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Z serii: Abarat #3
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Capítulo 3

La sabiduría de la muchedumbre






Candy encontró a Malingo esperándola fuera de la Sala del Consejo entre la multitud. La mirada de alivio que inundó su rostro cuando la vio salir casi hacía que el disgusto de tener que pasar por una entrevista tan desagradable mereciera la pena. Le explicó lo mejor que pudo todo lo que había tenido que aguantar.



—¿Pero te han dejado marcharte? —preguntó cuando Candy hubo terminado.



—Sí —contestó ella—. ¿Pensabas que iban a mandarme a la cárcel?



—Se me había pasado por la mente. No aprecian el Más Allá, eso está claro. Solo con escuchar a la gente que pasa por la calle…



—Y lo peor está aún por llegar —dijo Candy.



—¿Otra guerra?



—Eso es lo que piensa el Consejo.



—¿Abarat contra el Más Allá? ¿O la Noche contra el Día?



Candy percibió unas cuantas miradas de desconfianza dirigidas a ella.



—Creo que será mejor que sigamos con esta conversación en otra parte —dijo—. No quiero más interrogatorios.



—¿A dónde quieres ir? —preguntó Malingo.



—A cualquier sitio, siempre y cuando esté lejos de aquí —contestó Candy—. No quiero que me hagan más preguntas hasta que tenga todas las respuestas.



—¿Y cómo piensas lograr eso?



Candy le lanzó a Malingo una mirada incómoda.



—Dilo —pidió él—. Sea lo que sea lo que esté cruzando por tu mente.



—Tengo a una princesa metida en la cabeza, Malingo. Y ahora sé que lleva ahí desde el día en que nací. Eso cambia las cosas. Pensaba que era Candy Quackenbush de Chickentown, Minnesota, y de algún modo lo era. Por fuera llevaba una vida normal, pero por dentro, aquí —dijo mientras se señalaba la sien con el dedo—, estaba aprendiendo lo que ella sabía. Esa es la única explicación que tiene sentido. Boa aprendió a hacer magia de Carroña. Y después yo se la arrebaté a ella y la escondí.



—Pero eso lo estás diciendo en voz alta ahora mismo.



—Porque ahora ella ya lo sabe. A ninguna de las dos nos sirve de nada jugar al escondite. Ella está dentro de mí y yo lo sé. Y yo sé todo lo que ella ha aprendido del

Abarataraba

. Y lo sabe.



«Yo habría hecho lo mismo, no me cabe duda», dijo Boa. «Pero creo que ha llegado la hora de que nos separemos».



—Estoy de acuerdo.



—¿Con qué? —preguntó Malingo.



—Estaba hablando con Boa. Quiere recuperar su libertad.



—No puedo culparla —dijo Malingo.



—Yo no la culpo —dijo Candy—. Es solo que no sé por dónde empezar.



«Pídele al geshrat que te hable de Laguna Munn».



—¿Conoces a alguien que se llama Laguna Munn?



—Personalmente no —dijo Malingo—. Pero había unos versos en uno de los libros de Wolfswinkel que hablaban de la mujer.



—¿Los recuerdas?



Malingo se quedó pensativo durante un instante. Entonces recitó:






Laguna Munn







tenía un hijo







perfecto en todos los sentidos.







Un placer verlo trabajar,







¡y un gozo verlo jugando!







Pero, oh, ¿cómo dio con él?





¡No me atrevo a expresarlo!




—¿Ya está?



—Sí. Supuestamente, uno de sus hijos estaba hecho de todas las bondades que había en ella, pero era un niño aburrido. Tan aburrido que no quería tener nada que ver con él. De manera que creó otro hijo…



—Déjame adivinarlo: ¿hecho de todo el mal que había en ella?



—Bueno, quienquiera que compusiera las rimas no se atrevía a decirlo, pero sí, creo que eso es lo que se supone que debemos pensar.



