Semiótica tensiva

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

I.2.2 Análisis del análisis

Nos gustaría señalar, en primer lugar, los límites de nuestro propósito: no vamos a tratar aquí del análisis en sí, sino del análisis semiótico, es decir, que nos atendremos a las condiciones y a las disposiciones que lo singularizan. Los maestros reconocidos de la disciplina tienen pareceres divergentes sobre la cuestión del objeto exacto del análisis: (i) Saussure pone por delante la diferencia y la oposición, que el Curso de lingüística general, siendo lo que es, parece aceptar como intercambiables; (ii) Hjelmslev desconoce ambos términos —y es difícil pensar que ese doble olvido sea fortuito— y solo acepta el término de dependencia, el cual forma parte de la primera lista de “indefinibles”;44 (iii) Brøndal, como hemos visto anteriormente, es sensible a la dinámica interna de la complejidad; (iv) Jakobson, Lévi-Strauss45 y Greimas, por su parte, han puesto el acento en la oposición. Indudablemente, para esos autores, se trata solamente de predominios y no de exclusiones. En el Curso de lingüística general, Saussure mismo ha relativizado seriamente la prioridad de la diferencia: “Por lo regular, no hablamos por medio de signos aislados, sino con grupos de signos, con masas organizadas, que son a su vez signos. En la lengua, todo se resuelve en diferencias, pero también en agrupamientos”,46 y esa rectificación modera considerablemente la distancia que adopta Hjelmslev en los Prolegómenos.

Puesto que es preciso adoptar una posición, no se trata de echarlo a la suerte, sino de mantener, en lo posible, la coherencia: creemos que el tipo de complejidad que hemos destacado, a saber, la complejidad de desarrollo, da prioridad a la dependencia y, en consecuencia, a las enseñanzas de los Prolegómenos: el espacio tensivo es, por principio, complejo, puesto que se basa en la dependencia que tiene la extensidad en relación con la intensidad, en la que los estados de cosas tienen en relación con los estados de alma. Desde nuestro punto de vista, el concepto de dependencia exige el apoyo de dos categorías auxiliares: el intervalo y la asimetría; el intervalo, dado que un paradigma no opone elementos, como se repite insistentemente: lo que hace es contrastar, disgregar, graduar, en la medida en que demanda una sola cosa: que el término siguiente supere positiva o negativamente al precedente. Una vez admitida, esa exigencia reclama una tipología razonada de los intervalos significativos elementales, de los que trataremos en el capítulo siguiente. En ese sentido, el punto de vista tensivo es ampliamente deudor de la aspectualidad. La asimetría, por su parte, es una noción delicada, que remite: (i) a la desigualdad de los potenciales inmanentes de los términos acercados, y por tanto a la medida; (ii) a la desigualdad modal que se desprende de la desigualdad anterior, la cual permite comprender que la semiótica de la oposición haya cedido poco a poco terreno a una semiótica de la modalidad; (iii) y en el plano lingüístico, a la rección. Entre esas magnitudes, lo único que se da, a fin de cuentas, son desplazamientos del punto de vista; tal como lo indica Hjelmslev, dichas entidades semióticas constituyen una complejidad de tal naturaleza que si una de ellas tiene que ser definida, las otras se presentan de inmediato como definientes de primer orden. Hjelmslev exige que la categoría mantenga tanto esa relatividad como ese predominio:

La categoría es un paradigma dotado de una función definida, reconocida la mayor parte de las veces como un hecho de rección. (…) Categoría y rección están, pues, en función una de otra; la categoría se reconoce como tal por la rección y la rección, a su vez, existe en virtud de la categoría. Lo sintagmático y lo paradigmático se condicionan mutuamente.47

