El universo en tu mano

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Expansión

Repito: a día de hoy, todo lo que sabemos del universo remoto proviene de la luz que llega hasta nosotros.

Para descifrarla y entenderla tenemos que descubrir exactamente qué información transporta la luz y cómo interactúa con la materia y los componentes de esta (los átomos) que encuentra a su paso en el espacio.

En capítulos posteriores de este libro te sumergirás directamente en el corazón de los átomos, pero de momento no necesitas saber nada sobre ellos. Dejémoslo en que los átomos pueden describirse como núcleos redondos rodeados por electrones rotatorios, y que estos últimos no están desperdigados al azar, sino organizados en capas alrededor del núcleo.

Resulta tentador imaginarlos como planetas que giran en torno a una estrella central, pero eso llevaría a confusión: de hecho, a las trayectorias de los electrones alrededor del núcleo del átomo las llamamos orbitales para distinguirlas expresamente de las órbitas planetarias.

A la velocidad adecuada, en teoría, un planeta puede orbitar alrededor de su estrella a la distancia que le plazca, pero ese no es el caso de los electrones. A diferencia de las órbitas planetarias, los orbitales electrónicos están separados por zonas de exclusión, espacios en los cuales los electrones simplemente no pueden estar. Además, los electrones pueden saltar con facilidad —en ocasiones, incluso espontáneamente— por encima de esas zonas prohibidas, de un orbital a otro.

Sin embargo, y esto es lo que nos interesa, esos saltos no se producen gratuitamente.

Para pasar de un orbital a otro, los electrones tienen que absorber o emitir algo de energía.

Y puesto que cuanto más alejado está un electrón de su núcleo, mayor es la energía que transporta, para que un electrón salte de un orbital a otro más alejado tiene que ganar algo de energía, un poco como la llamarada con la que un globo aerostático gana algo de altitud.

Inversamente, para acercarse al núcleo el electrón tiene que emitir algo a fin de deshacerse de parte de su energía, como cuando un globo suelta aire caliente para dejarse caer hacia la Tierra.

¿De dónde sale esa energía?

Precisamente ahí es donde entra en juego la luz: los electrones pueden saltar de un orbital a otro absorbiendo o emitiendo algo de luz. Pero no cualquier clase de luz.

Para pasar de un orbital a otro, los electrones tienen que saltar por encima de las zonas de exclusión electrónica que los separan y, para lograrlo, deben absorber o emitir una cantidad específica de energía que se corresponde con un rayo de luz específico. Si la luz que reciben no contiene la energía suficiente, los electrones no podrán dar el salto y permanecerán donde están. Del mismo modo, si los alcanza un rayo de luz excesivamente cargado de energía, podrían saltar por encima de varias zonas, e incluso verse expulsados del átomo al que pertenecen.

La humanidad llegó a esta conclusión a comienzos del siglo XX.

Quizá no te parezca algo sensacional, pero lo es.

Einstein (que desde luego era el perejil de todas las salsas) recibió el premio Nobel de física en 1921 por descubrir esto mismo a propósito de los átomos que componen varios metales.*

*

Tras décadas de experimentos (y reflexiones) realizados desde entonces sobre todos los átomos conocidos del universo, los científicos comprendieron que la energía necesaria para que un electrón se traslade de un orbital a otro en cualquier tipo de átomo corresponde específicamente al átomo del que forma parte. Y esto es una enorme suerte para nosotros, porque las diferentes energías se corresponden con distintas fuentes de luz, y mediante nuestros telescopios, evidentemente, podemos captar la luz procedente de casi cualquier lugar.

Esta sencilla circunstancia significa que los científicos son capaces de saber de qué están compuestos objetos lejanos como las estrellas o las nubes de gas, o incluso las atmósferas de planetas lejanos, sin necesidad de viajar hasta ellos.

Ahora te explico cómo.

Imagina una fuente de luz perfecta, una que emita luces en todas las longitudes de onda posibles, desde las menos potentes (microondas) hasta las más cargadas de energía (rayos gamma), en todas direcciones. Esa fuente perfecta crea una reluciente esfera lumínica. Si a cierta distancia se encuentra un átomo, sus electrones, cegados por toda la luz que llega hasta ellos, absorben desaforados todas las que necesitan para saltar a un orbital más cargado de energía. Y cuando lo hacen se excitan.

¿Cómo que «se excitan»?

Sí, sí. Se excitan. Ese es el término técnico concreto con el que se describe lo que sucede entonces.

