El universo en tu mano

Tekst
0
Recenzje
Książka nie jest dostępna w twoim regionie
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

8
El primer muro del fin del universo

¿Cuál es el tamaño del universo visible?

¿Qué pasaría si te lanzasen directamente hacia lo que se puede ver durante el máximo tiempo posible?

¿Hay algún límite?

Puesto que, cuando te reúnas con tu cuerpo, alguien te lo va a preguntar tarde o temprano, es mejor que intentes averiguarlo.

Lleno de confianza, escoges una dirección al azar y te lanzas hacia ella.

Mientras empiezas a alejarte de tu galaxia natal, observas de inmediato que la Vía Láctea forma parte de un pequeño grupo de cincuenta y cuatro galaxias con conexiones gravitatorias entre sí. Los científicos han denominado a ese grupo el Grupo Local, y tiene unos 8,4 millones de años luz de longitud. La Vía Láctea es su segundo miembro de mayor tamaño y Andrómeda es el rey.

Más allá hay otros grupos de galaxias. Algunos de ellos cuentan con varios cientos de galaxias. Estas grandes agrupaciones, mucho mayores que la nuestra, se denominan clústeres de galaxias. Mientras sigues avanzando, vuelas junto a clústeres gigantes, superclústeres, que contienen decenas de miles de espirales brillantes y discos ovales hechos de incontables estrellas y agujeros negros, todos ellos enlazados por la gravedad y repartidos a lo largo del espacio y el tiempo.

Estos superclústeres forman estructuras de un tamaño asombroso.

Sigues alejándote de todo lo que conoces y, al ver el universo a una escala distinta, te das cuenta de que, una vez más, tendrás que reconsiderar tu escala relativa en términos absolutos. Con los ojos de tu imaginación abiertos de par en par, das media vuelta y lo miras todo, captas toda la luz que puedes de todas las direcciones y tratas de encontrar el final de todo esto. Las nociones de arriba y abajo ya no existen, no hay ninguna diferencia entre la izquierda y la derecha. Te encuentras a más de 1.000 millones de años luz de la Tierra, y miles y miles de millones de galaxias resplandecientes se extienden a lo largo de una oscuridad de unas dimensiones increíblemente grandes. A tu alrededor, tanto en las cercanías como en la distancia, galaxias, grupos de galaxias, clústeres y superclústeres están separados por distancias todavía mayores, incluso mayores que toda la distancia que has recorrido hasta este momento.

Cuesta creer que la Vía Láctea no sea más que uno de todos esos puntos, pero sabes que lo que ves no es una fantasía, sino algo que la humanidad ya conoce.

En cualquier caso, se trate de hechos o no, la idea de salvar la Tierra ya no parece tener sentido. ¿Para qué molestarse? ¿Para qué preocuparse? Comprensiblemente, la idea de dejarlo todo y flotar para siempre en esta realidad enorme y preciosa se convierte en un sueño seductor. ¿Y si pasas toda tu vida aquí arriba? ¿Es eso lo que hacen los científicos? ¿Soñar despiertos en sus laboratorios?

Mientras contemplas la idea de no regresar jamás a tu vida cotidiana, se apodera de ti un extraño sentimiento que inyecta una energía renovada en tu mente: en cierto modo, todo lo que ves y todo lo que estás atravesando es lo que la humanidad entiende como universo. En cierto modo, estás viajando por el universo tal y como lo imaginan las mentes humanas, así que toda esta inmensidad debe caber en los límites del cerebro humano, si es que los tiene. Aunque parezca increíble, la idea te sirve de consuelo y te devuelve a tu condición de ser humano, miembro de una especie capaz de proyectar sus pensamientos hasta donde alcanza la vista y mucho más allá... Al tiempo que intentas abarcar el paisaje espacial, te preguntas si es posible que su magnitud todavía sea mayor. ¿Podría tu mente asimilar más aún? Sea cual sea el destino de la Tierra, decides averiguarlo. Con tu corazón virtual disparado por una curiosidad renovada, te lanzas hacia delante a toda velocidad y dejas atrás miles de millones de galaxias más. Como es costumbre entre los humanos, no tardas en familiarizarte con aquello e incluso la inmensidad del universo deja de sorprenderte. La desesperación de hace un segundo parece haberse transformado en entusiasmo.

