Que los evangelios prediquen el Evangelio

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[…] porque derramó su vida hasta la muerte,

y fue contado entre los transgresores.

Cargó con el pecado de muchos,

e intercedió por los pecadores.

A eso se refiere Jesús. «esta es mi sangre… que con mi muerte derramo por muchos. Yo daré mi vida como el siervo obediente de Dios para que por medio de mi muerte yo cargue con el pecado de muchos, muchos otros».

Y luego, en tercer lugar, esta sangre del pacto es derramada por muchos para el perdón de pecados. Esta vez seguramente Jesús tiene en mente a Jeremías 31.31-34. En ese pasaje, Dios promete por medio de Jeremías que habrá un nuevo pacto. Si revisan la nota al pie de la página de la nvi en Mateo 26.28, verán que algunos de los manuscritos del Evangelio de Mateo, junto con Lucas 22.20 y 1 Corintios 11.25 (el recuento más temprano de la Última Cena), registran que Jesús dijo: «Esta es la sangre del nuevo pacto».

Si leen Jeremías 31.31-34 verán que es una promesa compuesta de varios ingredientes muy importantes. Pero lo principal, el clímax, es la gran promesa final que Dios hace en este nuevo pacto: «Yo les perdonaré su iniquidad y nunca más me acordaré de sus pecados». Eso es lo que los israelitas de la época de Jesús anhelaban, que Dios les perdone sus pecados, que acabe con lo que ellos percibían como un exilio y que restaure la comunión con él. Y Jesús dice: «Esto sucederá. El nuevo pacto se está cumpliendo ahora. Pero ocurrirá a partir de mi muerte, porque mi sangre será derramada para dar lugar a ese perdón».

Como pueden ver, con esta maravillosa combinación de pasajes, estas repeticiones de textos bíblicos que Jesús y sus discípulos conocían tan bien, Jesús les explica el significado de lo que iba a ocurrir antes del ocaso del sol al día siguiente. Jesús sería asesinado, su cuerpo quebrado, su sangre derramada. Pero ahora sus discípulos sabían que, según Jesús, no sería meramente un accidente o una terrible tragedia. Más bien, sería un sacrificio por el cual los beneficios del éxodo, la Pascua y el nuevo pacto llegarían a su fruición. Por medio de la sangre de Cristo, sabrían que se salvarían de la muerte y que se les daría vida; que serían redimidos de la esclavitud y el pecado; que sus pecados serían perdonados, y gozarían del nuevo pacto gracias a una relación de amor con Dios. De esto se trata el maravilloso grado de extensión respecto a lo que Jesús quiso decir cuando usó estas palabras tomadas de las Escrituras.

c) Palabras sobre el banquete venidero (26.29)

Hemos escuchado las palabras de Jesús sobre su traidor, y sobre su propio cuerpo y sangre. Pero aún no ha terminado. En el versículo 29, Jesús agrega:

Les digo que no beberé de este fruto de la vid desde ahora en adelante, hasta el día en que beba con ustedes el vino nuevo en el reino de mi Padre.

Tradicionalmente, en la fiesta de la Pascua, como hemos visto, hay cuatro copas y la cuarta copa está vinculada a la promesa al final de Éxodo 6.7, donde Dios dice: «Haré de ustedes mi pueblo; y yo seré su Dios». Esto indica la relación íntima y personal entre Dios y su pueblo. Y en el Antiguo Testamento esto se representaba a veces como un banquete, un banquete futuro en el cual Dios festejaría con su pueblo en paz, gozo y bendición. Eso es lo que algunas Escrituras profetizaron.

Entonces, lo que parece haber sucedido en ese momento es que Jesús se negó a beber esa cuarta copa. En cambio, dijo: «No se preocupen, se cumplirá el día en que nos volvamos a reunir. Mañana me iré por causa de mi muerte. Pero llegará el día en que volveremos a estar juntos en el reino de mi Padre: un día en que el nuevo éxodo se habrá cumplido de verdad, un día en que acabará toda opresión, sufrimiento, lágrimas, muerte y dolor. ¡Anhelemos aquello!». Es lo que está por venir. Es el futuro de Dios, por causa de lo que sucedería en esos próximos tres días.

