Sherlock Holmes

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CAPÍTULO VI

Tobías Gregson muestra de qué es capaz

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Los periódicos de la mañana estaban repletos de información del «Misterio de Brixton», según lo llamaron. Todos traían extensos recuentos del asunto, y en algunos de ellos le dedicaban, además, notas editoriales. En estas encontré información nueva para mí. Aún tengo en mi álbum los recortes y fragmentos alusivos al caso. A continuación presento un resumen.

The Daily Telegraph acotaba que en la historia del crimen pocas veces se había presentado una tragedia de características más extrañas que esta. El apellido alemán de la víctima, la ausencia de cualquier móvil y la siniestra inscripción en la pared… todo apuntaba a que se trataba de un acto perpetrado por refugiados políticos y revolucionarios. Las ramas socialistas se habían extendido hasta los Estados Unidos, y sin ninguna duda el finado infringió sus leyes no escritas, motivo por el cual lo rastrearon. Luego de frívolas alusiones al Vehmgericht, el acqua tofana, los Carbonarios, la marquesa de Brinvilliers, la teoría darwiniana, los principios de Malthus y los asesinos de la carretera de Ratcliff, el artículo concluía reprendiendo al Gobierno y proponiendo una vigilancia más estrecha sobre los extranjeros en Inglaterra.

The Standard comentaba el hecho de que tales atrocidades ilícitas solían ocurrir bajo una administración liberal y emergían de las mentes desconcertadas de las masas y del debilitamiento permisivo y consecuente de toda figura autoritaria. El difunto era un caballero estadounidense que había residido por algunas semanas en la metrópoli. Se había hospedado en la pensión de madame Charpentier, en Torquay Terrace, Camberwell. En sus viajes lo había acompañado su secretario privado, el señor Joseph Stangerson. Los dos hombres se despidieron de su casera el día 4 del corriente (martes) y salieron a la estación de Euston con la declarada intención de tomar el expreso de Liverpool. Luego fueron vistos en el andén. Nada más se sabe de ellos hasta que el cadáver del señor Drebber fue hallado, según el registro, en una casa vacía en Brixton Road, que dista muchos kilómetros de Euston. La manera en que llegó allí y cómo encontró su fatal destino son preguntas que todavía están pendientes de una respuesta, y configuran el misterio. Nada se sabe del paradero de Stangerson. El periódico expresaba, además, su complacencia por saber que el señor Lestrade y el señor Gregson, de Scotland Yard, están al frente del caso, lo cual constituye una garantía de que el asunto se esclarecerá prontamente, habida cuenta de los buenos oficios de estos conocidos detectives.

The Daily News hizo hincapié en que se trataba de un crimen político. «El despotismo y el odio hacia el liberalismo han animado a los gobiernos continentales y esto ha tenido el efecto de conducir a nuestras costas grandes grupos de hombres que, de no haber sufrido deterioros por todo lo que han experimentado, habrían sido excelentes ciudadanos. Para estos hombres existe un estricto código de honor, y cualquier infractor debe pagar con su vida. Se deben llevar a cabo todos los esfuerzos para encontrar al secretario Stangerson, así como para determinar ciertas particularidades de las costumbres del muerto. Se ha dado un gran paso adelante gracias al descubrimiento de la dirección de la casa donde los hombres se alojaban, que le debemos por entero a la perspicacia y energía del señor Gregson, de Scotland Yard.»

Sherlock Holmes y yo leímos todo esto juntos al desayuno; para mi compañero fue una gran fuente de entretenimiento.

—Le dije que, pasara lo que pasara, todo el crédito iba a ser para Lestrade y Gregson.

—Eso depende de cómo resulte.

—Oh, vaya inocencia… Eso no importa en lo más mínimo. Si el hombre es capturado, lo será debido a sus esfuerzos; si huye, será a pesar de sus esfuerzos. Ganan con cara y no pierden con sello. Sin importar lo que hagan, tendrán seguidores. Un sot trouve toujours un plus sot qui l’admire1.

