La democracia a prueba

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La democracia a prueba
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  Introducción

  I Resultados electorales: en la era de las alternancias PRESIDENCIA: CUATRO ELECCIONES COMPETIDAS Y TRES ALTERNANCIAS EL CONGRESO: VEINTE AÑOS SIN UN PARTIDO DOMINANTE ALTERNANCIA EN LOS GOBIERNOS LOCALES: DECIDE EL VOTO, NO EL PRESIDENTE EL MUNICIPIO: PODER Y CAMBIO CERCANOS AL ELECTOR HAY ALTERNANCIA PORQUE HAY DEMOCRACIA

  II Organización electoral: ciudadanos que votan y cuentan los votos AUTORIDAD AUTÓNOMA CON CIUDADANOS QUE TOMAN DECISIONES CIUDADANOS, AUTORIDAD ELECTORAL EN CADA CASILLA UN CIUDADANO, UN VOTO ELECCIONES VIGILADAS LOS CÓMPUTOS DISTRITALES: EL ÚLTIMO ESLABÓN DE CONFIANZA

  III Padrón y geografía electoral: una persona, un voto OCHENTA Y NUEVE MILLONES DE ELECTORES EN 2018 LOS CASOS DE EXPOSICIÓN DE DATOS DEL PADRÓN GEOGRAFÍA Y DEMOCRACIA: LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA

  IV Conteos rápidos, PREP y cómputos distritales: enfrentar el barroquismo electoral CONTEOS RÁPIDOS: LA ESTADÍSTICA AL SERVICIO DE LA ESTABILIDAD POLÍTICA LOS CONTEOS RÁPIDOS EN 2018 LAS ADVERSIDADES PARA LOS CONTEOS RÁPIDOS DE 2018 EL PROGRAMA DE RESULTADOS ELECTORALES PRELIMINARES LOS CÓMPUTOS DISTRITALES: EL INNECESARIO RECUENTO DE VOTOS

  V El voto de los mexicanos desde el exterior LAS PREFERENCIAS ELECTORALES DEL VOTO FORÁNEO LA CREDENCIALIZACIÓN EN EL EXTRANJERO HACER VALER EL PRINCIPIO: UNA PERSONA, UN VOTO PERFIL DEL VOTANTE DESDE EL EXTERIOR RECEPCIÓN Y CONTEO DE VOTOS EL VOTO POR CORREO POSTAL EL HORIZONTE DEL VOTO ELECTRÓNICO

  VI Nacimiento, muerte y resurrección de partidos políticos REFORMAS QUE COMPLICAN LA CREACIÓN DE NUEVOS PARTIDOS 2015: TRES NUEVAS OPCIONES EN LA BOLETA ELECTORAL 2015: EL VEREDICTO DE LAS URNAS Y LA DESAPARICIÓN DE PARTIDOS LA RESURRECCIÓN DEL PARTIDO DEL TRABAJO EN 2015 LA NEGATIVA DEL INE A LA PENA DE MUERTE DEL PARTIDO VERDE 2018: EL ADIÓS A LOS PARTIDOS ENCUENTRO SOCIAL Y NUEVA ALIANZA A MODO DE CONCLUSIÓN: BIEN DECÍA REYES HEROLES…

  VII Las candidaturas independientes en 2018 VERIFICACIÓN DEL RESPALDO CIUDADANO A LOS ASPIRANTES LOS ASPIRANTES INDEPENDIENTES A LA PRESIDENCIA: TRAMPAS, SENTENCIAS Y DECLINACIONES MARGARITA ZAVALA: DE LA CANDIDATURA IN EXTREMIS A LA DECLINACIÓN JAIME RODRÍGUEZ CALDERÓN: GOBERNADOR Y CANDIDATO A LA PRESIDENCIA ARMANDO RÍOS PITER: 86% DE APOYOS APÓCRIFOS MARICHUY COMO EJEMPLO LAS CANDIDATURAS INDEPENDIENTES ANTE EL ELECTORADO

  VIII La competencia electoral a través de la radio y la televisión PUBLICIDAD POLÍTICO-ELECTORAL: EQUIDAD Y SPOTIZACIÓN EL CASO DE DIRIGENTES Y VOCEROS PARTIDISTAS EN TIEMPOS DE RADIO Y TELEVISIÓN MONITOREO DE NOTICIARIOS: MEDIOS PLURALES Y POCO PERIODISMO DE INVESTIGACIÓN

