Medianoche absoluta

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Z serii: Abarat #3
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Capítulo 5
Remanentes de maldad

Unas tres semanas después de que las aguas del mar de Izabella hubieran traspasado el umbral entre Abarat y el Más Allá, hubieran inundado muchas de las calles de Chickentown y demolido con su fuerza y su furia los edificios antiguos más bonitos del pueblo, junto con el juzgado, la iglesia y la biblioteca pública Henry Murkitt, el padre de Candy, Bill Quackenbush, empezó a dar paseos nocturnos por el pueblo.

Bill nunca había sentido ningún entusiasmo por el ejercicio hasta entonces. Siempre se había sentido más feliz con una vida sedentaria, desplomado en su trono de cuero sintético frente al televisor con una cerveza, una pizza fría y un mando a distancia al alcance de la mano. Pero ya no veía la televisión. A última hora de la tarde se sentaba en su silla, se emborrachaba con una docena de latas de cerveza, fumaba hasta que el cenicero estaba hasta arriba y de vez en cuando comía rebanadas de pan blanco. A medida que las horas avanzaban lentamente, los miembros de la familia se iban yendo a la cama y ni siquiera su mujer, Melissa, se molestaba en darle las buenas noches.

Solo cuando la casa estaba por fin en silencio, normalmente un poco pasada la medianoche, Bill se dirigía a la cocina, se hacía un café bien fuerte para despejarse y se preparaba para la caminata poniéndose sus viejas botas de trabajo, que aún tenían incrustada la sangre reseca de los pollos, y su cazadora azul oscuro. El tiempo era cada vez más impredecible a medida que el otoño iba avanzando. Algunas noches había ráfagas de lluvia desde el norte e incluso aguanieve en un par de ocasiones. Pero no permitía que el descenso de las temperaturas cambiara sus costumbres.

Necesitaba hacer algo en las calles del pueblo en el que había vivido toda la vida: un trabajo importante que su torpe mente intentaba comprender día tras día mientras estaba sentado frente a la pantalla vacía de la televisión, con las cortinas cubriendo el cielo de octubre; un trabajo que exigía que dejara la comodidad de su butacón y se aventurara a deambular por el pueblo, aunque no tenía ni idea de por qué, o qué, estaba buscando. Todo lo que tenía como brújula era la convicción profundamente arraigada de que una noche daría la vuelta a la esquina en alguna parte del pueblo y encontraría delante de él la solución a aquel misterio.

Pero cada noche se repetía la misma historia: agotamiento y decepción. Justo antes del amanecer volvía a su oscura y silenciosa casa con las manos vacías y el corazón doliéndole como nunca lo había hecho: no de pena, ni de remordimiento, y desde luego nunca por amor.

Esa noche, sin embargo, tenía una extraña sensación que le hacía estar tan ansioso por empezar la búsqueda que se había internado en la noche tan pronto como escuchó a Melissa apagar la lámpara junto a la cama en la que una vez habían dormido como marido y mujer.

Con las prisas por salir de la casa, no solo se había olvidado de hacer el café, sino también de ponerse la cazadora. No importaba. Un mal evitaba el otro: el frío era tan vigorizante que difícilmente podría haber estado más despierto, más vivo. Aunque los dedos se le quedaron entumecidos con rapidez y le dolían las cuencas de los ojos, la anticipación del júbilo y el júbilo de la anticipación eran tan fuertes que siguió adelante sin que le preocupara su bienestar, dejando que sus pies eligieran girar en calles que él nunca habría elegido o tal vez ni hubiera visto antes de esa noche.

Finalmente, sus andanzas le llevaron a un pequeño callejón sin salida llamado Caleb Place. Las aguas del Izabella habían tenido un efecto sumamente devastador allí. Atrapadas en el fondo del callejón sin salida, habían arrojado su potencia destructiva en torno al anillo de casas, arrasando por completo varias de ellas y dejando solo tres con esperanzas de poder ser reconstruidas. El edificio que estaba menos deteriorado era el que atraía a Bill Quackenbush. Estaba muy bien acordonado con una cinta ancha de plástico en la que se repetía la advertencia:

ESTRUCTURA PELIGROSA. NO PASAR.

