Sherlock Holmes

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CAPÍTULO IV

Lo que John Rance tenía por decir

~

Dejamos el número 3 de Lauriston Gardens a la una de la tarde. Sherlock Holmes me llevó a una oficina de telégrafos, donde despachó un largo telegrama. Luego detuvo un coche y le ordenó al conductor llevarnos a la dirección que nos había dado Lestrade.

—No hay nada como la evidencia de primera mano —observó—. De hecho, mi juicio ya está totalmente formado sobre el caso, pero es posible que podamos saber algo más.

—Usted me asombra, Holmes —dije—. No estará seguro de todos los detalles que les dio a los detectives.

—No hay lugar para la equivocación —respondió—. Lo primero que observé al llegar al sitio fue que un coche había hecho dos surcos con las llantas, cerca del bordillo. Ahora bien, hasta anoche no habíamos tenido lluvia en una semana, de manera que las llantas que dejaron tales marcas tuvieron que haber pasado por allí durante la noche. También estaban las marcas de las herraduras de los caballos, el contorno de una de ellas claramente más definido que los otros tres, lo que indica que se trataba de una herradura nueva. En vista de que el coche estaba allí luego de que comenzara a llover, y se había ido en la mañana (si tomamos la palabra de Gregson), es evidente que estuvo allí durante la noche y, por lo tanto, llevó a las dos personas a aquella casa.

—Eso parece sencillo —dije—, ¿pero qué hay de la estatura del hombre?

—Mire: en nueve casos de diez se puede inferir la altura de un hombre por el alcance de su zancada. Es un cálculo simple, aunque no quisiera aburrirlo con números. Medí la zancada del hombre en la arcilla del exterior y en el polvo del interior. Y luego encontré la manera de corroborar mi cálculo. Cuando alguien escribe en una pared, su instinto lo lleva a escribir al nivel de sus ojos. Aquellas letras estaban a algo más del metro con ochenta del piso. Es un juego de niños.

—¿Y la edad?

—Bien… Si un hombre puede dar una zancada de un metro con treinta centímetros sin mayor esfuerzo, no podrá catalogarse como un cansado senescente. Esa era más o menos la medida del charco que se formó en el jardín, y que el hombre evidentemente cruzó de una zancada. Unas botas de charol lo habrían rodeado, y las de puntera cuadrada lo habrían atravesado de un salto. Allí no hay ningún misterio. Solo estoy usando en la vida real algunos de los principios de observación y análisis que propuse en mi artículo. ¿Hay algo más que lo intrigue?

—Las uñas y el Trichinopoly —sugerí.

—La escritura de la pared se hizo con un dedo índice untado de sangre. Con la lupa observé que el revoque había quedado levemente rasguñado al hacerlo, lo que no habría ocurrido si las uñas hubieran estado bien cortadas. Recogí un poco de ceniza del suelo. Su color era oscuro y formaba escamillas, y esto solo lo logran los cigarros Trichinopoly. He adelantado estudios especiales de las cenizas de los cigarros; de hecho, escribí una monografía al respecto. Me enorgullezco de poder diferenciar con tan solo una mirada las cenizas de todas las marcas conocidas de cigarros o tabaco. Detalles como este separan al detective califi­cado de tipos como Gregson y Lestrade.

—¿Y el rostro rubicundo? —pregunté.

—Ah, esa fue sin duda una conclusión arriesgada, aunque no tengo ninguna duda de que estoy en lo cierto. En este momento del caso no es prudente que me lo pregunte.

Me pasé la mano por la frente.

—Mi cabeza es un torbellino —comenté—. Cuanto más lo pienso, más misterioso resulta. ¿Por qué llegaron dos hombres (si en efecto se trata de dos hombres) a una casa abandonada? ¿Qué pasó con el chofer que los condujo hasta allí? ¿Cómo puede un hombre hacer que otro se trague un veneno? ¿De dónde salió la sangre? ¿Cuál era el motivo del asesi­no, si es evidente que no se trata de un robo? ¿Cómo llegó hasta allí un anillo de mujer? Y, sobre todo lo otro, ¿por qué el segundo hombre escribió la palabra alemana RACHE antes de huir? Confieso que no veo ninguna manera en que todos estos hechos se puedan vincular.