—¿Qué diablos es eso? —exclamé, porque en aquel mismo momento escuchamos el golpeteo de muchos pasos precipitados en el vestíbulo y subiendo las escaleras, acompañados de expresiones de disgusto de nuestra casera.

—Es la división Baker Street de la fuerza detectivesca y policial —dijo con gravedad mi compañero; y mientras hablaba entraron a nuestro salón media docena de los más sucios y harapientos granujas que mis ojos habían visto en la vida.

—¡Atención! —exclamó Holmes en tono cortante, y los seis rufianes se formaron en línea como si fueran estatuas—. En el futuro solo debe subir Wiggins a entregar su informe, los demás tendrán que esperar en la calle. ¿Lo encontraron, Wiggins?

—No, señor. No lo encontramos —dijo uno de los más jóvenes.

—Tenía pocas esperanzas. Deben seguir buscándolo hasta que lo encuentren. Aquí está su paga. —A cada uno le dio un chelín—. Ahora váyanse, y a la próxima vuelvan con algo mejor.

Agitó su mano y los seis hombres corretearon escaleras abajo como ratas. Al poco tiempo escuchamos sus voces chillonas en la calle.

—Uno solo de aquellos mendigos es más eficiente que doce policías —observó Holmes—. La mera vista de un agente en uniforme hace que la gente selle sus labios. Estos jóvenes, por el contrario, van a todos lados y escuchan todo. Son tan punzantes como agujas; lo único que necesitan es un poco de orden.

—¿Los está empleando en el caso de Brixton? —pregunté.

—Sí. Hay un punto del que necesito cerciorarme. Es cuestión de tiempo. ¡Mire usted! Aquí llegan las noticias más intensas. Gregson viene por la calle y en todo su rostro no se ve otra cosa que beatitud. Viene hacia acá, lo sé. Así es: se detuvo. ¡Aquí está!

Se escuchó un violento repiqueteo del timbre, y luego de unos segundos el rubio detective subió por las escaleras de tres en tres y entró como un rayo en nuestro salón.

—Mi querido amigo —exclamó estrujando la mano indiferente de Holmes—. ¡Felicíteme! ¡Lo he aclarado todo!

Me dio la impresión de que una sombra de ansiedad se cernía sobre el rostro expresivo de mi compañero.

—¿Quiere decir que ha encarrilado la investigación? —preguntó.

—¿Que si la he encarrilado? ¡Por Dios ¡Ya he arrestado al hombre!

—Y su nombre es…

—Arthur Charpentier, subteniente de las fuerzas navales de su majestad —dijo Gregson frotando pomposamente sus manos regordetas e inflando el pecho.

Sherlock Holmes dio un suspiro de alivio y se relajó hasta sonreír.

—Tome asiento y pruebe uno de aquellos cigarros —dijo—. Estamos ansiosos por saber cómo lo hizo. ¿Quiere un poco de whisky con agua?

—Eso estaría bien —respondió el detective—. Los tremendos esfuerzos que he pasado durante los últimos días me han agotado por completo. No se trata tanto de cansancio corporal, verá usted, sino más bien de agotamiento mental. Usted sabrá comprenderme, señor Sherlock Holmes, en vista de que ambos trabajamos con la mente.

—Me hace usted un gran honor —dijo Holmes con seriedad—. Escuchemos cómo llegó a este resultado tan gratificante.

El detective se acomodó en el sillón y le dio una calada complaciente a su cigarro. Entonces, de repente, en una suerte de paroxismo, se dio una palmada en el muslo y exclamó:

—Lo más divertido de todo es que el tonto de Lestrade, que se cree tan listo, ha ido tras una pista totalmente equivocada: está detrás del secretario Stangerson, quien tiene que ver tanto con el caso como un bebé nonato. No tengo ninguna duda de que ya lo habrá capturado.

La idea le resultó tan divertida a Gregson que no pudo evitar reírse hasta el ahogo.

