Medianoche absoluta

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Z serii: Abarat #3
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Capítulo 7
Los pesares del Hijo Malo

Un camino empinado de escaleras estrechas serpenteaba hacia arriba desde la puerta del muro entre los árboles. Candy y Malingo lo subieron. Aunque a través del follaje rojo anaranjado había un manto de luminosidad visible, muy poca llegaba hasta el camino. Había, no obstante, pequeñas lámparas dispuestas junto a los escalones para iluminarlo. Más allá de su alcance, los matorrales eran densos, y la oscuridad, más densa aún. Pero no estaba deshabitado.

—Hay muchos ojos fijos en nosotros —dijo Candy en voz muy baja.

—Pero no hay ruido. No pían los pájaros. No zumban los insectos.

—A lo mejor hay algo más aquí. Algo que les asusta.

—Bueno, si lo hay —dijo Malingo con una ligereza fingida—, espero que sepa que hemos venido aquí a causar problemas.

Su actuación obtuvo una respuesta.

—Dices que habéis venido a causar problemas, geshrat —dijo una voz joven—, pero decirlo no lo convierte en verdad.

—¿Por qué estáis aquí? —preguntó una segunda voz.

—Los hijos —le murmuró Malingo a Candy, aunque sus palabras apenas eran audibles para la muchacha, que estaba a un solo escalón de él.

—Sí —contestó la primera voz—. Somos los hijos.

—Y os oímos —se mofó la segunda—, por muy bajo que susurréis. Así que no perdáis el tiempo.

—¿Dónde estáis? —les preguntó Candy a medida que subía despacio otro escalón y escrutaba las sombras de la derecha, dirección desde la que parecían llegar las voces.

Conjuró rápidamente en su mano una pequeña bola de luz tenue: una llama fría que había aprendido a conjurar de Boa. Había sido, pensó vagamente Candy, una de las primeras muestras de magia que Candy había birlado del repertorio de la princesa. La apretó con fuerza.

Llegaría el momento en el que tendría a uno de los hijos de Laguna Munn lo suficientemente cerca para…

¡Ahí! Una sombra se movió frente a su campo de visión. Candy no titubeó. Levantó el brazo y lanzó la bola. Soltó un resplandor blanco, amarillento y azul, y su luz se esparció solamente sobre la figura a la que Candy le había ordenado iluminar. La luz tenue hizo su trabajo y Candy vio al primero de los hijos de Laguna Munn. Tenía el aspecto de un pequeño demonio, pensó Candy, con sus cuernos raquíticos y su cuerpo achaparrado hecho de sombras y fragmentos de colores, como si hubiera estado en medio de la explosión de una vidriera policromada que no le había llegado a herir porque su cuerpo estaba hecho del Lado Oscuro de la Luna Gelatinosa.

Cuando habló, como ahora hacía, su voz no pegaba en absoluto con su apariencia. Tenía la voz precisa y bien cultivada de un niño que ha ido a una buena escuela.

—Soy el Niño Malo de mamá —dijo.

—Oh, ¿en serio? ¿Y cómo te llamas?

Suspiró como si la pregunta supusiera una gran dificultad.

—¿Qué ocurre? —dijo Candy—. Solo te he preguntado tu nombre.

Había algo en su alma sencilla y humilde de Minnesota que no conectaba con el autoproclamado Niño Malo de Laguna Munn.

—Oh, no lo sé… —contestó mientras se mordisqueaba la uña del pulgar—. Es difícil elegir cuando tienes tantos. ¿Te gustaría saber cuántos nombres tengo?

No quería saberlo.

—Está bien, te escucho. ¿Cuántos?

—Setecientos diecinueve —dijo con bastante orgullo.

—Vaya —dijo Candy de manera inexpresiva.

—Porque puedo. Mamá me dijo que podía tener todo lo que quisiera, así que tengo muchos nombres. Pero puedes llamarme… ¿Mermelada Belicosa? ¡No, no! ¿Pastelero Hambadikin? ¡No! B’gog! ¡Sí! ¡Jollo B’gog está bien!

