asesino.

Todo empeoró a la mañana siguiente. Se sentaron a comer el desayuno, y Lucy, con un gran grito de asombro, señaló hacia arriba. En la mitad del techo alguien había garabateado, al parecer con un palo quemado, el número 28. Para su hija resultó indescifrable, y él no hizo nada por esclarecer el asunto. Esa noche Ferrier se quedó despierto con su escopeta haciendo guardia. No vio ni escuchó nada; sin embargo, en la mañana alguien había pintado un gran número 27 en la parte de afuera de la puerta.

Y así el día siguiente, y el siguiente: tan segura como la llegada de la mañana era el registro que sus enemigos invisibles mantenían, la marca en alguna posición llamativa de cuántos días le quedaban de su mes de gracia. En algunas ocasiones los números fatales aparecían en las paredes, en otras sobre el piso, ocasionalmente en pequeños carteles fijados en la puerta del jardín o en la verja. Aun con su vigilancia, John Ferrier no podía descubrir la procedencia de las advertencias diarias. Un horror casi supersticioso se apoderaba de él con tan solo atisbar los números. Su estado de inquietud nunca cesó, y exhibía todos los signos de una persona demacrada; en sus ojos se veía la mirada afligida de la criatura acosada. Apenas le quedaba una única esperanza a su vida: la llegada del joven cazador de Nevada.

El número 20 pasó a ser 15, y el 15 se convirtió en un 10, y aún no lle­gaban noticias del ausente. Uno a uno los números menguaban, y no había ninguna señal de Hope. Siempre que escuchaba los sonidos de un jinete pasando por su propiedad o un chofer gritando, el viejo granjero corría hasta la verja, pensando que por fin la ayuda había llegado. Por último, cuando el número 5 se convirtió en 4, y el 4 en 3, se llenó de desánimo y abandonó cualquier esperanza de escapar. Sin ayuda de nadie, y con su conocimiento limitado de las montañas que rodeaban el asentamiento, sabía que estaba perdido. Los caminos más frecuentados también eran los más vigilados, y nadie podía recorrerlos sin el aval del Consejo. Con cualquier ruta que decidiera tomar, era claro que no había escapatoria del golpe que tenía pendiente. Sin embargo, el viejo granjero nunca vaciló en su resolución de entregar la vida antes que consentir a lo que consideraba el deshonor para su hija.

Esa noche estaba sentado por su cuenta cavilando intensamente sus padecimientos, y tratando en vano de buscar una salida. Esa mañana había traído la figura del número 2 en una pared de su casa, y el día siguiente vencería el plazo que se le había concedido. ¿Qué sucedería entonces? Su mente se llenaba de vagas y terribles fantasías. Y su hija… ¿qué sucedería con ella una vez él no estuviera? ¿Acaso no había escapatoria de la red invisible que los tenía atrapados? Hundió su cabeza en la mesa y sollozó al saberse completamente impotente.

¿Qué era eso? En medio del silencio, escuchó un leve rasguño. Era muy quedo, pero podía percibirse en el silencio de la noche. Venía de la puerta de la casa. Ferrier se deslizó en el vestíbulo y escuchó atentamente. Hubo una pausa que se prolongó por unos momentos, y luego llegó de nuevo el sonido bajo e insidioso. Se hizo evidente que alguien le daba golpecitos a uno de los paneles de la puerta. ¿Era acaso algún asesino de medianoche que había venido a ejecutar las órdenes del tribunal secreto? ¿O se trataba de un agente que marcaba la llegada del último día de gracia? John Ferrier sintió que la muerte instantánea sería mejor que el suspenso que le destrozaba los nervios y le helaba el corazón. Lanzándose con velocidad hacia adelante, corrió el cerrojo y abrió la puerta con un solo movimiento.

 

Afuera reinaban la calma y el silencio. Era una noche serena y las estrellas resplandecían en el cielo. El granjero podía divisar el pequeño jardín delantero, delimitado por la verja y la puerta de entrada, pero no había nadie allí, ni en el camino. Con un suspiro de alivio, Ferrier miró a izquierda y derecha, y luego miró hacia abajo, hacia sus pies, y lleno de asombro vio a un hombre que se había echado cabeza abajo sobre el piso. Sus brazos y sus piernas estaban totalmente estirados.