—¿Y cómo obtuvo usted la clave del caso?

—Ah, se lo contaré todo. Desde luego, doctor Watson, esto debe quedar entre nosotros. La primera dificultad que tuvimos que sortear fue hallar los antecedentes de este ciudadano estadounidense. Otras personas habrían esperado a que sus anuncios obtuvieran respuesta o hasta que aparecieran testigos con información. Pero esa no es la manera en que Tobías Gregson hace su trabajo. ¿Recuerdan ustedes el sombrero que se hallaba al lado del cadáver?

—Sí —dijo Holmes—; fabricado por John Underwood e hijos, 129, Camberwell Road.

Gregson pareció abatido por la información.

—No estaba al tanto de que usted lo había notado —dijo—. ¿Ha ido hasta allí?

—No.

—¡ Ja! —exclamó Gregson con voz aliviada—, nunca ha de ignorarse ningún aspecto de un caso, por pequeño que parezca.

—Para una gran mente, ningún detalle es menor —sentenció Holmes.

—Pues bien, fui a ver a Underwood y le pregunté si había vendido un objeto de esas características. Consultó sus cuadernos y lo encontró a la primera. Le había enviado aquel sombrero al señor Drebber a la pensión Charpentier en Torquay Terrace. De esta manera obtuve la dirección.

—¡Qué inteligente! ¡Inteligencia pura! —murmuró Sherlock Holmes.

—El paso siguiente fue visitar a madame Charpentier —continuó el detective—. La encontré muy pálida y angustiada. Su hija también estaba en la habitación; se trata de una chica inusualmente buena: tenía los ojos rojos y sus labios temblaban al intentar contestar mis preguntas. Ese detalle no se me escapó. Comencé a sospechar que había gato encerrado. Usted sabe cómo es, señor Sherlock Holmes, cuando intuimos que estamos tras la pista adecuada. Una especie de emoción nerviosa.

»—¿Saben de la misteriosa muerte del señor Enoch J. Drebber, de Cleveland, quien fue huésped aquí mismo? —pregunté.

»La madre asintió. Parecía como si no le fuera posible hablar en ese momento. La hija rompió a llorar. Entonces sentí más que nunca que aquellas personas sabían algo del asunto.

 

»—¿A qué hora se fue el señor Drebber a la estación? —pregunté.

»—A las ocho —respondió la madre tragando saliva a fin de paliar su agitación—. Su secretario, el señor Stangerson, dijo que había dos trenes, uno a las 9:15 y otro a las 11:00. El señor Drebber tomaría el primero.

»—¿Y esa fue la última vez que usted lo vio?

»Un cambio terrible sobrevino en el rostro de la mujer apenas escuchó la pregunta, y se puso totalmente lívida. Pasaron algunos segundos para que pudiera emitir una sola palabra: “Sí”, que pronunció en un tono ronco y poco natural.

»No se escuchó nada por un instante, hasta que la hija habló con voz clara y calmada:

»—Nada bueno puede salir de la falsedad, mamá —dijo—. Seamos sinceras con este caballero. La verdad es que sí volvimos a ver al señor Drebber.

»—¡Que Dios te perdone! —gritó madame Charpentier subiendo los brazos y hundiéndose en la silla—. Acabas de matar a tu hermano.

»—Arthur habría preferido que dijéramos la verdad —respondió la joven con voz firme.

»—Es mejor que me lo digan ahora —dije yo—. Una confesión a medias es peor que nada. Además, ustedes no saben qué tanto sabemos nosotros del asunto.

»—¡Cargarás con esto siempre, Alice! —exclamó la mamá antes de hablarme a mí—. Le diré todo, señor. No crea que mi agitación por mi hijo emerge de algún temor de que él tenga que ver algo con todo esto. Es completamente inocente. Tengo miedo, no obstante, de que a sus ojos o a ojos de los demás él pueda parecer comprometido. Eso, sin duda algu­na, es imposible. Su dignidad, su profesión, sus antecedentes… todo ello lo impediría.