Bill ignoró la advertencia, por supuesto. Se agachó para pasar por debajo de la cinta y escaló con dificultad por encima de los escombros, abriéndose paso hacia el interior de la casa. La luna brillaba lo suficiente como para filtrarse por el tejado destrozado e iluminar el interior con un manto plateado.

Se detuvo un buen rato en la puerta principal, escuchando. Podía oír un sonido inidentificable en el interior de la casa: sordo, acompasado. Escuchó cuidadosamente para al menos localizar su fuente. Concluyó que provenía de alguna parte del piso superior. Empujó la puerta principal para abrirla y caminó a través del desorden de muebles destrozados y ladrillos que había entre la entrada y las escaleras. La inundación había dejado prácticamente vacías las paredes: los cuadros, el papel pintado, incluso la mayor parte del yeso, que se había desconchado como en granos y hacía que fuera difícil subir algunos escalones. Pero Bill se había enfrentado a muchos obstáculos desde que Candy estaba en Abarat y los había superado. No iba a dejar que unos pocos escalones sucios lo disuadieran de emprender este viaje.

Experimentó unos pequeños instantes de frío y humedad mientras pasaba con cautela de una madera agrietada a la siguiente. Pero la suerte no le abandonó. Llegó al rellano, que era más firme que las escaleras, sin ningún incidente. Hizo una breve pausa para orientarse; después empezó a desplazarse por el pasillo hacia la habitación situada al fondo, de la que, estaba seguro, salía el extraño sonido que lo había conducido hasta allí.

La habitación aún conservaba la puerta, que estaba entreabierta. Se detuvo delante de ella, casi de forma reverencial, y entonces, con la mera presión de dos dedos, la empujó. La puerta se abrió con un crujido. El brillo de la luna iluminaba la mitad de la habitación; el resto estaba a oscuras. Sobre los tablones iluminados por la luna vio esparcida la causa del sonido que había escuchado. Docenas de pájaros, unas criaturas comunes a las que no podría haber puesto nombre, aunque estuvieran en la calle Followell siempre que salía. Estaban tirados en el suelo, como si una fuerza despiadada les sujetara las cabezas contra los tablones. Se agitaban salvajemente y batían las alas con tanta violencia que el lugar estaba plagado de plumas que la constante corriente de aire ascendente, producida por el pánico de las alas, mantenía en circulación.

—¿Qué es esto…? —se dijo a sí mismo entre dientes.

En la mitad oscura de la habitación se movió algo. Algo que Bill sabía que no era un pájaro.

—¿Quién anda ahí? —preguntó.

Hubo un segundo movimiento en la oscuridad y, de repente, algo salió disparado de entre las sombras y apareció en el manto de la luz de la luna. Aterrizó entre los pájaros acongojados, a no más de uno o dos metros de donde estaba Bill. Después se levantó de un salto, de forma que golpeó la pared bañada por la luz de la luna que estaba en frente de la puerta. Bill solo distinguió una imagen borrosa.

Podría haber sido un mono de colores vivos, salvo porque nunca había visto a un mono que se desplazara tan rápido. El movimiento llevó a los pájaros a un nuevo delirio y algunos, sumidos en el terror, encontraron la fuerza suficiente para escapar de su trampa. Se elevaron hasta llegar a la mitad de la habitación, en apariencia incapaces de dejar atrás la presencia de lo que fuera que los había llevado hasta allí, a pesar del techo abierto que tenían encima.

Sus agitados vuelos en círculo hacían que a Bill le resultara más difícil hacerse una idea clara de aquella cosa.

¿Qué era esa extraña entidad sujeta a la pared? Parecía estar hecha de tela más que de piel: un conjunto de cuatro, quizás cinco, materiales de colores que iban del lívido escarlata al negro reluciente con un toque de azul brillante.

La bestia no parecía tener ninguna anatomía reconocible; no había ninguna parte que recordase a una cabeza, ni ningún rasgo que pudiera haber estado en un rostro: no tenía ojos que Bill pudiera identificar, ni orejas, ni nariz, ni boca. Bill se sentía totalmente decepcionado. No cabía duda de que esta no podía ser la respuesta al misterio de sus búsquedas nocturnas por el pueblo. La respuesta que había estado buscando debía ser algo más que unos fragmentos sin forma de fieltro manchado.