Y así, en medio de todas esas palabras difíciles que preparan a sus discípulos para su muerte sangrienta, Jesús les señala el futuro, así como la Pascua siempre señalaba el futuro, a ese día glorioso y alegre cuando se volvería encontrar con ellos en su gloria en el banquete celestial del Mesías.

Pertenezco a un pequeño grupo de lectores. Leemos todo tipo de novelas y libros, principalmente seculares, con el fin de entender nuestra cultura y buscar maneras en que podamos relacionar el evangelio con el mundo que se refleja en la literatura de hoy. Algunos de los libros que leemos son historias bastante oscuras y sombrías de asesinatos, engaños, traiciones y otros males. A menudo, cuando conversamos sobre estos libros, nos preguntamos: «¿Habrá algún momento redimible2 de este libro? ¿Habrá alguna palabra o cierto acto o giro que presente algún grado de esperanza en esta historia? ¿Sugiere el autor algún tipo de «final feliz», aun si la historia nunca llegue a eso?».

En este momento, hacia el final de la historia del Evangelio tenemos una narración de traición, engaño, negación, deserción y rechazo. Como hemos visto, estas son las realidades oscuras y malvadas de este capítulo. Pero efectivamente, sí hay un momento redimible. Y ese momento redimible no es solo cuando Jesús habla sobre un final feliz en el banquete del reino de Dios, en el versículo 29. No, el verdadero momento redimible en esta narrativa es en realidad lo único que todos en esa habitación, incluido el propio Jesús, más temían: el hecho de que, antes de que el sol se ocultara al día siguiente, su cuerpo sufriría muerte y quebranto, y su sangre sería derramada en señal de sacrificio. Esa sería la redención de toda la historia: no solo de la historia de los Evangelios, sino de toda la historia de la humanidad y de la creación misma. La cruz y la resurrección de Jesús son el momento redimible de toda la historia.

4. Viendo el significado

Entonces, ¿qué significa todo esto? Y especialmente: ¿qué significa para nosotros que participemos regularmente de la Santa Cena y que escuchemos estas palabras de Jesús una y otra vez? Porque si pertenecemos a Jesús pertenecemos al pueblo del nuevo pacto. Somos partícipes en la historia y la identidad del Israel del Antiguo Testamento, por medio de la fe en el Mesías Jesús. Somos, como Pablo dijo muy claramente a los gálatas, la descendencia espiritual de Abraham (Gá 3.7-9, 26-29). Entonces, mientras celebramos la cena del Señor o la eucaristía (o como se llame en tu propia iglesia), estamos celebrando las mismas grandes verdades que el Israel del Antiguo Testamento, solo que ahora es aún más maravilloso a la luz de la cruz y la resurrección de Jesús.

El éxodo fue el momento más importante en la historia del Israel del Antiguo Testamento.

• Si no hubiera sucedido, habrían permanecido en esclavitud.

• Si el cordero de la Pascua no hubiera sido sacrificado, habrían experimentado muertes y penas devastadoras.

• Si la sangre del pacto no hubiera sellado su relación con Dios, no habrían sido ningún «pueblo». No tendrían esperanza, no tendrían a Dios, como el resto del mundo.

¡Pero sí sucedió! Y dado que sucedió…

• Llegaron a ser libres.

• Llegaron a estar vivos y no muertos.

• Lograron saber que eran el pueblo del pacto de Dios y contaban con la presencia de Dios en medio de ellos.

Y por ello celebraban esta fiesta.

Y así es para nosotros. La cruz y la resurrección de nuestro Señor Jesucristo juntas constituyen el evento más importante, no solo en el Nuevo Testamento, sino en toda la historia del universo, el cual será también redimido y reconciliado con Dios gracias a la muerte y resurrección de Jesús.

