Sherlock Holmes

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»Entretanto, la sangre me seguía cayendo por la nariz, pero yo no lo había notado. No sé por qué se me ocurrió usarla para escribir en la pared. Quizá haya sido alguna idea maliciosa para tratar de despistar a la Policía, pues me sentía desenfadado y contento. Me acordé de un alemán que fue encontrado en Nueva York; alguien había escrito la palabra “RACHE” encima del cadáver, y en los periódicos se planteó la teoría de que su asesinato era obra de sociedades secretas. Supuse que lo que intrigaba a los neoyorquinos intrigaría a los habitantes de Londres, así que me mojé el dedo con mi propia sangre y procedí a escribir en un lugar conveniente de la pared. Luego caminé hasta mi coche y comprobé que no hubiera nadie por allí; el clima seguía golpeando la ciudad con inclemencia. Me había alejado unas calles cuando me tanteé el bolsillo donde suelo llevar el anillo de Lucy, y me di cuenta de que no estaba. Por supuesto, me llevé un gran sobresalto, pues es el único recuerdo que conservaba de ella. Suponiendo que se me había caído cuando me incliné ante el cadáver de Drebber, conduje de vuelta, dejé el coche en una calle lateral y caminé resueltamente hasta la casa. Estaba listo para enfrentarme a cualquier cosa antes de perder el anillo. Al llegar, me tropecé de frente con un oficial de policía que salía de la casa, y solo pude desviar sus sospechas fingiendo una borrachera antológica.

»De esta manera Enoch Drebber llegó a su final. Todo lo que me restaba entonces era hacerle lo mismo a Stangerson, y de este modo saldar mi deuda con John Ferrier. Sabía que se encontraba en el Hotel Privado de Halliday, y me quedé en la calle de afuera todo el día, pero nunca salió. Comencé a intuir que, debido a la ausencia de Drebber, sospechaba algo. Era un tipo listo este Stangerson, y siempre estaba alerta. Pero, si pensaba que podría mantenerme a raya encerrándose, estaba muy equivocado. Pronto supe cuál era la ventana que daba a su dormitorio, y la mañana siguiente, temprano, agarré la escalera que encontré en el callejón detrás del hotel, y de este modo ingresé a su habitación cuando despuntaba el alba. Lo desperté y le avisé que había llegado la hora de responder por la vida que había tomado tanto tiempo atrás. Le describí la muerte de Drebber, y le ofrecí la misma alternativa de las píldoras. En lugar de tomar la oportunidad de vida que le estaba dando, salió disparado de su cama hacia mi cuello. En legítima defensa tuve que clavarle el cuchillo en el corazón. El resultado habría sido el mismo en cualquier caso, pues la Providencia no habría permitido que su mano asesina eligiera otra opción que el veneno.

»No me queda mucho por decir, y está bien, pues ya casi llego al final. Seguí trabajando por un par de días, y mi idea era juntar el dinero suficiente para volver a los Estados Unidos. Estaba en las caballerizas cuando un tipo harapiento llegó preguntando por Jefferson Hope. Dijo que se solicitaba mi coche en 221B de Baker Street. Fui allí sin sospechar nada, y lo siguiente que supe era que este joven me había puesto unas esposas en las muñecas, de una manera tan limpia que debo saludar su eficiencia. ¡Nunca vi nada igual! Esa es toda mi historia, caballeros. Es posible que ustedes me consideren un asesino, pero a mi modo de ver soy un funcionario de la justicia, tal y como lo son ustedes.

La narración del hombre fue tan asombrosa, y sus modos tan impre­sionantes, que todos nos quedamos absortos y en silencio. Incluso los detectives profesionales, versados en toda clase de detalles criminales, parecían agudamente interesados en la historia de Hope. Cuando terminó de hablar, nos quedamos sentados por unos minutos en una quietud únicamente interrumpida por el ruido del lápiz de Lestrade, que terminaba de tomar sus notas en taquigrafía.

—Hay un único punto en el que me gustaría pedirle más información —dijo Sherlock Holmes por fin—. ¿Quién fue el cómplice que vino por el anuncio del anillo?

El prisionero le guiñó un ojo a mi amigo de manera jocosa.

—Puedo revelar mis secretos —dijo—, pero no quiero meter a nadie más en problemas. Vi el anuncio, y pensé que podría tratarse de una trampa, o quizá podría ser el anillo que buscaba. Un amigo se ofreció como voluntario para echar un vistazo. Estaremos de acuerdo en que lo hizo muy bien.