«Es una mujer muy poderosa», dijo Boa. «Y se la conoce por usar sus poderes para ayudar a la gente, si está de humor». Candy se lo transmitió a Malingo. Después Boa añadió: «Está loca, por supuesto».



—¿Por qué siempre hay una trampa? —dijo Candy en voz alta.



—¿Cómo? —preguntó Malingo.



—Boa dice que Laguna Munn está loca.



—¿Y qué? ¿Es que tú eres Candy, la dama de la cordura? No lo creo.



—Buena observación.



—Que los locos encuentren sabiduría en la locura para los cuerdos y que los cuerdos se sientan agradecidos.



—¿Eso es un refrán conocido?



—Quizá sí, si lo digo lo suficiente.



«El geshrat dice muchas cosas con sentido… para ser un geshrat».



—¿Qué ha dicho? —le preguntó Malingo a Candy.



—¿Cómo sabes que ha dicho algo?



—Empiezo a notártelo en la cara.



—Ha dicho que eres muy inteligente.



—Sí, seguro —replicó Malingo sin parecer muy convencido.



Su camino los llevó de vuelta al puerto a través de una selección de calles mucho más pequeñas que por las que habían ascendido hacia la Sala del Consejo. Había un halo de inquietud en esos estrechos callejones y pequeños patios. La gente se ocupaba de sus asuntos de forma ansiosa y furtiva. Era como si todo el mundo estuviera haciendo planes sobre lo que hacer por si las cosas no salieran bien, pensó Candy. Incluso vislumbró a través de las puertas entreabiertas que daban acceso a los interiores sombríos a gente preparando las maletas para una huida apresurada. Claramente, Malingo interpretó lo que veían del mismo modo que Candy, porque le preguntó:



—¿Dijo algo el Consejo sobre evacuar la Gran Cabeza?



—No.



—Entonces, ¿por qué se está preparando la gente para marcharse?



—No tiene sentido. Si hay algún sitio que sea seguro, ese es Yeba Día Sombrío. ¡Por el amor de Lou! Es una de las estructuras más antiguas que existen.



—Por lo visto, la antigüedad ya no es lo que era.



Entonces siguieron descendiendo en silencio hacia el puerto. Había una docena o más de barcos de pesca que intentaban buscar un sitio donde atracar para bajar la carga de desechos.



—Pedazos de Chickentown… —dijo Candy de forma lúgubre.



—No dejes que te perturbe. Las personas de aquí han escuchado muchísimas cosas sobre tu gente a lo largo de los años. Ahora ya tienen algo real y palpable.



—Casi todo parece basura.



—Sí.



—¿Qué van a pensar de Chickentown? —preguntó Candy con tristeza.



Malingo no dijo nada. Se detuvo para que Candy se adelantara y examinara las cosas que los pescadores habían sacado de las aguas del Izabella. ¿Pensaba la gente de Abarat que algo tenía valor? Dos flamencos rosas de plástico arrastrados por la marea del jardín de alguien, un montón de revistas viejas y botes con pastillas, algunos muebles destrozados, un gran cartel con un estúpido pollo de ojos saltones pintado y otro que anunciaba de qué trataría el sermón del domingo en la iglesia luterana de la calle Whittmer: «Las numerosas puertas de la mansión de Dios».



Alguien de entre la multitud, un individuo con ojos dorados y barba verde que se había animado con varias botellas de la Mejor Cerveza del Niño, había decidido aprovechar la oportunidad para sentar cátedra sobre lo peligrosa que podía ser la humanidad y sus malévolas tecnologías. Tenía bastante apoyos y amigos entre la multitud, que en seguida lo proveyeron de un par de cajas de pescado para que se subiera. Desde aquella posición elevada, descargó una diatriba llena de veneno.



—Si la marea ha traído hasta aquí sus tesoros —dijo—, entonces también traerá a alguno de sus propietarios. Necesitamos estar listos. Todos sabemos lo que la gente del Más Allá nos hará si vuelve. Volverán a ir tras el

Abarataraba.



