Sherlock Holmes

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—Debería tener más fe —dijo—; a esta altura ya debería saber que cuando un hecho parece oponerse a una larga cadena de razonamientos, invariablemente demuestra la posibilidad de traer consigo una nueva interpretación. De las dos píldoras de esa caja, una contenía un veneno fatal, y la otra no causaba ningún daño. Debí haberlo sabido antes siquiera de posar mi vista sobre la caja.

Esta última declaración me pareció tan descabellada que me costó trabajo creer que Holmes estuviera en su sano juicio. No obstante, teníamos ante nosotros un perro muerto que demostraba que sus conjeturas eran correctas. Sentía como si la niebla de mi propia mente empezara gradualmente a disiparse, y comencé a vislumbrar una vaga percepción de la verdad.

—Todo esto les puede parecer extraño —continuó Holmes—, porque al principio de la investigación ustedes pasaron por alto la importancia de la pista más genuina que tuvieron ante sí. Yo tuve la buena fortuna de aferrarme a ella, y todo lo que ha ocurrido desde entonces ha servido para confirmar mi conjetura inicial, e incluso ha sido una consecuencia lógica de ella. Por consiguiente, todo aquello que a ustedes los ha dejado perplejos y que ha oscurecido más el caso a sus ojos, ha servido para iluminarme a mí y para fortalecer mis conclusiones. Es un error confundir una rareza con un misterio. El crimen más común es a menudo el más misterioso, porque no presenta características nuevas o especiales que permi­tan sacar conclusiones. Este asesinato habría resultado infinitamente más difícil de aclarar si el cuerpo de la víctima simplemente hubiera sido hallado en la carretera, sin ninguno de los extravagantes y sensacionales acompañamientos que lo han hecho tan notable. Todos estos detalles extraños, lejos de volver el caso más escabroso, realmente han tenido el efecto de simplificarlo.

El señor Gregson, que había escuchado estas palabras con considerable impaciencia, no pudo contenerse por más tiempo.

—Escuche, señor Holmes —dijo—, todos estamos preparados para admitir que usted es un hombre listo y que posee usted métodos únicos de trabajo. Sin embargo, en este momento necesitamos algo más que teoría y sermones. Se trata de capturar al culpable. Yo he esbozado una teo­ría, y al parecer estoy equivocado. El joven Charpentier no tuvo nada que ver con el segundo asesinato. Lestrade siguió la pista de Stangerson, y al parecer también está equivocado. Usted, por el contrario, ha lanzado pistas por aquí y por allá, y parece saber mucho más que nosotros, pero ha llegado el momento en que nos sentimos con el derecho de preguntarle directamente qué tanto sabe de este asunto. ¿Puede nombrar al hombre que lo hizo?

—Siento que Gregson está en lo cierto, señor —comentó Lestrade—. Tanto él como yo lo hemos intentado, y ambos fracasamos. Desde que yo llegué a esta habitación usted ha comentado una y otra vez que posee toda la evidencia que necesita. Esperamos que no se la guarde por más tiempo.

—Cualquier demora en arrestar al asesino —observé—, podría darle tiempo de llevar a cabo una nueva atrocidad.

Presionado de esta manera por nosotros, Holmes mostró señales de indecisión. Siguió caminando por la habitación. Llevaba la cabeza hundida en el pecho y las cejas contraídas sobre los ojos a medio abrir, como era su costumbre cuando cavilaba un asunto.

—No habrá más asesinatos —dijo al fin deteniendo su andar y confrontándonos—. Pueden dejar esa consideración a un lado. Me han preguntado si sé el nombre del asesino. Lo sé. Pero el mero hecho de conocer su nombre no es gran cosa, si lo comparamos con lo que representaría poder capturarlo. Espero hacerlo prontamente. Tengo todas las esperanzas de poder hacerlo por mis propios medios; pero es un asunto que requiere un manejo sumamente delicado, pues lidiamos con un hombre astuto y desesperado, y que recibe la ayuda, como he tenido la ocasión de demostrarlo, de otro hombre que es tan listo como él. Siempre y cuando este hombre no sospeche que alguien le sigue la pista, habrá oportunidad de atraparlo; pero si llega a sospechar, por pequeña que sea la sospecha, cambiará su nombre y desaparecerá en medio de los cuatro millones de habitantes de esta gran ciudad. Sin pretender herir sus sentimientos, caballeros, debo decir que considero a estos hombres superiores en todo aspecto a las fuerzas oficiales, y por ello no he recurrido a ustedes por ayuda. En caso de fracasar, desde luego, asumiré toda la responsabilidad por mis omisiones. Estoy preparado para ello. De momento, les prometo que en el instante en que me encuentre listo para comunicarme con ustedes sin que mis investigaciones sufran menoscabo, lo haré sin vacilar.