—No hay ninguna duda al respecto —dijo Holmes efusivamente.

—Ahora, caballeros —comentó el inspector con solemnidad—, deben cumplirse las formas de la ley. El prisionero se presentará ante los magistrados este jueves, y será necesario que ustedes vayan. Hasta entonces, seré responsable por él.

Sin dejar de hablar, sonó una campana, y un par de guardianes vinieron por Jefferson Hope. Mi amigo y yo salimos de la estación y tomamos un coche de vuelta a Baker Street.

CAPÍTULO VII

Final

~

A todos nos habían advertido que debíamos comparecer ante los magistrados el jueves, pero cuando llegó este día no hubo ocasión para brindar nuestro testimonio. Un juez superior tomó el asunto para sí, y citó a Jefferson Hope ante un tribunal donde le sería impuesta la justicia más estricta. El aneurisma explotó la misma noche de su captura, y en la mañana lo encontraron extendido sobre el suelo de su celda. En su rostro se veía una sonrisa plácida, como si en sus últimos momentos hubiera podido mirar su vida en retrospectiva y encontrarla útil; y su trabajo, cumplido.

—Gregson y Lestrade enloquecerán con su muerte —comentó Holmes mientras conversábamos sobre el tema la tarde siguiente—. Ahora ya no tendrán nada para mostrar.

—No veo que ellos hayan tenido mucho que ver con su captura —le contesté.

—No tiene ninguna importancia lo que uno haga en este mundo —dijo mi compañero amargamente—. Lo importante es lo que les haga creer a los otros… No me haga caso… —Luego de una pausa, prosiguió—: Por nada del mundo me habría perdido esta investigación. Que yo recuerde, no ha habido un mejor caso. Era simple, sin duda, pero traía consigo muchos puntos instructivos.

—¡¿Simple?! —exclamé.

—Ciertamente. No hay otra manera de describirlo —dijo Sherlock Holmes, sonriendo ante mi sorpresa—. La prueba de su simpleza intrínseca radica en que, sin más ayuda que algunas deducciones bastante ordinarias, pude atrapar al criminal en tres días.

—Es verdad —dije.

—Ya le he explicado a usted que aquello que está fuera de lo común suele ser una guía más que un obstáculo. Al resolver un problema de esta naturaleza, el asunto principal es la capacidad de razonar hacia atrás. Se trata de una habilidad muy útil, también de muy fácil acceso, pero la gente no la ejercita. En los asuntos de todos los días resulta más útil pensar hacia adelante, así que la otra manera queda sumida en el olvido. Por cada cincuenta personas que pueden pensar de manera sintética, habrá apenas una que pueda hacerlo analíticamente.

—Confieso —dije— que no le estoy entendiendo del todo.

—No esperaba que lo hiciera. A ver si lo puedo exponer con más claridad. La mayoría de las personas, ante la descripción de una cadena de eventos, enunciará el resultado. Pueden juntar los eventos en su mente y, a partir de ellos, concluir que algo va a suceder. No obstante, existen algunas personas a quienes, si usted les presenta un resultado, podrán deducir, a partir de su propia conciencia, los pasos que llevaron a ese resultado. Es de esta capacidad de la que hablo cuando me refiero a razonar hacia atrás o de manera analítica.

—Entiendo —dije.

—Ahora, este era un caso en el que se nos dio el resultado final y tuvimos que averiguar todo por nosotros mismos. Si me lo permite, haré el esfuerzo de mostrarle las distintas estaciones de mi razonamiento. Comenzaré por el principio. Me acerqué a la casa, como usted sabe, a pie y con mi mente totalmente libre de impresiones. Naturalmente, comencé examinando la calzada, y allí, como ya le he explicado, vi con claridad el rastro de un coche que, luego verifiqué, debía de haber estado allí durante la noche. Me aseguré de que se tratara de un coche y no de un carruaje privado, por la estrecha huella de las ruedas. Los coches de alquiler en Londres tienen las ruedas considerablemente más angostas que las berlinas de los caballeros.