  IX Debates presidenciales en 2018: trascender los soliloquios ELECCIONES COMPETIDAS Y DEBATES PROPICIAR EL DEBATE SIN COMPROMETER LA IMPARCIALIDAD, EL RETO DE 2018

  X Dinero y campañas: fetichismo y realidad LO QUE SE VALE Y LO QUE NO FISCALIZAR EL DINERO EN UN MAR DE INFORMALIDAD LO QUE DECLARAN LOS PARTIDOS Y LO QUE CONSTATA EL INE LA FISCALIZACIÓN DE LAS CAMPAÑAS DE 2018 LA CONTABILIDAD B: TRES CASOS DE FINANCIAMIENTO IRREGULAR EN MÉXICO MÁS ALLÁ DEL DINERO: LA INTEGRIDAD DE LAS ELECCIONES

  XI Litigiosidad y justicia electoral AUTORIDADES ENCARGADAS DE ATENDER LITIGIOS EL PROCEDIMIENTO ORDINARIO SANCIONADOR EL PROCEDIMIENTO ESPECIAL SANCIONADOR LAS MEDIDAS CAUTELARES ALENTAR, DESDE LAS SENTENCIAS, EL LITIGIO LAS QUEJAS EN MATERIA DE FISCALIZACIÓN NULIDAD DE ELECCIONES: EL RIESGO DE ABARATAR LA SANCIÓN EXTREMA

  XII Federalismo electoral: el caso de los OPLE FEDERALISMO ELECTORAL CONCURRENTE: SE BORRAN LAS FRONTERAS DE LAS ATRIBUCIONES ASUMIR, DELEGAR Y ATRAER A VOLUNTAD EL INE COMO DESIGNADOR DE AUTORIDADES ELECTORALES LOCALES APUNTE FINAL: EN DEFENSA DEL FEDERALISMO

  Epílogo

  Coautores y colaboradores

  Siglas




A Marta, María y Julia

La democracia reconocía que, a pesar de que las personas no son ángeles, ni dioses o diosas, al menos son lo suficientemente capaces para evitar que algunos humanos piensen que lo son.

John Keane

Vida y muerte de la democracia

En mi pueblo sin pretensión

Tengo mala reputación,

Haga lo que haga es igual

Todo lo consideran mal.

Yo no pienso pues hacer ningún daño

Queriendo vivir fuera del rebaño

 

Georges Brassens

La mala reputación

(adaptación al español de Pierre Pascal)

Introducción

A las 11 de la noche de 1° de julio de 2018, en un mensaje difundido a todo el país por cadena nacional, el consejero presidente del Instituto Nacional Electoral (INE), Lorenzo Córdova, dio a conocer los resultados del conteo rápido para la elección a presidente de la república: Andrés Manuel López Obrador, candidato postulado por Morena, el Partido del Trabajo (PT) y el Partido Encuentro Social (PES), obtendría el triunfo con 53% de la votación; su más cercano competidor, Ricardo Anaya, de la coalición encabezada por el Partido Acción Nacional (PAN), habría recibido alrededor de 22% de los sufragios, mientras que el abanderado del todavía gobernante Partido Revolucionario Institucional (PRI), José Antonio Meade, se ubicaría en tercer lugar con 16% de los votos. Esas cifras fueron confirmadas por los cómputos finales. Los candidatos derrotados felicitaron al ganador. Enseguida del mensaje del INE, el presidente constitucional en funciones, Enrique Peña Nieto, ocupó las ondas de las radios y las pantallas de los televisores para reconocer, también en cadena nacional, la victoria del candidato opositor.

El resultado electoral fue novedoso: era la primera vez que llegaba a la Presidencia un candidato identificado con la izquierda, quien además había conseguido el más alto porcentaje de votos desde 1982, lo que habría de convertirlo en el de mayor respaldo en la historia de las elecciones competidas en el país.