»—Lo mejor que puede hacer es contarme todos los hechos —respondí—. Si su hijo es inocente, nada malo le sucederá.

»—Alice, lo mejor es que nos dejes solos —dijo la mujer, y su hija abandonó el recinto—. Está bien, señor —continuó—, yo no tenía ninguna intención de contarle todo esto, pero en vista de que mi pobre hija ha hablado, no me queda otra alternativa. Habiéndome decidido, le contaré todo sin omitir detalle.

»—Es lo más prudente que puede hacer, señora —dije.

»—El señor Drebber estuvo con nosotros cerca de tres semanas. Él y su secretario, el señor Stangerson, habían estado viajando por el continente. En una de sus valijas leí una etiqueta que decía “Copenhague” y esto, desde luego, demostraba que esa ciudad había sido su última parada. Stangerson era un hombre tranquilo y reservado, pero su empleador, lamento decirlo, era todo lo contrario. Tenía hábitos chabacanos y modos toscos. La misma noche en que llegaron se emborrachó de la peor forma y, ciertamente, nunca estuvo sobrio luego del mediodía. Su trato con las criadas siempre fue repugnantemente libertino e informal. Lo peor de todo es que pronto asumió el mismo trato con mi hija Alice, y más de una vez le habló de una manera que, por fortuna, ella es demasiado inocente para comprender. En una ocasión llegó hasta a abrazarla a la fuerza, un atropello que hizo que su propio secretario le reprochara su poco caballerosa conducta.

»—¿Y por qué permitió usted todo eso? —pregunté—. Supongo que puede librarse de sus inquilinos cuando así le plazca.

»Mi pregunta hizo que la señora Charpentier se ruborizara.

»—¡Ojalá le hubiera pedido que se largara el mismo día que llegó! —dijo—. Pero la tentación estaba allí: cada uno me estaba pagando una libra diaria, es decir, catorce a la semana, y estamos en temporada baja. Soy viuda, y la carrera de mi hijo en la Marina me cuesta mucho dinero, que me dolía perder echándolos. Pensé en el bien mayor. Sin embargo, esto último fue demasiado, y les pedí que se fueran. Y por eso se fueron.

»—¿Y entonces?

»—Mi corazón se tranquilizó cuando lo vi alejarse. Mi hijo está de permiso ahora, pero no le dije nada, pues tiene un temperamento violento y siempre ha estado muy encariñado con su hermana. Cuando cerré la puerta el día que se fueron, me quité un gran peso de encima. Por desgracia, no había pasado ni una hora cuando escuché el timbre y vi que el señor Drebber había vuelto. Estaba muy agitado y era evidente que estaba totalmente borracho. Se metió a la fuerza a la habitación en que me encontraba con mi hija y comentó de manera incoherente que el tren lo había dejado. Entonces le habló a ella y delante de mí le pidió que se fuera con él.

»—Estás en edad —dijo—, y no hay ley que te lo impida. Tengo dinero de sobra. No te preocupes por esta vieja, ven conmigo ahora y vive como una princesa.

»La pobre Alice estaba tan asustada que trató de alejarse, pero el hombre la agarró por la muñeca e intentó llevársela consigo. En ese momento di un grito y mi hijo Arthur entró en el recinto. Lo que sucedió entonces no lo sé. Escuché todo tipo de blasfemias y los sonidos típicos de una riña. Estaba tan aterrorizada que no podía levantar la cabeza. Cuando lo hice finalmente, Arthur estaba en la entrada. Reía y sostenía un garrote.

»—No creo que ese buen caballero vuelva a darnos problemas —dijo—. Lo seguiré a ver qué hace.

»Tras decir esto, tomo su sombrero y salió a la calle. A la mañana siguiente nos enteramos de la misteriosa muerte del señor Drebber.