• Si no hubiera sucedido, aún seríamos esclavos del pecado.

• Si no hubiera sucedido, aún estaríamos espiritualmente muertos.

• Si no hubiera sucedido, estaríamos separados de Dios para siempre.

¡Pero sí sucedió! ¡Alabado sea el Señor! Y dado que sucedió…

• Hemos sido librados de la esclavitud del pecado.

• Nosotros, los que estábamos muertos en nuestros delitos y pecados, ahora vivimos en Cristo.

• Ahora somos ciudadanos del pueblo de Dios, miembros de la familia de Dios y morada de Dios por su Espíritu (Efesios 2.19-22).

Por ello celebramos esta fiesta. Por ello celebramos la cena del Señor con corazones agradecidos y con vidas cambiadas.

Pero hay un último detalle que no debemos obviar antes de terminar. En el versículo 30 Mateo nos dice, como también lo hacen los otros Evangelios, que al final de la cena, «Después de cantar los salmos, salieron al monte de los Olivos».

¿Qué cantaban? Bueno, casi seguro que cantaban ese grupo tradicional de salmos conocidos como «el gran Hallel» que comprende los Salmos 113 al 118. Pero, por lo general, eran los últimos cuatro, Salmos 115 al 118 los que se cantaban al final de la cena de Pascua en los tiempos de Jesús —y aún hoy cuando los judíos celebran la Pascua.

No voy a leer todos esos salmos en este momento. Quizás quieran hacerlo ustedes mismos después. Lean los Salmos 115, 116, 117 y 118, e imagínense cantándolos con Jesús. Imaginen a Jesús, guiando a sus discípulos, verso por verso, juntos cantando estos salmos al terminar esa última cena. Piensen en cómo las palabras de estos salmos llenaron sus mentes mientras bajaban de la habitación secreta, mientras regresaban por las oscuras calles de Jerusalén, bajando al valle y subiendo las laderas boscosas del monte de los Olivos, hacia el jardín que se llamaba Getsemaní.

Estas fueron las palabras que estaban en la mente y la voz del mismo Jesús en sus últimas horas antes de su traición, juicio y muerte.

Jesús habría cantado el salmo 116:

Yo amo al Señor

porque él escucha mi voz suplicante.

 

Por cuanto él inclina a mí su oído,

lo invocaré toda mi vida.

Los lazos de la muerte me enredaron;

me sorprendió la angustia del sepulcro,

y caí en la ansiedad y la aflicción.

Entonces clamé al Señor:

“¡Te ruego, Señor, que me salves la vida!”

(Sal 116.1-4)

¿Habrán llenado su mente estas palabras mientras oraba en agonía a su Padre en Getsemaní?

Tú, Señor, me has librado de la muerte,

has enjugado mis lágrimas,

no me has dejado tropezar.

Por eso andaré siempre delante del Señor

en esta tierra de los vivientes.

Aunque digo: “Me encuentro muy afligido” …

¡Tan solo cumpliendo mis promesas al Señor

en presencia de todo su pueblo!

Mucho valor tiene a los ojos del Señor

la muerte de sus fieles.

Yo, Señor, soy tu siervo;

soy siervo tuyo, tu hijo fiel.

(Sal 116.8-10, 14-16)

Y en el Salmo 118 Jesús habría cantado estas palabras:

No he de morir; he de vivir

para proclamar las maravillas del Señor.

El Señor me ha castigado con dureza,

pero no me ha entregado a la muerte.

(Sal 118.17-18)

Pero Dios sí entregó a Jesús a la muerte.

Jesús se entregó a la muerte, una muerte que sería aterradora y agonizante, aunque Jesús sabía que Dios lo iba a levantar de entre los muertos.

Y en el clímax del Salmo 118, Jesús habría cantado este Salmo con sus discípulos:

Tú eres mi Dios, por eso te doy gracias;

tú eres mi Dios, por eso te exalto.