—Vale. Yo soy…

—Candy Quackenbush de Chickencoop.

—Chickentown.

Coop, town… qué más da. Y ese es tu amigo el geshrat, Malingo. Lo salvaste de seguir siendo el esclavo del mago Kaspar Wolfswinkel.

—Está claro que has hecho los deberes —dijo Candy.

—Deberes… deberes… —dijo Jollo B’gog dándole vueltas a la palabra—. Oh. Trabajo que le asignan los tutores a los estudiantes en tu mundo, que intentan no hacer de cualquier forma posible —sonrió.

—Eso es —dijo Candy—. ¡Has dado en el clavo!

—¡En el clavo! —dijo en tono triunfal Jollo B’gog—. ¡He dado en el clavo! ¡He dado en el clavo!

—Parece que te estás divirtiendo —dijo una mujer en alguna parte más allá del haz de luz que Candy le había arrojado a Jollo.

El buen humor del chico desapareció de inmediato, no por miedo, pensó Candy, sino por una especie de respeto por la que había hablado.

—¿Niño Malo? —dijo.

—Sí, mamá.

—¿Puedes buscarle a Malingo, nuestro invitado, algo para comer o beber, por favor?

—Por supuesto, mamá.

—Y mándame a la chica.

—Como desees, mamá.

Candy quería señalar que ella también estaba hambrienta y sedienta, pero sabía que no era el momento de decirlo.

—Vale, ya has oído a mamá —le dijo Jollo a Candy—. Quiere que vayas con ella, así que todo lo que tienes que hacer es seguir el ojo plateado. —Señaló un ojo de treinta centímetros de ancho, con una pupila negra y una lente plateada, que planeaba entre los árboles.

—¿Crees que debería ir contigo? —le dijo Malingo a Candy.

—Si te necesito, te juro que gritaré. Muy, muy alto.

—¿Satisfecho? —le preguntó Jollo a Malingo—. Si mamá intenta comérsela, gritará.

—Tu madre no se la…

—No, no lo haría, geshrat —respondió Jollo—. Era una broma. ¿Un chiste?

—Sé lo que es un chiste —dijo Malingo sin parecer estar muy seguro. Buscó a Candy, pero ya estaba fuera del camino, siguiendo el ojo plateado para adentrarse en la oscuridad de entre los árboles.

—Venga, geshrat. Vamos a darte de comer —dijo Jollo—. Si oyes que Candy grita, puedes irte directo a por ella. Ni siquiera intentaré detenerte, te lo prometo.

Capítulo 8
Laguna Munn

La isla de Laguna Munn parecía pequeña desde el barco de Ruthus, pero ahora que Candy recorría las pendientes oscuras parecía muchísimo más grande de lo que había esperado. Había dejado la luz tenue a sus espaldas, pero el ojo plateado desprendía su propio resplandor mientras la guiaba a través de los densos matorrales. Se alegró de contar con su guía. El terreno bajo sus pies era cada vez más escarpado y los árboles entre los que se movía (a veces tenía que abrir a la fuerza un hueco para atravesarlos) se volvían más nudosos y viejos a cada paso.

El viento soplaba en las elevaciones más altas; hacía que los viejos árboles crujieran y que sus ramas dejaran caer una lluvia de hojas y frutos maduros. Candy no dejó que nada de aquello la distrajera de su guía. Lo siguió tan de cerca como el trayecto repleto de maleza le permitía, hasta que la llevó hasta un lugar en el que las ramas más bajas de los árboles habían entrelazado sus ramitas con los arbustos de debajo, con lo que formaban un muro de madera entretejida. Candy se quedó delante de él un instante mientras el ojo arrojaba su luz sobre las ramitas entrelazadas. Pasaron unos segundos y entonces un movimiento resplandeciente traspasó el muro, y donde el ojo había iluminado el muro con su luz, este se desató y se abrió una estrecha puerta. Los árboles y arbustos aún estaban separados cuando la voz que le había hablado a Jollo dijo:

—O entras o te vas, muchacha. Pero no te quedes ahí parada.

