El aula es la respuesta

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Entre lo obligatorio y lo básico: la pertinencia de la educación escolarizada

La educación escolar básica, comprendida entre el mal llamado —a nuestro entender— nivel preescolar1 y el nivel medio superior (bachillerato o equivalentes), es obligatoria en nuestro país porque así lo señala la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, concretamente en sus artículos tercero y cuarto. En el artículo tercero constitucional se señalan los rasgos que debiese imprimir la educación escolar en los ciudadanos:

La educación se basará en el respeto irrestricto de la dignidad de las personas, con un enfoque de derechos humanos y de igualdad sustantiva. Tenderá a desarrollar armónicamente todas las facultades del ser humano y fomentará en él, a la vez, el amor a la Patria, el respeto a todos los derechos, las libertades, la cultura de paz y la conciencia de la solidaridad internacional, en la independencia y en la justicia; promoverá la honestidad, los valores y la mejora continua del proceso de enseñanza aprendizaje (Diario Oficial de la Federación, 15/05/2019).

Dicho de otra manera, la identidad de cualquier mexicana y mexicano se asegura en las instituciones de educación preescolar, primaria, secundaria y media superior. Tal identidad tiene dos ejes: a) el pleno desarrollo de las personas para b) convivir en sociedad respetando los derechos humanos y la solidaridad.

El carácter obligatorio es la justificación por la que la sociedad, por intermediación del Estado, crea instituciones para ofertar educación. Si esto es así, ¿cuáles son los saberes mínimos comunes que dichas instancias deben desarrollar? El mismo artículo, en sus fracciones I y II, los indica:

I. Garantizada por el artículo 24 la libertad de creencias, dicha educación será laica y, por tanto, se mantendrá por completo ajena a cualquier doctrina religiosa;

II. El criterio que orientará a esa educación se basará en los resultados del progreso científico, luchará contra la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los fanatismos y los prejuicios.

Además:

a. Será democrático, considerando a la democracia no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo;

b. Será nacional, en cuanto —sin hostilidades ni exclusivismos— atenderá a la comprensión de nuestros problemas, al aprovechamiento de nuestros recursos, a la defensa de nuestra independencia política, al aseguramiento de nuestra independencia económica y a la continuidad y acrecentamiento de nuestra cultura;

c. Contribuirá a la mejor convivencia humana, a fin de fortalecer el aprecio y respeto por la naturaleza, la diversidad cultural, la dignidad de la persona, la integridad de las familias, la convicción del interés general de la sociedad, los ideales de fraternidad e igualdad de derechos de todos, evitando los privilegios de razas, de religión, de grupos, de sexos o de individuos;

d. Será equitativo, para lo cual el Estado implementará medidas que favorezcan el ejercicio pleno del derecho a la educación de las personas y combatan las desigualdades socioeconómicas, regionales y de género en el acceso, tránsito y permanencia en los servicios educativos;

e. En las escuelas de educación básica de alta marginación, se impulsarán acciones que mejoren las condiciones de vida de los educandos, con énfasis en las de carácter alimentario. Asimismo, se respaldará a estudiantes en vulnerabilidad social, mediante el establecimiento de políticas incluyentes y transversales;

f. En educación para personas adultas, se aplicarán estrategias que aseguren su derecho a ingresar a las instituciones educativas en sus distintos tipos y modalidades;

g. En los pueblos y comunidades indígenas se impartirá educación plurilingüe e intercultural basada en el respeto, promoción y preservación del patrimonio histórico y cultural;

h. Será inclusivo, al tomar en cuenta las diversas capacidades, circunstancias y necesidades de los educandos. Con base en el principio de accesibilidad se realizarán ajustes razonables y se implementarán medidas específicas con el objetivo de eliminar las barreras para el aprendizaje y la participación;

i. Será intercultural, al promover la convivencia armónica entre personas y comunidades para el respeto y reconocimiento de sus diferencias y derechos, en un marco de inclusión social;

j. Será integral, educará para la vida, con el objeto de desarrollar en las personas capacidades cognitivas, socioemocionales y físicas que les permitan alcanzar su bienestar;

k. Será de excelencia, entendida como el mejoramiento integral constante que promueve el máximo logro de aprendizaje de los educandos, para el desarrollo de su pensamiento crítico y el fortalecimiento de los lazos.