Mi compañero sonrió con aprobación antes de hablar:

—Usted acaba de narrar de manera sucinta y acertada todas las dificultades de la situación. Pero hay mucho más que todavía está oscuro, aunque ya me he formado una opinión sobre varios hechos. Con respecto al descubrimiento del pobre Lestrade, se trata apenas de un artificio que tiene como único fin desviar los esfuerzos de la Policía, sugiriendo un vínculo con el socialismo y las sociedades secretas. No fue un alemán quien escribió eso. La vocal a, por si usted lo notó, fue escrita tratando de semejar la manera germana. Un alemán de verdad la escribiría de modo invariable como un símbolo latino, así que podemos concluir que esto no lo escribió un teutón, sino un burdo imitador que se excedió en su rol. Se trata apenas de un ardid para tratar de desviar las investigaciones por un camino equivocado. No le diré mucho más del caso, doctor. Ya sabe que el mago pierde mérito una vez explica su truco; y si lo acerco demasiado a mis métodos de trabajo, acabará descubriendo que, a fin de cuentas, soy un individuo como cualquier otro.

—Eso jamás —respondí—. Usted ha hecho de la labor del detective una ciencia casi exacta; es improbable que alguien llegue más lejos.

Mi compañero se ruborizó de satisfacción ante mis palabras y ante la manera sincera en que las pronuncié. Ya me había dado cuenta de que era tan sensible a la adulación por su arte como cualquier chica ante los halagos por su belleza.

—Le diré otra cosa —dijo—. El de las botas de charol y el de las punte­ras cuadradas llegaron en el mismo coche y caminaron juntos hasta la casa tan amigablemente como es posible imaginar; tomados del brazo, con toda probabilidad. Al ingresar deambularon por toda la habitación o, mejor, el de las botas de charol se quedó quieto mientras el de las punteras cuadradas caminó en todas direcciones. Esto lo pude ver en el polvo; y también noté que cuanto más caminaba, se agitaba cada vez más. Llegué a esta conclusión por el incremento en la extensión de sus zan­cadas. En ningún momento dejó de hablar, y poco a poco fue enfureciéndose. Luego ocurrió la tragedia. Le he dicho todo lo que sé hasta ahora; todo lo demás son puras suposiciones y conjeturas. No obstante, tenemos una buena base, ideal para comenzar a trabajar. Debemos apurarnos, pues esta tarde quisiera ir a The Hallé a escuchar a Norman Neruda.

Esta conversación había tenido lugar mientras nuestro coche de alquiler recorría una larga sucesión de calles sucias y senderos oscuros. En el sitio más sucio y sombrío nuestro conductor detuvo de pronto el vehículo.

—Allí queda Audley Court —dijo señalando una estrecha abertura en una línea de ladrillo descolorido—. Aquí me encontrarán a su regreso.

Audley Court no era un lugar atractivo. El estrecho pasaje nos llevó a un patio interior enlosado y rodeado de sórdidas viviendas. Pasamos por el lado de varios grupos de niños sucios y atravesamos sábanas descoloridas que se secaban al aire, hasta que llegamos al número 46, cuya puerta exhibía una pequeña chapa de bronce que tenía grabado el apellido Rance. Tras preguntar, nos informaron que el agente estaba en cama y nos condujeron a una pequeña sala que daba hacia la calle. Allí lo esperamos.

Al cabo de un momento apareció en la estancia. Se veía irritado por la interrupción de su descanso.

—Dejé mi reporte del caso en la oficina —dijo.

Holmes sacó una moneda de medio soberano de su bolsillo y se puso a juguetear con ella mientras reflexionaba.

—Pensamos que sería buena idea escucharlo de sus labios una vez más.

—Me haría muy feliz decirles todo lo que pueda —respondió el agente sin dejar de mirar la moneda.

—Cuéntenos todo con sus palabras, tal y como sucedió.

Rance tomó asiento en el sofá de crin y frunció el ceño, como dispuesto a no omitir ningún detalle.