(Sal 118.28)3

Pero doce horas después, Jesús exclamó estas terribles palabras, con su inconfundible eco: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Sal 22.1).

¿Por qué? Porque Jesús estaba cargando el pecado del mundo, tu pecado y el mío. Porque Dios hizo que aquel que no conoció pecado se convirtiera en pecado por nosotros. Por eso, durante esas horas en la cruz, Jesús experimentó el horror de haber sido abandonado, desamparado, rechazado por Dios, porque esa es la respuesta final y santa de Dios ante el pecado: expulsarlo de su presencia. Y Jesús fue a ese lugar de abandono para que tú y yo no necesitemos hacerlo, cuando confiamos en Cristo. Él cargó nuestro pecado, en su propio cuerpo, sobre el madero, como lo expresa Pedro.

Por esa razón, tú y yo podemos cantar las últimas palabras del Salmo 118, palabras que Jesús también cantó sabiendo lo que le esperaba al día siguiente, pero «por el gozo que le esperaba, soportó la cruz, menospreciando la vergüenza que ella significaba, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios» (Heb 12.2).

Den gracias al Señor, porque él es bueno;

su gran amor perdura para siempre.

(Sal 118.29)

1 Este sermón fue predicado en la iglesia All Souls el 2 de marzo del 2008.

2 N. del E.: En teoría literaria, se usa el concepto de «redención». Una expresión en inglés que se deriva de este concepto es redemptive moment, que expresa un significado no necesariamente religioso, sino que más bien comunica la idea de algo rescatable o un acto de reivindicación o un giro inesperado hacia la noción universal del bien y de la justicia. La expresión que se traduce como «momento redimible» se aproxima a la expresión en inglés según su acepción secular y quizá lo más cercano aún debería ser «momento rescatable». Pero, en el contexto de este libro y en calidad de creyentes evangélicos, debemos interpretar el «momento redimible» de la historia directamente en relación con el acto redentor de Cristo.

3 Para indicar énfasis, algunas palabras de las citas bíblicas están en cursiva.

Capítulo 2

La negación de Pedro

Mateo 26.69-754

Uno de mis libros favoritos es El libro de los fracasos heroicos de Stephen Pile.5 Su subtitulo es El manual oficial del club de los no tan buenos de Gran Bretaña. Esta es la introducción del libro:

El éxito está sobrevalorado.

Todos lo anhelan a pesar de las pruebas diarias que demuestran que el verdadero genio del hombre se encuentra en la dirección opuesta. La incompetencia es lo que sabemos hacer bien: es lo que nos distingue de los animales, y deberíamos aprender a venerarla…

Estoy seguro de que no soy el único que no puede hacer bien las cosas y la más mínima investigación revelaría que otros tampoco pueden hacerlo…

Entonces, en 1976, el «Club de los no tan buenos de Gran Bretaña» se formó, y yo, envuelto en un fracaso administrativo, era el presidente.

Para afiliarse al club, uno no tenía que ser terriblemente bueno en algo (pesca, charla, tejer, cualquier cosa) y luego asistir a reuniones en las que la gente hablaba y daba demostraciones de las cosas que no podían hacer.

En septiembre de 1967, se escogieron a veinte miembros de diferentes campos de incompetencia para la cena inaugural en un restaurante exquisitamente inferior en Londres…

El libro pasa a describir los fracasos más espectaculares que ha podido descubrir la investigación histórica: el robo bancario más fallido, el peor servicio de autobuses, los fuegos artificiales menos exitosos, la peor representación teatral de Macbeth, la derrota más rápida en una guerra, y más. Es un libro brillantemente gracioso.

Pero, claro, en la vida real el fracaso no causa nada de gracia, excepto quizás cuando hacemos memoria de pequeños momentos de nuestra propia falibilidad. El fracaso puede ser trágico e incluso desesperadamente triste. Podemos pensar en matrimonios que han fracasado, o en exámenes importantes que no han sido superados. Pensamos en intentos valientes de rescate que terminaron en tragedia, o recordamos cuando una persona falló en cumplir una promesa muy importante. Incluso ya no nos sorprendemos cuando los políticos no cumplen sus promesas de campaña. El fracaso puede ser decepcionante, cruel, trágico y, lamentablemente, a veces simplemente predecible.