Sin embargo, aunque había pocas cosas en la criatura que encontrara atractivas, seguía sintiendo curiosidad por ella.

—¿Qué eres? —se preguntó, más para sí mismo que para la cosa.

La respuesta de la criatura, para gran sorpresa de Bill, fue estirar sus cuatro extremos y atraer hacia sí misma todas sus energías. Entonces, de un impulso, saltó de la pared y voló hacia Bill como si una mano invisible hubiera tirado de ella.

Bill se mostró demasiado lento, y demasiado sorprendido, para esquivarla. La cosa se enrolló alrededor de él y lo dejó completamente ciego. En aquella repentina oscuridad, el sentido del olfato de Bill se activó al máximo. ¡Aquella bestia apestaba! Desprendía el hedor de un abrigo de pieles pesado que se había guardado empapado y se había quedado en el armario pudriéndose desde entonces.

El hedor le oprimía, le repugnaba. Agarró la cosa e intentó arrancársela de la cabeza.

—Por fin —dijo la criatura—, William Quackenbush ha escuchado nuestra llamada.

—¡Suéltame!

—Solo si nos escucha.

—¿Nos?

—Sí. Está escuchando cinco voces. Somos cinco, William Quackenbush, los que estamos aquí para servirle.

—¿Para… servirme? —Bill dejó de luchar con la cosa—. ¿Quieres decir… algo así como… para obedecerme?

 

—¡Sí!

Bill sonrió y escupió un poco.

—¿A cualquier cosa que diga?

—¡Sí!

—¡Entonces dejad de asfixiarme, estúpidos!

Los cinco respondieron desenrollándose al instante de su cabeza y volvieron a la pared.

—¿Qué sois?

—Bueno, ¿por qué no? Si no le gusta la verdad porque parece una locura, entonces habrá aprendido algo, ¿no es así? —se dijo la cosa a sí misma. Después se dirigió a Bill—. Una vez fuimos cinco sombreros que pertenecíamos a los miembros del Círculo Mágico Nonciano. Pero mataron a nuestros dueños y el asesino celebró entonces haber conseguido lo que quería con un ataque al corazón. Así que nos quedamos buscando a alguien a quien conceder nuestros poderes.

—Y me habéis elegido a mí.

—Desde luego.

—¿Cómo que «desde luego»? Nadie me ha escogido nunca voluntariamente para nada.

—¿Por qué cree que ha sido, señor?

Bill supo la respuesta sin tener que pensarla.

—Por mi hija.

—Sí —dijo la cosa—. Ella tiene un gran poder. No cabe duda de que le viene de usted.

—¿De mí? ¿Qué significa eso?

—Significa que usted poseerá una mayor influencia de la que nunca soñó que podría tener. Ni siquiera en los sueños disparatados en los que se convierte en una divinidad.

—Yo nunca he soñado con ser Dios.

—¡Despierte entonces, William Quackenbush! ¡Despierte y acepte la realidad!

Aunque Bill ya estaba despierto, su yo interno comprendió instintivamente la gran importancia que tenía lo que le estaban diciendo. La expresión de su rostro se abrió como una puerta y todo lo que había detrás de ella llamó la atención de la criatura que había sido una vez varios sombreros.

—¡Mírese, pequeño Billy! —dijo con sus cinco voces cambiando y armonizando de repente con admiración—. ¡Desprende un gran resplandor! Una luz tan fuerte y clara como para ahuyentar el miedo por completo.

—¿Yo?

—¿Quién si no? Piense, pequeño Billy. Piense. ¿Quién podría librarnos del terror que su hija está a punto de liberar sobre el mundo si no es usted, la persona que la creó?

En el momento en el que la criatura había hablado del «resplandor» de Bill, los numerosos pájaros silenciosos que Bill había visto se alzaron en el aire y lo rodearon en un remolino de ojos negros y alas que batían.

—¿Qué están haciendo? —preguntó Bill a la cosa sin forma.

—Le están rindiendo homenaje.

—Pues no me gusta.

—¿Qué quiere que haga?

—Pararlos.

—¿Pararlos… matándolos?

—Claro.

—Claro —dijo la criatura, copiando a la perfección el tono de la respuesta de Bill.