—Les contaré desde el principio. Mi turno comienza a las diez de la noche y va hasta las seis de la mañana. A las once hubo una pelea en el White Hart, pero aparte de eso todo estaba tranquilo. A la una de la mañana comenzó a llover, y me encontré con Harry Murcher, que hace la ronda por Holland Grove, y me quedé charlando con él en la esquina de Henrietta Street. Poco después de las dos pensé que sería buena idea dar una vuelta y ver que todo estuviera en orden en Brixton Road. Estaba muy sucio y solitario. No me topé a nadie en mi recorrido, pero vi pasar de largo un par de coches. Estaba en ello, caminando, y pensaba lo bien que me vendría un vaso de ginebra de los de a cuatro, cuando el brillo de una lucecita en la ventana de esa casa me llamó la atención. Yo sabía que dos de las casas de Lauriston Gardens estaban desocupadas porque el dueño jamás arregla los desagües, pese a que el último inquilino que vivió en uno de esas casas murió de fiebre tifoidea. Al ver la luz en la ventana fue como si me hubieran espoleado, y sospeché que algo podría estar mal. Entonces fui hacia la puerta…

—Usted se detuvo y se devolvió hacia el jardín —interrumpió mi compañero—. ¿Por qué hizo eso?

Rance dio un salto violento en el sofá y miró fijamente a Sherlock Holmes. En sus rasgos podía verse el más vívido asombro.

—…Es cierto, señor —dijo—, aunque sabrá Dios cómo hizo usted para saberlo. Verá usted, cuando llegué a la puerta, todo estaba tan quieto y tan solitario que pensé que lo mejor sería ir por alguien. No le temo a nada que esté de este lado del sepulcro, pero de pronto me asaltó la idea de que el señor que murió de fiebre tifoidea estuviera por allí inspeccionando los desagües que causaron su muerte. Ese pensamiento me revolvió algo por dentro, y regresé hasta la verja del jardín por si de pronto desde allí veía la linterna encendida de Murcher, pero no había ninguna señal, ni de él ni de nadie.

 

—¿No había nadie en la calle?

—Ni un alma viviente, señor, ni siquiera un perro. Entonces me recompuse, volví a la puerta principal y la empujé hacia dentro. Todo estaba tranquilo, así que me dirigí a la habitación de donde provenía la luz. Había una vela intermitente sobre una repisa, una vela roja de cera, y al lado de la luz vi…

—Ya sé lo que vio. Dio varias vueltas por el recinto, y luego se puso de rodillas junto al cadáver, después volvió a caminar e intentó abrir la puerta de la cocina, y luego…

John Rance se puso de pie como un rayo. En su cara se veía que estaba aterrado; sus ojos estaban llenos de sospecha.

—¿¡En dónde estaba usted escondido, que logró ver todo eso!? —gritó—. Me parece que usted sabe mucho más que yo del tema.

Holmes se rio y le arrojó su tarjeta al agente por sobre la mesa de centro.

—No me vaya a arrestar por el asesinato —dijo—. Soy uno de los sabuesos, no el lobo. El señor Gregson y el señor Lestrade darán fe de ello. Por favor, continúe. ¿Qué hizo después?

Rance se volvió a sentar, pero resultaba evidente que continuaba azarado.

—Fui de nuevo hasta la verja e hice sonar mi silbato. Al poco tiempo llegaron Murcher y dos más.

—¿Había alguien en la calle en ese momento?

—Nadie que pudiera servir para algo.

—¿A qué se refiere?

Los rasgos del agente se ensancharon en una gran sonrisa.

—En mis tiempos he visto muchos borrachos —dijo—, pero ninguno como aquel tipo. Cuando salí, él estaba recostado sobre la verja del jardín y cantaba con toda la fuerza de su voz una canción sobre «nuevas banderas colombinas de moda», o algo así. Apenas podía tenerse en pie, mucho menos ser de ayuda.

—¿Qué clase de hombre era? —preguntó Sherlock Holmes.

Dio la impresión de que John Rance se irritaba con esta digresión.

—Era un borracho poco común —dijo—. Lo habría llevado a la estación de no haber tenido algo tan importante entre manos.

—¿No se fijó en su rostro o en lo que llevaba puesto? —interrumpió Holmes con impaciencia.

—Creo que sí, en vista de que lo tuve que ayudar a incorporarse… Murcher me ayudó. Era un tipo grande, de cara colorada, con la parte inferior como embozada…

—Con eso tenemos —dijo Holmes—. ¿Qué fue de él?

—Teníamos suficiente que hacer como para tener que cuidarlo —dijo el policía con tono agraviado—. Supongo que llegó bien a su casa.

—¿Cómo iba vestido?

—Llevaba un abrigo color café.

—¿Tenía un látigo en la mano?

—¿Un látigo? No.