Conviene recalcar que dichos saberes deberán emanar tanto del laicismo como del progreso científico. De manera breve subrayemos, por su relevancia, los saberes básicos o mínimos que cualquier ciudadano debe experimentar:

▶ Ser democrático.

▶ Comprensión de nuestros problemas.

▶ Aprovechamiento de nuestros recursos.

▶ Defensa de nuestra independencia política.

▶ Aseguramiento de nuestra independencia económica.

▶ Continuidad y acrecentamiento de nuestra cultura.

▶ Mejora de la convivencia humana.

▶ Aprecio y respeto por la diversidad cultural, la dignidad humana, la integridad de la familia y el interés general de la sociedad.

▶ Igualdad de derechos de todos.

Por tanto, lo básico de la educación, esto es, el rasgo mínimo común de las y los mexicanos ideales, es la convivencia armónica civilizada. En consecuencia, las escuelas de los niveles básicos debiesen garantizar que cualquier ciudadano esté apto para ella, si no ¿para qué es obligatorio cursarlos?

Una cuestión que pudiera ponderarse como medida de logro del sistema educativo es, quizá, la manera como está compuesto el tejido de la sociedad actual en México. Por documentar el optimismo,2 habría que reflexionar si las instituciones educativas mexicanas han incidido de la manera esperada en las formas en que: a) convivimos y resolvemos nuestros conflictos, b) generamos riqueza, c) preservamos y mejoramos la calidad del medio ambiente, d) tomamos decisiones enmarcadas en un acuerdo social, e) apreciamos y participamos de la cultura, f) respetamos las diversidades, y g) respetamos los derechos de todas y todos.

La respuesta quizá sea no, como es la nuestra. Las instituciones educativas del nivel básico no impactan, o lo hacen con pobres resultados, en esas esferas (o lo hacen sólo ciertas escuelas o ciertos profesores por aislado); incluso se puede señalar que no hay nada nuevo bajo el sol y que dicha condición viene repitiéndose y empeorando, tal vez, desde la década de los noventa, cuando Gilberto Guevara Niebla publicó La catástrofe silenciosa (1992), documento que para muchos es el primer diagnóstico formal y profundo del sistema educativo mexicano.

La centralidad de quien aprende como eje de (casi todas) las reformas

Desde la década de los setenta la teoría humanista puso al aprendiz en el centro del plan de estudios del nivel preescolar, y tras el diagnóstico de Guevara Niebla, las reformas en educación comenzaron a sucederse casi cada sexenio; de entre ellas, una característica que viene permaneciendo es que a la centralidad del aprendiz se le ha venido dotando cada vez de mayores implicaciones.

Sin duda el primer gran aporte de la centralidad del aprendiz, y quizá el que encuentra menos detractores, es el relativo al aprendizaje significativo o la significatividad del aprendizaje, enunciado sobre todo por Ausubel. Entre las condiciones para que algo se aprenda, Ausubel (2002) señala dos:

1. La potencialidad de los materiales, lo cual supone que aquello que se aprende sea coherente y lógico con:

• Las estructuras lógicas desarrolladas previamente por las y los aprendices, lo cual ha dado pie a que se investiguen los saberes previos y, en ocasiones, al diagnóstico de las estructuras cognoscitivas, incluso a nivel de dominio disciplinar.3

• Las estructuras lógicas del material objeto de aprendizaje per se, lo cual es fácilmente traducible, tanto a la jerarquización (por qué aprender determinados saberes) y progresión (cuál es la secuencia más lógica) de los contenidos como a su pertinente contextualización (para qué se aprenderá).

2. La disposición subjetiva de quien aprende, lo que en estudios posteriores se ha venido desarrollando como metacognición, que no es otra cosa que las motivaciones iniciales de los sujetos por aprender y el control efectivo de los propósitos y medios para lograrlo, lo cual está ligado de manera íntima con la potencialidad de los materiales.