Es un poco como cuando a los niños se les ofrecen dulces en una fiesta.

Y así como no resulta difícil saber a posteriori qué dulces prefieren los niños (basta con comprobar cuáles no se han comido), es posible deducir qué tipos de luz se ha tragado el átomo examinando cuáles están ausentes en su sombra. Toda la luz no consumida atraviesa indemne el átomo, y resulta sencillo detectar su característica longitud de onda. Las ausentes, en cambio, aparecen como pequeños borrones oscuros en lo que, por lo demás, era un arcoíris continuo de colores y luz. Esa imagen recibe el nombre de espectro,* mientras que los borrones oscuros se conocen como líneas de absorción.

Los científicos son capaces de discernir qué átomos se interponen en el recorrido de una fuente de luz simplemente fijándose en las longitudes de onda ausentes en un espectro.

De este modo, valiéndote de la luz puedes descubrir qué tipo de materiales hay ahí fuera sin necesidad de llegar hasta su ubicación.

Y todos los telescopios que captan luz y que la humanidad ha utilizado hasta ahora nos dicen que todas las estrellas del universo están hechas de la misma materia que el Sol, la Tierra y nosotros mismos. Todos los objetos cósmicos del firmamento nocturno están hechos de los mismos átomos que nosotros.

Si no fuera así, nuestros telescopios nos lo dirían.

Por eso, podemos imaginar que las leyes que gobiernan la naturaleza son las mismas en todas partes.

Y por eso todo el mundo considera que el primer principio cosmológico es correcto.

Menos mal, ¿no?

En realidad, es una noticia tan excelente que, ya que estás en el espacio exterior, decides echarle otro vistazo a las remotas galaxias para descubrir por ti mismo de qué están hechas. ¡Y qué bonitas son, con todos esos hermosos espectros cargados de líneas correspondientes al hidrógeno, al helio y a... !

Un momento.

Espera.

Algo no cuadra...

Al examinar los espectros que has ido recabando, observas que las longitudes de onda ausentes en la luz que procede de estrellas remotas están ahí, sí, pero no donde deberían estar...

Así como los electrones de algunos elementos químicos en la Tierra se excitan en presencia de la luz azul, esos mismos electrones en idénticos elementos químicos de galaxias remotas parecen preferir tonalidades algo más verdosas para saltar de un orbital a otro...

Y los átomos que se pirran por el amarillo en la Tierra optan por luces más anaranjadas en cualquier otro lugar.

Y las que aquí absorben el naranja consumen el rojo en otros sitios.

¿Por qué? ¿Cómo puede ser?

¿Hay una desviación cromática en el espacio exterior?

¿O nos hemos equivocado en algo?

Contemplas de nuevo las distintas fuentes remotas. No hay duda: todos los colores tienden al rojo.

Pero eso no es todo: cuanto más lejana es la fuente de luz, más acusada es esa tendencia...

¡Maldición! Con lo fácil que era todo.

¿Qué está pasando?

¿Al final resulta que las leyes de la naturaleza son diferentes en distintas áreas del universo? Si pudieras salir a pasear por un planeta similar a la Tierra, uno que orbitase en torno a una estrella parecida al Sol a miles de millones de años luz de aquí, ¿verías cielos y océanos y zafiros verdes? ¿Serían las plantas y las esmeraldas amarillas, y los limones rojos?

Pues... no.

Si has viajado hasta allí, habrás visto que ese mundo extraterrestre es igual que el tuyo, y que los limones son amarillos y el cielo, azul. El motivo de esa desviación observada en los colores no se debe a que las leyes de la naturaleza cambien lejos de donde estamos. Va mucho más allá. De hecho, cambió todo lo que la humanidad había creído durante más de dos mil años.

¿Alguna vez has afinado una guitarra o cualquier otro instrumento de cuerda? ¿Te has fijado en la nota que emite una cuerda cuando se ajustan las clavijas? Cuanto más se tensa la cuerda, más agudo es el sonido que emite, ¿verdad?

Bueno, pues lo que has visto en el cielo es el mismo fenómeno, solo que aquí el sonido se sustituye por la luz, y la cuerda no es una cuerda. En el espacio, la luz no viaja —mejor dicho, se propaga— por una cuerda, sino a través del tejido mismo del universo. Y para explicar el cambio cromático que acabas de detectar, hace falta hablar de ese tejido.

¿Por qué?