—Debió haberlo dejado —masculló mi compañero—. ¿Escuchó o vio un coche después de eso?

—No.

—He aquí un medio soberano para usted —dijo mi compañero poniéndose de pie y agarrando su sombrero—. Me temo, Rance, que usted nunca ascenderá en la institución. Esa cabeza suya bien puede usarse como adorno. Anoche habría podido obtener sus galones de sargento. El hombre que sostuvo en sus manos es quien tiene la clave de este misterio, y es a quien buscamos. No tiene ningún sentido discutir ahora al respecto; le aseguro que es así. Vamos, doctor.

Salimos juntos hacia el coche. Nuestro informante se quedó con un gesto de incredulidad, pero era evidente que estaba incómodo.

—¡Habrase visto un idiota semejante! —dijo Holmes amargamente mientras nos dirigíamos a nuestro apartamento—. Pensar que tuvo aquel golpe de suerte y no hizo nada al respecto.

—Me temo que sigo en la oscuridad. Es cierto que la descripción del hombre se corresponde perfectamente con su idea del segundo sujeto de este misterio. ¿Pero por qué regresaría a la casa después de haberla dejado? Los criminales no son de hacer eso.

—Por el anillo, hombre, por el anillo: por eso volvió. Si no tenemos ninguna otra manera de capturarlo, siempre podemos pescarlo por el anillo. Lo atraparé, doctor: le apuesto dos a uno a que lo atraparé. Y todo se lo debo a usted. No habría ido a aquella casa de no ser por usted, y me habría perdido del estudio más sofisticado que he encontrado hasta ahora: un estudio en escarlata, ¿no? Por qué no usar un poco de argot artístico. Está el hilo escarlata de asesinatos que recorre la madeja incolora de la vida, y es nuestro deber desenmarañarlo, aislarlo y exponerlo en toda su longitud. Y ahora vamos a almorzar, y luego, Norman Neruda. Su técnica y su golpe de arco son espléndidos. ¿Cuál es el fragmento de Chopin que toca como nadie? Tra-la-la-lira-lira-lay.

Recostado en el asiento del coche, el sabueso aficionado siguió cantando como una alondra mientras yo meditaba sobre las muchas facetas del alma humana.


CAPÍTULO V

Nuestro anuncio trae un visitante

~

Los esfuerzos de la mañana habían sido demasiado para mi salud, y por la tarde me encontré totalmente agotado. Luego de que Holmes partiera para el concierto, me recosté en el sofá con el objetivo de dormir al menos un par de horas. Mi mente estaba sobrestimulada por todo lo ocurrido, y en ella se agolpaban las más extrañas fantasías y conjeturas. Cada vez que cerraba los ojos veía la expresión deformada y babuina del hombre asesinado. Tan siniestra resultó la impresión que aquel rostro producía en mí que me era difícil no sentir otra cosa que gratitud con aquel que la había eliminado del mundo. Si alguna vez los rasgos humanos denotaron vicio del tipo más dañino, se trataba ciertamente del señor Enoch J. Drebber, de Cleveland. Sin embargo, sentía que debía hacerse justicia y que la depravación de la víctima no era de ninguna manera una condonación ante los ojos de la ley.

Cuanto más pensaba en ello, más extraordinaria encontraba la hipótesis de envenenamiento. Recordaba cómo Holmes había olisqueado los labios de la víctima, y sin duda entonces detectó algo que le dio pie para la idea. Aun así, si no se trataba de un veneno, y si no había heridas ni señales de estrangulamiento, ¿qué había causado la muerte del hombre? Y, por otra parte, ¿de quién era la sangre que formaba capas tan espesas en el suelo? No había signos de que se hubiera presentado una lucha, ni la víctima tenía en su poder un arma con la que habría podido herir al antagonista. Mientras estas preguntas no hallaran respuesta, sentí que ni Holmes ni yo podríamos conciliar el sueño. Sus modos tranquilos y su seguridad en sí mismo me tenían convencido de que ya se había formado una teoría que explicaba todos los hechos. ¿Pero qué era? Yo no estaba en capacidad de lanzar ninguna conjetura.

Volvió muy tarde, tan tarde que era claro que el concierto no lo pudo haber retenido tanto tiempo. La cena estaba en la mesa antes de su aparición.