A la mañana siguiente de la elección, el 2 de julio, y en los días posteriores, la prensa nacional consignó la magnitud del vuelco político.1 La prensa internacional tampoco fue ajena a la relevancia del resultado de las elecciones mexicanas.2

Con la elección de 2018 se producía en México la tercera alternancia en el gobierno de la república a lo largo de las dos décadas iniciales del siglo XXI, en las que se han celebrado cuatro elecciones presidenciales. En el año 2000, después de 70 años de hegemonía del PRI, ocurrió el primer cambio, hacia la centro-derecha, con el triunfo de Vicente Fox, postulado por el PAN; en 2012 se le dio una nueva oportunidad al PRI, y en 2018, con claridad, el electorado se decantó por la opción identificada con la reivindicación de la bandera de la igualdad social. En apenas 18 años el sistema electoral mexicano había permitido que todo el espectro político se hiciera con el Ejecutivo federal a través de vías institucionales y pacíficas.

Para estos comicios fueron convocados a las urnas 89.1 millones de mexicanos. Se elegían, además del Presidente de la República, 500 diputados federales y 128 senadores, ocho gobernadores, el titular de la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México, 27 congresos locales –con 1 597 legisladores– y 1 601 alcaldías. Se trató del mayor ejercicio democrático de la historia nacional, pues nunca tal cantidad de electores había podido decidir tantos cargos de gobierno y de representación en una sola jornada. La autoridad encargada de organizar la votación –el INE– instaló 156 000 casillas en todo el territorio nacional, para lo que debió visitar en los meses previos a 12 millones de electores en sus domicilios (13% del padrón electoral nacional) a efecto de invitarlos a desempeñarse como funcionarios de casilla; luego capacitó a 2.9 millones y, finalmente, 908 000 ciudadanos se hicieron cargo de instalar las mesas directivas de casilla, recibir la votación de sus vecinos y contar el veredicto de las urnas. En total, acudieron a sufragar 56 millones de ciudadanos, lo que constituyó una participación de 64%. Los partidos políticos contaron con 600 000 representantes el día de la jornada electoral. Ocurrió, en suma, una enorme movilización protagonizada por millones de personas para definir el futuro político del país.

Además de generar la alternancia en el Ejecutivo federal, las elecciones de 2018 modificaron el mapa de la representación en el Congreso de la Unión. Mientras López Obrador obtuvo la Presidencia con 53% de los sufragios, hubo una mayoría aún más amplia, del 56%, que votó para el Congreso de la Unión por partidos distintos a los que conformaron la coalición Juntos Haremos Historia, encabezada por Morena. Fueron más los mexicanos que a través de su voto optaron por construir un contrapeso legislativo al actual titular del Ejecutivo (28.9 millones en la Cámara de Diputados y 28.5 millones al Senado) que aquellos que otorgaron su respaldo a la coalición ganadora en el Congreso (24.5 millones y 24.7 millones, respectivamente). Hubo más de cinco millones de votantes por López Obrador que, al mismo tiempo, sufragaron por partidos opositores en la Cámara de Diputados y el Senado.

No se ha dedicado análisis suficiente al hecho de que aun cuando los partidos de la coalición ganadora no reunieron la mayoría de votos al Congreso de la Unión, terminaron por contar con la mayoría de los asientos en ambas Cámaras. Ello permite que las iniciativas del presidente se aprueben sin necesidad de negociar con la oposición; es el caso, por ejemplo, de la Ley de Ingresos y el Presupuesto de Egresos de la Federación.

El que exista mayoría en el Congreso sin haber cosechado la mayoría en las urnas implica que los partidos del gobierno estén sobrerrepresentados en el Poder Legislativo, mientras que la oposición esté subrepresentada; esto es, que se dé una disonancia entre la voluntad popular expresada a través del sufragio y el reflejo de ese mandato en la conformación del parlamento. O, para decirlo de forma más llana, la minoría de votos acabó convirtiéndose en mayoría parlamentaria y viceversa: la expresión mayoritaria de los ciudadanos terminó por ser minoría en el Congreso.

El porqué de esta alteración entre votos y escaños se explica, en la Cámara de Diputados, por dos razones: primera, porque la Constitución (artículo 54, párrafo V) permite una diferencia de hasta ocho puntos entre el porcentaje de diputados y el porcentaje de votos recibido y, segunda, porque los convenios de coalición dan pie –como se explica en el capítulo sobre resultados electorales de este libro– a que se vulnere el tope de 8% de sobrerrepresentación previsto en la carta magna. En el Senado, que se conforma por 96 senadores electos en las 32 entidades y 32 legisladores más de representación nacional, la fuerza política más votada en cada entidad federativa recibe dos de tres senadores (el 66.7%), lo que favorece la sobrerrepresentación del primer lugar en detrimento de la expresión de las minorías. La lista nacional atempera esa sobrerrepresentación, pero vulnera la esencia del pacto federal al desviar el propósito de que cada entidad federativa tenga el mismo número de senadores.