Pues porque para que el cambio afecte de manera idéntica a todos los colores posibles, no puede buscarse la causa en la propia luz, sino más bien en el medio a través del cual se desplaza.

Tañe una cuerda y ténsala con la clavija, y el sonido que emite será más agudo, no porque algo le haya sucedido al sonido, sino porque se ha tensado la cuerda. Y la cuerda de una guitarra se tensa de la misma manera para todas las notas.

 

Ahora imagina que puedes tensar el tejido del que se compone el universo del mismo modo en que lo harías con las cuerdas de una guitarra. Ténsalo, y todas las longitudes de onda de toda la luz que se propaga por él serán de inmediato más agudas. ¿Por qué? Porque la luz puede considerarse una onda y la tensión incrementaría la distancia entre dos crestas consecutivas, es decir, la longitud de onda. El azul pasa a ser verde; el verde pasa a ser amarillo; el amarillo, rojo, etcétera.

En un espectro, eso significa que los colores reales del universo se desplazan hacia el color rojo. Se produce un desplazamiento al rojo.

Y ahora, en vez de tensar una vez el tejido de nuestro universo, imagina que de alguna manera se está tensando de manera continua y constante. Cuanto más lejos haya partido de su viaje la luz, mayor será el desplazamiento al rojo al que habrá estado sometida antes de alcanzar la Tierra. En una situación hipotética que tuviese su origen muy, muy lejos de aquí, la luz azul poco a poco iría volviéndose verde, luego amarilla, después roja y, más tarde, invisible a nuestros ojos; infrarroja, y posteriormente microondas... Si supieras en qué grado difieren los colores que emite una estrella distante respecto a cómo se reciben en la Tierra, estarías en condiciones de determinar a qué distancia se encuentra esa estrella.

Pero ¿es eso cierto? ¿Es así como se comporta el tejido del universo?

Pues sí. Eso es exactamente lo que has visto en el cielo.

¿Y qué significa eso en la práctica?

Significa que la distancia real entre las galaxias distantes y nosotros aumenta constantemente. Significa que el espacio se estira, y consecuentemente crece por su cuenta, entre las galaxias. Significa que, con el tiempo, nuestro universo cambia.

Infinidad de experimentos han confirmado este extremo, y los científicos han aprendido a aceptar la idea de que vivimos en un universo cambiante y creciente.

A Einstein, sin embargo, no le hacía ninguna gracia. A nadie le gustaba demasiado aquello hace un siglo. Para nuestros antepasados, fueran o no científicos, el universo había sido siempre el mismo. Pero se equivocaban.

Que quede clara una cosa: no es que las galaxias se alejen de nosotros, sino que la distancia que nos separa de galaxias ya de por sí remotas está aumentando. Es el vacío mismo del espacio el que se estira. Los científicos han bautizado este fenómeno y lo han llamado la expansión del universo, y a diferencia de lo que uno podría llegar a pensar, eso no significa que el universo se expanda hacia algo. Significa que se expande y crece desde dentro.

Antes de sacar conclusiones precipitadas y preguntarnos qué podría haber causado semejante expansión, quizá quieras comprobarlo por ti mismo. Imagina que eres tan rico como se puede ser (pongamos que tienes cien mil millones de libras en el banco, por ejemplo) y que tienes cien amigos. El universo pica tu curiosidad, y decides dar a cada uno de ellos mil millones de libras para que construyan un potente telescopio moderno y recorran la Tierra de una punta a otra para recabar toda la luz procedente de todas las galaxias remotas que sea posible.

Algunos meses más tarde, los invitas a tu mansión para que presenten los resultados de su trabajo. Más o menos la mitad eran amigos de verdad y hacen acto de presencia (y te puedes dar con un canto en los dientes), mientras que la otra mitad prefiere quedarse con el dinero. Pero, tanto da, porque todas sus historias son idénticas. Allá donde fueron —China, Australia, Europa, el centro del Pacífico o la Antártida—, todos los que volvieron a tu lado vieron el mismo fenómeno en el cielo: por encima de sus cabezas, las galaxias remotas experimentaban un extraño corrimiento cromático. Todas retrocedían en la distancia. Y cuanto más lejanas estaban, más rápido se alejaban. Todos fueron testigos de la expansión del universo.

¿Qué conclusión podemos sacar de todo ello?

Mientras reflexionas, en tu cabeza se abre paso de nuevo aquella idea tan curiosa que ya te asaltó en el apartado anterior de este libro.

Primero fue ese extraño universo visible que era una esfera a tu alrededor, y ahora esto...