»Esta declaración salió de los labios de la señora Charpentier plagada de jadeos y pausas. En ocasiones hablaba tan bajo que yo apenas podía entender lo que estaba diciendo. Todo el tiempo tomé notas en taquigrafía, de manera que no hubiera posibilidad de equívocos.

—Muy emocionante —dijo Sherlock Holmes mientras bostezaba—. ¿Qué ocurrió después?

—Cuando la señora Charpentier dejó de hablar —continuó el detective—, vi que todo el caso pendía de un solo punto. Fijando mi mirada en ella de un modo que, me he dado cuenta, siempre resulta efectivo con las mujeres, le pregunté a qué hora había regresado su hijo al hogar.

»—No lo sé —respondió la mujer.

»—¿No lo sabe?

»—No. Tiene su propia llave y la usó para entrar.

»—¿Luego de que usted se fuera a la cama?

»—Sí.

»—¿A qué hora?

»—Cerca de las once.

»—Así que su hijo estuvo afuera al menos dos horas.

»—Así es.

»—¿Puede que cuatro o cinco?

»—Sí.

»—¿Y qué hizo durante todo ese tiempo?

»—No lo sé —respondió, y perdió hasta el color de los labios.

»Por supuesto, luego de eso no se podía hacer más. Averigüé el paradero del teniente Charpentier, fui hasta allá con dos agentes y lo arresté. Cuando le toqué el hombro y le advertí que viniera con nosotros sin ningún aspaviento, dijo sin ningún rubor:

»—Supongo que viene a arrestarme por la muerte de ese canalla de Drebber.

»No le habíamos dicho nada al respecto, así que el hecho de que él hiciera alusión por su propia cuenta es altamente sospechoso.

—Mucho —dijo Holmes.

—Aún llevaba el pesado garrote con el que la madre describió su salida tras Drebber. Era una porra de roble macizo.

—¿Cuál es su teoría?

—Mi teoría es que siguió a Drebber hasta Brixton Road. Una vez allí, se dio un nuevo altercado entre los dos, en el curso del cual Drebber recibió un fuerte impacto de la porra, posiblemente en la boca del estómago, que lo mató sin dejar ninguna marca. Como esa noche llovió, no había nadie, así que Charpentier arrastró el cuerpo de la víctima hasta la casa deshabitada. En lo concerniente a la vela, y la sangre, y la escritura de la pared, y el anillo… se trata solamente de trucos para tratar de despistar a la Policía.

—¡Gran trabajo! —dijo Holmes en tono alentador—. De verdad, Gregson, usted va para arriba. Lo veremos llegar a lo más alto.

—Presumo de haberlo manejado cuidadosamente —contestó el detective lleno de orgullo—. El joven declaró de manera voluntaria que luego de seguir a Drebber por un lapso, este notó su cercanía y tomó un coche con el objetivo de alejarse. Cuando regresaba a casa se encontró con un compañero de tripulación, y juntos dieron una larga caminata. Tras preguntársele dónde vivía su compañero, no pudo dar ninguna respuesta satisfactoria. Considero que todas las piezas del caso enca­jan extraor­dinariamente bien. Lo que más me asombra es pensar en Lestrade, que persiguió un rastro equivocado. Me temo que no llegará a ningún lado. Pero, oh, por Dios, aquí tenemos a nuestro hombre.

Se trataba ciertamente de Lestrade, quien había subido las escaleras mientras nosotros hablábamos, y ahora ingresaba al salón. La seguridad y el garbo que usualmente eran el sello de su actitud y vestimenta no lo acompañaban esta vez. Su rostro se veía turbado y agitado, y su ropa, desarreglada y descuidada. Evidentemente había venido a consultar a Sherlock Holmes, pero al ver a su colega pareció avergonzado e incómodo. Se quedó de pie en mitad del recinto toqueteando nerviosamente su sombrero, sin saber qué hacer.

—Se trata del caso más extraordinario —dijo por fin—, muy difícil de entender.

—¡No me diga, señor Lestrade! —exclamó triunfante Gregson—. Sospechaba que llegaría usted a esa conclusión. ¿Ha podido encontrar al secretario Stangerson?