La última reforma sobre la conformación del Congreso de la Unión se hizo en 1996. Tras dos décadas de vida democrática, es pertinente retomar la propuesta que planteó de forma sistemática la izquierda para asegurar la mejor traducción de votos en escaños sin crear de forma artificial mayorías ni minorías parlamentarias, como ocurre en la LXIV Legislatura (2018-2021).

En los comicios locales celebrados en 2018, los significativos cambios políticos, fruto de la voluntad del sufragio, tampoco se hicieron esperar: de las nueve gubernaturas en juego en las entidades federativas, en siete triunfaron las oposiciones. El cambio también se expresó con contundencia a nivel municipal: en 970 ayuntamientos, de los 1 601 que se renovaron, ganaron candidatos opositores de distintos partidos.

Las elecciones de 2018 habían cumplido con su cometido más importante: permitir la renovación pacífica del poder político. Por la vía institucional la ciudadanía expresó mayoritariamente un voto de castigo, removió gobernantes y dibujó un nuevo mapa de la representación popular.

La posibilidad de acceder y salir del gobierno a través del mandato de las urnas venía siendo una realidad profundamente extendida y enraizada en el México contemporáneo: de las 32 entidades federativas, sólo en cinco no se habían dado cambios en el partido gobernante hasta antes de 2018, y en tres decenas de elecciones celebradas para renovar gubernaturas entre 2015 y 2018, en el 64% de los casos habían ganado candidatos postulados por partidos de oposición. En el ámbito municipal ocurría lo mismo: el índice de alternancia en los gobiernos se sitúa en seis de cada 10 en los últimos años.

Es así que el domingo 1º de julio de 2018 el resultado electoral no alumbró una desconocida realidad democrática: ésta ya estaba ahí para permitir alternancias que en el autoritarismo están vedadas, pues en México el sufragio libre decide el cambio de gobernantes y la formación de nuevas mayorías. Fue la preexistencia de normas e instituciones electorales democráticas lo que permitió el resultado electoral, y no al revés.

Reivindicar que México ya era una democracia desde antes de las elecciones de 2018 no es un prurito analítico ni una obcecación académica: se trata, por el contrario, de una definición política imprescindible para establecer un mínimo piso común que nos permita discutir nuestra historia reciente, con sus logros e insuficiencias y, sobre todo, el presente y el porvenir del país. Esta definición entiende a la democracia como una amplia construcción social, colectiva, no como una aparición debida a un resultado electoral específico, al mero triunfo de un actor político.

El reconocimiento de la realidad democrática también implica reivindicar conquistas y logros de muchos ciudadanos y organizaciones en múltiples frentes, que costaron esfuerzos de no pocos años para acotar al poder y trascender el sistema autoritario. Se hace cargo de un dilatado proceso histórico que comenzó, por lo menos, a partir del movimiento estudiantil de 1968 con un claro reclamo antiautoritario, que se aceleró a raíz de las movilizaciones sociales de los años setenta, se ahondó con la crisis económica de los ochenta y tuvo desde los noventa avances graduales, librados en gestas persistentes protagonizadas por ciudadanos y partidos políticos de izquierdas y derechas que permitieron la creación de un sistema plural de partidos para dejar atrás el régimen de partido hegemónico que pretendió encarnar y representar por sí solo a una sociedad diversa, compleja y plural.

La lucha por la democratización no fue sólo electoral: abarcó la ampliación de derechos y libertades básicos que hacen posible un ecosistema democrático, como son la libertad de expresión y de prensa, de reunión y organización, junto con otros de más reciente data, como el derecho a la información y la transparencia, así como la rendición de cuentas de los gobernantes.