¿Será cierto?

Si todo y todo lugar se alejan de la Tierra, ¿significa eso que todas las madres de la Tierra tienen razón cuando piensan que su bebé es el centro del universo?

Por muy asombroso que pueda antojarse, parece que así es.

Qué noticia más encantadora; qué día tan glorioso.

Si tienes amigos cerca mientras lees esto, podéis descorchar una botella de champán. Resulta que sí somos algo especial. Y especialmente tú.

¡Reivindicados por fin! Copérnico se equivocaba. Tendría que haber oído a su madre. Las madres siempre tienen razón. Los ocupantes de la Tierra estamos todos en el centro de nuestro universo.

Pero espera, espera, espera...

¿Qué hay de las madres en otros planetas distantes, en otras galaxias?

Si existen y piensan como las nuestras, ¿se equivocan ellas con respecto a sus hijos?

¿O es eso prueba de que no hay madres en ningún otro lugar? No será eso, ¿verdad?

Pese a lo que acabas de ver, y del mismo modo que Copérnico nos dijo hace 400 años que no estamos en el centro del sistema solar, la mayoría de los científicos (si no todos) dan por sentado que nuestra posición en el universo no tiene una importancia mayor que cualquier otra. Curiosamente, eso no significa que no estemos en el centro de nuestro universo visible. Sí que lo estamos. Pero también lo está cualquier otro lugar. Todo lugar es el centro del universo que puede verse desde él.

Esta arraigada convicción llevó incluso a los científicos a plantear los siguientes principios cosmológicos adicionales:* para imaginar lo que sucede en puntos muy, muy lejanos de nuestro planeta, los científicos asumen que no existe ninguna posición preferencial —ese es el segundo principio cosmológico— y que si un observador concreto se pusiese a viajar, todas las direcciones le parecerían siempre iguales, puesto que las galaxias distantes se alejarían de su posición, del mismo modo que lo hacen de nosotros en la Tierra: ese es el tercer principio cosmológico.

Si te paras un instante a pensar en ello, mientras tus amigos renuncian a la idea del champán, verás que la regla cosmológica número tres suena trivial y errónea.

El mundo, evidentemente, no tiene el mismo aspecto desde donde estás leyendo ahora este libro que desde la ducha (suponiendo, claro, que no estés leyendo esto mientras te duchas). Por eso hace falta clarificar un punto: el tercer principio cosmológico no se interesa por lo que tienes cerca. Atañe solo a la gran escala. Hablamos de escalas mucho mayores que las galaxias. Lo que dice es que el universo, a escalas desmesuradamente grandes, es muy parecido desde dondequiera que se mire.

Pero aun así sigue sonando raro, ¿verdad? ¿No viajaste por el universo en la primera parte del libro? ¿No viste lugares muy lejanos que no se parecían al universo observado desde la Tierra? Cruzaste incluso una zona del espacio de varios miles de años luz de grosor en la que no brillaba estrella alguna, lo que llamamos la Edad Oscura cósmica. ¿Cómo va a tener el mismo aspecto el universo visto desde la Tierra y desde un lugar en el que no hay una sola estrella?

Bien: es hora de que comprendas de verdad a qué me refiero cuando digo que en la primera parte no viajaste por el universo tal y como es, sino a través del universo tal y como es visto desde la Tierra. No es exactamente lo mismo. Recuerda: el universo que se aparece por la noche no se corresponde con lo que nuestro universo es ahora. Se corresponde con una porción de su historia pasada, una historia centrada en la Tierra porque estamos en la Tierra. Cada día recibimos imágenes y postales procedentes de todas partes. Según la regla cósmica número tres, los habitantes de un mundo remoto deberían ver un universo exactamente similar al que observamos nosotros. No en el detalle, por supuesto, pero sí a gran escala. También ellos estarían rodeados por la suma de toda la información que llega hasta ellos desde su pasado y asimismo verían en el firmamento nocturno un fragmento de la historia de nuestro universo común. Tendrían sus propias Edades Oscuras del universo y superficie de última dispersión. Lo tendrían todo, incluso si su porción no se solapase con la nuestra.

Al final, para entender nuestro universo y captar la imagen en su conjunto, es preciso sumar todas las historias pasadas de todos y cada uno de los puntos del universo. Los lugares que estén cerca entre sí tendrán historias con muchas coincidencias, claro, pero las historias de aquellos lugares separados por grandes distancias espaciales quizá no se solapen de ninguna manera. Aun así, deberíamos considerarlos a todos equivalentes. A eso se refiere la regla cósmica número tres en la práctica. Más adelante leerás más sobre ella.