—El secretario, el señor Joseph Stangerson —dijo Lestrade con seriedad—, fue asesinado esta mañana cerca de las seis en el hotel Halliday.

1 . N. del T.: «Un tonto siempre encuentra a otro tonto mayor que lo admira.» (En francés en el original.)

CAPÍTULO VII

Una luz en la oscuridad

~

La información con que nos saludaba Lestrade resultó tan trascendental e inesperada que los tres nos quedamos perplejos. Gregson se levantó de un salto de su sillón y se bebió de un sorbo lo que quedaba de su whisky con agua. Yo me quedé mirando en silencio a Sherlock Holmes, que apretaba los labios y contraía las cejas entrecerrando los ojos.

—¡Stangerson también! —masculló—. La trama se complica.

—Ya estaba lo suficientemente complicada —refunfuñó Lestrade tomando una silla—. Parece que he llegado a una suerte de consejo de guerra.

—¿Está usted… está usted seguro de esta noticia? —tartamudeó Gregson.

—Acabo de venir del sitio —dijo Lestrade—. Fui el primero en descubrir lo que había ocurrido.

—Hemos estado escuchando la opinión de Gregson sobre el asunto —observó Holmes—. ¿Le importaría contarnos lo que ha visto y lo que ha hecho?

—No tengo ninguna objeción —contestó Lestrade mientras se sentaba—. Confieso, sin que me lo pregunten, que mi idea era que Stangerson estaba inmiscuido en la muerte de Drebber. Lo que acaba de suceder demuestra que yo estaba por completo equivocado. Ciego por este parecer, me propuse descubrir qué había sido del secretario. Alrededor de las 8:30 de la noche del día 3 vieron a ambos hombres en la estación de Euston. A las dos de la mañana se encontró a Drebber en Brixton Road. La cuestión que tenía ante mí era averiguar qué había hecho Stangerson entre las 8:30 y la hora del crimen, y qué le había sucedido después. Telegrafié a Liverpool una descripción del secretario y les advertí que vigilaran de cerca todas las embarcaciones estadounidenses. Luego llamé a todos los hoteles y pensiones de Euston y sus alrededores. Mi razonamiento era el siguiente: si Drebber y su compañero se habían separado, la acción natural para este último sería buscar dónde pasar la noche en un lugar cercano, de tal forma que pudiera llegar a la estación en la mañana.

—Es posible que hubieran acordado previamente encontrarse en algún lugar —comentó Holmes.

—Así quedó demostrado. Pasé toda la tarde de ayer haciendo averiguaciones inútiles. Esta mañana comencé desde muy temprano, y a las ocho llegué al hotel Halliday, en Little George Street. A la pregunta de si allí se hospedaba un señor Stangerson, respondieron de manera inmediata y afirmativa.

»—Sin duda usted es el caballero que él aguarda —dijeron—. Lleva dos días esperándolo.

»—¿Dónde está ahora? —pregunté.

»—Arriba, en su habitación. Nos pidió que lo llamáramos a las nueve.

»—Iré a verlo inmediatamente —dije.

»Consideraba que una aparición repentina podría alterar sus nervios y llevarlo a una declaración espontánea. El botones se ofreció a conducirme a su habitación: quedaba en el segundo piso, y a ella se llegaba por medio de un pequeño corredor. Cuando llegamos me señaló la puerta y se dispuso a bajar nuevamente las escaleras, en ese momento vi algo que me hizo sentir mareado, a pesar de mis veinte años de experiencia: por debajo de la puerta salía un hilillo de sangre que zigzagueaba por el corredor formando un pequeño charco sobre el friso de la pared contraria. Entonces di un grito que hizo que el botones volviera. Casi se desmaya cuando vio la sangre. La puerta estaba cerrada por dentro, pero impactán­dola con los hombros una y otra vez logramos derribarla. La ventana estaba abierta, y al lado de la ventana, acurrucado, se veía el cuerpo de un hombre en ropa de dormir. Estaba bien muerto, y lo había estado por algún tiempo, pues sus extremidades estaban frías y rígidas. Tras voltearlo, el botones lo reconoció inmediatamente como el mismo caballero que había tomado la habitación bajo el nombre de Joseph Stangerson. La causa de la muerte era una profunda puñalada en el costado izquierdo, que tuvo que haber penetrado el corazón. Y ahora viene lo más extraño del caso. ¿Qué creen que había arriba del hombre asesinado?