»Este fue el primer punto a favor. Luego caminé despacio por el sendero del jardín, compuesto de arcilla, material proclive a dejar marcas. Sin duda, a usted le habrá parecido poco más que un camino de barro pisoteado, pero para mis ojos entrenados todas las huellas tenían un significado. No hay ninguna rama de la ciencia detectivesca tan ignorada como el arte de rastrear pisadas. Felizmente, para mí siempre ha sido muy importante, y lo he ejercido tanto que es como una segunda naturaleza para mí. Vi los pesados pisotones de los oficiales de policía, pero también advertí el rastro de dos hombres que habían caminado primero el jardín. Fue fácil darme cuenta de que habían estado allí antes que nadie, porque en ciertos sitios sus pisadas fueron por completo obliteradas por las pisadas de los demás. De esta manera se formó mi segunda conexión: los visitantes nocturnos habían sido dos hombres, uno de ellos notable por su altura (según calculé por la extensión de su zancada), y el otro vestido a la moda, a juzgar por la pequeña y elegante huella que dejaron sus botas.

»Cuando ingresé a la casa pude confirmar esta inferencia. El hombre de finas botas estaba ante mí. El otro, el alto, había cometido el asesinato, si en efecto se trataba de un asesinato. El cadáver no tenía ninguna herida, pero la expresión agitada de su rostro me convenció de que había previsto su destino antes de que este se cerniera sobre él. Los hombres que mueren de enfermedades del corazón, o por cualquier otra causa natural y repentina, nunca exhiben ningún tipo de agitación en sus expre­siones. Luego de olfatear los labios del cadáver, detecté un olor levemente agrio y concluí que le habían hecho tragar veneno. Una vez más, deduje que se lo habían obligado a tragar por el odio y el terror que se veía en su rostro. Siguiendo el método de exclusión pude llegar a este resultado, ya que ninguna otra hipótesis se correspondía con los hechos. No crea usted que se trata de una idea insólita. La administración forzosa de veneno no es un asunto nuevo en los anales del crimen. Cualquier toxi­cólogo citará de inmediato los casos de Dolsky en Odessa y de Leturier en Montpellier.

 

»Y ahora llega la gran pregunta de por qué. No se trataba de un robo, pues el asesino no se llevó nada. ¿Era entonces un asunto de política, o una mujer? Esta era la pregunta que tenía ante mí. Desde el principio me incliné por la segunda suposición. Los asesinos políticos se conforman con hacer su trabajo y huir. Este crimen, por el contrario, se había llevado a cabo con deliberación, y su perpetrador dejó sus huellas por todo el recinto, lo que demostraba que había estado allí todo el tiempo. Tenía que ser un asunto privado, no uno político, pues se trataba de una venganza con método. Cuando se descubrió la inscripción en la pared, casi me convencí de mi hipótesis. No podía ser de otra manera. Sin embargo, cuando se encontró el anillo, el asunto quedó del todo confirmado. Claramente el asesino lo había usado para recordarle a su víctima alguna mujer fallecida o ausente. Fue en ese momento cuando le pregunté a Gregson si en su telegrama a Cleveland había solicitado información específica sobre la vida anterior del señor Drebber. Recordará usted que respondió negativamente.

»Luego procedí a inspeccionar la habitación con minuciosidad; esto confirmó mi conjetura sobre la altura del hombre, y también obtuve detalles del cigarro Trichinopoly y de la longitud de sus uñas. En vista de que no había señales de lucha, ya había llegado a la conclusión de que la sangre que cubría el piso provenía de la nariz del asesino, a causa de la exci­tación. Percibí que el rastro de la sangre coincidía con el rastro de sus pasos. Es improbable que un hombre, a menos que sea muy vigoroso, comience a sangrar producto de la emoción, de manera que aventuré la opinión de que el criminal era un tipo robusto y rubicundo. Los eventos posteriores han demostrado que estaba en lo correcto.

»Al salir de la casa, procedí a hacer lo que Gregson pasó por alto. Le envié un telegrama al jefe de policía de Cleveland, limitando mi indagación a las circunstancias referentes al matrimonio de Enoch Drebber. La respuesta fue definitiva. En esta, me decían que Drebber había pedido protección ante la ley por el asedio de un viejo rival amoroso, Jefferson Hope, y que Hope se hallaba en el momento en Europa. Supe que tenía en mis manos la clave del misterio, y todo lo que quedaba por hacer era aprehender al asesino.