Gregson y Lestrade no se mostraron en absoluto satisfechos ante esta garantía, ni mucho menos con las alusiones que menospreciaron a la Policía. El primero se había sonrojado hasta las raíces de su cuero cabelludo, mientras que los ojos del segundo brillaban de curiosidad y resentimiento. No obstante, ninguno de los dos tuvo tiempo para hablar, porque en ese momento escuchamos un leve golpe en la puerta, y el vocero de los vagabundos, el joven Wiggins, presentó su humanidad insignificante y desagradable.

—Por favor, señor —dijo llevándose una mano al copete—, tengo el coche abajo.

—Buen chico —dijo Holmes afablemente—. ¿Por qué no adoptan este patrón en Scotland Yard? —prosiguió, mientras sacaba de un cajón unas esposas de acero—. Mire lo bien que funciona el resorte. Se cierran al instante.

—El patrón antiguo bastará —comentó Lestrade—, pero primero tenemos que hallar al hombre para ponérselas.

—Muy bien, muy bien —dijo Holmes sonriendo—. El cochero podría ayudarme con mis maletas. Wiggins, pídale por favor que suba.

Me sorprendió escuchar a mi compañero hablar como si estuviera a punto de embarcarse en un viaje, pues no me había dicho nada al respecto. Había una pequeña valija en la habitación, que Holmes tomó y empezó a atar con la correa. Estaba en ello cuando el cochero ingresó al recinto.

—Cochero, por favor deme una mano con esta hebilla —dijo mientras estaba arrodillado sobre su tarea, y sin volver la cabeza.

El sujeto avanzó con un aire huraño y desafiante, y ofreció sus manos. En ese momento se escuchó un agudo clic, el tintineo del metal, y Sherlock Holmes se puso nuevamente de pie.

—Caballeros —exclamó, con ojos destellantes—, permítanme presentarles al señor Jefferson Hope, el asesino de Enoch Drebber y de Joseph Stangerson.

Todo ocurrió muy rápido; tan rápido que apenas tuve tiempo de darme cuenta de lo que sucedía. Tengo un recuerdo vívido de aquel instante, de la expresión triunfante de Holmes y del timbre de su voz, del rostro salvaje y aturdido del cochero mientras miraba las esposas que por arte de magia aparecieron en sus muñecas. Por algunos segundos todos nos quedamos como estatuas. Entonces, con un rugido inarticulado de furia, el prisionero se zafó del agarre de Holmes y corrió hacia la ventana. El vidrio y la madera cedieron ante él, pero antes de que pudiera atravesarla por completo, Gregson, Lestrade y Holmes se lanzaron sobre el hombre como perros de caza. Entre los tres lo arrastraron de nuevo al centro del recinto, que se convirtió en el escenario de una terrible batalla. El asesino era tan fuerte, y había tanta violencia en él, que los cuatro nos vimos repelidos una y otra vez. Era como si tuviera la fuerza convulsiva de un hombre que sufre un ataque epiléptico. Tanto su rostro como sus manos habían acusado el tránsito por el vidrio, pero la sangre que manaba no tenía ningún efecto sobre su resistencia. No fue sino hasta que Lestrade logró llegar hasta el pañuelo de su cuello, con el cual casi logra estrangularlo, cuando el hombre comprendió que todos sus esfuerzos serían en vano; e incluso entonces no tuvimos ninguna garantía hasta que logramos inmovilizar sus piernas y sus brazos. Entonces nos pusimos de pie, jadeantes.

—Tenemos su coche —dijo Sherlock Holmes—. Servirá para llevarlo a Scotland Yard. Y ahora, caballeros —prosiguió con una agradable sonrisa—, hemos llegado al final de nuestro pequeño misterio. Están en total libertad de preguntarme lo que quieran, y no hay ningún riesgo de que me niegue a responder.