Ferrier quedó tan desconcertado que, llevándose la mano a la garganta para impedirse gritar, se recostó contra la pared. Lo primero que pensó era que aquella figura postrada correspondía a la de un hombre herido o moribundo, pero al mirarlo lo vio retorcerse por el piso e ingresar al vestíbulo con la rapidez y discreción de una serpiente. Una vez en la casa, el hombre se puso de pie, cerró la puerta y le reveló al atónito granjero el rostro feroz y la expresión resuelta de Jefferson Hope.

—¡Por Dios! —John Ferrier respiró agitadamente—. Vaya susto que me diste. ¿Por qué entraste de esa manera?

—Necesito comer algo —dijo el otro con voz ronca—. No he comido ni bebido nada en cuarenta y ocho horas. —Hope se abalanzó sobre la carne fría y el pan que todavía estaban sobre la mesa y eran la cena de su anfitrión; los comió con voracidad—. ¿Cómo está Lucy? ¿Lo lleva bien? —preguntó tan pronto sació su necesidad.

—Sí. No sabe muy bien del peligro al que nos enfrentamos —respondió su padre.

—Eso está bien. Tienen gente observando la casa en todos los costados. Por eso tuve que arrastrarme. Puede que sean muy listos, pero no lo suficiente para atrapar a un cazador washoe.

John Ferrier se sintió un hombre nuevo al saber que contaba con un aliado incondicional. Tomó la mano curtida del hombre y la apretó cordialmente.

—Eres un hombre del cual uno se puede sentir orgulloso —dijo—. No son muchos los que habrían venido a compartir el peligro y nuestros problemas.

—Ha dado en el blanco, compañero —respondió el joven cazador—. Sabe que siento mucho respeto por usted, pero si esto solo se tratara de usted, me lo habría pensado dos veces antes de meter la cabeza en este avispero. Es por Lucy por quien he venido: antes de permitir que algún peligro la cubra prefiero que la familia Hope pierda en Utah a uno de sus integrantes.

—¿Qué haremos?

—Mañana es su último día, y a menos de que haga algo esta noche, estaremos perdidos. Una mula y dos caballos me esperan en Eagle Ravine. ¿Cuánto dinero tiene?

—Dos mil dólares en oro y cinco mil en billetes.

—Con eso es suficiente. Tengo algo parecido que aportar a esa suma. Debemos atravesar las montañas y dirigirnos a Carson City. Es mejor que usted despierte a Lucy. Es algo bueno que los sirvientes no duerman en la casa.

Mientras Ferrier estuvo ausente preparando a su hija para el viaje que se aproximaba, Jefferson Hope empacó en un pequeño paquete todos los comestibles que pudo encontrar y llenó una jarra de cerámica con agua, pues sabía de primera mano que los pozos en las montañas eran escasos y distaban los unos de los otros. Apenas había completado su labor cuando el granjero volvió con su hija, vestida y lista para salir. El saludo entre los amantes fue cariñoso pero breve, pues cada minuto contaba, y había mucho por hacer.

—Tenemos que salir ahora mismo —dijo Jefferson Hope con la voz queda pero resuelta de una persona que está al tanto de todos los peligros que acechan y que, sin embargo, está decidida a encararlos—. Están vigilando las entradas de adelante y de atrás, pero con cuidado podemos escaparnos por una de las ventanas laterales y atravesar el campo. Una vez que lleguemos al camino, estaremos a unos tres kilómetros del Ravine, donde nos esperan los caballos. En la madrugada estaremos internados en la montaña.

—¿Qué pasa si nos cierran el paso? —preguntó Ferrier.

Hope le dio una palmada a la empuñadura del revólver, que asomaba de su túnica.

—Si son demasiados, nos llevaremos a dos o tres de ellos con nosotros —dijo con una siniestra sonrisa.