Aquí tenemos el fracaso de Pedro. Es tan significativo que es uno de los eventos que está registrado en los cuatro Evangelios. Los cuatro Evangelios cuentan que Jesús lo predijo y Pedro lo hizo.6 Ahí está, justo en medio de la historia del sufrimiento y la muerte de Jesús, haciendo que esa trágica historia sea aún más dolorosa, con la traición de Judas y la negación de Pedro. La historia más grande de la redención del mundo, perforada por este momento de miserable traición humana.

El fracaso de Pedro es ciertamente trágico. Y, sin embargo, estoy seguro de que todos estaríamos de acuerdo con que es muy comprensible. Hasta podemos identificarnos con Pedro. Seguramente solo el más descarado de nosotros podría afirmar que se habría mantenido firme donde Pedro se derrumbó.

Revivamos la historia. Tomemos un tiempo para imaginarnos la escena y meternos dentro de la misma. Así es como Mateo la cuenta:

Mientras tanto, Pedro estaba sentado afuera, en el patio, y una criada se le acercó.

—Tú también estabas con Jesús de Galilea —le dijo.

Pero él lo negó delante de todos, diciendo:

—No sé de qué estás hablando.

Luego salió a la puerta, donde otra criada lo vio y dijo a los que estaban allí:

—Este estaba con Jesús de Nazaret.

Él lo volvió a negar, jurándoles:

—¡A ese hombre ni lo conozco!

Poco después se acercaron a Pedro los que estaban allí y le dijeron:

—Seguro que eres uno de ellos; se te nota por tu acento.

Y comenzó a echarse maldiciones, y les juró:

—¡A ese hombre ni lo conozco!

En ese instante cantó un gallo. Entonces Pedro se acordó de lo que Jesús había dicho: “Antes de que cante el gallo, me negarás tres veces”. Y saliendo de allí, lloró amargamente.

(Mt 26.69-75)

La historia de Mateo esta llena de ironía y sorpresa. Observen las imágenes contrastantes que coloca delante de nosotros cuando situamos el incidente de Pedro en el contexto del resto de Mateo 26.

• Por un lado, está Jesús, en peligro de muerte, y sin embargo se mantiene firme ante las amenazas y ante las máximas autoridades del país. Y, por otro lado, está Pedro, que corre el riesgo de pasar vergüenza y quizá recibir una paliza, pero que cede ante el cuestionamiento de unas criadas.

• Por un lado, esta Jesús, puesto bajo juramento para hablar la verdad sobre sí mismo, y lo hace. Por otro lado, esta Pedro, que emite palabras de juicio [maldiciones] para negar la verdad acerca de sí mismo y de Jesús.

• Por un lado, esta Jesús, falsamente acusado de blasfemia (algo increíble por sí solo: ¡el hijo de Dios acusado de blasfemia!). Por otro lado, está Pedro, en realidad culpable de blasfemia ante la presencia misma de Dios. De hecho, el texto no solamente dice que falsamente hizo un juramento (tomando el nombre de Dios en vano para decir una mentira), sino que también dice que «él comenzó a maldecir, y a jurar» (Mt 26.74 rvc). Algunas traducciones dicen: «Y comenzó a echarse maldiciones», pero Mateo solo dice que comenzó a maldecir. Es perfectamente posible deducir que empezó a maldecir a Jesús, diciendo cosas como, «Juro por Dios que no conozco a ese hombre. Maldito sea». ¡Que terrible!

• Ahí esta Pedro, que cuando una criada lo reconoce amenazadoramente, consigue escapar maldiciendo y jurando. Pero, por otro lado, cuando Jesús lo mira (como lo cuenta Lucas), Pedro tan solo atina a esconderse en la oscuridad mientras el gallo todavía está cantando, y que le recuerdan las palabras de Jesús.