—Gracias —dijo Candy, y dio un paso entre las ramas retorcidas.

Había llegado al punto más alto de la isla. Allí el viento susurraba en círculos, haciendo que la carga de hojas que llevaba subiera y bajara en torno a Candy. Sin embargo, no todo eran hojas en las ráfagas circulares. También había animales, criaturas de todos los tamaños y formas que se movían a su alrededor, con los costados a veces tan pálidos como la luna, a veces tan rojos como el sol al atardecer; sus ojos lanzaban destellos verdes y dorados y todos dejaban un rastro de movimiento en el aire sombrío.

No podía estar segura de si estaba presenciando una alegre carrera o una persecución a vida o muerte. Fuera lo que fuera, de repente giró en su dirección y tuvo que tirarse al suelo, donde se protegió la cabeza con las dos manos mientras sentía que la estampida de seres vivos pasaba por encima de ella. Ahora había mucho ruido. No era solo la ráfaga de viento, sino el estruendo de pezuñas y patas y los chillidos, rugidos y aullidos de quizás miles de especies, o tal vez el doble de eso.

—¿Todavía no sabes diferenciar entre una cosa soñada y una viva? —dijo Laguna Munn, cuya voz sonaba más cerca para Candy que el sonido del paso de los animales.

—¿Soñada…? —preguntó Candy.

—Sí, niña —respondió Laguna—. Soñada. Imaginada. Conjurada. Inventada.

Candy se atrevió a lanzar una mirada prudente hacia arriba. Dijese lo que dijese la hechicera, las pezuñas y las patas que seguían corriendo por encima de la cabeza de Candy parecían reales y extremadamente peligrosas.

—Es una ilusión —dijo Laguna Munn—. Levántate. Continúa. Si no confías en mí, ¿cómo va a funcionar nada de lo que intente hacer por ti?

Candy vio que tenía sentido. Levantó la cabeza un poco más. La violencia del torrente de vida galopaba sobre la cúpula que protegía sus pensamientos. Le dolía. No solamente en el cráneo, que crujía bajo el ataque de las pezuñas, sino en los huesos de la cara y en los delicados tejidos que protegía.

Si no sobrevivía al ataque, no encontraría a nadie más que pudiera decirle lo que Laguna Munn podía.

Se levantó.

¡Por el amor de Lou, cómo dolía! Aunque fuera una ilusión, seguía siendo lo suficientemente convincente como para hacer que le sangrara la nariz. Se la limpió con la palma de la mano, pero le siguió de inmediato otro chorro. Y aun así los animales seguían rugiendo, la violencia de su paso la golpeaba mientras continuaban.

 

—Sé que estás ahí, Laguna Munn —dijo—. No podrás esconderte para siempre. Sal. Muéstrate.

Sin embargo, las criaturas siguieron llegando; su paso sobre ella era más potente que nunca. La sangre le bajaba de la nariz a la boca. La probó: cobre y sal. ¿Durante cuánto tiempo más podría aguantar su cuerpo esta arremetida incesante? La hechicera no la dejaría morir si fracasaba, ¿verdad?

—No voy a morir —se dijo Candy a sí misma.

Intentó forzar la vista a través del conjuro una vez más… y de nuevo el conjuro la aplastó con su autenticidad.

«Nunca lo conseguirás sin mí», dijo Boa.

—Entonces ayúdame.

«¿Por qué debería hacerlo?»

Una ola de rabia se sublevó dentro de Candy. Estaba harta de Boa; harta de todas las mujeres egocéntricas con más poder que compasión con las que se había encontrado, empezando por la señorita Schwartz y terminando con Mater Motley. Ya estaba harta de ellas, de todas ellas.

Y por fin sus ojos empezaron a agujerear la ilusión que la estaba golpeando y consiguió ver a la misteriosa Laguna Munn. Era lo que la madre de Candy, Melissa, habría llamado una «mujer de huesos grandes», con lo que habría querido decir gorda.