Segunda parte

El País de los Santos


CAPÍTULO I

La gran planicie de álcali

~

En la parte central del gran continente norteamericano yace un desierto árido y repulsivo, que por muchos años fue una barrera natural contra el avance de la civilización. Desde Sierra Nevada hasta Nebraska, y desde el río Yellowstone, en el norte, hasta el río Colorado en el sur, existe una región desolada y silenciosa. No puede afirmarse, sin embargo, que la naturaleza de este sombrío distrito conozca un único estado de ánimo. Allí pueden verse altas montañas coronadas de nieve y oscuros y melancólicos valles. Hay ríos que fluyen con prisa por escarpados cañones, y también planicies enormes, que en el invierno son blancas como la nieve, y en verano, grises por el polvo salino del álcali. Sin embargo, todo ello mantiene características comunes de infertilidad, hostilidad, y miseria.

Nadie vive en esta tierra llena de desesperanza. Tribus de pawnees o pies negros lo cruzan ocasionalmente para llegar a otros terrenos de caza, pero incluso los más recios y los más valientes entre ellos respiran de alivio al perder de vista aquellas planicies desoladas y llegar a las prade­ras más benévolas. Los coyotes merodean entre la maleza, los gavilanes aletean pesadamente por el aire y el oso pardo se mueve con parsimonia por los barrancos más oscuros, recogiendo como puede su sustento de entre las rocas. Son estos los únicos moradores de aquellas tierras salvajes.

 

En todo el mundo no se hallará una vista más lúgubre que aquella que ofrece el costado norte de Sierra Blanca. Hasta donde llega la vista puede verse la gran planicie manchada de polvo alcalino y cortada por matas minúsculas de chaparral. Casi en el borde del horizonte pueden verse largas cadenas de picos de montañas, con sus robustas cúspides cubiertas de nieve. En este gran terreno no hay señales de vida, ni nada que tenga que ver con ella. No hay aves en el firmamento azul acero, ni movimiento alguno sobre la opaca tierra; por sobre todas las cosas, hay un silencio absoluto. Por más de que se agucen los sentidos, no se escucha ni la sombra de un sonido en toda aquella área salvaje y poderosa. Nada más que silencio: un silencio completo, que somete los corazones.

Se ha dicho que no hay nada que tenga que ver con la vida en esta vasta planicie. No es verdad. Al mirar desde Sierra Blanca, se ve un camino en medio del desierto, un camino que serpentea y se pierde en la distancia. Está marcado por los baches de las llantas, y pisoteado por las huellas de muchos aventureros. Aquí y allá se ven objetos blancos que resplandecen con el sol y destacan contra las sosas reservas de alcalinos. Aproxímese. ¡Examínelos! Son huesos: algunos grandes y gruesos, otros pequeños y más delicados. Los primeros pertenecen a bueyes, los segundos a hombres. A lo largo de los dos mil quinientos kilómetros de esta ruta abominable pueden apreciarse los restos desperdigados de aquellos que han quedado de lado.

El 4 de mayo de 1847, un viajero solitario contemplaba desde lo alto esta misma escena. Por su apariencia, podría haber sido tomado por el genio o el demonio de esta región. Un observador cualquiera habría tenido problemas para declarar su edad, que parecía cercana a los 40 o a los 60 años. Su rostro era enjuto y se veía demacrado, y la piel bronceada se le ajustaba con firmeza a los huesos prominentes; su largo pelo castaño y su barba estaban recubiertos de salpicaduras blancas y quemados por un lustre poco natural. La mano que aferraba el rifle tenía un poco más de carne que la que se veía en su cuerpo. El hombre se apoyaba sobre su rifle, y pese a ello su figura y la corpulencia de sus huesos sugerían una constitución nervuda y vigorosa. Pero su rostro cadavérico, y las ropas que llevaba, que le colgaban holgadas sobre sus extremidades marchitas, eran toda una proclama respecto de su apariencia senil y decrépita. El hombre estaba muriendo: muriendo de hambre y de sed.

Había avanzado a duras penas por los desfiladeros y había llegado a esta pequeña elevación, con la esperanza de ver algún indicio de agua. Ahora la gran llanura salada se extendía ante sus ojos, que alcanzaban a ver la distante franja de montañas salvajes, y no había ninguna señal de vegetación o árboles que pudieran indicar la presencia de humedad. En toda la anchura del paisaje no había un solo rayo de esperanza. Miró al norte, al este y al oeste con ojos salvajes e inquisitivos, y entonces se dio cuenta de que su andar había llegado al final, y que allí, en aquel peñasco infértil, estaba a punto de morir.