Solo había llegado hasta ahí cuando Candy escuchó que alguien a su alrededor murmuraba su nombre.



Se volvió y en seguida encontró una cara amiga, la de Izarith, que se había tomado la molestia de cuidar de Candy cuando se había aventurado por primera vez en el caótico interior de la Gran Cabeza. Había alimentado a Candy, le había proporcionado un buen fuego junto al que secarse e incluso le había dado sus primeras ropas abaratianas. Izarith era una skizmut; su gente había nacido en las profundas aguas de lo que Izarith llamaba Mamá Izabella. Ahora se abría camino entre la multitud hacia Candy, vestida con lo que parecía un sombrero de fabricación casera cosido con distintas clases de algas. Llevaba en un brazo a su bebé Nazré y sujetaba a su hija Maiza con la otra mano.



Se puso muy sensible al ver a Candy de nuevo. Los ojos se le llenaron de lágrimas de un verde plateado.



—He oído hablar tanto de ti desde que llegaste por primera vez a mi casa, de todas las cosas que has hecho. —Le dirigió una mirada a Malingo—. Y también he oído hablar de ti —dijo—. Eres el que trabajaba para el mago, ¿no es verdad? ¿En Martillobobo?



Malingo le dedicó una pequeña sonrisa.



—Esta es Izarith, Malingo —dijo Candy—. Fue muy amable conmigo cuando llegué aquí por primera vez.



—Hice lo que habría hecho cualquiera —contestó Izarith—. ¿Tienes tiempo para volver conmigo a casa y contarme si todas las cosas que he escuchado son verdad? Parece que tenéis hambre.



—La verdad es que yo tengo un poco —dijo Malingo.



Pero en el corto espacio de tiempo en el que Izarith había llamado a Candy, el ánimo de la multitud había cambiado, influido por el odio hacia la humanidad que emanaba del hombre de la barba verde.



—Deberíamos darles caza, hasta al último de los humanos, y ahorcarlos —dijo—. Si no lo hacemos, es solo cuestión de tiempo que vengan a robarnos nuestra magia de nuevo.



—¿Sabes? No creo que tengamos tiempo para comer, Izarith, por mucho que nos apetezca quedarnos.



—Estás preocupada por Kytomini, ¿verdad?



—¿Él es el único que dice que quiere verme ahorcada?

 



—Odia a todo el mundo. Ahora mismo es a tu gente, Candy. Dentro de cinco minutos podrían ser los geshrats.



—Hay mucha gente que está de acuerdo con él —contestó ella.



—A la gente le gusta tener alguien al que odiar. Yo estoy demasiado ocupada criando a estos pequeñajos.



—¿Qué hay de tu marido?



—Oh, Ruthus está ahora mismo trabajando en su barco. Lo está arreglando para venderlo. Nos marcharemos de Yeba Día Sombrío tan pronto como dispongamos del dinero. Se está volviendo demasiado peligroso.



—¿Está su barco en buen estado para navegar? —preguntó Malingo.



—Ruthus dice que sí.



—Entonces quizá pueda llevarnos al Presente si le pagamos.



—¿Al Presente? —dijo Izarith—. ¿Por qué queréis ir allí?



—Para encontrarnos con unos amigos —dijo Candy. Metió las manos en los bolsillos mientras hablaba y sacó todos los paterzemes que tenía. Malingo la imitó—. Este es todo el dinero que tenemos —le dijo a Izarith—. ¿Será suficiente para pagar el viaje?



—Estoy segura de que será más que suficiente —respondió Izarith—. Vamos, os llevaré hasta Ruthus. Solo os digo que el barco no es bonito, para que lo sepáis.



—No necesitamos que sea bonito —dijo Candy—, solo necesitamos alejarnos de aquí.