—Te… veo… —dijo Candy.

—Bien —respondió Laguna Munn—. Entonces podemos empezar.

Laguna levantó la mano y cerró el puño. La marea de cosas vivas se detuvo de golpe y dejó a Candy con los huesos doloridos, un zumbido en la cabeza y la nariz sangrando. Laguna habló; su voz era dulce.

—No esperaba conocerte, aunque sentía curiosidad, lo reconozco. Pensaba que el Fantomaya gozaba de tu cariño.

—El Fantomaya es la razón por la que estoy aquí —dijo Candy.

—Ah, así que alguien te ha estado contado historias.

—¡No es solo una historia! —le espetó Candy.

La ira seguía borboteando dentro de ella.

—Cálmate —le dijo Laguna Munn. Dio la impresión de que se levantaba de su asiento y se acercaba a Candy sin haber dado un solo paso—. ¿Qué he visto en tu cabeza, muchacha?

—Algo que no soy solo yo —dijo Candy—. A otra persona.

Los ojos de Laguna, que ya de por sí eran grandes, se abrieron y brillaron aún más.

—¿Conoces el nombre de esta otra persona que está en tu cabeza?

—Sí. Es la princesa Boa. Las mujeres del Fantomaya le arrebataron el alma a su cuerpo.

—Estupideces, estupideces —se murmuró a sí misma Laguna Munn.

—¿Por mi parte? —preguntó Candy.

—No, no por tu parte —respondió Laguna—. Por la suya. Jugaron con cosas que nada tenían que ver con ellas.

—Vale, lo hicieron. Y yo ahora quiero deshacerlo.

—¿Por qué no has acudido a ellas?

—Porque no saben que lo sé. Si hubieran querido que nos separásemos con el tiempo, me habrían dicho que ella estaba ahí, ¿no crees?

—Supongo que es lo razonable, sí.

—Además, ya han asesinado a una de ellas por mi presencia en Abarat…

—De manera que, si alguna otra bruja tiene que morir, prefieres que sea yo.

—No era eso lo que quería decir.

—Es a lo que ha sonado.

—¿Qué pasa en este sitio? ¡Todo el mundo juega a tonterías! Me pone enferma. —Volvió a limpiarse la sangre de la nariz—. Si no vas a ayudarme, entonces lo haré yo sola.

Laguna Munn no intentó ocultar su asombro o el torrente de admiración que lo acompañó.

—¡Por el amor de Lou! Sí que lo harías, ¿verdad?

—Si no tengo más remedio… No podré descubrir quién soy hasta que me la saque de la cabeza.

—¿Y qué pasará con ella?

—No lo sé. Hay muchas cosas que no sé. Por eso he venido a verte.

—Dime la verdad, ¿quiere la princesa tener una vida separada de ti?

—Sí —dijo Candy con confianza. Laguna se la quedó mirando con una intensidad intimidante—. El problema es que no sé dónde termino yo y empieza ella. Ya debía estar en mi cabeza cuando nací y siempre hemos vivido juntas, las dos.

—Debería advertirte que, si ella realmente no quiere irse, entonces tendrás una pelea entre manos. Una pelea que podría ser fatal.

—Asumiré el riesgo.

—¿Entiendes lo que…?

—Sí, que podría matarme.

—Sí. Y asumo que también has considerado que pueda haber partes de ti que no sean tuyas en absoluto.

—¿Que sean de ella? Sí, también he pensado en eso. Y las perdería. Pero si desde el principio nunca fueron mías, nunca fui yo, entonces no estoy perdiendo nada en realidad, ¿no?

La mirada dorada de Laguna Munn se suavizó.

—Menuda conversación de locos debes de estar teniendo ahora mismo en tu cabeza —dijo—. Y no me refiero a la que haya entre tu huésped y tú. Es una lástima que tú y yo nos hayamos conocido tan tarde —dijo con lo que parecía ser auténtica pena.