A tu alrededor, ves galaxias que colisionan, estrellas que estallan y forman superestrellas, supernovas, que deslumbran a miles de millones de sus hermanas por un instante. En el universo todo gira alrededor de todo, y tienes la fortuna de presenciar un espectáculo de proporciones épicas y bellezas inhumanas.

Sigues avanzando sin mirar atrás. Ya estás a 10.000 millones de años luz de la Tierra.

Tu mente sigue volando hacia delante, cada vez más lejana.

Estás a 11.000 millones de años luz de la Tierra.

A 12.000.

A 13.000 millones de años luz, y sin parar.

Eufórico, buscas el fin del universo sin encontrarlo, pero tu mente se ralentiza ligeramente porque las galaxias que te rodean empiezan a escasear. Además, parece que las estrellas que las forman son cada vez más grandes. De hecho, son enormes. Algunas de las que ves en estos momentos son cientos de veces mayores que las estrellas de tamaño medio de la actual Vía Láctea. Sigues avanzando, pero a un ritmo más lento. El número de fuentes de luz que tienes delante de ti se ha reducido drásticamente. Al alcanzar una distancia de unos 13.500 millones de años luz de la Tierra, casi todas las luces han desaparecido.

Te detienes. ¿Es posible que hayas alcanzado lo que buscabas? ¿Tiene fin el universo?

Recuerdas que planteaste esa misma pregunta un par de veces mientras charlabas con tus amigos antes de vuestro viaje a la isla tropical, pero nunca te habías parado a pensarlo en serio. Ahora te preguntas si pensabas que ibas a ser capaz de alejarte de la Tierra eternamente para recorrer el universo más lejano y seguir viendo nuevas galaxias.

Dado que estás viajando por el universo tal y como lo vemos desde la Tierra, te diré una cosa: nuestros telescopios nos han demostrado que no es así. Existe un límite de lo que podemos ver, y de lo que jamás seremos capaces de ver, usando la luz. Tu mente todavía no ha llegado a ese límite, pero no tardará en hacerlo. De momento, está viajando a través de un lugar tan remoto en el espacio y el tiempo que todavía no habían nacido siquiera las primeras estrellas. Este es el motivo por el que el lugar y la época que estás atravesando en este instante reciben el nombre de edad oscura cósmica. La luz que vemos procedente de ese punto ha tenido que viajar 13.500 millones de años por todo el universo para alcanzarnos. Fue justo entonces, en un franja temporal de unos 800 millones de años, cuando las primeras estrellas iniciaron su tarea de transformar los átomos pequeños de hidrógeno y helio en la materia de la que estamos hechos tanto nosotros como otros planetas y estrellas. Esa fue la primera generación de estrellas, mientras que nuestro Sol pertenece a la segunda o tercera generación.

*

Sigues avanzando, convencido de que la oscuridad se extenderá para siempre, hasta que, de repente, llegas a un lugar por el que la luz ya no puede viajar.

Es la superficie de lo que parece ser un muro en el espacio y el tiempo.

Más allá de él, el universo no es oscuro. Es opaco. Te detienes justo delante de esa pared y tiendes una mano virtual con mucho cuidado para comprobar qué hay detrás.

Un escalofrío recorre tu inexistente carne al tocar lo que parece ser una cantidad de energía tremenda. La energía es tan densa que entiendes de inmediato por qué la luz no puede viajar tras el muro: sería algo parecido a encender una linterna en el interior de una pared. La luz existe tras la superficie que tienes delante de ti, pero no goza de ninguna libertad de movimiento.