Izarith le prestó a Candy su sombrero de ala ancha para evitar que algún miembro de aquella multitud cada vez más exaltada se diera cuenta de que tenían a un miembro de la humanidad entre ellos y después guio a Candy y Malingo a lo largo del embarcadero, dejando atrás los navíos grandes y pequeños hasta llegar a uno de los de menor tamaño.



Había un hombre a bordo haciéndole unos últimos arreglos a su embarcación con una brocha y pintura. Izarith apartó a su marido de sus labores y le explicó rápidamente la situación.



Mientras tanto, Candy observaba al público de Kytomini por el rabillo del ojo. Tenía la desagradable sensación de que Malingo y ella no habían pasado totalmente desapercibidos entre la multitud, una sensación que se intensificó cuando varios de los miembros de dicha multitud se volvieron para mirar en la dirección en la que estaba Candy y, un instante después, empezaron a caminar por el embarcadero hacia ellos.



—Tenemos problemas, Izarith —dijo Candy—. O al menos yo los tengo. Creo que es mejor que no te vean conmigo.



—¿Quiénes, ellos? —dijo Izarith mientras miraba fijamente con desprecio a los rufianes que se aproximaban—. No les tengo miedo.



—Candy tiene razón, cariño —dijo Ruthus—. Coge rápidamente a los niños y marchaos por detrás de la lonja de pescado. Deprisa.



—Gracias —dijo Candy—. La próxima vez no iremos con tanta prisa.



—Dile a mi marido que vuelva con nosotros tan rápido como le sea posible.



—Así lo hará, no te preocupes —respondió Candy.



El hombre de la barba verde, que había sido el primero en incitar al odio con su discurso, se abría ahora paso para liderar a la pequeña muchedumbre de abusones que se acercaba.



—¿Nos marchamos? —gritó Ruthus.



—Oh, por el amor de Lou, ¿acaso nos vamos alguna vez? —dijo Candy.



—¡Pues venga, ya!



Candy saltó al barco. Los tablones rechinaron.



—Si lo rompes y te ahogas, no me culpes —sonrió Ruthus.



—No nos ahogaremos —dijo Malingo imitando a Candy—. Esta chica tiene trabajo que hacer, ¡un gran trabajo!



Candy sonrió. (Era cierto. El qué, cómo o cuándo, no tenía ni idea. Pero era verdad).



Ruthus corrió hacia la timonera mientras le gritaba a Malingo:



—Corta la cuerda, geshrat. ¡Hazlo rápido!



El muelle reverberaba mientras la turba, que aumentaba en número, seguía la estela de Barba Verde.



—¡Te veo, muchacha! —gritó—. ¡Y sé lo que eres!



—¡He cortado la cuerda, Ruthus!



—¡Agarraos entonces! ¡Y rezad!



—¡Vámonos! —le gritó Candy a Ruthus.



—Tus crímenes contra Abarat merecen ser castigados…



Cada garganta plagada de odio que había en la multitud repitió la última palabra: «¡Castigados!» «¡Castigados!» «¡Casti…!»



La tercera vez, la amenaza quedó ahogada por el gruñido estrepitoso del pequeño barco de Ruthus a medida que el motor volvía la vida.



Una nube amarilla de gases de escape hizo erupción por la popa del barco y su densidad ocultó de la vista todo atisbo de la muchedumbre, al igual que su estrépito había tapado todos los sonidos.



El trabajo de Ruthus no había terminado. Se habían alejado del muelle, pero todavía no habían abandonado el puerto. Y había muchos pescadores oportunistas que traían de forma constante su carga de basura. Si el barco de Ruthus hubiera sido más grande, lo habrían atrapado entre la confusión. Pero era una insignificancia con aspecto ligero, en especial con Ruthus al timón. Para cuando el rastro de humo se hubo disipado, el barco estaba fuera del puerto y entraba en los Estrechos del Crepúsculo.