—Acabo de cumplir dieciséis —dijo Candy.

—Lo sé. Y me doy cuenta de que eres joven. Pero hay caminos hacia la revelación que debieron establecerse cuando solo eras un bebé y volver a fijarlos ahora va a ser más difícil. Viniste aquí en busca de libertad y revelaciones y me temo que todo lo que puedo darte son advertencias y confusión.

—¿Entonces no puedes separarnos a Boa y a mí?

—¿Eso? Eso sí puedo hacerlo. Lo que no puedo hacer es predecir las consecuencias de la separación. Pero te prometo que nunca volverás a ser la misma.

Segunda parte
Tú, o Yo No

Como descansan la espina y la flor sobre una misma rama,

así encajará el odio con mi amor por ella.

Las dos partes de un ente al que completan.

Como tú y yo, mi amor, una sola alma.

Christopher Carroña

Capítulo 9
Una nueva tiranía

No habría sido una sorpresa para los habitantes de Gorgossium que el sonido de las demoliciones se escuchara desde las aguas que rodeaban la isla. Sus residentes apenas podían oír sus propios pensamientos.

La Isla de la Medianoche se estaba sometiendo a grandes cambios, todos diseñados para aumentar la oscuridad que mantenía esclavizada a Gorgossium. No era la oscuridad de un cielo desprovisto de estrellas. Era algo mucho más intenso. Esta oscuridad se encontraba en la mismísima esencia de la isla; en su tierra, su roca y su niebla.

A lo largo de los años, muchos habían intentado encontrar las palabras que pudieran evocar los horrores de Gorgossium. Todos habían fallado. Las abominaciones que aquel lugar había dado a luz, criado y enviado a menudo por las islas para hacer un trabajo sangriento y cruel suponían un desafío hasta para las almas más expresivas.

Incluso Samuel Klepp, que en la edición más reciente del Almenak de Klepp, la guía estándar de las islas, había escrito sobre Medianoche de una manera tan breve y superficial como le fue posible.

«Hay mucho más», había escrito, «con lo que no mancharé las páginas del Almenak; horrores que frecuentan la Hora de la Medianoche que solo conseguirían preocupar más a nuestras mentes si insistiera en hablar de sus abominables imágenes. Gorgossium es como introducirse en un cadáver pestilente que se pudre en su propia descomposición. Es mejor que hagamos en estas páginas lo que haríamos si nos encontráramos con semejante cosa en una carretera: evitaríamos que nuestros ojos se clavaran en su asquerosidad e iríamos en busca de unas vistas mejores. Y eso es lo que haré yo».

Llegarían cosas peores, mucho peores. Todo lo que se imaginaba una mente presa del miedo cuando pensaba en Medianoche (los rituales profanos que se llevaban a cabo en nombre del Caos y la Crueldad; las brutalidades sin sentido que arrebataban el sano juicio o la vida de cualquier inocente que se aventurara a ir allí; el hedor de sus tumbas abiertas y los muertos que habían salido de ellas, a los que se había despertado en nombre de la maldad para que vagaran por donde quisieran) constituía solo la primera frase del gran libro del terror que los dos poderes que una vez habían reinado en Gorgossium, Christopher Carroña y su abuela, Mater Motley, habían comenzado a escribir.

Pero las cosas habían cambiado. En un intento de localizar y matar al fin a Candy Quackenbush (que le había causado interminables problemas), Mater Motley había avivado el mar de Izabella y había usado su torbellino para llevar su barco de guerra, el Wormwood, al Más Allá. Las cosas no habían ido bien. La magia a la que había dado rienda suelta en el otro mundo, refrenada tal vez por leyes de la materia que no tenían relevancia en Abarat, se había descontrolado. El barco de guerra se había roto por la mitad en el agua y parte del Izabella y un número incontable de sus guerreros cosidos se hicieron pedazos del mismo modo. Su nieto, Christopher Carroña, también se había ahogado allí. Mater Motley había regresado a Gorgossium sola.