Las luces del interior de la casa estaban apagadas, y desde la oscuridad de la ventana Ferrier miró los sembradíos que habían sido suyos y que estaba a punto de dejar para siempre. Ya se había preparado para el sacrificio, y el honor y la felicidad de su hija eran más importantes que cualquier lamento por sus fortunas perdidas. Todo se veía tan pacífico y feliz, los árboles susurrantes y los grandes trigales silenciosos, que parecía imposible aceptar que el espíritu asesino merodeara a través de todo ello. Sin embargo, en el rostro blanco y en el gesto del joven cazador aún podía notarse que en su acercamiento a la casa vio lo suficiente como para andar con tiento.

Ferrier llevaba una maleta con el oro y los billetes, Jefferson Hope cargaba las exiguas provisiones y Lucy llevaba un pequeño fardo que contenía algunas de sus posesiones más preciadas. Abrieron la ventana con cuidado, muy despacio, y esperaron hasta que una nube negra oscureciera la noche. Uno a uno desembocaron en el pequeño jardín. Con el alma en vilo y agachados, lo atravesaron a trompicones y llegaron hasta el abrigo de un seto, que bordearon hasta el espacio abierto que conducía a los trigales. En este punto el hombre joven agarró a sus dos compañeros y los arrastró hasta la sombra, donde permanecieron temblando y en silencio.

Era algo muy bueno que el entrenamiento en las llanuras hubiera desarrollado en Jefferson Hope un oído de lince. Él y sus amigos apenas se habían agachado cuando a pocos metros se escuchó el ulular melancólico de un búho de montaña, que fue inmediatamente respondido por otro ulular a poca distancia. En el mismo momento una figura vaga y sombría emergió del espacio en el trigal adonde ellos se dirigían, y emitió un nuevo ulular lastimero, con el cual emergió de la oscuridad un segundo hombre.

—Mañana a la medianoche —dijo el primero, que parecía ser la figura autoritaria—. Cuando el chotacabras grite tres veces.

—Está bien —respondió el otro—. ¿Debo informarle al hermano Drebber?

—Pásale la orden, y que él la comparta con los demás. ¡Nueve a siete!

—¡Siete a cinco! —repitió el otro, y las dos figuras salieron en direcciones contrarias.

Sus palabras de cierre evidentemente eran alguna forma de señal y contraseñal. En el momento en que dejaron de escucharse las pisadas, Jefferson Hope se puso de pie como un rayo y lideró a sus compañeros por el espacio libre. Luego los condujo por los trigales tan rápido como les era posible; durante todo el recorrido ayudó y hasta cargó a la muchacha, cuando las fuerzas parecían abandonarla.

—¡Vamos! ¡De prisa! —susurraba de vez en cuando—. Ya atravesamos la línea de los centinelas. Ahora todo depende de nuestra velocidad. ¡Vamos!

Una vez en el camino, avanzaron rápidamente. Se toparon con gente una sola vez, y lograron ocultarse en un sembradío, para evitar ser reconocidos. Antes de llegar al pueblo, el cazador tomó un sendero escarpado y estrecho que llevaba a las montañas. Dos picos oscuros e irregulares se cernían sobre ellos en medio de la oscuridad, y el desfiladero que los atravesaba era Eagle Canyon, donde los aguardaban las bestias. Con su instinto infalible, Jefferson Hope elegía la ruta por entre grandes rocas y a través de lechos secos de ríos, hasta que llegaron a una esquina retirada y cubierta de piedras, donde estaban amarrados los fieles animales. Subieron a la muchacha a la mula, y al viejo Ferrier con su maleta repleta de dinero a uno de los caballos; Jefferson Hope se subió al otro y lideró el empinado y peligroso camino.