»Ya había determinado en mi mente que el hombre que entró en la casa con Drebber era el mismo hombre que manejaba el coche. Las huellas sobre el terreno demostraban que el caballo había errado de una manera que habría sido imposible si alguien hubiera estado al mando de las riendas. En ese caso, ¿adónde podría haber ido el conductor, si no adentro de la casa? Una vez más, era absurdo pensar que un hombre en su sano juicio llevaría a cabo un asesinato deliberado enfrente de una tercera persona, que sin duda lo traicionaría. Por último, suponiendo que un hombre deseara seguir a otro por todo Londres, ¿qué podría ser mejor que adoptar la fachada de cochero? Estas consideraciones me llevaron a la irrefutable conclusión de que podría encontrar a Jefferson Hope entre los choferes de la metrópoli.

»Si había trabajado como cochero, no existía ningún motivo para pensar que ya no lo era. Todo lo contrario: desde su punto de vista, cualquier cambio drástico llamaría la atención. Era muy probable, entonces, que continuara con sus actividades, al menos por un tiempo. No había ningún motivo para suponer que usaba otro nombre. ¿Por qué cambiaría su nombre en un país donde nadie lo conocía? Para ese fin organicé mis cuerpos policiales vagabundos y los envié de manera sistemática a todas las compañías de coches de alquiler de Londres, hasta que dieron con el hombre que buscaba. Aún estará fresco en su memoria el éxito que tuvieron, y la manera rápida en que yo me aproveché de este. El asesinato de Stangerson fue un incidente que me agarró totalmente por sorpresa, pero que no habría podido prevenirse de ninguna manera. Gracias a este crimen, como usted sabe, pude entrar en contacto con las píldoras, cuya existencia ya había inferido. Como ve, todo el asunto no es más que una cadena de secuencias lógicas sin rupturas ni defectos.

—¡Es maravilloso! —exclamé—. Habría que reconocer sus méritos públicamente. Debería usted publicar un recuento del caso. Si no desea hacerlo, yo puedo tomar la posta.

—Haga lo que quiera, doctor —respondió—. ¡Mire esto! —prosiguió pasándome el periódico.

Era el Echo del día, y el párrafo que me señalaba tenía que ver con el asunto en cuestión.

«El público —se leía en él— se ha quedado sin su entretenimiento con la súbita muerte del hombre apellidado Hope, de quien se sospechaba que era el asesino de los señores Enoch Drebber y Joseph Stangerson. Es probable que ahora nunca se conozcan los detalles del caso, aunque buenas fuentes nos informan que el asesinato fue el resultado de una vieja enemistad amorosa, en la que el mormonismo tuvo su parte. Al parecer, ambas víctimas pertenecieron en su juventud a los Santos de los Últimos Días, y Hope, el recientemente fallecido prisionero, también proviene de Salt Lake City. Si este caso no ha logrado ningún otro efecto, al menos pone de manifiesto la notable eficiencia de nuestra fuerza policial y sirve de ejemplo para todos los extranjeros: lo más inteligente es que arreglen sus asuntos en casa, o en todo caso no podrán traerlos a suelo británico. Es un secreto a voces que el crédito de esta inteligente captura les pertenece por completo a los oficiales de Scotland Yard, los señores Gregson y Lestrade. La captura se llevó a cabo, al parecer, en las habitaciones de un señor Sherlock Holmes, quien, en su condición de amateur, ha mostrado cierto talento detectivesco, y con la ayuda de sus instructores podrá, sin duda, con el tiempo, consolidar sus habilidades. Se espera que un reconocimiento de algún tipo recaiga sobre los dos oficiales, como una adecuada recompensa por sus servicios.»

—¿No se lo dije desde el principio? —exclamó Sherlock Holmes antes de soltar una risotada—. Ese es el resultado de todo nuestro Estudio en escarlata: un reconocimiento para ese par de inútiles.

—De ninguna manera —respondí—. He consignado todos los hechos en mi diario, y el público los conocerá. Mientras tanto, usted deberá consolarse con la conciencia de su éxito, como el avaro romano:

Populis me sibilat, at mihi plaudo

Ipse domi simul ac nummos contemplar in arca.4

4 . N. del T.: «La gente me silba, pero yo me aplaudo a mí mismo / mientras en casa contemplo las monedas de mi cofre.» (En latín el el original.)