Su primer decreto como único poder gobernante en Medianoche había sido reunir a seis mil cosidos (monstruos rellenos del barro vivo que solo se extrae de Gorgossium) para empezar con la labor de demoler las trece torres de Iniquisit. En su lugar, hizo saber que solo habría una torre con tres agujas, construida mucho más alta que la más elevada de las trece. Desde allí gobernaría no solo como soberana de Gorgossium sino, con el tiempo, como emperatriz de Abarat.

Era una monarca peligrosa.

Incluso entre sus centenares de costureras, algunas de las cuales la habían conocido durante gran parte del siglo, solo unas pocas confiaban en su afecto. Mientras necesitara de sus servicios (y de momento así era) permanecerían sanas y salvas, pues sin las costureras no habría nuevos cosidos, y sin los cosidos no habría nuevas legiones que ampliaran su ejército. Pero si esa situación cambiaba algún día, las mujeres sabían que serían tan prescindibles para la Vieja Madre como cualquier cosido.

El arma que prefería cuando tenía que acabar con uno de sus hombres de barro era la vara de madera de serpiente, un bastón simple pero inmensamente poderoso, cuyo material habían quemado, enterrado y vuelto a sacar durante tres noches consecutivas. Disparaba rayos negros y destruía a sus objetivos al instante.

En varias ocasiones, mientras supervisaba el trabajo de demolición, si veía que alguno de los cosidos no trabajaba tan duro como los demás, lo ejecutaba allí mismo de inmediato. La moraleja: la vida y la muerte eran los regalos que Mater Motley te hacía o te arrebataba cuando así lo deseara y solo un estúpido o un suicida pisaba el mismo suelo que ella sin precaución.

Con un capataz tan poderoso, el trabajo de demolición y la retirada de los escombros se llevaban a cabo con gran celeridad y, en cuestión de unos días, en la meseta en la que se habían alzado las numerosas torres de Iniquisit había ahora una estructura monumental: una sola torre, diseñada por un ingenioso arquitecto, el hechicero Jalafeo Mas, que había utilizado los conocimientos de la magia de Mater Motley para desafiar las leyes de la física y erigir una torre más alta que la suma de las trece que una vez había habido allí.

Era allí, en la habitación con paredes rojas que había en lo alto de la torre, donde Mater Motley reunió a las nueve costureras en las que más confiaba.

—Los años de trabajar y tener fe se han terminado —dijo Mater Motley—. La Medianoche se acerca.

Una de ellas, Zinda Goam, una costurera de quinientos años que había dejado escrito a sus familiares que la sacaran de la tumba tras su muerte para que pudiera seguir sirviendo a Mater, dijo:

—¿No estamos ya en Medianoche?

—Sí, esta hora se llama Medianoche. Pero ahora es Absoluta. Se acerca una Medianoche mayor que ninguna; una Medianoche que cegará cualquier sol, luna y estrellas que haya en los cielos.

Otra de las mujeres, cuyo cuerpo demacrado estaba envuelto en velos de finas telarañas, no podía acallar su incredulidad.

—Nunca he comprendido el Gran Diseño —dijo Aea G’pheet—. No parece ser posible. Tantas Horas. Tantos cielos.

—¿Dudas de mí, Aea G’pheet?

La costurera, aunque tenía la piel pálida, se puso más pálida aún. Añadió sin perder un instante:

 

—Nunca, mi señora, nunca. Solo estaba sorprendida, abrumada en realidad, y me expresé mal, eso es todo.

—Entonces ten cuidado en el futuro o descubrirás que te has quedado sin él.

Aea G’pheet bajó la cabeza y las telarañas brillaron al moverse.

—¿Estoy… estoy… perdonada?

—¿Estás muerta?

—No, mi señora —dijo Aea—. Sigo viva.