Se trataba de una ruta abrumadora para aquellos que no estuvieran acostumbrados a encararse con los estados de ánimo más salvajes de la naturaleza. Por un lado, un gran risco se elevaba a una altura de más de trescientos metros: era oscuro, adusto y amenazador, y tenía largas columnas basálticas en toda su superficie escarpada, como si fuera el costillar de algún monstruo petrificado. Por el otro, un salvaje caos de escombros y peñascos hacía imposible cualquier avance. Por entre los dos corría un trayecto irregular, tan estrecho en ciertos tramos que se veían forzados a marchar en fila india. Era tan irregular que únicamente jinetes muy experimentados podían recorrerlo. Sin embargo, y pese a todos los peligros y dificultades, los corazones de los fugitivos se sentían livianos, pues con cada paso aumentaban la distancia con el terrible despotismo del que huían.

No obstante, pronto llegó una prueba de que todavía estaban dentro de la jurisdicción de los Santos. Habían alcanzado el tramo más desolado y salvaje de aquel paso cuando la muchacha dio un sobresaltado grito y señaló hacia arriba. En una roca que dominaba el panorama, y que resaltaba oscura y plana contra el cielo, se veía un solitario centinela. El centinela los vio tan pronto como lo vieron a él, y su grito militar de «¡¿Quién vive?!» corrió por el silencioso desfiladero.

—Viajeros hacia Nevada —dijo Jefferson Hope con una mano sobre el rifle que llevaba en la silla de montura.

Podían ver al solitario observador toqueteando su arma y mirándolos como si su respuesta no hubiera sido satisfactoria.

—¿Con permiso de quién? —preguntó.

—De los Cuatro Santos —respondió Ferrier. De su trato con los mormones sabía que esta era la autoridad máxima que se podía convocar.

—¡Nueve a siete! —gritó el centinela.

—¡Siete a cinco! —respondió rápidamente Jefferson Hope, recordando la contraseña que había escuchado en el jardín.

—Adelante, y que el Señor vaya con ustedes —dijo la voz desde arriba.

Una vez superado este puesto de vigilancia, el camino se ensanchaba, de tal manera que los caballos pudieron lograr un trote. Al mirar hacia atrás veían al solitario centinela recostado sobre su arma, y sabían que ha­bían atravesado el último puesto de vigilancia de los elegidos, y que ahora tenían la libertad ante ellos.

CAPÍTULO V

Los Ángeles Vengadores

~

Durante toda la noche atravesaron intrincados desfiladeros y caminos irregulares cubiertos de roca. En más de una oportunidad se extraviaron, pero el conocimiento íntimo que Hope tenía de las montañas les permitía retomar la ruta. Con la llegada del alba tuvieron ante sí una escena maravillosa de salvaje belleza. En todas las direcciones los grandes picos cubiertos de nieve los cercaban, y daba la impresión de que unos miraban el lejano horizonte por encima del hombro de los otros. Tan empinadas eran las laderas rocosas que tenían a ambos lados, que los alerces y los pinos parecían suspendidos sobre sus cabezas, y era como si apenas necesitaran un soplo de viento para precipitarse sobre sus cabezas. No se trataba de un temor enteramente ilusorio, pues por todo el árido valle se veían árboles y rocas caídas de esa manera. Incluso, mientras ellos pasaban, se escuchó un ronco traqueteo: una roca se precipitó desde las alturas y desencadenó ecos en los desfiladeros y una galopada de los cansados caballos.

La lenta subida del sol por el este fue encendiendo los picos de las montañas uno tras otro, como si se tratara de lámparas en un festival, hasta dejarlas todas rubicundas y brillantes. El magnífico espectáculo alegró el corazón de los tres fugitivos y les proporcionó nuevas energías. Con la llegada a un salvaje torrente de agua que colmaba un desfiladero, decidieron detenerse y darles de beber a los caballos mientras compartían un apresurado desayuno. Lucy y su padre habrían deseado descansar un poco más, pero Jefferson Hope se mostró implacable.

—Ya estarán siguiéndonos el rastro —dijo—. Todo depende de qué tan rápido nos movamos. Una vez lleguemos a Carson, podremos descansar por lo que nos resta de vida.