A propósito, esto significa también que, pese a que no ocupas una posición especial en tu universo, sigues siendo (tal y como tu madre supo siempre con certeza) el centro de tu universo visible.

Y si tienes la sensación de haberlo sabido siempre, deja que la alegría inunde tu cuerpo y alma. Es una magnífica noticia.

Repito: estás en el centro del universo.

Lo que quizá te agüe un poco la fiesta es que tu vecino y tu vecina también: ellos, igualmente, están en el centro de sus respectivos universos visibles.

Y lo mismo pasa con todo el mundo, y con todo.

Todo y todos estamos en el centro de nuestro universo, el universo que podemos explorar con la luz que llega hasta nosotros. Solo en ocasiones muy, muy especiales pueden corresponderse a la perfección los universos visibles de dos personas. A ti te dejo la tarea de imaginar cuándo y cómo puede suceder eso.

Y una vez dicho esto, es hora de examinar con algo más de detenimiento esa expansión que estira el universo.

¿De verdad es eso lo que está pasando?

Pues sí. Las distancias entre galaxias lejanas se expanden constantemente. No es algo que afecte a objetos cercanos, sin embargo, porque a escala local la gravedad es más fuerte. Las galaxias crean una atracción gravitacional que contrarresta esa expansión, tanto dentro de sus confines (la distancia entre el Sol y las estrellas cercanas no se expande) como a su alrededor (de hecho, las galaxias vecinas se acercan cada vez más unas a otras, también de manera constante). Pero en las distancias muy grandes, sin embargo, la expansión se impone.

El descubrimiento de la expansión del universo corrió a cargo del astrónomo estadounidense Edwin Hubble en 1929, y la ley que vincula la forma en que las galaxias se alejan de nosotros recibe el nombre de ley de Hubble. Sobre la base de este descubrimiento, podemos considerar con todo merecimiento que Hubble es uno de los padres de la cosmología observacional moderna. Es también la persona que, junto a Ernst Öpik, demostró que la Vía Láctea no es el conjunto del universo y que existen otras galaxias más allá de sus confines. Dos descubrimientos que, de haberse producido en nuestra época, bien valdrían un premio Nobel. En aquel entonces, sin embargo, ni la comunidad de físicos ni el comité de los premios consideraba que contemplar las estrellas e intentar desentrañar sus secretos formase parte de la física. Como consecuencia de ello, Hubble nunca ganó el Nobel. Pero las normas del premio cambiaron tras su muerte y, desde entonces, más de un observador del cosmos ha recibido el galardón. En este libro hablaremos de algunos de ellos.

Ahora que estás a punto de comprender una extraordinaria consecuencia de la ley de la expansión de Hubble, tal vez te asombre lo inteligentes que pueden llegar a ser a veces los científicos. Con mucho escurrir de meninges y cantidades ingentes de café, llegaron a la conclusión de que si todo lo que está lejos de nosotros en nuestro universo se aleja de nosotros es porque todo lo que ahora está lejos tuvo que estar más cerca en el pasado.

Toma.

Toma deducción revolucionaria.

Intenta un día de estos llevar a cabo ese razonamiento por tu cuenta: es bastante satisfactorio.

En realidad, y pese a que no parece gran cosa, fue una revelación mayúscula.

He mencionado antes que el mismísimo Einstein se negaba a creerlo.

¿Por qué?

¿Qué más da si las galaxias remotas se alejan de nosotros o si en el pasado han podido estar más cerca?

Recuerda que la ley de Hubble, basada en sus observaciones, establece que lo que se expande es la distancia entre las galaxias, y no que estas últimas se alejen las unas de las otras.

 

Dicho de otra manera, lo que se expande es el tejido del universo.

Si desarrollamos esta idea, resulta de cajón pensar que el conjunto del universo era de menor tamaño en el pasado.

¿Cómo es eso posible?

¿Y cómo puede demostrarse?

Pues se puede, si miramos muy, muy a lo lejos. El pasado está ahí, y podemos recibir sus mensajes. Y el muro que viste al final del universo visible lo confirma de manera brillante (por muy oscuro que sea), y veremos cómo de aquí a dos capítulos. Sin embargo, primero tenemos que viajar de nuevo al espacio exterior para familiarizarnos mejor con la gravedad.

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