EL SIGNO DE LOS CUATRO


CAPÍTULO I

La ciencia de la deducción

~

Sherlock Holmes tomó su botella del extremo más lejano de la repisa de la chimenea, y la jeringa hipodérmica del fino estuche marroquí. Con sus dedos largos, blancos y nerviosos ajustó la delicada aguja y se remangó el puño izquierdo de la camisa. Por algunos instantes se quedó viendo reflexivamente su antebrazo y su muñeca, ambos salpicados de puntos y cicatrices producto de innumerables pinchazos. Por último, empujó la aguja dentro de la carne sosteniendo el émbolo y se echó sobre el sillón forrado de terciopelo soltando un largo suspiro de satisfacción.

Tres veces al día, durante varios meses, tuve la oportunidad de presenciar este espectáculo y, contrario a lo que podría pensarse, la costumbre no había logrado reconciliarme con él. Todo lo contrario: día a día me ponía más irritable, y mi conciencia se hinchaba todas las noches con el pensamiento de no tener la valentía suficiente para elevar una protesta. Una y otra vez me prometía a mí mismo verter mi alma sobre el asunto, pero mi compañero tenía ese aire indiferente y tranquilo que lo convertía en el último hombre con el que uno quisiera tomarse cualquier cosa parecida a un atrevimiento. Sus considerables habilidades, sus modos de experto y la experiencia que yo poseía ahora respecto de sus extraordinarios talentos me disparaban la timidez y me hacían rehuir una posible confrontación.

Sin embargo, esa tarde, ya fuera por el Beaune con que acompañé el almuerzo, o por la exasperación adicional que me produjo su proceder en extremo deliberado, de pronto sentí que ya no me podía contener un segundo más.

—¿A cuál le toca el turno hoy? —pregunté—. ¿Morfina o cocaína?

Levantó la mirada lánguidamente del viejo volumen de letras negras que había abierto, y contestó:

—Cocaína, en disolución del siete por ciento. ¿Le gustaría probar un poco?

—¡Por supuesto que no! —respondí con brusquedad—. Aún no estoy del todo restablecido de la campaña afgana. No puedo ponerle a mi cuerpo ningún esfuerzo adicional.

Holmes sonrió ante mi vehemencia.

—Puede que esté en lo cierto, Watson —dijo—. Supongo que en úl­timas la influencia de la cocaína sobre el cuerpo es mala. No obstante, encuentro que es tan trascendentalmente estimulante y clarificadora para la mente, que por ahora sus efectos secundarios no me preocupan.

—¡Pero considérelo! —dije seriamente—. ¡Considere el costo de esto! Es po­sible que su cerebro se encuentre agitado y estimulado, pero se trata de un proceso patológico y mórbido que supone cambios en los tejidos, y es posible que deje una debilidad permanente. Usted también se encuentra al tanto del estado en que lo deja. Puede estar seguro de que el costo es demasiado alto. ¿Por qué una persona como usted, por un mero placer momentáneo, pondría en riesgo las grandes facultades que posee? Recuerde que no le hablo únicamente como un camarada le hablaría a un par, sino como un médico a un hombre de cuya integridad es parcialmente responsable.

No pareció ofendido. Por el contrario, juntó las yemas de los dedos de ambas manos, y puso los codos en los descansabrazos de la silla, como alguien que halla deleite en la conversación.

—Mi mente —dijo— se rebela ante el estancamiento. Deme problemas, deme trabajo, deme el más abstruso criptograma o el análisis más intrincado, y entonces estaré en mi propia atmósfera. Entonces podré vivir sin estimulantes artificiales. Pero aborrezco la sosa rutina de la existencia. Ansío la exaltación mental. Por ello elegí mi propia profesión particular o, más bien, la creé, pues soy el único en el mundo.

—¿El único detective no oficial? —dije levantando las cejas.

—El único detective no oficial de consulta abierta —respondió—. Soy el último y superior tribunal de apelaciones de la ciencia detectivesca. Cuando Gregson, o Lestrade, o Athelney Jones se ven superados por un asunto (que, por supuesto, es su estado natural), me lo dejan a mí. Yo examino la información, como un experto, y pronuncio una opinión de especialista. Y no me llevo ningún crédito por tales casos. Mi nombre no sale en ningún periódico. El trabajo mismo, el placer de encontrar un campo para ejercer mis peculiares talentos, estas son mis más elevadas recompensas. Usted ha tenido cierto conocimiento de mis métodos de trabajo en el caso de Jefferson Hope.

—Sí, ciertamente —dije de manera cordial—. Nunca en la vida he estado tan impactado por algo. Incluso le di forma en un pequeño cuadernillo, que de manera fantástica titulé Estudio en escarlata.

Holmes sacudió tristemente la cabeza.