La democratización permitió que sólo mediante el sufragio se llegara al poder y se saliera de él, pero también cambió de forma drástica cómo se está en él: se hizo efectiva la división de poderes entre Ejecutivo, Legislativo y Judicial, de manera tal que el hiperpresidencialismo de antaño dio lugar a un presidencialismo acotado; se multiplicaron los gobiernos locales y municipales emanados de diversas fuerzas políticas, por lo que el presidente de la república se vio forzado a coexistir y convivir con gobernantes que dejaron de ser sus subordinados. El presidente no fue más el gran elector, perdió la facultad metaconstitucional de designar a su sucesor, y su partido se volvió uno más entre la variedad de opciones políticas existentes. Con la democratización se crearon, asimismo, órganos autónomos a partir de los cuales funciones clave del Estado dejaron de estar controladas por el Ejecutivo; entre ellas, por ejemplo, la política monetaria, la vigilancia no jurisdiccional del respeto a los derechos humanos y la organización de las elecciones.

La prensa se hizo cada vez más plural y crítica, de modo que no hay una sola figura política que pueda gozar de la unanimidad y menos aún de la obediencia mediática. Por otra parte, incluso con los bajos niveles de asociación que se registran en la sociedad mexicana, las organizaciones civiles vinculadas a muy diversos temas –derechos humanos, igualdad de género, medio ambiente, transparencia y anticorrupción, entre muchos otros– han hecho visibles e infaltables sus agendas para el poder político, que encuentra desde la sociedad organizada un incesante monitoreo a la gestión de gobierno, legislativa y judicial.

Que el presidente se halle acotado por los poderes constitucionales, que cambie el gobierno a través de elecciones genuinas y competidas, implica un hecho histórico sin precedentes: nunca, en sus dos siglos de vida independiente, México había hilvanado dos décadas consecutivas de renovación plenamente democrática y pacífica del poder. Se escribe y se dice rápido, mas la propia excentricidad histórica del hecho daría para que fuera plenamente valorado: la democracia no ha sido el estado natural de cosas de la república, sino una lenta y frágil construcción, siempre en riesgo, que por tanto merecería ser justipreciada y protegida sin ambages.

 

***

Afirmar que México ha vivido importantes logros democráticos no es una invitación a la autocomplacencia política o a la holgazanería intelectual. Al contrario, se trata de no olvidar y de mantenerse alertas: a las democracias –y la historia del siglo XX arroja ejemplos que erizan la piel– les acecha a la vuelta de la esquina, sobre todo en épocas de profunda insatisfacción social como la actual, el peligro de los retrocesos autoritarios. Reconocer los avances democráticos no implica hablar desde el conformismo, sino expresar en voz alta la preocupación: hay mucho que perder.

Y es que, en efecto, las conquistas de la agenda democratizadora en México se ven eclipsadas por la persistencia de los añejos problemas, como la pobreza masiva y la impresentable desigualdad social, a los que se añade el agravamiento de otros lastres, en especial el de la inseguridad pública, que hace del miedo y el hartazgo el estado anímico habitual entre la población.

La fragilidad de la democracia no es un asunto exclusivo de México. Al contrario, en la segunda década del siglo XXI se extiende a escala global una ola de erosión de los valores de la democracia y de resurgimiento de partidos, candidatos y gobiernos autoritarios, que incluso llegan al poder con amplio respaldo popular a través del voto. Los discursos nacionalistas, xenófobos, de desprecio a los derechos de la mujer y de las minorías, contrarios a las garantías individuales y proclives al uso de la violencia para dirimir conflictos y resolver problemas, reproducen sus adhesiones y ganan elecciones, lo mismo en Estados Unidos de América que en Brasil, Filipinas o Polonia, y crece el respaldo político al extremismo en Alemania, España, Francia, Italia, Grecia y el norte de Europa.

En México las elecciones están sirviendo para su propósito fundamental de permitir la renovación periódica y pacífica de los puestos de gobierno y de representación popular, pero los más diversos estudios de opinión confirman un bajo aprecio social por la democracia. Ello se explica porque la valoración de la democracia no se reduce al desempeño electoral. El estudio Latinobarómetro 2018 alerta que, si ya en América Latina el grado de satisfacción con la democracia es bajo (24%), en México es aún peor (16%). Nuestro país se encuentra en el tercio inferior de la región con respecto a la idea de que, a pesar de sus dificultades, la democracia es la mejor forma de gobierno, pues esa opinión la comparte el 65% de los latinoamericanos (81% en el caso de Colombia) y sólo el 55% de los mexicanos. Pero ello, a su vez, no puede disociarse de la evaluación que se hace de la situación económica: mientras que en América Latina 12% de la población considera que la situación económica actual de su país es buena o muy buena, sólo el 9% comparte ese punto de vista en México.3 Para decirlo en una nuez: los malos resultados económicos lastran el aprecio por la democracia.