Durante todo el día sortearon desfiladeros y al caer la tarde calcularon que les habían sacado unos cincuenta kilómetros a sus enemigos. Para pasar la noche eligieron la base de un peñasco que sobresalía; la roca ofrecía alguna protección contra los vientos helados, y allí, recostados los unos a los otros, disfrutaron de unas horas de sueño. Antes del alba, no obstante, estaban levantados y en camino. No habían visto ninguna señal de que los estuvieran persiguiendo, y Jefferson Hope comenzó a pensar que se encontraban razonablemente fuera del alcance de la terrible orga­nización cuya animosidad habían despertado. La verdad es que no conocía del todo el alcance de su mano de hierro, o qué tan cerca estaba de atraparlos y destrozarlos.

 

Cerca del mediodía del segundo día de su fuga las provisiones comenzaron a escasear. Esto, sin embargo, le causó poca inquietud al caza­dor, pues se podía capturar alguna presa en las montañas. Ya antes se había visto forzado a depender de su rifle para satisfacer sus necesidades vitales. Tras elegir un escondrijo resguardado, juntó un montón de ramas secas e inició un fuego con el que sus compañeros pudieron calentarse, pues se encontraban a más de 1500 metros de altura sobre el nivel del mar, y el aire era frío y cortante. Tras atar a los caballos, y luego de despedirse de Lucy, salió con su escopeta al hombro a buscar lo que fuera que se pusiera en su camino. Al mirar atrás, vio al anciano y a la chica agachados sobre el fuego, y a los tres animales en total quietud al fondo. No bien se alejó un poco, las rocas los escondieron de su vista.

Caminó un par de kilómetros de un desfiladero a otro sin tener éxito. Pero a partir de las señales sobre la corteza de los árboles, así como otros indicios, coligió que estaba en la vecindad de osos. Luego de dos o tres horas de infructuosa búsqueda, comenzó a desesperarse y a pensar en volver, cuando miró hacia arriba y por fin su corazón se cubrió de emoción. En el borde de un pináculo que sobresalía, más o menos a ciento cincuenta metros de su posición, vio a una criatura que parecía una cabra, pero con un par de gigantescos cuernos. Aquel «cuernos grandes3» —este es su nombre— posiblemente vigilara un rebaño que en el momento era invisible para el cazador, quien para su fortuna iba en dirección contraria y no los había visto. Se tumbó boca abajo y recostó el rifle sobre una roca; se tomó el tiempo para calcular el tiro antes de disparar. El animal voló por los aires, se tambaleó en el borde del precipicio y finalmente cayó en la llanura de abajo.

Era una criatura difícil de cargar, de manera que el cazador tuvo que conformarse con cortarle una pata y llevarse parte del lomo. Con el trofeo sobre sus hombros, se apresuró a volver sobre sus pasos, pues se hacía de noche. Apenas hubo emprendido el camino, cayó en cuenta de la dificultad que tenía ante sí. En medio de su ímpetu había dejado los desfiladeros que le eran familiares, y no era una tarea fácil elegir el camino de vuelta. El valle en que se encontraba se dividía y subdividía en muchísimos desfiladeros, y estos se parecían tanto entre sí que era imposible distinguir uno del otro. Siguió uno por casi dos kilómetros, hasta que llegó a un torrente montañoso que estaba seguro de nunca haber visto. Convencido de que había tomado el camino equivocado, siguió por otro, pero obtuvo el mismo resultado. La noche llegaba rápidamente, y estaba casi totalmente oscuro cuando por fin se halló en un desfiladero que le era conocido. Incluso entonces no fue fácil mantenerse en el camino correcto, pues la luna no se había alzado del todo, y los altos peñascos que tenía a lado y lado profundizaban la oscuridad. Agobiado con su carga y fatigado por sus esfuerzos, proseguía su camino como podía, manteniendo la moral con el pensamiento de que cada paso lo acercaría a Lucy y que llevaba consigo una carga que les aseguraría comida por todo lo que restaba de viaje.