—Da lo mismo aquí que hace veinte años en una cama de plumas —masculló y se sentó en el refugio que le permitió un peñasco.

Antes de sentarse dejó sobre el suelo su rifle inútil, así como un gran bulto atado con un mantón gris, que había llevado sobre el hombro derecho. Parecía muy pesado para sus fuerzas, pues al intentar ponerlo sobre el piso cayó con alguna violencia. De inmediato se escuchó un grito quejumbroso proveniente del paquete gris, de donde emergió una carita pequeña y asustada, de radiantes ojos de color café, y dos puños regordetes y pecosos.

—¡Me has hecho daño! —reprochó una voz infantil.

—¿En serio? —respondió el hombre compungidamente—. No lo hice a propósito.

Mientras hablaba, el hombre desenvolvió el mantón gris y sacó a una hermosa niña de unos cinco años de edad, cuyos delicados zapatos y elegante vestido rosado, sobre el cual se veía un pequeño delantal de lino, eran indicios del cuidado materno. La niña estaba pálida y demacrada, pero sus saludables brazos y piernas demostraban que no había sufrido tanto como su compañero.

—¿Mejor? —preguntó el hombre lleno de ansiedad, pues la niña seguía frotándose los enmarañados rizos rubios que cubrían la parte de atrás de su cabeza.

—Dale un beso para que mejore —dijo la niña con seriedad, mostrándole donde se había golpeado—. Es lo que solía hacer mamá. ¿Dónde está mamá?

—Tu madre ya no está. La verás pronto.

—¡Conque no está! —dijo la pequeña—. Es curioso que no se haya despedido; casi siempre lo hacía cuando iba donde la tía a tomar el té; y ahora van tres días que no la vemos… ¡Está todo muy seco! ¿No tienes un poco de agua o algo de comer?

—No, querida, no hay nada. Debes tener un poco de paciencia, y luego estarás bien. Recuesta tu cabeza sobre mí, así, y luego te vas a sentir más fuerte. No es fácil hablar cuando sientes que tus labios son de cuero, pero quizá es mejor contarte cómo viene la mano. ¿Qué es eso que tienes?

—¡Cosas lindas! ¡Cosas finas! —exclamó la niña llena de entusiasmo mientras sostenía dos resplandecientes fragmentos de mica—. Cuando regresemos a casa se los daré a mi hermano Bob.

—Pronto verás cosas más lindas —dijo el hombre confiadamente—. Solo tienes que esperar un poco. Te iba a decir algo… ¿recuerdas cuando dejamos el río?

—Sí.

—Pues bien, calculamos que llegaríamos a otro río pronto. Pero algo no salió bien: pudo ser la brújula o el mapa… algo, y aún no hemos encon­trado ningún río. Se nos acabó el agua, salvo por alguna gota que ha resul­tado para ti, y… y…

—Y no pudiste lavarte —interrumpió su compañera, contemplando su sucio rostro.

—No, ni tampoco beber un poco. Y el señor Bender, él fue el primero en irse, y luego el indio Pete, y luego la señora McGregor, y luego Johnny Hones, y luego tu madre, mi amor.

—Entonces mi madre también está muerta —chilló la pequeña niña dejando caer la cabeza sobre el delantal y sollozando amargamente.

—Sí, todos se han ido, salvo tú y yo. Llegué a pensar que podría haber agua en esta dirección, así que te cargué y vinimos juntos. Pero parece que nada ha mejorado para nosotros. ¡Solo nos queda una probabilidad infinitamente pequeña!

—¿Quieres decir que vamos a morir también? —preguntó la niña dejando de sollozar y alzando su mirada llena de lágrimas.

—Creo que a eso hemos llegado.

—¿Y por qué no lo dijiste antes? —dijo la niña riendo de júbilo—. Vaya susto que me diste. Desde luego, si morimos podremos estar de nuevo con mamá.

—Sí, mi amor: estarás con ella.

—Y tú también. Le contaré lo bueno que has sido conmigo. Apuesto que nos esperará en la puerta del cielo con una gran jarra de agua, y un montón de pasteles de alforfón, calientes y tostados por ambos lados, como nos gustan a Bob y a mí. ¿Falta mucho para morir?

—No sé… no mucho.

El hombre miró hacia el norte. En la cúpula azul del cielo aparecieron tres pequeños destellos que comenzaron a aumentar de tamaño: tan rápido era su acercamiento. Las figuras pasaron a ser tres grandes aves de color café, que sobrevolaron en círculos las cabezas de los dos caminantes, y luego se posaron en rocas más altas, que les permitían otearlos. Se trataba de buitres, los buitres del Oeste, cuya llegada anunciaba la muerte.