Derivado de lo anterior, en un segundo momento emergió la importancia del contexto, tanto para el nivel tecnopedagógico como para la gestión y administración de la enseñanza; que si bien era reconocido como condición para el aprendizaje, el papel del medio sociocultural se desempeñaba como una variable extraña. La emergencia del contexto tuvo como colofón que se entendiera que medio y aprendiz se desarrollan de manera interdependiente y, por lo tanto, en el mejor de los casos, los aprendizajes tienen relevancia para el medio en que se desarrolla el alumnado, pero a su vez, el medio en que se desarrolla este debe ser tomado en cuenta tanto para las situaciones didácticas como para el desarrollo de quien aprende.

 

La enunciación anterior, pese a su potencia, sirvió como cajón de sastre, donde todo o casi todo tenía cupo como práctica para “contextualizar” en el aula, desde mover, quitar o poner contenidos o exámenes argumentando la adecuación curricular, hasta la continuación de ciertas prácticas de segregación, so pretexto de que no todo el alumnado tiene el mismo bagaje cultural ni las mismas capacidades e intereses para aprender.

Con la reforma del 2006 tomó fuerza la noción de competencias, lo cual ayudó a delimitar el sentido de contexto. Las competencias son entendidas como: la movilización, en situaciones similares a los entornos de enseñanza— aprendizaje o inéditas, de a) conocimientos declarativos o procedimentales, b) habilidades y c) actitudes y valores.

Por lo que dicha movilización es observable y requiere que los docentes identifiquen y, por lo tanto, evalúen los desempeños previos desde los que se partirá para aprender y aquello que se considerará como mínimo para desarrollar, lo cual implica el establecimiento de diversos niveles de desempeño. Las competencias, en ese sentido, dieron al contexto el sentido de ‘contexto de evaluación’ y ha venido requiriendo que los docentes desarrollen estrategias de evaluación no sólo para los conocimientos4 sino, de manera conjunta, para las habilidades, las actitudes y los valores; como son los casos, problemas, proyectos, portafolios, diarios, exhibiciones, los incidentes críticos, organizadores gráficos, el servicio, las diferentes narrativas, etc., lo que a su vez ha implicado que se desarrollen los instrumentos de evaluación ad hoc como las rúbricas, las listas de cotejo, escalas de estimación, registros de observación y anecdóticos, entre otros.

Paralelamente, junto con la centralidad de los aprendices, ha venido ganando fuerza y realidad la atención, si no es que la promoción, de la diversidad en las escuelas y las aulas. Es innegable que este proceso data desde la fundación misma de la escuela,5 así como del entendimiento de la universalización de los derechos humanos para todas y todos y, por tanto, del combate a las exclusiones, las cuales con el progreso del conocimiento se van visibilizando más.

La atención a la diversidad la entendemos como inclusión, en los siguientes sentidos:

a. La educación es un derecho que garantiza el ejercicio de otros derechos humanos básicos, por lo que la identificación y la respuesta a la diversidad de necesidades de todas y todos los aprendices es primordial; las respuestas debiesen estar dirigidas a que todas y todos puedan participar más en la cultura, que no es otra cosa que participar plenamente en sus entornos de aprendizaje y de vida en comunidad. Por lo tanto, debe garantizarse el acceso de toda la población a las escuelas.

b. La educación defiende la igualdad. Dado que cada individuo posee combinaciones diversas de características, motivaciones y barreras de aprendizaje (Bonals y Sánchez-Cano, 2007), las respuestas deben ser sistemáticas, pues involucran a los diferentes grados y niveles de organización educativa, así como el abordaje concreto de contenidos en el aula, habilitación de espacios físicos, movilización de recursos, etcétera.

De los contenidos a la transversalidad: no todo lo que urge es información

Poner al alumnado en el centro de las acciones educativas, desde las político-administrativas para asegurar su inclusión en las escuelas y las aulas, hasta las de ajuste tecnopedagógico para lograr la plena universalización del currículo en tanto saberes mínimos para la vivencia de lo ciudadano, implica para los administradores curriculares y los docentes una mirada crítica y experta sobre aquellos asuntos susceptibles de abordaje dentro de las clases.