—Vaya concierto maravilloso —dijo mientras se sentaba—. ¿Re­cuerda lo que Darwin dijo sobre la música? Afirmaba que el poder de producirla y apreciarla existía en la raza humana mucho antes del habla. Quizá por ello es por lo que nos influencia tan sutilmente. Nuestras almas albergan recuerdos vagos de siglos remotos en que el mundo vivía su niñez.

—Es una idea un poco amplia —comenté.

—Nuestras ideas han de ser amplias si se proponen interpretar la naturaleza —respondió—. ¿Qué sucede? No parece usted mismo. Todo este asunto de Brixton Road parece haberlo alterado.

—A decir verdad, me ha alterado —dije—. Cualquiera pensaría que mis experiencias afganas me habrían endurecido. En Maiwand, sin perder el temple, vi a mis propios compañeros caer a machetazos.

—Puedo entenderlo. Este caso tiene un aura de misterio que estimula la imaginación; y donde no hay imaginación no hay horror. ¿Ha tenido tiempo de mirar el periódico vespertino?

—No.

—Trae un buen recuento de todo el caso, aunque no menciona el anillo de compromiso que cayó al piso cuando levantaron al hombre. Está bien que no lo mencione.

—¿Por qué?

—Mire este anuncio —respondió—. Esta mañana después de salir de Lauriston Gardens lo envié a todos los periódicos.

Me arrojó el periódico y lo miré en el lugar indicado. Era el primer anuncio en la columna «Hallazgos»:

En Brixton Road, esta mañana, se encontró un anillo de compromiso de oro puro; se hallaba en la calzada entre White Hart Tavern y Holland Grove. Dirigirse al doctor Watson, en 221B, Baker Street, entre las ocho y las nueve de la noche.

—Discúlpeme por haber usado su nombre —dijo—. De haber usado el mío, alguno de estos zoquetes lo habría reconocido y sin duda se entrometerían.

—Está bien —contesté—, pero suponga que viene alguien y no hay anillo.

—Oh, claro que sí hay anillo —dijo pasándome uno—. Este funcionará perfectamente. Es casi un duplicado.

—¿Y quién cree que responderá al anuncio?

—Por supuesto, el hombre del abrigo color café… nuestro amigo rubicundo, el de las punteras cuadradas. Si no viene él mismo, enviará a un cómplice.

—¿No lo considerará muy peligroso?

—De ninguna manera. Si mi parecer sobre el caso es correcto, y tengo todos los motivos para pensar que lo es, este hombre arriesgaría cualquier cosa con tal de no perder el anillo. Lo que creo es que se le cayó mientras estaba inclinado sobre el cadáver de Drebber, y no se dio cuenta en el momento. Luego de dejar la casa notó que lo había perdido y se apresuró a volver, pero encontró que la Policía ya había llegado al sitio, gracias a su descuido de la vela encendida. Entonces tuvo que fingir una borrachera a fin de desviar las sospechas que de otro modo su presencia en la verja habría despertado. Trate de ponerse en su lugar. Al volver a considerar el asunto, al hombre se le tuvo que haber ocurrido la posibilidad de perder el anillo en la calle, luego de salir de la casa. ¿Qué hará, entonces? Lo buscará con impaciencia en los periódicos vespertinos, con la esperanza de topárselo en algún anuncio. Desde luego, sus ojos se iluminarán. Se pondrá feliz. ¿Por qué debe temer que se trata de una trampa? Según su razonamiento, no hay motivos para que el hallazgo de un anillo se conecte con el asesinato. Vendrá. Claro que vendrá. Lo veremos en menos de una hora.

—¿Y entonces?

—Oh, me lo puede dejar a mí. Yo lidiaré con él. ¿Dispone usted de un arma?

—Dispongo de mi antiguo revólver de dotación y de unos pocos cartuchos.

—Es mejor que lo limpie y lo cargue. Dentro de poco llegará un hombre desesperado; y pese a que lo tomaremos por sorpresa, quizá es prudente estar preparados para cualquier cosa.

Fui a mi habitación y seguí su consejo. Cuando regresé con el arma, ya la mesa había sido recogida y Holmes estaba entregado a su ocupación favorita de rascar el violín.

—La intriga se pone más interesante —dijo una vez ingresé al salón—. Acabo de recibir respuesta al telegrama que envié a los Estados Unidos. Estoy en lo correcto sobre el caso.

—¿Lo que quiere decir…? —pregunté ansioso.