—Le di un vistazo —dijo—. Con toda honestidad, no lo puedo felici­tar por esa obra. La ciencia del detective es, o debería ser, una ciencia exacta, y debería ser tratada de la misma manera fría e impasible. Usted intentó te­ñirla de romanticismo, lo que produce el mismo efecto de contar una histo­­ria de amor, o una fuga por amor, dentro de la quinta proposición euclidiana.

—Pero el romance estaba allí —protesté—. No podía alterar los hechos.

—Algunos hechos pueden suprimirse o, al menos, dotarse de un justo sentido de la proporción. El único punto del caso que merecía mención era el curioso razonamiento analítico que llevó de los efectos a las causas, por el cual pude aclararlo.

 

Sus críticas me incordiaron, pues el trabajo fue especialmente pensado para complacerlo. También debo confesar que me irritaba su egocentrismo, que parecía demandar que todas las líneas de mi texto debían consagrarse a sus singulares talentos. Más de una vez, durante los años que viví con él en Baker Street, fui testigo de la pequeña vanidad que subyacía los modos tranquilos y didácticos de mi compañero. Sin embargo, no repliqué nada a sus palabras. Me quedé sentado cuidando de mi pierna maltrecha. Algún tiempo atrás una bala de fusil jezail la había atravesado y, pese a que no me impedía caminar, me dolía cansinamente cada vez que el clima cambiaba.

—Mi práctica se ha extendido recientemente al continente —dijo Holmes luego de un momento, mientras cargaba su vieja pipa de raíz zarzarrosa—. La semana pasada me consultó François le Villard, quien como usted posiblemente sabe se ha destacado en el último tiempo en el servicio de detectives de la nación francesa. Posee el rasgo celta de la rápida intuición, pero carece del amplio rango del conocimiento exacto que es esencial para el desarrollo superior de su arte. El caso estaba relacionado con un testamento, y tenía algunos rasgos de interés. Pude referirle dos casos paralelos, el de Riga en 1857 y el de Saint Louis en 1871, que lo han puesto ante la verdadera solución. He aquí la carta que recibí esta mañana, en la que reconoce mi ayuda.

Me la lanzó mientras hablaba: una hoja arrugada de un cuaderno extranjero. La miré en mi regazo y pude advertir la prodigalidad de notas de admiración: magnifiques, coup-de-maîtres y tours-de-force desperdigados en la página, todos testificando la ardiente admiración del francés.

—Le habla como un pupilo a su maestro —dije.

—Oh, estima en demasía mi ayuda —dijo Sherlock Holmes con indiferencia—. Es un hombre hábil. Posee dos de las tres cualidades necesarias para el detective ideal: sabe observar y sabe deducir. Tiene insuficiencias de conocimiento, y puede que esto llegue con el tiempo. Ahora está dedicado a traducir al francés mis pequeñas obras.

—¿Sus obras?

—Oh, ¿no lo sabía usted? —exclamó riendo—. Soy culpable de varias monografías. Todas tratan asuntos técnicos. Aquí hay una, por ejemplo: «Sobre la distinción de la ceniza de las distintas clases de tabaco». Allí enumero ciento cuarenta formas de cigarros, cigarrillos y tabacos de pipa, con ilustraciones en color que señalan diferencias entre las cenizas. Es un asunto que está presente todo el tiempo en los procesos criminales, y que algunas veces reviste una importancia capital como prueba. Si uno pudiera afirmar categóricamente, por ejemplo, que un asesinato ha sido cometido por un hombre que fumaba tabaco lunkoh, de la India, el campo de búsqueda obviamente se reduciría. Para el ojo entrenado existe una diferencia abismal entre la ceniza negra de un Trichinopoly y la pelusa blanca del tabaco Bird’s Eye, tal como la hay entre un repollo y una papa.

—Tiene usted un ojo extraordinario para las minucias —comenté.

—Aprecio lo importante. He aquí una monografía sobre rastrear hue­llas, con comentarios sobre los usos del yeso que hacen en París para preservar las impresiones. Aquí también tengo un trabajo muy curioso sobre la influencia del oficio en la forma de la mano, con litografías de manos de techistas, marineros, cortadores de corchos, compositores, tejedores y pulidores de diamantes. Se trata de un asunto de gran interés práctico para la ciencia detectivesca, especialmente en casos de cadáveres sin reclamar, o cuando hay que averiguar los antecedentes de los criminales. Me temo que lo aburro con esta afición mía.