 

En ese momento sentí un ligero estremecimiento en todo el cuerpo y presentí el inminente horror, incluso antes de que Sherlock Holmes respondiera la pregunta.

—¿La palabra “RACHE” escrita con sangre?

—Eso mismo —dijo Lestrade con voz anonadada. Todos nos quedamos en silencio por un momento.

Había algo tremendamente metódico e incomprensible en los modos de aquel extraño asesino, que hacía sus crímenes aún más espantosos. Mis nervios, que supieron mantenerse firmes en el campo de batalla, tambalearon al considerarlo.

—El hombre fue visto por alguien —continuó Lestrade—. Un chico repartidor de leche, camino a su lechería, pasó por la calle que sale de las caballerías en la parte de atrás del hotel. Vio una escalera que usualmente estaba allí, pero que en esa ocasión se hallaba recostada contra una de las ventanas del segundo piso. La ventana estaba abierta de par en par. Luego de pasar por el sitio, se dio la vuelta y vio a un hombre bajar la escalera. Bajaba tan silencioso y calmado que el muchacho pensó que solo se trataba de un carpintero o un trabajador del hotel. No se fijó particular­mente en el hombre, pero alcanzó a pensar que era algo tempra­no para una labor como aquella. Tiene la impresión de que se trataba de un hombre alto, de rostro rubicundo, vestido con un gran abrigo color café. Es casi seguro que se quedó un rato en la habitación luego del crimen, pues encontramos manchas de sangre en la pileta, donde se había lavado las manos, y en las sábanas, donde deliberadamente limpió el cuchillo.

Miré a Holmes al escuchar la descripción del asesino, que se correspondía exactamente con la suya. No obstante, no percibí ninguna señal de júbilo ni satisfacción en su rostro.

—¿No encontraron nada en la habitación que pueda aportar una pista sobre el asesino? —preguntó.

—Nada de importancia. Stangerson tenía la billetera de Drebber en su bolsillo, pero esto no parece fuera de la normal, en vista de que Stangerson era el encargado de pagar todo. Había cerca de ochenta libras en ella, pero no habían tocado nada. Cualesquiera que sean los motivos de estos crímenes fuera de lo común, no parecen tratarse de robos. No encontramos ningún tipo de papeles, documentos, ni notas en los bolsillos del hombre, excepto por un telegrama, fechado en Cleveland un mes atrás, que contenía las siguientes palabras: «J. H. está en Europa». El mensaje no llevaba firma.

—¿No había nada más? —preguntó Holmes.

—Nada importante. La novela que leía para conciliar el sueño estaba sobre la cama y había una pipa en una silla. También un vaso de agua sobre la mesa, y sobre el alféizar de la ventana, una cajita de pomada que contenía dos píldoras.

Sherlock Holmes se levantó como un rayo de su silla y lanzó una exclamación de júbilo:

—¡El último eslabón! ¡Por fin! Mi caso está completo.

Los dos detectives lo miraron asombrados.

—Ahora tengo en las manos —dijo mi compañero con seguridad— todos los hilos que han formado este enredo. Por supuesto, aún hay detalles por averiguar, pero tengo certeza de los hechos principales desde que Drebber y Stangerson se separaran en la estación, hasta que se encontró el cuerpo del primero. Es como si lo hubiera visto con mis propios ojos. Les daré una prueba de lo que sé. ¿Es posible que consiga aquellas píldoras?