—¿Te estás riendo de mí?

—Nunca —fue la respuesta.

Un instante después, todos y cada uno de los pájaros desaparecieron del aire y cayeron sin vida sobre los escombros.

—¿Mejor? —preguntó la criatura.

Bill sopesó el silencio.

—Mucho mejor —respondió al fin. Se rio ligeramente. Era una risa que había olvidado que era capaz de emitir: la de un hombre que no tenía nada que perder ni nada que temer.

Le echó un vistazo a su reloj.

—Va a amanecer —dijo—. Es mejor que me vaya. ¿Qué hago contigo?

—Llévenos encima. En la cabeza. Como un turbante.

—Eso se lo ponen los extranjeros.

—Usted es un extranjero, pequeño Billy. Este no es su sitio. Se acostumbrará a llevarnos puestos. En nuestra vida anterior éramos unos sombreros muy impresionantes. Hemos estado algo despegados últimamente.

—Sé exactamente cómo os sentís —dijo Bill—. Pero todo eso cambiará ahora, ¿no es así?

—Desde luego que sí —contestaron los remanentes de los cinco sombreros de Kaspar Wolfswinkel—. Nos ha encontrado. Ahora todo va a cambiar.

Capítulo 6
Debajo de Jibarish

El pequeño barco de Ruthus llevó a Candy y a Malingo por el suroeste de los Estrechos del Crepúsculo y entre las islas de Huffaker y Martillobobo hasta Jibarish, en cuyas tierras inexploradas una tribu de mujeres llamadas qwarv vivían de la caza de viajeros cansados, a los que cocinaban y se comían. Corría el rumor de que Laguna Munn, la hechicera a la que habían ido a buscar, se mostraba comprensiva con las qwarv, a pesar de sus apetitos, y solía cuidarlas cuando estaban enfermas e incluso aceptaba sus ofertas de comer con ellas de cuando en cuando. Sin duda alguna, la isla era el lugar adecuado para que ocurrieran tales acontecimientos repugnantes. Se situaba a las Once de la Noche: solo a una hora de distancia del horror de la Medianoche.

Las islas seguían siendo, no obstante, pedazos de tiempo apartados los unos de los otros. Solo los sonidos encontraban la manera de atravesarlos por alguna razón; el eco del eco, siniestramente lejano. Pero no resultaba difícil distinguir los sonidos de la cercana Hora de Gorgossium. Se estaba llevando a cabo una demolición. Enormes máquinas excavadoras estaban en marcha, tiraban muros y cavaban cimientos. El ruido rebotaba en los altos acantilados del oeste de Jibarish.

—¿Qué están haciendo allí? —se preguntó Malingo en voz alta.

—Es mejor no preguntar —dijo Ruthus en voz baja—. Ni pensar en ello. —Levantó la vista hacia las estrellas, que brillaban tanto sobre Jibarish que el conjunto de su luminosidad era mayor incluso que el de la luna más reluciente—. Es mejor pensar en la belleza de la luz que en lo que ocurre en la oscuridad, eso es. La curiosidad mata. Perdí a mi hermano Skafta, mi gemelo, precisamente porque hacía demasiadas preguntas.

—Lamento oír eso —dijo Candy.

—Gracias, Candy. Y ahora ¿dónde queréis que os deje? ¿En la isla grande o en la pequeña?

—No sabía que hubiera una grande y una pequeña.

—Oh, sí, por supuesto. Las qwarv controlan la isla grande. La pequeña es para la gente corriente… y para la bruja, desde luego.

—¿Con lo de bruja te refieres a Laguna Munn?

—Sí.

—Entonces esa es la isla a la que queremos ir.

—¿Vais a ver a la hechicera?

—Sí.

—Sabéis que está loca, ¿verdad?

—Sí, hemos oído que la gente lo decía. Pero la gente dice muchas cosas que no son verdad.

—¿Sobre ti, quieres decir?

—Yo no…

—Lo hacen, ya lo sabes. Dicen toda clase de chifladuras.

—¿Cómo qué? —preguntó Malingo.

—No importa—dijo Candy—. No me hace falta escuchar las estupideces que se le ocurren a la gente. No me conocen.

—Y de ti también, Malingi —dijo Ruthus.

—Malingo —le corrigió el propio Malingo.