Por fin llegó a la boca del mismo desfiladero en que los había dejado. Incluso en la oscuridad podía reconocer el contorno de los peñascos que lo circundaban. Sin duda, pensó, lo debían de estar esperando con ansias, pues su ausencia sumaba unas cinco horas. Con el corazón alegre se llevó las manos a la boca e hizo que la cañada resonara con el eco de su poderoso grito, como una señal de que se aproximaba. Se quedó quieto y atento a una posible respuesta. No escuchó nada más que el eco de su propio grito, que retumbaba por los barrancos lúgubres y silenciosos, y volvía a sus oídos en incontables repeticiones. Gritó una vez más, incluso más fuerte que la primera vez, y de nuevo no obtuvo respuesta de los amigos que había dejado tan poco tiempo atrás. Un terror vago e innombrable se apoderó de él, y se apresuró frenéticamente, soltando en medio de su agitación el precioso alimento que cargaba.

Al doblar por un recodo tuvo ante sí el sitio donde había encendido el fuego. Aún se veía el montón resplandeciente de brasas de leña, pero era evidente que nadie lo había avivado desde su partida. En todas las direcciones reinaba el mismo silencio absoluto y desolador. Con sus miedos ahora transformados en convicciones, siguió su camino. No había ninguna criatura viviente cerca de los restos del fuego: no había animales, ni hombre, ni muchacha. No había nada. Era evidente que había ocurrido algún desastre súbito y terrible durante su ausencia, algo tan devastador que lo había abarcado todo y que, sin embargo, no había dejado huella alguna.

Desconcertado y aturdido por este gran golpe, Jefferson Hope sintió que la cabeza le daba vueltas, y tuvo que recostarse en su rifle para no caer. Sin embargo, se trataba de un hombre de acción, y rápidamente se recuperó de su impotencia momentánea. De la hoguera tomó un leño medio consumido, lo sopló hasta lograr una llama y procedió a inspeccionar el pequeño campamento. El suelo tenía múltiples pisadas de caballos, lo cual demostraba que un gran grupo de hombres a caballo había capturado a los fugitivos; y la dirección de sus huellas señalaba que luego habían vuelto a Salt Lake City. ¿Se habían llevado a sus dos compañeros? Jefferson Hope estaba casi convencido de que había sido así, cuando sus ojos se posaron en un objeto que hizo que todos los nervios de su cuerpo se estremecieran. A poca distancia del campamento vio un montón de tierra rojiza que sobresalía del suelo. Evidentemente, no estaba allí antes, y sin suda se trataba de una sepultura recién cavada. A medida que el joven cazador se aproximaba, percibió que alguien había clavado allí un palo, que en la parte superior tenía un papel metido en la hendidura de su horquilla. La inscripción que se leía era breve e iba sin dilación al punto:

JOHN FERRIER

VIVIÓ EN SALT LAKE CITY

MURIÓ EL 4 DE AGOSTO DE 1860

Aquel viejo robusto, a quien había dejado hacía pocas horas, ya no estaba, y este era su epitafio. Jefferson Hope buscó desesperadamente una segunda tumba en las inmediaciones, pero no encontró nada. Lucy había sido raptada por sus terribles perseguidores para cumplir su destino original: ser parte del harén de uno de los hijos de los Ancianos. No bien el joven entendió la certeza del destino de Lucy, y su propia impotencia para impedirlo, deseó también yacer en su postrero lugar de descanso, como el viejo granjero.

Una vez más, no obstante, su espíritu activo sacudió el letargo que brota de la desesperación. Si no quedaba nada más para él, podría al menos dedicarle su vida a hacer justicia. Además de su indómita paciencia y su perseverancia, Jefferson Hope poseía también un deseo sostenido de venganza, que quizá había aprendido de los indios con quienes vivió. Allí, de pie junto al desolado fuego, sintió que lo único que podría aplacar su dolor sería una retribución exhaustiva y completa, llevada por su propia mano hacia sus enemigos. Su voluntad de hierro y su energía infatigable, lo supo allí mismo, serían consagradas a ese único fin. Con el rostro sombrío y pálido, volvió sobre sus pasos al lugar en el que había dejado el alimento y, luego de encender el fuego, cocinó lo suficiente para unos días. Envolvió el alimento en un fardo y, exhausto como se hallaba, emprendió el camino de vuelta por las montañas, tras las huellas de los Ángeles Vengadores.