En lo que va del siglo XXI la política formal y el desempeño económico en México no han generado sinergias positivas. Si bien ocurren una y otra vez fenómenos que sólo pueden suceder en democracia –como las alternancias, la existencia de «gobiernos divididos» o de Ejecutivos sin mayoría en el Legislativo–, que permiten la expresión plena de la división de poderes y confirman el estatus democrático del sistema político nacional, también han sido años marcados por el pobre desempeño económico y saldos negativos en materia de bienestar social.

La tasa media de crecimiento anual de la economía mexicana, con base en datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), resultó de apenas 1.9% entre 2000 y 2017, los años que van de la primera alternancia a la antesala de la elección de 2018. Pero si se considera a la población, el crecimiento per cápita al año es del 0.62%. En suma, desde el punto de vista del bienestar social, México tiene una economía prácticamente estancada.4

Por su parte, la población en situación de pobreza en el año 2000 representó el 53.6% del total y en 2016 –última medición oficial disponible– el 52.9%, pero como el número total de habitantes se incrementó, la cantidad de mexicanos en pobreza aumentó de 52.7 millones a 64.6 millones, de lo que se concluye que durante la democracia el país ha sumado al menos 12 millones de pobres.5

Tras dos décadas de contar con un sistema plural de partidos políticos y de que la alternancia en los distintos órdenes de gobierno haya cobrado carta de naturalidad, las condiciones de existencia de la mayoría de la población no han mejorado de manera significativa.

Ha cambiado la política de México, permitiendo la expresión formal de la pluralidad política real. Pero las condiciones estructurales sobre las que transcurre la vida de millones de mexicanos no se han modificado. Las expectativas que despertó la democratización no se han colmado y, por el contrario, se deteriora la confianza en partidos, congresos, políticos e instituciones públicas.

Ahora bien, reconocer todo lo que la democracia no ha dado o no ha resuelto para las mayorías, ¿puede dar pie a conceder que hemos tenido una mera «democracia electoral» en demérito del empeño por edificar una «democracia sustantiva»? Más aún, ¿hay ciertos mecanismos y procedimientos legales de la «democracia formal» realmente existente que deberían trascenderse para poder avanzar hacia una deseable «democracia social»? Mi respuesta es clara: no hay atajos legítimos en la búsqueda de la equidad social que prescindan de las libertades y derechos que son inherentes a un sistema político democrático.

Para argumentar mi disenso, desde una perspectiva de izquierda democrática, respecto a la minusvaloración de los avances políticos conseguidos por México, me auxilio de los argumentos del filósofo Carlos Pereyra, cuya elaboración intelectual sobre la democracia hace que su obra, como ocurre con los clásicos, sea más que pertinente para intentar comprender los desafíos y las insuficiencias de la democracia en nuestros días. La crisis de las democracias puede entrañar y explicarse también por una crisis en la reflexión que implica la carencia de una idea mínimamente compartida sobre qué es, para empezar, la democracia.

En diversos ensayos escritos mucho antes de que la transición concluyera, reunidos en un volumen titulado Sobre la democracia,6 Pereyra define que la democracia siempre y necesariamente ha de ser: política, formal, representativa y pluralista. En los años ochenta del siglo pasado, Pereyra debatía con y desde la izquierda, con la convicción de que no debía caerse en el engaño conceptual de la «democracia burguesa», pues en realidad las conquistas democráticas «desde el sufragio universal hasta el conjunto de libertades políticas y derechos sociales han sido resultado de la lucha de clases», reivindicando que «las clases dominadas han sido la fuerza motriz de la democratización».7 Es decir que la democracia históricamente se nutrió por la movilización popular y que debe ser una causa irrenunciable de la izquierda.