—Mi violín necesita cuerdas nuevas —comentó—. Guárdese el arma en el bolsillo. Cuando el tipo venga, háblele con normalidad. Del resto me encargo yo. No lo asuste mirándolo con demasiada intensidad.

—Son las ocho —dije consultando mi reloj.

—Sí. Es posible que esté aquí en contados minutos. Entreabra la puerta… Así está bien. Ahora ponga la llave de este lado… ¡Gracias! Mire este libro que compré ayer en un puesto, De Jure inter Gentes. Es un libro muy antiguo y muy raro, originalmente publicado en latín en Lieja, Países Bajos, en 1642. La cabeza del rey Carlos aún se sostenía sobre sus hombros cuando salió este pequeño volumen de lomo color café.

—¿Quién es el impresor?

—Philippe de Croy, quienquiera que haya sido. En la guarda, escrito con tinta muy borrosa, se lee «Ex libris Gulielmi Whyte». Me pregunto quién será William Whyte. De seguro algún pragmático abogado del siglo XVII. En su escritura se ven tintes legalistas. Creo que nuestro hombre acaba de llegar.

Mientras hablaba escuchamos el agudo timbre de la puerta de entrada. Sherlock Holmes se puso de pie calladamente y movió su silla en dirección a la puerta. Escuchamos los pasos de la criada por el corredor y el golpe seco del pasador al abrirse.

—¿Vive aquí el doctor Watson? —preguntó una voz clara y al mismo tiempo severa.

No pudimos escuchar la respuesta de la criada, pero la puerta se cerró y alguien comenzó a subir las escaleras. El ruido que nos llegaba provenía de una persona que pisaba con inseguridad y arrastraba los pies. Una mirada de sorpresa se instaló en el rostro de mi compañero. Luego de que atravesara lentamente el pasillo, se escuchó un leve golpe en la puerta.

 

—Adelante —exclamé.

Luego de mi invitación, en vez del hombre violento al que esperábamos, a nuestro apartamento entró renqueando una arrugada viejita. Pareció cegada por el súbito resplandor de luz, y luego de inclinarse se quedó de pie observándonos con ojos nublados y dedos nerviosos que hurgaban en sus bolsillos. Miré a mi compañero, cuyo rostro había asumido una expresión tan desconsolada que mirarlo fue lo único que pude hacer para mantener mi semblante.

La anciana sacó un periódico vespertino y señaló nuestro anuncio.

—Es esto lo que me ha traído hasta aquí, buenos caballeros —dijo haciendo una nueva reverencia—, un anillo de compromiso de oro en Brixton Road. Le pertenece a mi hija Sally, que se casó hace un año. Su esposo es camarero en uno de los barcos de la Union, y lo que ha dicho que hará si vuelve y la encuentra sin el anillo es más de lo que puedo pensar. Es un tipo irascible cuando está de buenas, y ni hablar cuando está borracho. Anoche ella fue al circo con…

—¿Es este el anillo? —pregunté.

—¡Gracias a Dios! —exclamó la anciana—. Sally se pondrá muy contenta. Ese es.

—¿Cuál es su dirección? —pregunté tomando un lápiz.

—13, Duncan Street, Houndsditch. Muy lejos de aquí.

—No hay ningún circo entre Houndsditch y Brixton Road —dijo secamente Sherlock Holmes.

La anciana se giró y, antes de hablar, lo miró con intensidad desde sus pequeños ojos enrojecidos.

—El caballero me preguntó por mi dirección. Sally vive en 3, Mayfield Place, Peckham.

—Y su apellido es…

—Mi apellido es Sawyer, el de ella es Dennis, tras casarse con Tom Dennis, que es un tipo listo y decente mientras esté navegando: no hay ningún camarero que pueda comparársele. Pero cuando llega a tierra, con las mujeres y las tiendas de licor…

—Aquí tiene su anillo, señora Sawyer —interrumpí tras una señal de mi compañero—; está claro que le pertenece a su hija, y me da gusto poder devolvérselo a su legítima dueña.

Con un buen repertorio de bendiciones masculladas y profesiones de gratitud, la anciana introdujo el anillo en uno de sus bolsillos, se dio la vuelta y se dirigió a las escaleras. Justo en el instante en el que ella salió, Sherlock Holmes se puso de pie como un rayo y corrió hasta su habi­tación. Retornó a los pocos segundos envuelto en un gran abrigo y una bufanda.