Capítulo 4

El niño




La huida de Candy de la muchedumbre de Yeba Día Sombrío no había pasado desapercibida. La mayor concentración de ojos espías que divisaban el peligro que estaba corriendo se encontraba en las Tres de la Mañana. En el corazón de esa extraordinaria ciudad había una mansión amplia y redonda, y en el centro de la misma, una habitación circular de observación donde los innumerables espías mecánicos que se dispersaban alrededor de Abarat, perfectas imitaciones de la fauna y la flora confeccionados con tanta astucia que no podían distinguirse del modelo real excepto por el hecho de que cada uno llevaba una pequeña cámara, retransmitían lo que veían. Había literalmente miles de pantallas en la Sala Circular que cubrían las paredes interiores y exteriores, y Rojo Pixler habría estado allí, observando el mundo que él había creado (sus pequeñas tragedias, farsas, espectáculos de amor y muerte en pantalla grande), pero aquel día no recorría la sala montado en su disco de levitación mientras inspeccionaba el archipiélago. El grupo de observadores de las islas lo lideraba en ese momento su socio de confianza, el doctor Voorzangler, que llevaba puestas unas gafas que le eran muy queridas y que producían la ilusión de que sus dos ojos eran uno solo. Era él el que daba cuenta de cualquier ida y venida significativa, una de las cuales fue la de Candy Quackenbush. Voorzangler les ordenó a su segundo, tercero y cuarto en la cadena de mando que se aseguraran de que cada uno le ordenara al siguiente recordarle a Voorzangler que debía informar al gran arquitecto, cuando por fin regresara, de los movimientos de la chica del Más Allá.



Aunque la frase «cuando por fin regresara» normalmente tenía poco significado, aquel día no era así. Aquel día el gran arquitecto estaba supervisando la ubicación de su próxima gran creación: una ciudad subacuática en las fosas oceánicas más profundas del mar de Izabella. «¿Por qué?», le había preguntado Voorzangler más de una vez a Pixler, a lo que este siempre había contestado lo mismo: para ponerle un nombre a lo que hasta ahora no lo tenía y aprovechar las maravillas que seguramente existían en las profundidades oscuras. Y cuando se hubieran conseguido esos inocentes esfuerzos y se hubiera catalogado a esas criaturas, entonces él podría empezar el auténtico objetivo de su esfuerzo (el cual solo había compartido con Voorzangler): desplegar en el hábitat oculto de estas formas de vida desconocidas los cimientos de una ciudad subacuática tan ambiciosa en tamaño y diseño que la resplandeciente inmensidad de la ciudad de Commexo parecería un boceto en comparación con la obra maestra final.



Incluso ahora, mientras Voorzangler observaba a Candy Quackenbush abandonar Yeba Día Sombrío, se podía ver a Pixler en una pantalla adyacente subiendo a su batiscafo y saludando a la cámara lleno de confianza. En el interior solo estaba acompañado de inteligencias artificiales, pero era toda la compañía que necesitaba.



Su rostro aparecía ahora en el objetivo de ojo de pez que transmitía su presencia a los controles principales del batiscafo. Cuando habló, su voz tenía un tono metálico.



—No pongas esa cara de preocupación, Voorzangler —dijo Pixler—. Sé lo que hago.



—Por supuesto, señor —respondió el doctor—. Pero no me consideraría humano si no me preocupara un poco.



—¿Ahora alardeas? —dijo Pixler.



—¿Sobre qué, señor?



—Sobre tu humanidad. No hay muchos empleados de la compañía que puedan decir algo semejante. —Pixler deslizó las manos sobre los controles del batiscafo y encendió todas las funciones de la embarcación—. Sonríe, Voorzangler —dijo—. Tú y yo estamos haciendo historia.



—Solo desearía que la hiciéramos otro día que no fuera este —respondió Voorzangler.



—¿Por qué?



—Solo son… pesadillas, señor. A todo hombre racional se le permite tener unos cuantos sueños irracionales, ¿no cree?