—¡Gallos y gallinas! —exclamó jubilosa la niña, señalando sus formas funestas, y aplaudiendo para hacerlos volar—. Papá… ¿Dios hizo este paisaje?

—Claro que lo hizo —respondió su compañero, sorprendido por la inesperada pregunta.

—Si él hizo Illinois, y si hizo Missouri —prosiguió la niña—, me parece que alguien más hizo las cosas por aquí. No parece que hayan quedado tan bien hechas. Se olvidaron del agua y de los árboles.

—¿Por qué no rezas un poco? —preguntó tímidamente el hombre.

—Pero aún no es de noche —respondió la niña.

—No importa. No es lo normal, pero a Él no le importará, ya verás. Repite las oraciones que solías decir todas las noches cuando recorríamos la llanura en la carreta.

—¿Y por qué no rezas tú un poco? —preguntó la niña con ojos asombrados.

—Se me han ido olvidando los rezos —respondió—. No he dicho ninguno desde que era la mitad de alto que ese rifle. Aunque quizá nunca sea demasiado tarde. Dilas tú en voz alta; yo escucharé atentamente y te acompañaré con el coro.

—Lo mejor es que nos pongamos de rodillas. Los dos —dijo desplegando el mantón para tal fin—. Tienes que poner tus manos así. Te hace sentir mejor.

Era una vista extraña, si además de los buitres cualquier otra persona hubiera podido mirarlos. A lado y lado de un estrecho mantón se veían dos personas arrodilladas: una niña pequeña que balbuceaba sus oraciones y un aventurero temerario y endurecido. La carita rechoncha de la niña y el rostro demacrado y anguloso del hombre giraron en dirección al cielo sin nubes, en una súplica franca al temido Ser con quien estaban cara a cara; entretanto, sus voces —una fina y clara, la otra grave y áspera— se unieron al clamor de misericordia y perdón. La plegaria llegó a su fin, y ellos volvieron a sentarse a la sombra del peñasco hasta que la niña se quedó dormida en el amplio pecho de su protector. Él la miró dormir por un tiempo, pero no pudo hacer nada contra la naturaleza. Durante tres días con sus noches no se había permitido dormir ni descansar. Lentamente los párpados comenzaron a envolverle los ojos, y la cabeza fue hundiéndose en el pecho hasta que su barba canosa se entremezcló con los bucles rubios de su compañera, y ambos durmieron el mismo sueño profundo, y ninguno de los dos soñó nada.

Si el hombre se hubiera mantenido despierto por otra media hora, sus ojos habrían tenido una vista extraña. En el otro extremo de la planicie álcali comenzó a levantarse un rocío de polvo, de manera muy tenue al principio, hasta el punto de que era imposible distinguirlo de las otras brumas del terreno, pero este fue creciendo y ensanchándose hasta convertirse en una nube sólida y bien definida. Esta nube siguió incrementando su tamaño hasta que se hizo evidente que solo podía ser producida por una gran multitud de criaturas en movimiento. En algunos lugares más fértiles un observador habría llegado a la conclusión de que alguna de aquellas grandes manadas de bisontes que suelen pastar en las prade­ras se aproximaba. Pero esto, desde luego, era imposible en aquellas tierras áridas. A medida que el torbellino de polvo se acercaba a aquel peñasco solitario en que los dos abandonados dormían, fueron haciéndose visibles los toldos de lona de las carretas y las figuras de hombres armados a caballo, hasta que la aparición se convirtió en una gran caravana que viajaba hacia el oeste. ¡Y vaya caravana! En el momento en que la cabeza llegó a la base de la montaña, la parte posterior aún no era visible en el horizonte. A todo lo largo de la planicie pudo observarse su enormidad: carretas y coches, hombres a caballo, y hombres a pie. Innumerables mujeres que se tambaleaban bajo la carga que llevaban a cuestas, y niños que correteaban a la par de las carretas o que miraban por debajo de los toldos blancos. Era evidente que no se trataba de un grupo ordinario de inmigrantes, sino de un pueblo nómada que por el peso de las circunstancias se había visto obligado a buscar nuevas tierras. De aquella enorme masa de hombres se alzaban confusos estruendos y repiqueteos, los chirridos de las llantas y los relinchos de los caballos. Pero todo ello no fue suficiente para despertar a los dos agotados viajeros que dormían en lo alto.