De donde se infieren dos consecuencias nada despreciables. En primer lugar, la oposición, ausente de los tres índices que figuran en los Prolegómenos, no ocupa el primer lugar, sino que es circunstancial: “… una correlación puede ser manifestada también por una oposición exclusiva; la exclusión no constituye más que un caso especial de la participación, y consiste en que algunas casillas del término extensivo no son ocupadas por elemento alguno”.48 En segundo lugar, los conceptos mayores de la teoría hjelmsleviana, si no de su imaginario, forman, desde cierto punto de vista, una declinación, mejor aún, una transición por etapas entre la extensión y la localidad, entre el sistema y sus “detalles”; la extensión tiene por fiadora la “homogeneidad de la dependencia”, que es ciertamente mucho más que un “indefinible”. Según el autor de los Prolegómenos:

El factor particular que caracteriza la dependencia entre la totalidad y las partes, lo que la diferencia de una dependencia entre la totalidad y otras totalidades y hace que los objetos descubiertos (las partes) puedan ser considerados como interiores y no como exteriores a la totalidad (es decir, al texto) parece ser la homogeneidad de la dependencia: todas las partes coordinadas, que resultan únicamente del análisis de una totalidad, dependen de dicha totalidad de una manera homogénea.49

La localidad tiene por fiadora la función; finalmente, la categoría y la rección encaminan, transportan el arcano de la dependencia desde el todo hasta sus partes más alejadas, como sucede por ejemplo con los casos (Hjelmslev), con las preposiciones (Brøndal) y hasta con los indefinidos (Greimas).

Por su generalidad superior, la dependencia prevalece sobre la oposición, exaltada durante los años sesenta, y se impone como el objeto central del análisis; de ahí la corrección aportada a la definición tradicional del análisis:

Se puede reconocer, pues, fácilmente que lo esencial, en el fondo, no consiste en dividir un objeto en partes, sino en adaptar el análisis de tal manera que se adecue a las dependencias mutuas que existen entre esas partes y que nos permita igualmente dar cuenta de dichas dependencias de manera satisfactoria.50

I.2.3 El hecho semiótico

Ese desplazamiento de insistencia desde la oposición a la dependencia y a la función51 modifica la fisonomía de eso que llamamos, a falta de mejor término, el hecho semiótico. En la perspectiva greimasiana, que ha concebido y aplicado —el caso es muy raro— una gramática narrativa eficaz, el hecho semiótico propio de esa gestión es indudablemente el programa narrativo. Creemos haber mostrado que la sintaxis fundamental es ya narrativa,52 pero esa preeminencia, que le viene bien al relato y al cuento popular, el cual ha servido de modelo al relato, no se adapta a la semiótica tensiva, la cual se preocupa ante todo por la relación existencial, inmediata, imperativa entre el yo y el no-yo, que Merleau-Ponty, en Fenomenología de la percepción, acepta como “una primera capa de significación”:

Sucede que el habla y las palabras conllevan una primera capa de significación como algo adherido y que da origen al pensamiento como estilo, como valor afectivo, como mímica existencial, antes que como enunciado conceptual. Bajo la significación conceptual de las palabras descubrimos una significación existencial que no solo es traducida por ellas, sino que las habita y es inseparable de las mismas…53

El hecho semiótico vale por su poder de integración y de conciliación. Lo que le exigimos es que declare la clase de complejidad que escoge. En ese sentido, acogemos la complejidad de composición, en la medida en que considera el objeto como un “haz de relaciones”, en nombre de la extensidad, pero la sometemos a la complejidad de desarrollo porque esta última dinamiza la dependencia convirtiéndola en interdependencia creadora, y esa complejidad de desarrollo la situamos en la dimensión de la intensidad. El predominio de la complejidad de desarrollo tiene por consecuencia que la sintaxis intensiva proceda necesariamente por ascendencia o por decadencia: por concordancia, en el caso de las correlaciones conversas; por discordancia, en el caso de las correlaciones inversas. Finalmente, el hecho semiótico en cuanto localidad está condicionado por su pertenencia al espacio tensivo, producto a su vez de la proyección de la intensidad sobre la extensidad, de lo sensible sobre lo inteligible. De proceder en forma diferente, el analista se ve conducido a plantear, como Hjelmslev lo hizo, una trascendencia, y tal vez una —contra-intuitiva— extrañeza del afecto, puesto que el “esquema” hjelmsleviano es una “forma pura”, y para decirlo de una vez, “algebraica”. Como lo subrayaremos en el capítulo siguiente, resulta cómodo creer que se ha expulsado la afectividad de la esfera del sentido, pero recordaremos a modo de ejemplo bien conocido, que el cuadrado semiótico, cuyas premisas eran en principio “lógico-semánticas”, requería, para empezar a “girar”, de la “foria”, la cual no tiene ciertamente naturaleza “lógico-semántica”.54