—Entonces debes de estar perdonada —dijo la Vieja Madre sin un ápice de humor—. Ahora volvamos al tema de Medianoche. Hay, como sabemos, muchas formas de vida que se han guarecido de la luz. Incluso la luz de las estrellas. Estas criaturas se liberarán cuando mi Medianoche amanezca y causarán tanto daño… —Hizo una pausa y sonrió al pensar en los demonios sueltos.

—¿Y la gente? —preguntó otra de las nueve.

—Cualquiera que se alce en nuestra contra será ejecutado. Y recaerá sobre nosotras el tener que derramar su sangre sin vacilación cuando llegue el momento. Y si hay alguna mujer aquí que no esté dispuesta a luchar en esta guerra bajo esos términos, que se marche ahora. No se le hará ningún daño. Le doy mi palabra de ello. Pero si elige quedarse, entonces habrá accedido a realizar el trabajo que tenemos por delante sin miedo y de mutuo acuerdo.

»El alumbramiento de Medianoche será sangriento, eso está claro, pero creedme, cuando sea la emperatriz de Abarat os elevaré a una posición tan alta que todo pensamiento que tuvierais sobre lo que es elevado parecerá una nimiedad. No seremos mujeres normales de hoy en adelante. Quizás nunca lo fuimos. No apreciamos el amor, ni a los niños, ni hornear pan. No estamos hechas para ocuparnos de la lumbre o para mecer cunas. Somos las inmisericordes, algo por lo que los hombres desesperados se romperán sus frágiles cabezas. No haremos las paces con ellos, no seremos sus gestoras. Estarán arrodillados a nuestros pies o muertos y enterrados bajo la tierra sobre la que caminaban.

Un murmullo de placer recorrió la estancia ante esa observación. Solo una de las costureras más jóvenes murmuró algo inaudible.

—Quieres preguntar algo —dijo Mater Motley, centrando la atención en ella.

—No era nada, señora.

—¡Te he dicho que hables, maldita! ¡No admitiré que haya escépticos! ¡HABLA!

Las costureras que habían estado alrededor de la joven ahora se alejaron de ella.

—Solo me estaba preguntando por la Hora Veinticinco —respondió la joven—. ¿También se verá sobrepasada por Medianoche? Porque si no…

—¿Nuestros enemigos podrían refugiarse allí? ¿Es eso lo que preguntas?

—Sí.

—Es una pregunta para la que, en verdad, no tengo respuesta —dijo Mater Motley a la ligera—. Aún no, al menos. Eres Mah Tuu Chamagamia, ¿verdad?

—Sí, señora.

—Bueno, dado que tienes tanta curiosidad sobre el estado de la Hora Veinticinco, pondré a dos legiones de cosidos a tu disposición.

—¿Para… hacer qué, mi señora?

—Para tomar la Hora.

—¿Tomarla?

—Sí. Invadirla en mi nombre.

—Pero, señora, no tengo destrezas en el terreno militar. No podría hacerlo.

—¿No podrías? ¿Te atreves a decirme que NO PODRÍAS?

Extendió el brazo con los dedos estirados. El bastón que utilizaba para matar a los cosidos voló hasta su mano desde la pared donde estaba colocado. Lo agarró, apretándolo con los nudillos blancos, y con un solo movimiento amplio señaló a Mah Tuu Chamagamia.

La joven abrió la boca para decir algo más en su defensa, pero no tuvo tiempo de hacerlo. Unos rayos negros chisporrotearon desde la vara en su dirección y la golpearon en la cintura.

Emitió un sonido, no una palabra, sino un grito de horror, a medida que su espantosa destrucción se extendía en todas las direcciones desde su columna vertebral y convertía su carne y sus huesos en escamas de ceniza negra. Solo su cabeza quedó intacta, para que pudiera presenciar bien cada segundo de su desintegración.

Pero fue suficiente para que viera lo que había sido de su belleza juvenil y alzara los ojos hacia su destructora una última vez. Lo suficiente para murmurar: «No».

Entonces su cabeza se convirtió en cenizas y desapareció.

—Así es como muere una escéptica —dijo la Vieja Madre—. ¿Alguna otra pregunta?

No hubo ninguna.