Marchaba a la cabeza de la columna un grupo de hombres solemnes, serios, de rostros férreos y ataviados con ropas de colores oscuros, de fabricación doméstica. Cargaban rifles. Al llegar a la base del peñasco se detuvieron para sostener una breve reunión entre ellos.

—Los pozos están a la derecha, hermanos míos —dijo un hombre de gesto enérgico, totalmente afeitado y de cabello enmarañado.

—A la derecha de Sierra Blanca… de este modo llegaremos al río Grande —dijo otro.

—No teman por agua —exclamó un tercero—. Aquel que pudo extraerla de las rocas no abandonara ahora a su pueblo elegido.

—¡Amén! ¡Amén! —respondieron todos en coro.

Estaban a punto de reanudar la marcha cuando uno de los hombres más jóvenes, de vista más aguda, profirió una exclamación y señaló al peñasco escarpado encima de ellos. En la cima ondeaba un pequeño trozo de tela rosada, que resaltaba brillante y pesado contra las rocas que tenía detrás. De inmediato se escucharon las riendas de los caballos, y los hombres empuñaron sus fusiles, al tiempo que nuevos hombres a caballo llegaron como refuerzos desde la retaguardia. Las palabras «pieles rojas» se escucharon de todos los labios.

 

—No puede haber muchos injuns por aquí —dijo el hombre de más edad, que parecía estar al mando—. Hemos dejado atrás a los pawnees, y no hay más tribus hasta que crucemos las grandes montañas.

—¿Cree que debo ir a echar un vistazo, hermano Stangerson? —preguntó uno de los hombres.

—¡Y yo! ¡Y yo! —gritaron otros hombres.

—Dejen los caballos; aquí los esperaremos —respondió el anciano.

En un instante los jóvenes desmontaron, amarraron sus caballos y comenzaron a ascender la escarpada pendiente que llevaba hasta el objeto que había picado su curiosidad. Avanzaban rápidamente y sin hacer ruido, con la confianza y destreza de los exploradores avezados. Quienes los observaban desde abajo podían verlos saltar de una roca a otra hasta que sus figuras alcanzaron el horizonte del cielo. El joven que primero había dado la alarma lideraba el grupo. De repente sus seguidores lo vieron alzar los brazos, como preso del asombro, y cuando lo alcanzaron se sintieron afectados de la misma manera por lo que tuvieron ante sus ojos.

En la pequeña planicie que coronaba aquella colina árida había un único peñasco gigante, sobre el cual vieron recostado a un hombre alto, de gran barba y rasgos duros, pero de una delgadez extrema. Su rostro plácido y su respiración sostenida daban a entender que dormía profundamente. A su lado se veía una pequeña niña, cuyos brazos blancos rodeaban el cuello fibroso del hombre; la cabecita de rubios cabellos descansaba sobre la túnica de pana con que su protector se cubría el pecho. Los labios rosados de la niña, entreabiertos, dejaban ver la línea de sus dientes blancos como la nieve, y una sonrisa juguetona se había apoderado de su gesto. Sus piernitas blancas y rellenas, que terminaban en medias blancas y pulcros zapatos de brillantes hebillas, ofrecían un extraño contraste con las largas y marchitas extremidades de su compañero. En el saliente de una roca arriba de esta rara pareja se veían tres solemnes buitres que, al ver a los recién llegados, dejaron escapar tremendos alaridos de decepción y salieron volando de mal humor.

Los chillidos de las repugnantes aves despertaron a los durmientes, quienes miraron alrededor absolutamente desconcertados. El hombre se tambaleó hasta ponerse de pie y divisó la planicie que había estado tan desolada cuando el sueño lo había vencido, y que ahora se veía poblada de un cuerpo enorme de hombres y bestias. En tanto miraba, su rostro asumió una expresión de incredulidad, y se pasó la huesuda mano por los ojos.

—Entonces esto es lo que llaman delirio —masculló.

La niña se había puesto de pie a su lado sin dejar de sostener el faldón del abrigo del hombre. No decía nada, pero todo lo miraba con los ojos fascinados e inquisitivos de los niños.

Rápidamente el grupo de hombres convenció a los dos abandonados de que su aparición no era ningún delirio. Uno de ellos tomó a la niña y la subió sobre sus hombros, mientras que otros dos ayudaron a su demacrado acompañante, y los guiaron hasta las carretas.