Para atenuar la aridez de esta presentación, propondremos un ejemplo: la dualidad de los estilos clásico y barroco tal como surge de los análisis magistrales de H. Wölfflin en Conceptos fundamentales en la historia del arte.55 En primer lugar, la penetración de la que constantemente hace gala Wölfflin llama al semiótico a la modestia y al reconocimiento: siendo como es la obra de Wölfflin un análisis permanente, lo que el semiótico hace cuando toma en cuenta ese texto, es analizar un análisis, y contribuir con ello a consolidar la continuidad discursiva a la que tanto debe. Desde nuestro punto de vista, la semiótica caería en falta si cortara esa continuidad con la gran cultura analítica de la que participa. Bajo ese punto de vista, podemos considerar que Greimas, a pesar de las protestas del mismo Propp, ha completado y llevado más allá de los límites fijados56 el trabajo innovador de Propp; y a la inversa, sin la calidad definitiva de los análisis de Propp, el trabajo de Greimas no hubiera sido lo que es.

 

En relación con el contenido, una de las hipótesis interpretativas recurrentes de Wölfflin estipula que el estilo clásico apunta a lo acabado de la apariencia, mientras que el estilo barroco lo hace a lo inacabado de la aparición: “Lo que ahora [en el Barroco] se trata de captar es la aparición de la realidad, es decir, algo totalmente distinto de aquello a lo que da forma el arte lineal [del Renacimiento], cuya visión está siempre condicionada por el sentido plástico. (…) Uno es el arte de lo que es, el otro el arte de lo que aparece”.57 Wölfflin expresa incluso esa tensión en términos que nos son familiares: el estado y el evento: “Su intención no es la de alcanzar la perfección del cuerpo arquitectónico, la belleza de la ‘planta’, como diría Winckelmann, sino el evento, la expresión de un cierto movimiento del cuerpo”;58 y también la tensión entre el ser y el tránsito: “La búsqueda del instante que pasa, en la factura del cuadro del siglo XVII, es también uno de los elementos esenciales de la ‘forma abierta’”.59 En el plano de la expresión, nos limitaremos aquí a la primera de las cinco categorías plásticas estudiadas por Wölfflin, la que se refiere a la tensión entre la línea y el contorno. La tensión directriz opone el respeto de los contornos a la “desvalorización creciente” de la línea, que es la rúbrica del estilo barroco. Nosotros vinculamos esa tensión plástica a la tensión directriz inmanente a la extensidad, a saber: [selección vs mezcla]. Con esas atingencias del análisis de Wölfflin, que podríamos multiplicar con suma facilidad, el estilo clásico y el estilo barroco se configuran recíprocamente; la definición deja paso a la interdefinición. Pues en verdad no existe definición en sí; lo que existe es una red que distribuye lugares, definidos por la intersección de los funtivos de las dos categorías:


Sin embargo, la presentación más apropiada de la dinámica interna de la complejidad de desarrollo es el diagrama, el cual sugiere por su misma ingenuidad de qué modo, por la modulación súbita o progresiva del régimen de las valencias de tempo, se pasa de la alternancia a la coexistencia:


Antes de pasar al capítulo siguiente, nos gustaría subrayar tres puntos: (i) la definición no ocupa, ni en la red ni en el diagrama, más que una región, y por lo tanto, una definición, cualquiera que sea su exactitud, está siempre a la espera del término que le servirá de espejo y del que se siente solidaria; (ii) la red se ubica en la paradigmática y constituye un objeto de la captación; el diagrama se coloca del lado de la sintagmática, y es objeto de la mira; (iii) en nuestra opinión, la red y el diagrama, si se aceptan como válidos, llevan a cabo, cada cual a su modo específico, el análisis de la dependencia en cada discurso: en este caso, la dependencia del contorno en relación con el tempo.