Una tendencia para analizar lo que se considera necesario y urgente de revisar en las aulas es la especialización del contenido, enfoque abordado desde las disciplinas, esto es, desde la división del conocimiento. Si bien es cierto que las escuelas, como instituciones sociales y socializadoras (Solé y Coll, 2007), tienen como obligación atender las necesidades de las sociedades, así como guiarse por el ideal de ciudadanía al que aspiran, esto ha traído una sobrecarga de contenidos curriculares debido a la multiplicidad de problemas que representa la complejidad de la vida moderna; pareciera que los planes y programas educativos están armados, a manera de retazos, para atender y remediar cualquier carencia que, legítimamente, se expresa en la cultura.

Este reto ha sido tomado, entre otros, por Delors (1996), Morin (1999), Perrenoud (2004). Pese a las diferencias y complementariedades entre las ideas de estos teóricos, quizá la noción de transversalidad es la que más se pudiera usar para abordar las constantes temáticas emergentes (y urgentes) del currículo. La transversalidad conlleva el peligro de considerar que “lo que es de todos no es de nadie”, pues muchas veces las temáticas emergentes se revisan o transmiten, en el mejor de los casos, de manera puntual mediante campañas o modas intensivas y después se abandonan. El caso extremo de esta manera de entender lo transversal, como ya se señaló en el párrafo anterior, es dotar de contenidos tranversales a los planes y programas de ciertas asignaturas o creando nuevas asignaturas que los proponen.

Desde nuestra perspectiva, la transversalidad implica cinco cuestiones:

▶ El reconocimiento de que hay situaciones o problemáticas que requieren el conocimiento informado de varias disciplinas y cuya resolución no viene dada (o no solamente) por un saber aplicacionista o técnico.

▶ El conocimiento de esas situaciones debe tratarse de manera permanente, recurriendo a enfoques de aprendizaje centrados en el contexto en que surge dicha problemática.

▶ El conocimiento que se promueve es infusionado (Monereo, Pozo y Castelló, 2001), en el entendido de que se revisa a la par de los contenidos prototípicamente disciplinares, lo que requiere la intervención en las estructuras de participación y la atención plena de aquello que surge en el aula.

▶ El conocimiento adquirido de dichas situaciones rebasa las esferas cognitiva, actitudinal y valoral del alumnado; intenta modificar de manera efectiva el contexto en que se presentan dichos problemas.

▶ Implica la planificación en todos los niveles, desde lo político-administrativo hasta lo áulico. Para nuestro caso, de manera concreta, se trata de organizar y estructurar el aula con principios informados que promuevan aquello que deseamos que desarrollen los estudiantes.

Respecto al último punto, hacemos un breve apunte: a todo aquello que se planifica, al nivel que sea, se le puede medir el grado de éxito y, como consecuencia, es susceptible de mejora. Es cierto que algunas acciones aisladas traen mejoras en el contexto; sin embargo, partimos del convencimiento de que el nivel ideal pasa mejor a la práctica cuando se tienen planes, programas y evaluaciones.

Sabedores de que ha habido y seguirá habiendo nuevas enunciaciones sobre aquellas áreas que debiesen ser transversales, hemos elegido seis para iniciar: el género, la promoción de la salud, las competencias socioemocionales, la convivencia, la cooperación y la reflexión de la práctica docente.

En cada uno de los diferentes capítulos siguientes se encontrará, como mínimo, una reflexión sobre la importancia de atender una de estas áreas, una conceptualización sobre aquello que entendemos como mínimos referentes para entenderla y una serie de pautas para evaluar qué tanto nuestras aulas y clases la promueven.

Los capítulos que componen este libro tienen muchos puntos de contacto no sólo porque estamos convencidos a nivel teórico que lo transversal permite la profundización del conocimiento, sino también porque sus autores estamos seguros de que la práctica virtuosa en un área, de manera necesaria traerá beneficios en otra, aunque no lo señalemos expresamente en otra página del libro.

Referencias

AUSUBEL, D. (2002). Adquisición y retención del conocimiento. Una perspectiva cognitiva. Barcelona: Paidós.