Así que aquí esta Pedro, el antihéroe de la historia.

• Pedro, el hombre que podía empuñar una espada en la oscuridad del huerto delante de un escuadrón de soldados unas pocas horas antes. Y, sin embargo, se desvanece ante una criada a la luz de un fuego.

• Pedro, el hombre que podía transportar por sí solo una red entera llena de peces. Y, sin embargo, se derrite de miedo ante algunas preguntas sospechosas.

• Pedro, el hombre que juró que moriría por Jesús. Y, aun así, aquí jura que ni siquiera lo conoce.

• Pedro, un hombre lleno de coraje y buenas intenciones solo un par de horas antes. Y, sin embargo, ahora está lleno de vergüenza, amargura, profunda desesperación y lágrimas desbordantes.

• Pedro, la roca, el nombre que Jesús le había dado. Ahora ahogado en su propio llanto.

Para resumir, Pedro falló. Repentinamente, sorprendentemente, rotundamente, Pedro falló.

Y en lo que respecta al Evangelio de Mateo, eso es todo. Por supuesto, sabemos más sobre Pedro después de esto gracias a los otros Evangelios, pero en cuanto al Evangelio de Mateo, Pedro nunca reaparece. Pedro es descrito por última vez en la oscuridad llorando y crujiendo los dientes. Fin de la historia (en Mateo).

Entonces, ¿Cómo respondemos, no solo a lo que esta historia cuenta sobre Pedro, sino también sobre lo que nos dice respecto a nosotros mismos? ¿Por qué Mateo cuenta esta historia? ¿Por qué todos los Evangelios registran esta historia? Creo que esta historia apunta al menos a tres cosas, de las cuales la primera es muy simple:

1. El fracaso es un hecho

a) El fracaso es un hecho en la Biblia

Piensen al respecto. Hagamos un recuento mental a lo largo de la Biblia. Adán y Eva fallaron, aunque vivían en un ambiente perfecto. Abraham falló: mintió acerca de su esposa y abusó de Agar. Samuel no logró que sus propios hijos se comportaran correctamente, a pesar de que comenzó su propia carrera condenando a Elí por lo mismo. Gedeón falló, aun después de su gran victoria sobre los madianitas, cuando dijo que no se convertiría en rey y luego se comportó como si lo fuera e hizo un objeto para que sea idolatrado. Moisés falló en el desierto, por lo que se lamentó mucho. David fracasó terriblemente, no solo en sus actos de adulterio y asesinato, también al no controlar a su propia familia durante el resto de su vida. Todos los reyes de Israel fallaron de una manera u otra. El pueblo de Israel en su conjunto, el pueblo del pacto de Dios, el pueblo redimido de Dios fracasó generación tras generación, a lo largo del Antiguo Testamento. El fracaso es un hilo conductor en el Antiguo Testamento.

 

Y el Nuevo Testamento, por todas partes, nos muestra a personas que también fallaron. Incluso aquí en esta historia, ¿por qué solo culpamos a Pedro por su negación cuando, de hecho, Mateo nos dice que todos los discípulos lo abandonaron y huyeron? Pedro, pobre hombre, fue el único (bueno, casi el único, como veremos) que permaneció en un lugar donde podía negar a Jesús. ¡La única razón por la que los otros discípulos no negaron a Jesús es porque ni siquiera estuvieron allí! Habían huido. Sin embargo, como Mateo nos dice con mucho cuidado en el versículo 35, todos habían dicho lo mismo que Pedro: «No lo rechazaremos, no lo negaremos». Pero cuando llegaron a la crisis, todos lo abandonaron a excepción de Pedro y (como veremos) uno más. Fue un fracaso colectivo.