Adoptando la noción de estilo propuesta por Merleau-Ponty, tendremos:


II

De las valencias tensivas a los valores semióticos

La particularidad del punto de vista tensivo no consiste en “afectivizar” (Bally) o en “reafectivizar” el sentido, sino en descubrir las condiciones de una reciprocidad ininterrumpida del afecto y de la forma, en superar el tenaz prejuicio según el cual el afecto “dionisíaco” solo vendría a turbar, a descomponer la forma “apolínea”, que, por sí misma, tendería hacia el “álgebra” según Saussure, hacia el “esquema” según Hjelmslev, planteado como “forma pura, definida independientemente de su realización social y de su manifestación material”.1 Ya lo hemos mencionado en el primer capítulo: la tutela que ejerce lo sensible sobre lo inteligible no es discutida por nadie; el punto que plantea problemas es el de saber dónde conviene ubicarla exactamente. Hjelmslev la inscribe en la sustancia del contenido, Greimas la confía a la sintaxis modal. Ese anclaje insuperable del sentido en la afectividad, que la semiótica se ha decidido a asumir en voz alta, estaba latente en lo que se ha llamado el “giro modal”, pero se ha tenido que esperar la Semiótica de las pasiones para calibrar su importancia.

Sin desconocer los límites rápidamente alcanzados por dicha investigación, si uno se pregunta por la línea seguida actualmente por la semiótica, podríamos decir que al lado de una semiótica fascinada, si no alienada por la producción, la apropiación y la circulación de los objetos de valor, va adquiriendo cuerpo una semiótica del evento no menos consistente.2 Si se concibe la semiótica como una disciplina insular, orgullosa, replegada sobre sí misma, que genera por análisis y catálisis sus categorías, sin deber nada a nadie, entonces se podría decir que la semiótica se desarrolla en virtud de las carencias que descubre o que inventa. Pero si, al contrario, se concibe la semiótica como una disciplina abierta, acogedora, como dirección de pensamiento entre otras no menos estimables, entonces podemos reconocer convergencias con las contribuciones de aquellos a los que R. Char llama los “grandes precursores”, aunque no usen la jerga semiótica. Entre estos últimos, la obra de Cassirer —profundamente humanista y escandalosamente ignorada— debería ocupar, en nuestra opinión, un lugar de preferencia.

II.1 CASSIRER Y EL “FENÓMENO DE EXPRESIÓN”

En el tomo tercero de Filosofía de las formas simbólicas, Cassirer analiza lo que él denomina el “fenómeno de expresión” en cuanto “fenómeno fundamental de la conciencia perceptiva”; al hacerlo, le asigna un lugar eminente con el fin de darle al tomo segundo, consagrado al “pensamiento mítico”, una base digna de su consistencia y de su resonancia.

La definición del “fenómeno de expresión” es el resultado de una operación de selección que pone de relieve los límites del giro fenomenológico, a veces recomendado:

[La percepción concreta] no se resuelve jamás en un simple complejo de cualidades sensibles —como claro u oscuro, frío o caliente— sino que, cada vez, se adhiere a una tonalidad de expresión determinada y específica; nunca está exclusivamente regulada por el “qué” del objeto, sino que capta el modo de su aparición global, el carácter seductor o amenazador, familiar o inquietante, tranquilizador o angustioso que reside en ese fenómeno tomado como tal, independientemente de su interpretación objetiva.3