—La seguiré —dijo de manera apresurada—, ha de ser una cómplice, y me llevará hasta él. Espéreme aquí.

La puerta que daba al vestíbulo apenas se había cerrado tras nuestra visitante en el momento en que Holmes corrió escaleras abajo. Al mirar por la ventana vi a la anciana caminar desganadamente del otro lado de la calle, mientras que su perseguidor la seguía con obstinación a unos pocos metros de distancia.

«O toda la teoría es incorrecta —pensé— o Holmes se dirige al centro mismo del misterio.»

No había necesidad de que me pidiera que lo esperara, pues yo mismo sentía que dormir sería imposible hasta no escuchar la conclusión de su aventura.

Salió casi a las nueve. No tenía cómo saber cuánto demoraría, pero me senté a fumar impasiblemente mi pipa y a repasar distraídamente las páginas de Vie de Bohème de Henri Murger. Dieron las diez, y escuché los pasos de la criada mientras se retiraba a su habitación. A las once los pasos más señoriales de la casera se dirigieron al mismo destino. Cerca de la medianoche escuché el sonido agudo de la llave en la cerradura. En el momento en que ingresó me di cuenta de que no había tenido éxito. En su rostro había buen humor y desazón a partes iguales, y parecía como si ambas sensaciones estuvieran pugnando por prevalecer, hasta que la primera de ellas ganó la batalla: Holmes rompió a reír a carcajadas.

—Por nada del mundo dejaré que los de Scotland Yard se enteren —exclamó dejándose caer en la silla—; me he burlado tanto de ellos que nunca dejarían de molestarme. Puedo permitirme reír, pues sé que al final estaremos a mano.

—¿Qué ha sucedido?

—Oh, no me importa contarle un fracaso. Aquella criatura había caminado una corta distancia cuando comenzó a cojear y a mostrar todos los signos de tener los pies doloridos. De inmediato se detuvo y le hizo señas a un coche de alquiler de los de cuatro ruedas, que pasaba por allí. Me las arreglé para estar cerca a fin de escuchar la dirección, pero esto demostró ser un esfuerzo fútil, pues la dijo tan duro que la habría escuchado desde el otro lado de la calle. «Voy al 13 de Duncan Street, Houndsditch», exclamó. Esto comienza a parecer genuino, pensé, y una vez la vi acomodarse en el coche, me dispuse a seguirla. Ese es un arte en el que todos los detectives deberían ser expertos. Pues bien, los coches traquetearon y no dejaron de hacerlo hasta que llegamos a la calle en cuestión. Salté del mío antes de que llegáramos a su puerta, y comencé a caminar de manera despreocupada. Vi su coche detenerse. El conductor se bajó, y desde donde estaba lo vi abrir la puerta y esperar. Pero nadie se bajó. Cuando llegué a su posición, tanteaba desesperado el interior del vehículo, y le dio vía libre a una variada colección de finas groserías, de las mejores que yo haya escuchado. No había ninguna señal ni indicio de su pasajera, y me temo que pasará un buen tiempo antes de que le paguen su tarifa. Luego de preguntar en el número 13, nos enteramos de que la casa le pertenece a un respetable empapelador de apellido Keswick y que no se sabe absolutamente nada de nadie que lleve el apellido Sawyer ni Dennis.

—No estará diciendo usted —exclamé sorprendido— que aquella vieja endeble y de paso vacilante pudo saltar de un coche en movimiento sin que usted ni el conductor se dieran cuenta.

—¡Vieja mis polainas! —dijo Sherlock Holmes con brusquedad—. Nosotros somos las viejas que creímos todo aquello. Es seguro que se trata de un hombre joven y muy activo, además de un gran actor. Su caracterización es inigualable. Sin duda se percató de que lo estaba siguiendo, y usó sus tretas para eludirme. Esto demuestra que el hombre que buscamos no está tan solo como yo imaginaba. Tiene amigos dispuestos a sacrificarse por él. Doctor, se ve extenuado. ¿Por qué no se va a descansar?

Ciertamente me sentía agotado, de modo que obedecí su consejo. Dejé a Holmes sentado frente al fuego lento de la chimenea. Bien entrada la noche escuché los suaves quejidos melancólicos de su violín, y supe que seguía considerando el extraño problema que se había propuesto aclarar.