Para nuestro autor, la democracia «es una forma de relación política que vale en y por sí misma».8 Ahora bien, al subrayar la característica política de la democracia (en contraposición con la idea de «democracia social»), Pereyra no descuida ni por un instante la propia cuestión social:

En nuestros países la realidad está marcada por la miseria de muchos. Millones de personas viven su existencia toda en medio de la presencia dramática del hambre y la desnutrición, sin empleo regular, al margen de las instituciones de salud, sin acceso a vivienda, con mínimos servicios de agua, drenaje, luz, etcétera; sin posibilidad de ir, en el mejor de los casos, más allá de los niveles básicos de escolaridad que apenas permiten mal insertarse en el tejido laboral.9

A partir de ahí entiende, sin justificar, que las izquierdas lleguen a ver que «la democracia desempeña un papel de segundo orden, pues resulta prioritario luchar por un orden que garantice igualdad y justicia social»,10 pero de inmediato advierte sobre las implicaciones negativas de hacer a un lado la característica formal de la democracia: «La sustitución de la democracia formal representativa por la democracia sustancial directa ha sido un juego de palabras para ignorar el pluripartidismo, autonomía de las organizaciones sociales, libre difusión de ideas e información, libertades políticas, garantías individuales, es decir, el contenido efectivo de la democracia, cuya realidad no desaparece porque se le llame formal».11 Es un hecho histórico comprobado que el «igualitarismo prescinde sin dificultad de la democracia».12 Por eso, desprenderse de la democracia formal implica deshacerse de la democracia toda.

De acuerdo con Pereyra, la democracia en las sociedades contemporáneas de manera obligada tiene que ser representativa: «en ningún caso los avances en la democracia directa […] eliminan la necesidad de pugnar por una sólida democracia política (formal y representativa)».13 Y añade: «Las cuestiones puntuales, locales e inmediatas que están en juego en los mecanismos de la democracia social directa, pertenecen a un orden de problemas que no incluye, ni puede incluir, cuestiones sustantivas sobre el funcionamiento global de la sociedad y el Estado».14 Es más: «Rechazar formas democrático-representativas en nombre de quién sabe qué democracia directa significa rechazar la democracia sin más y optar por mecanismos que no pueden sino generar caudillismo, clientelismo, paternalismo, intolerancia, etcétera».15 Por ello, sostiene enfático: «La democracia es siempre democracia representativa».16

Pereyra alertaba a la izquierda, dada la experiencia autoritaria del mal llamado socialismo real («desde los procesos de Moscú en los años treinta hasta el aplastamiento de la movilización obrera en Polonia a comienzos de los ochenta»), sobre «los riesgos inherentes al desprecio de la democracia formal».17 Y aquí cobra plena relevancia el pluralismo: «Con base en dicotomías confusas como democracia formal/democracia sustancial se tendió a dejar de lado el asunto central de las libertades políticas y el tema no menos fundamental del pluralismo».18 Éste es clave porque Pereyra tenía «la convicción de que no importa cuál partido gobierne, en ningún caso puede garantizar la inclusión de todos los intereses, aspiraciones y proyectos sociales».19 Más aún en las sociedades masivas y complejas: «Es inconcebible la homogeneidad absoluta. Es obligado reconocer la presencia del otro, es decir, de otro con intereses particulares, con proyectos específicos. La democracia opera como el único régimen político que no supone la supresión del otro».20 De ahí su tesis: «La democracia es siempre democracia pluralista».21

Ahora que se minusvalora la «democracia electoral» –como si pudiera haber una democracia que no fuera necesariamente electoral, aunque no sólo eso–, conviene subrayar lo que sostenía Pereyra: «Ninguna democracia sustancial es posible sin el respeto riguroso a los mecanismos de la democracia formal».22

La lucha por una sociedad más justa es una lucha democrática, pero prescindir de la representación formal del pluralismo político de la sociedad puede cancelar ese anhelo de justicia, hoy como ayer.

He acudido a un intelectual riguroso de la izquierda mexicana para subrayar que en México ha habido una consistente tradición democrática desde la izquierda, incluso años antes de la caída del Muro de Berlín. La izquierda no sólo aportó partidos y movilizaciones a la democratización mexicana, sino también ideales de libertad y compromisos con la legalidad. Carlos Pereyra y muchos otros intelectuales y compañeros insistieron en que la legítima aspiración de justicia social no puede separarse de la causa de la libertad. Pereyra formuló sus tesis cuando la posibilidad de que la izquierda mexicana llegara al gobierno era remota, pero desde entonces subrayó que debería ser por la vía pacífica y democrática como se diera el cambio político, y desde temprano advirtió que la izquierda no puede despreciar desde el poder el pluralismo y las libertades, a riesgo de volverse autoritaria, como ocurrió en distintos países en el siglo XX.