Fijémonos que toda la Biblia, de principio a fin, es una historia del fracaso humano (con la única excepción del Señor Jesucristo). De hecho, se podría decir que el título del libro de Stephen Pile sería un buen título para la Biblia, El libro de los fracasos heroicos, excepto que la mayoría de los fracasos en la Biblia no fueron particularmente heroicos. Pero ciertamente, su subtítulo se ajusta a la Biblia: El manual oficial del club de la humanidad no tan buena, excepto que la Biblia no solo nos dice que no somos terriblemente buenos. En realidad, dice que somos radical y terriblemente defectuosos. La maldad del pecado se ha infiltrado en lo profundo de nuestra naturaleza humana. De hecho, el simple fracaso es solo uno de nuestros problemas menores. Génesis 6 nos dice que Dios vio en el ser humano que «todos sus pensamientos tendían siempre hacia el mal…» (Gn 6.5). Jeremías, probablemente por su propio y honesto autoconocimiento, observó: «Nada hay tan engañoso como el corazón. No tiene remedio. ¿Quién puede comprenderlo?» (Jer 17.9). Pablo nos dice que no hay diferencia alguna si eres un buen judío o un malvado pagano: «pues todos han pecado y están privados de la gloria de Dios» (Ro 3.22–23). Juan nos dice: «Si afirmamos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no tenemos la verdad» (1Jn 1.8).

Así que, si alguna vez te has sentido tentado a imaginarte que en realidad jamás has fallado, ¡despierta! Solo te estás engañando a ti mismo. El fracaso es un hecho. Ciertamente es un hecho en la Biblia.

b) El fracaso es un hecho en nuestra experiencia

La mayoría de nosotros tiene alguna idea de la gran historia de la iglesia cristiana. Sabemos que el evangelio se ha esparcido de país a país y de continente a continente. Tal vez hemos leído las biografías de algunos misioneros y admiramos las grandes obras que personas valientes han hecho por Dios a lo largo de los siglos. Podemos contar la gran historia de los pasados dos mil años como testimonio del éxito del evangelio por el poder, la gracia y la soberanía de Dios.

Pero visto desde otro ángulo, la historia de la iglesia es también una historia de fracasos, algunos bastante terribles. Algo así como con el Antiguo Testamento, a veces estas historias nos causan sorpresa respecto a lo que Dios a hecho a pesar de las debilidades y fracasos de las personas que ha usado, en vez de que nos maravillemos por los logros de esas mismas personas. A veces (no como en la Biblia) las biografías de los misioneros pasan por alto algunos de los momentos menos inspiradores, sus fracasos.

Tengo otro libro de «fracasos heroicos». En realidad, se trata de algo mucho más extenso, mucho más grueso que el pequeño libro de Stephen Pile. Se llama Demasiado valioso para perderlo: Explorando las causas y curas del desgaste misionero.7 «Desgaste» es un término respetuoso que se utiliza para describir a los misioneros que regresan del campo antes de lo previsto, cualquiera que haya sido la razón. El libro investiga las razones de esa deserción y las analiza para poder abordarlas. Es el resultado de un amplio proyecto de investigación, seguido de una conferencia que se realizó en All Nations Christian College algunos años atrás, para examinar la realidad del fracaso misionero (o aparente fracaso).

¿Pero, por qué los misioneros? Son personas que, tal vez pensamos, tienen una motivación y un llamado especial, y las mejores intenciones, para servir a Dios en el campo misionero. Algunos de ellos han tenido un entrenamiento intensivo. La mayoría de ellos recibe bastante apoyo y mucha gente ora por ellos. Y, sin embargo, algunos de ellos también fracasan de una manera u otra. Algunos de ellos regresan a casa quebrantados y desilusionados. Algunos caen en relaciones pecaminosas. Algunos se enferman. Algunos simplemente se rinden. Las razones son muy variadas, y no todas son reprochables.

El fracaso es un hecho. Hay que aceptarlo.

La gran tragedia es que muchas veces no lo hacemos, o no queremos admitirlo. Y, para ser honestos, nos avergonzamos cuando otros cristianos comienzan a confesar sus fracasos, por miedo a tener que unirnos a la confesión y admitir algunos de los nuestros. Preferimos encubrir nuestra vergüenza y fingir que tenemos una «vida cristiana victoriosa», «una vida llena del Espíritu», o cualquier otra frase que esté de moda.