BONALS, J. y Sánchez-Cano, M. (coords.) (2007). Manual de asesoramiento psicopedagógico. Barcelona: Graó.

DELORS, J. (1996). La educación encierra un tesoro. México, D.F. : Correo de la Unesco.

Diario Oficial de la Federación (15 de mayo de 2019). Disponible en http://www.dof.gob.mx/constitucion/constitucion.pdf

GUEVARA Niebla, G. (1992). La catástrofe silenciosa. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica.

MONEREO, C., Pozo, J. I. y Castelló, M. (2001). La enseñanza de estrategias de aprendizaje en el contexto escolar. En C. Coll, J. Palacios y A. Marchesi (coords.), Psicología de la educación escolar. Madrid: Alianza Editorial.

MORIN, E. (1999). Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. París: Unesco.

PERRENOUD, P. (2004). Diez nuevas competencias para enseñar: invitación al viaje. Barcelona: Graó.

SOLÉ, I. y Coll, C. (2007). Los profesores y la concepción constructivista. En C. Coll y otros, El constructivismo en el aula. Barcelona: Graó/Colofón.



En 1994 la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco, por sus siglas en inglés) publicó el mal llamado “Informe Delors”,1 donde se reconocieron cuatro aspectos fundamentales, a juicio del propio autor, que todo aprendiz en entornos escolares debe adquirir o desarrollar, a saber:

▶ Aprender a conocer.

▶ Aprender a hacer.

▶ Aprender a vivir juntos, aprender a vivir con los demás.

▶ Aprender a ser.

El efecto de la obra no se hizo esperar en nuestro país pues hasta entonces se reconocía, sobre todo, la importancia de los dos primeros aprendizajes puesto que se refieren, para decirlo de manera sintética, tanto al aprendizaje de conocimientos declarativos como a los procedimentales o habilidades (Marzano, 2005) respectivamente, para los cuales, además, existían pruebas empíricas de metodologías de su enseñanza y aprendizaje. Sin embargo, la enseñanza y el aprendizaje de los dos últimos implicaron un reto para los educadores de todos los caracteres y niveles, dado que suponían poner en claro dos situaciones: a) qué tipo de ciudadano quiere formar el sistema educativo, y b) qué métodos para la enseñanza-aprendizaje podrían ser eficaces para lograrlo.

De entonces a la fecha la búsqueda de respuestas, a manera de fundamentos tanto teóricos como pragmáticos, ha girado, sobre todo, alrededor del fomento de las interacciones en el aula, algunas veces llegando al extremo del activismo ingenuo, esto es, como si realizar agrupaciones o poner a charlar a los alumnos bastara per se para que estos aprendan; incluso hay evidencia empírica de docentes que señalan una falta de disposición, por parte del alumnado, tanto para interactuar en el aula como para aprender de forma constructiva, como si de habilidades innatas se tratara (Ledezma et al., 2006).

 

Situaciones como la anteriormente descrita llevaron al desencanto a muchos profesionales de la educación, puesto que, para muchos, Delors señalaba una meta, una utopía, para la cual las salidas intentadas resultaban falsas: o se privilegiaban los aprendizajes de contenidos memorísticos y procedimentales, como los que miden las pruebas estandarizadas y preferentemente cuantificables,2 o se privilegiaba la enseñanza de actitudes y valores. Como si fuesen dos lados de una moneda: o cara, o cruz.

El propósito de este capítulo es ofrecer pistas para poder incorporar el aprendizaje cooperativo, de manera reflexiva y planificada, a las aulas y las escuelas. Lo hacemos distinguiendo, en el primer apartado, algunos retos a los que responde, mismos que se han venido gestando desde por lo menos hace dos décadas. En el segundo apartado ofrecemos tres grandes grupos de ganancias por las que vale la pena optar por esta manera de organizar las aulas y las actividades de aprendizaje, asimismo ofrecemos dos ejemplos mínimos para comenzar a implementar esto. Y en el tercer apartado incluimos un prontuario que permita orientar a los docentes en el trabajo cooperativo.

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