—¿Qué has soñado? —quiso saber Pixler. La puerta del batiscafo se cerró de golpe y se selló con un silbido. Una voz artificial anunció que los cabrestantes estaban plenamente operativos.



—No era nada importante.



—Entonces cuéntame lo que soñaste.



El único ojo de Voorzangler se movió a izquierda y derecha buscando la forma de evitar encontrarse con la mirada inquisitiva del gran arquitecto. Pero Pixler siempre había sido capaz de mirarlo fijamente hasta hacerle sentir incómodo.



—Está bien —dijo—. Se lo contaré. Soñé que todo lo que tenía que ver con el descenso iba perfectamente bien, excepto que…



—¿Excepto que qué?



—Cuando usted llegaba al lugar más profundo…



—¿Sí?



—Ya había una ciudad allí.



—Ah. ¿Y sus habitantes?



—Se habían marchado miles de años antes. Habían tenido grandes aletas con escamas. Y sus rostros eran bellos. Había mosaicos en las paredes. Ojos muy brillantes y ambiciosos.



—¿Y qué les había pasado?



Voorzangler negó con la cabeza.



—No habían dejado ninguna pista. A no ser que su ciudad perfecta fuera la pista.



—¿Qué clase de pista es la perfección?



—Bueno, debería saberlo, señor.



A Pixler no se lo convencía con tanta facilidad.



—¿Por qué has tenido que tener ese sueño tan estúpido? Podrías haber gafado todo este proyecto.



—Somos científicos, señor. No creemos en las maldiciones.



—No me digas en qué debo creer. Encuéntrame al Niño.



—Lo están buscando.



—¿Y no lo han encontrado?



—De momento no.



—No te molestes. Simplemente había pensado que le gustaría despedirse de mí.



Las puertas automáticas del batiscafo se estaban cerrando. Un atisbo de ansiedad cruzó el rostro del gran arquitecto, pero no dejó que lo dominara. Los tres grandes cabrestantes (uno de ellos suplía al batiscafo de energía, el segundo lo proveía de aire limpio y el tercero y más grande sostenía el peso de la inmensa embarcación) estaban soltando cuerda a un ritmo constante ahora. Voorzangler observó las lecturas de las pantallas que rodeaban la cabina. Centenares de cámaras diminutas, como bancos de peces de un solo ojo cuyo movimiento e iridiscencia se habían diseñado para hacer salir de la oscuridad a todas las criaturas misteriosas que cazaban en las opresivas profundidades, rodeaban la columna descendente por la que bajaría el batiscafo.



—¿Qué ocurrirá si no regresa? —preguntó una voz melancólica.



Voorzangler apartó la mirada de las pantallas.



Era el Niño el que había hablado. Por primera vez, la sonrisa lo había abandonado. Observó el descenso del batiscafo con la expresión de un niño verdaderamente desamparado.



—Debemos rezar para que lo haga —dijo Voorzangler.



—Pero yo siempre le he rezado a él —contestó el Niño.



—Entonces, mi pequeño, te sugiero que pienses en otro dios tan pronto como puedas.



—¿Por qué? —preguntó el Niño con un leve tinte de histeria en la voz—. ¿Crees que papá morirá ahí abajo?



—¿Acaso pensaría yo eso? —dijo Voorzangler sin resultar convincente.



—Os oí hablar a los dos de unas cosas que viven en las oscuras profundidades. Se llaman

recogacks,

 ¿verdad?



—No son cosas sino personas, muchacho —dijo Voorzangler—. Ellos se llaman los requiax.



—¡Ja! —dijo el Niño como si hubiera pillado a Voorzangler diciendo una mentira—. Entonces existen.



—Esa es una de las cosas que ha bajado a averiguar tu padre, si existen o no.



—No es justo. Él es mío. Si baja a la oscuridad y nunca vuelve a subir, ¿qué haré yo? Me suicidaré. ¡Eso es lo que haré!

 



—No, no lo harás.



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