Esa distribución entre “cualidades sensibles y caracteres expresivos4 no constituye por sí sola una estructura, pues toda estructura implica, de un lado, una “función semiótica” que distinga y asocie un plano de la expresión y un plano del contenido, y de otro, dos pares al menos de magnitudes capaces no solo de variar por sí mismas —lo que no es gran cosa— sino de variar ya en razón directa ya en razón inversa unas de otras. La hipótesis de Cassirer, en el magistral capítulo segundo de la primera parte del tomo tercero, plantea que los devenires respectivos de la esfera del conocimiento teórico y de la esfera de lo vivido varían en razón inversa unos de otros; ese reparto, el mismo que Hjelmslev propuso para la sustancia del contenido, y sus desarrollos resultan, según creemos, conformes en todos sus puntos con los devenires inmanentes de las categorías tensivas. Lo cual significa, para cada una de las dos dimensiones, que: (i) la esfera de los “fenómenos de expresión” es literalmente acentual, puesto que se encuentra bajo el signo de la tonicidad intensiva y de la concentración extensiva;5 (ii) la esfera de las percepciones es, según Cassirer, la esfera de la “indiferencia” y de la dispersión, magnitudes que nosotros aceptamos como las derivadas canónicas de la desacentuación intensiva y de la dispersión extensiva: “El rasgo que mejor distingue ese mundo [de la expresión] del mundo de la conciencia teórica, es la indiferencia que opone a las diferencias de significación y de valor más importantes del mundo de la conciencia teórica”.6

Aproximadamente, dicha correlación se presentaría así:


Según Cassirer, y dada la amplitud de su perspectiva, el “fenómeno de expresión” atañe al contenido del mito,7 pero esa dehiscencia, decisiva a nuestro parecer, perdura, sobre todo en Merleau-Ponty, cuando, por ejemplo, en El ojo y el espíritu invoca, evoca esa “capa de sentido bruto del que el activismo no quiere saber nada”.8 Entre el pensamiento mítico y la fenomenología contemporánea, lo único que difiere es el revestimiento discursivo: mientras que el mundo mítico es, según Cassirer, un mundo encantado o demoníaco,9 es decir, provisto de una actorialidad exuberante, el mundo que la fenomenología proyecta solo conserva, en relación con el del mito, “la certeza de una eficacia viviente, experimentada por nosotros” [Cassirer], por lo que se refiere al sujeto, y “la irradiación” por lo que se refiere al objeto.10 La temática de la irradiación en El ojo y el espíritu se conjuga con la de la “metamorfosis”, desarrollada por Cassirer: en virtud de su “fluidez”, no existen magnitudes que no puedan evadirse de las clausuras establecidas, así como, según Merleau-Ponty, el agua de la piscina está —“concesivamente”— en la piscina y fuera de la piscina al mismo tiempo:

[El agua de la piscina] la habita y se materializa en ella, no está contenida en ella, y si levanto los ojos a la pantalla que forman los cipreses en la que juega la red de los reflejos, no puedo negar que el agua también la visita, o al menos envía hacia allí su esencia activa y viviente. Esa animación interna y viviente, esa irradiación de lo visible es lo que el pintor trata de captar bajo los nombres de profundidad, de espacio, de color.11

Todo ocurre como si, colocada ante el hecho consumado de la virtualización del pensamiento mítico en nuestro universo de discurso, la fenomenología se empeñara en actualizar, en reavivar en su propio discurso las categorías directrices de esos universos “característicos” en el momento mismo en que se disuelven, soportando frontalmente, sin poderla controlar en ese instante, la potencia del conocimiento teórico. En su honor y aparentemente a su pesar, la fenomenología —especialmente en las obras de Merleau-Ponty y de Bachelard—12 se presenta en muchos aspectos como una laicización del pensamiento mítico, en el sentido en que, si resulta fácil desprenderse de lo “divino”, parece vano pensar que hemos terminado para siempre con lo “religioso”.