A fin de cuentas, hemos leído los libros. Hemos asistido a las conferencias. Hemos pasado al frente o nos hemos caído de espaldas. Hemos estado ahí, hecho eso, hemos comprado la camiseta, todo a cuenta de ser cristianos exitosos. Después de haber hecho todo aquello, no vamos a admitir que no tenemos todo bajo control. No vamos a admitir que todavía caemos en los mismos pecados. No vamos a admitir que no queremos ser muy visibles como cristianos. No iríamos tan lejos como para decir que negamos a Cristo; solamente no hablamos mucho al respecto. No vamos a admitir la forma en que hablamos y pensamos cuando nadie está escuchando, o lo que vemos cuando estamos solos, o la forma en que tratamos a las personas más cercanas en nuestras propias familias.

No vamos a admitir que, para resumir, todavía fallamos. Pero sí fallamos. Y lo sabemos muy bien.

Me pesa que en algunas iglesias y comunidades cristianas parece que hay toda una cultura de fingimiento, una constante celebración de historias deslumbrantes de éxito («testimonios»), que niegan la realidad del fracaso. Pienso que puede ser pastoralmente desastroso, e incluso puede llegar a negar la verdad del evangelio. He estado en cultos de alabanza donde no hay un momento para la confesión en todo el culto, solamente una dieta de canciones y testimonios triunfalistas y prédicas sobre «el éxito», «la fe» y «la victoria».

¿Alguna vez has reflexionado sobre esa extraña paradoja que hay en algunos círculos cristianos? Pues parece que, para convertirse en cristiano, lo primero que tienes que hacer es admitir que has fallado. Pero por alguna razón, una vez que te has convertido, lo último que se espera de ti es admitir que has fallado. Parece que, para afiliarte a la iglesia, debes aceptar que eres un pecador, pero la única manera de mantener tu credibilidad en la iglesia es que finjas ser un éxito. ¿No crees que hay algo mal en todo ello? ¿No estamos perdiendo de vista la constante gracia que existe en nuestras vidas, no solamente al momento de convertirnos, sino a cada paso del camino que le sigue a ese momento?

Regresemos a la historia de Pedro. Creo que una de las razones por las que esta historia aparece en la Biblia (cuatro veces) es que nos obliga a admitir y aceptar la realidad del fracaso. Esto es algo muy liberador. Pedro, uno de los discípulos más destacados de Jesús, fracasó. Y así también lo hace cada cristiano en el planeta. ¡Qué alivio! Porque. fíjense, el elemento verdaderamente liberador que nos cuenta esta historia no solo es que el fracaso es un hecho, sino que el fracaso está previsto.

2. El fracaso está previsto

Uno de los puntos mas sorprendentes del relato de Mateo 26 es que tanto la traición de Judas como la negación de Pedro fueron predichas por Jesús.

Veamos el versículo 21. Jesús dice: «Les aseguro que uno de ustedes me va a traicionar» ¡Y todos estaban consternados y sorprendidos, y dijeron “¡No podría ser yo! ¿Quién yo? ¡De ninguna manera! Seguramente que no se trata de mí”. Fue una enorme sorpresa, y al parecer aun a estas alturas de la historia ninguno de los otros discípulos sospechaba de Judas.

Ahora veamos el versículo 31. Jesús dice: «Esta misma noche —les dijo Jesús— todos ustedes me abandonarán». ¡Otro gran impacto! Y todos dijeron: «no, no, ¡no! ¡Claro que no lo haremos!» Especialmente Pedro, quien dijo: «Aunque todos te abandonen —declaró Pedro—, yo jamás lo haré». A lo que Jesús respondió: «Te aseguro —le contestó Jesús— que esta misma noche, antes de que cante el gallo, me negarás tres veces».

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