—También dicen cosas terribles sobre ti.

—Ahora sí que quiero saberlas.

—Puedes elegir, geshrat. O te cuento un cotilleo ridículo que he escuchado y mientras desperdicio mi tiempo haciéndolo las corrientes nos llevan a esas rocas, o me olvido de las tonterías y hago el trabajo por el que me estáis pagando.

—Llévanos a tierra firme —dijo Malingo con tono de decepción.

—Será un placer —dijo Ruthus, devolviendo su atención al timón.

Las aguas de alrededor del barco empezaban a agitarse.

—¿Sabes…? No quiero tener qué decirte cómo hacer tu trabajo —dijo Candy—, pero si no tienes cuidado la corriente nos meterá en esa cueva. La ves, ¿verdad?

—Sí, la veo —gritó Ruthus por encima del clamor y la cólera del Izabella—. Ahí es adonde vamos.

—Pero la marea está…

—Muy picada.

—Sí.

—Agitada.

—Sí.

—Entonces es mejor que te agarres fuerte, ¿no crees?

Antes de que intercambiaran más palabras, el barco se introdujo en la cueva. El acceso al interior de la caverna obligaba a que las aguas espumosas ascendieran y se avivaran, se avivaran y ascendieran, hasta que los últimos sesenta centímetros del mástil del barco se desprendieron al raspar el techo. Durante unos terroríficos momentos pareció que el barco entero y aquellos que iban a bordo chocarían contra el techo y se convertirían en puré y astillas, pero, con la misma rapidez con la que se elevaron, las aguas volvieron a descender sin causar más daños. El canal se ensanchó y la rápida corriente disminuyó.

Aunque ya los había trasportado una distancia considerable hacia el centro de la isla, había un abundante suministro de luz cuyo origen residía en las colonias de criaturas fosforescentes que estaban incrustadas en las paredes y en las estalactitas que colgaban del techo. Conformaban una unión improbable entre cangrejo y murciélago y sus cuerpos estaban decorados con elaborados diseños simétricos.

Justo en frente de ellos había una pequeña isla, con un muro empinado alrededor y, alzándose en una pendiente muy puntiaguda, un solitario montículo cubierto con árboles de hojas rojas (que no parecían necesitar la luz del sol para florecer) y un laberinto de edificios lechados diseminados bajo el llamativo follaje.

—Necesitaremos una cuerda para trepar ese muro —dijo Malingo.

—Eso o utilizamos eso otro —contestó Candy señalando una pequeña puerta en el muro.

—Oh… —dijo Malingo.

Ruthus le dio la vuelta al barco para que pudiera salir de la embarcación y atravesar la puerta.

—Dale recuerdos a Izarith —le dijo Candy a Ruthus—. Y dile que volveré a verla pronto.

Ruthus pareció dudarlo.

—¿Estáis seguros de que solo queréis que os deje aquí? —preguntó.

—No sabemos durante cuánto tiempo estaremos con Laguna Munn —dijo Candy—. Y creo que las cosas se están complicando. Por algún motivo todo el mundo está alterado, así que, de verdad, creo que deberías volver y estar con tu familia, Ruthus.

—¿Y tú, geshrat?

—Donde va ella, voy yo —respondió Malingo.

Ruthus sacudió la cabeza.

—Los dos estáis locos —observó.

—Bueno, si las cosas nos van mal, no tienes ningún motivo para culparte, Ruthus —dijo Candy—. Estamos haciendo esto a pesar de tus buenos consejos. —Hizo una pausa y sonrió—. Y volveremos a verte.

Malingo ya había salido del bote y se estaba agachando en el pequeño escalón para intentar abrir la puerta, para lo que no tuvo que hacer fuerza.

—Gracias de nuevo —le dijo Candy a Ruthus.

Salió del barco y se introdujo por la pequeña puerta toscamente pintada detrás de Malingo.

Antes de traspasar el umbral, sin embargo, se volvió para echar una ojeada a la orilla. No tenía la opción de decirle adiós a Ruthus. Las posesivas aguas del Izabella ya se habían adueñado del pequeño barco y lo alejaban de la isla mientras los cangrejos alados aplaudían la huida de la nave con una ovación mezclada de alas y pinzas.