—Mi nombre es John Ferrier —explicó el hombre—; esa pequeña y yo somos todo lo que queda de un grupo de más de veinte personas. Los otros murieron de hambre y de sed en el sur.

—¿Es su hija? —preguntó alguien.

—Lo es ahora —exclamó el hombre desafiante—. Es mía porque la salvé. Ningún hombre me la quitará. A partir de hoy será Lucy Ferrier. ¿Quiénes son ustedes? —prosiguió mirando con curiosidad a sus robustos salvadores; era evidente que habían aguantado mucho sol—. Parece que son muchísimos.

—Alrededor de diez mil —dijo uno de los jóvenes—. Somos los hijos perseguidos de Dios… los elegidos por el ángel Moroni.

—Nunca escuché nada sobre él —dijo Ferrier—, pero al parecer eligió una buena multitud.

—No se burle de lo sagrado —dijo con severidad otro de los hom­bres—. Creemos en las Sagradas Escrituras… aquellas que fueron dispuestas con caracteres egipcios sobre planchas de oro batido y que le fueron entregadas al santo Joseph Smith en Palmira. Venimos de Nauvoo, en el estado de Illinois, lugar en el que fundamos nuestro templo; buscamos refugio de la violencia de los paganos, así sea en la mitad del desierto.

Al escuchar el nombre Nauvoo, todo fue claro para John Ferrier.

—Veo —dijo—. Ustedes son los mormones.

—¡Somos los mormones! —respondieron los hombres en coro.

—¿Y hacia dónde se dirigen?

—No lo sabemos. La mano de Dios nos guía bajo la persona de nuestro profeta. Venga con nosotros a verlo. Él dirá qué debemos hacer con usted.

Para ese momento habían llegado al pie de la colina, y estaban rodeados de varios grupos de peregrinos: se veían mujeres pálidas y dóciles, niños vigorosos y sonrientes, hombres ansiosos de miradas francas. Al percibir a la niña, y al comprobar el estado de miseria del hombre, se escucharon numerosas exclamaciones de asombro y conmiseración. Ante esto la escolta no se detuvo, todo lo contrario, intensificó su marcha, que arrastró una gran muchedumbre. Finalmente llegaron a una carreta muy llamativa por su tamaño y por la ostentación y elegancia de su presencia. Hasta seis caballos la arrastraban, mientras que las otras carretas tenían uno o dos, cuatro animales como mucho. Junto al conductor se veía un hombre de no más de treinta años, pero cuya maciza cabeza y categórica expresión lo señalaban como el líder. Leía un volumen de color café, que dejó a un lado al ver la multitud que se aproximaba, y escuchó con atención un recuento del episodio. Luego de hacerlo, se volvió hacia los dos extraños.

—Si decidimos llevarlos con nosotros —dijo con solemnidad—, solo será como seguidores de nuestro credo. No llevaremos lobos en nuestro redil. Mucho mejor que sus huesos se blanqueen en este desierto a que ustedes se conviertan en la pequeña mancha de putrefacción que con el tiempo infectará toda la fruta. Estas son nuestras condiciones, y si quieren venir con nosotros, será de esta manera.

—Iremos con ustedes bajo cualquier condición —dijo Ferrier con tal énfasis que los ancianos no pudieron reprimir una sonrisa. Solo el líder mantuvo una expresión seria e impactante.

—Lléveselo, hermano Stangerson —dijo—. Aliméntelo y dele de beber; también a la niña. Es su tarea enseñarle nuestra santa fe. Ya llevamos mucho tiempo aquí. ¡A Sion! ¡Vamos a Sion!

—¡Vamos a Sion! —gritó la muchedumbre de mormones, y las palabras se desperdigaron por toda la caravana de boca en boca, hasta convertirse en un rumor apagado en la distancia.

Con chasquidos de látigos y chirridos de llantas las carretas se pusieron en movimiento, y pronto la caravana serpenteó de nuevo. El anciano a cuyo cuidado se puso a los dos vagabundos los condujo hasta su propia carreta, donde los aguardaba una cena.

—Permanecerán aquí —dijo—. En algunos días se recuperarán de sus fatigas. Mientras tanto, recuerden que desde ahora y para siempre pertenecen a nuestra religión. Brigham Young lo ha dicho, y ha hablado con la voz de Joseph Smith, que es la voz de Dios.