—Aquí las tengo —dijo Lestrade sacando una pequeña caja blanca—. Las traje junto con la cartera y el telegrama, con la idea de llevarlas a un lugar seguro en la estación de Policía. Debo decir que las tengo conmigo por mera casualidad, pues a mi modo de ver no revisten ninguna importancia.

—Démelas —dijo Holmes—. Ahora bien, doctor —me habló a mí—, ¿se trata de píldoras ordinarias?

No lo eran en absoluto. Eran de color gris nacarado, pequeñas y redondas, y resultaban casi transparentes a contraluz.

—Por su liviandad y transparencia, imagino que son solubles en agua —comenté.

—Precisamente —respondió Holmes—. Ahora por qué no baja y trae a ese pobre terrier que ha estado tan enfermo últimamente, y al que la casera quería ayer practicarle la eutanasia.

Fui por el perro y lo traje en brazos. Su respiración trabajosa y sus ojos acristalados demostraban que estaba cerca del final. Ciertamente, su hocico blanco como la nieve era una proclama de que ya había excedido el término habitual de la existencia canina. Lo dejé sobre un cojín en la alfombra.

—Voy a cortar en dos mitades una de estas píldoras —dijo Holmes, y sacando un cortaplumas procedió a hacerlo—. Devolveré una de las mitades a la caja, pues puede servir para futuros experimentos. Depositaré la otra en esta copa de vino, que ya contiene una cucharadita de agua. Se darán cuenta de que nuestro amigo el doctor tiene razón: la píldora se disuelve de inmediato.

—Esto puede ser muy interesante —dijo Lestrade con el tono herido de quien sospecha una burla—. Sin embargo, no veo qué tiene que ver con la muerte del señor Joseph Stangerson.

—¡Paciencia, amigo, paciencia! Muy pronto se dará cuenta de que esto tiene todo que ver. Ahora le agregaré un poco de leche a fin de hacer apetitosa la mezcla; al presentársela al perro veremos que la tomará sin reparos.

Mientras hablaba vertió el contenido de la copa de vino en un pla­tillo, que dejó enfrente del terrier. El perro procedió a lamer ávidamente. El semblante lleno de seriedad de Sherlock Holmes nos tenía convencidos, y todos nos quedamos en silencio observando con atención al animal, a la espera de algún efecto sorprendente. Sin embargo, nada sucedió: el terrier no se movió del cojín, y siguió respirando con dificultad, pero no parecía ni mejor ni peor a causa de lo que había tomado.

Holmes había sacado su reloj del bolsillo, y luego de que transcurriera un minuto sin resultados de ningún tipo, una marcada expresión de disgusto y decepción se instaló en su rostro. Se mordió los labios, tamborileó la mesa con sus dedos y mostró todos los síntomas de la impaciencia más profunda. Tan notorias eran sus emociones que no pude evitar sentirme mal por él, mientras que los dos detectives sonreían socarronamente, de ninguna manera contrariados por el resultado del experimento.

—No puede ser una coincidencia —exclamó levantándose de un brinco de su silla y caminando la habitación de arriba abajo—, es imposible que se trate de una mera coincidencia. Las mismas píldoras que levantaron mis sospechas en el caso de Drebber se encuentran luego de la muerte de Stangerson. Y, sin embargo, no pasa nada con ellas. ¿Qué puede significar? Desde luego, toda mi cadena de razonamientos no puede ser falsa. ¡Es imposible! Y, aun así, este perro miserable está igual… Ah, ¡lo tengo! ¡Lo tengo!

Con un chillido de felicidad corrió de nuevo hasta la caja, cortó la otra píldora por la mitad, la disolvió, le agregó leche y se la puso de nuevo al terrier. No bien la lengua de la desafortunada criatura se humedeció con la mezcla, cada una de sus extremidades se estremeció hasta convulsionar, y el animal quedó tan rígido y muerto como si le hubiera caído un rayo encima.

Sherlock Holmes respiró profundamente y se limpió el sudor de la frente.