—De ninguna manera —respondí con seriedad—. Para mí es realmente interesante, sobre todo desde que he tenido la oportunidad de observar su aplicación práctica de estos temas. Hace un momento hablaba usted de observación y deducción. Sin duda, la una ha de implicar la otra hasta cierto punto.

—No, para nada —contestó recostándose suntuosamente en su sillón y lanzando hacia arriba gruesas coronas azules desde su pipa—. Por ejemplo, la observación me indica que usted ha ido esta mañana a la oficina postal de Wigmore Street, pero la deducción me permite inferir que todo lo que hizo allí fue despachar un telegrama.

—¡Exacto! —dije—. ¡Tiene razón en ambos puntos! Aunque confieso que no sé cómo hizo para saberlo. Fue un impulso repentino de mi parte, y no se lo he mencionado a nadie.

—Es la sencillez misma —comentó soltando una risita ante mi sorpresa—; tan absurdamente simple que una explicación sería superflua. Y, sin embargo, serviría para definir los límites entre observar y deducir. Por la observación sé que usted lleva adherida a su calzado una pequeña mancha de tierra rojiza. Del otro lado de la oficina postal en Wigmore Street levantaron el pavimento y han vertido tierra rojiza, de tal manera que es difícil evitar pisarla al ingresar. Aquella tierra tiene un peculiar tinte rojizo que, hasta donde sé, no se encuentra en ningún otro lugar del barrio. Hasta aquí la observación. El resto es deducción.

—¿De qué manera, entonces, dedujo lo del telegrama?

—Desde luego, sabía que usted no había escrito ninguna carta, pues estuve sentado a su lado toda la mañana. Asimismo, en su escritorio veo una hoja de estampillas y un grueso manojo de postales. ¿A qué más podía ir usted a la oficina postal, sino a enviar un telegrama? Al eliminar todos los otros factores, el que queda debe de ser la verdad.

—En este caso, sin duda es así —respondí luego de pensarlo un poco—. Se trata de un asunto muy simple. ¿Le parecerá impertinente de mi parte si me permito someter sus teorías a una prueba más rigurosa?

—Por el contrario —respondió—; con ello me evitaría tomar una segunda dosis de cocaína. Estaré encantado de examinar cualquier problema que usted me presente.

—Lo he escuchado decir que es difícil para un hombre tener un objeto y usarlo todos los días sin imprimirle una estampa de su individualidad, y que esto, para el observador entrenado, no puede pasar inadvertido. Aquí tengo un reloj que ha entrado recientemente en mi posesión. ¿Sería usted tan amable de emitir una opinión sobre el carácter o los hábitos de su último dueño?

Le entregué el reloj con una leve sensación de entretenimiento en mi corazón, pues a mi modo de ver se trataba de una prueba imposible, que había pensado como lección en contra del tono dogmático que Holmes usaba ocasionalmente. Balanceó el reloj en su mano, estudió con atención la esfera, abrió la tapa posterior y examinó la maquinaria, primero con su mirada y luego con un poderoso lente convexo. Yo tuve que contener una sonrisa ante su rostro alicaído cuando por fin lo volvió a cerrar y me lo entregó de vuelta.

—Casi no hay información —comentó—. El reloj ha sido limpiado recientemente, y esto hace que llegar a los hechos más sugestivos sea imposible.

—Tiene razón —respondí—. Lo limpiaron antes de enviármelo.

En mis adentros acusé a mi compañero de salir con la excusa más pobre e impotente para cubrir su fracaso. ¿Qué información podría obtener de un reloj que no hubieran limpiado?

—Pese a lo insatisfactorio, mi análisis no ha sido del todo estéril —comentó mirando el techo con ojos soñadores y faltos de brillo—. Salvo una mejor opinión suya, el reloj pertenecía a su hermano mayor, quien a su vez lo heredó de su padre.

—Eso sin duda lo dedujo usted de las iniciales H. W. grabadas al respaldo.

—Así es. La W sugiere su apellido. La fecha del reloj es de casi cincuenta años atrás, y las iniciales son tan viejas como el aparato, de manera que fue hecho para la pasada generación. Las joyas usualmente pasaban al hijo mayor, y es común que el primogénito lleve el nombre del padre. Si mal no recuerdo, su padre falleció hace mucho tiempo. Por lo tanto, el reloj ha estado con su hermano mayor.

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