El lugar al que acabas de llegar no es un producto de tu imaginación. Es el más lejano que pueden ver nuestros telescopios; el punto del espacio y la luz situado donde y cuando nuestro universo se volvió transparente. Ninguna luz más lejana ni de antes de ese momento llegará jamás a la Tierra en línea recta. Nuestros telescopios no captarán nunca luz emitida antes de ese punto.

Los físicos teóricos tardaron muchas décadas en descubrir el sentido de esta realidad. Al final, como comprobarás en el capítulo siguiente, se les ocurrió una idea bastante brillante que daba sentido a todo y a la cual se le denomina teoría del Big Bang.

Sin embargo, de momento tendrás que aceptar que acabas de alcanzar el final del universo visible, una superficie que hemos podido detectar y cartografiar con nuestros telescopios. La superficie de un muro que la luz no puede atravesar y que ha recibido el nombre de superficie de última dispersión.

Justo cuando empiezas a apreciar lo raro e inesperado que suena esto, todo lo que te rodea desaparece y te encuentras de vuelta en la isla tropical, mirando al cielo nocturno. Las estrellas siguen ahí, como los árboles y el mar. Y también están tus amigos, que te miran con una expresión bastante peculiar.

Te incorporas y les cuentas el extraordinario viaje que acabas de realizar. Les hablas de la muerte del Sol —debemos encontrar una solución a ese problema—, les dices que el universo es tan grande que es de locos... ¡Y lo del muro! ¡Ahí arriba hay una pared que marca el paso de la opacidad a la Edad Oscura!

Las caras de extrañeza de tus amigos dan paso a miradas de preocupación. Te ayudan a levantarte y, mientras te acompañan de vuelta a tu residencia de vacaciones, oyes cómo se preguntan si las gambas a la brasa eran de verdad frescas o si el alcohol era demasiado fuerte.

Unas horas más tarde, parte de los rayos del Sol, que se alza por el este, empiezan a rebotar sobre el polvo que contiene la atmósfera de la Tierra (sobre todo los que corresponden al color azul) y lo difuminan todo, ocultando el espacio a la vista. Tumbado en la cama, rodeado por el canto matutino de los pájaros, abres los ojos y distingues la silueta de una de tus amigas a tu lado. Por lo visto, ha hecho guardia junto a tu cama toda la noche. Te preguntas de nuevo si todo ha sido un sueño. ¿De verdad ha viajado tu mente por la inmensidad del espacio?

 

Tu amiga te pregunta si te encuentras mejor y te ofrece un vaso de agua. Una brisa fresca matutina te acaricia la frente, sonríes y piensas que, sea como sea, es fantástico volver a estar en la Tierra.

Tu sonrisa se ensancha porque, en lo más hondo de ti, sabes que has experimentado algo muy especial y que no ha sido un sueño, que todo era auténtico y que has tenido la gran fortuna de ver sin tener que pasarte años estudiando. Por algún motivo que desconoces, has visto el universo tal y como hoy lo conocemos.

Aliviada al verte sonreír, tu amiga se levanta para ir a buscarte el desayuno. En cuanto se va, tratas de recordar lo que acabas de experimentar e intentas no olvidarlo, porque tienes la sensación de que no ha sido más que el comienzo de una aventura muy extraña.

Te quedas sentado en tu cama de hojas de palma entrelazadas, contemplando las olas que llegan a la costa, y recuerdas la Tierra tal y como la viste desde el espacio, un punto azul minúsculo orbitando alrededor del Sol. Recuerdas las otras estrellas, miles de millones de ellas, arremolinándose alrededor del agujero negro que se oculta cerca del centro de la Vía Láctea, nuestra galaxia. Entonces recuerdas Andrómeda y la cuarentena aproximada de galaxias que forman el Grupo Local, y vuelven a tu mente los otros grupos y los clústeres y superclústeres de galaxias que se extienden hasta muy lejos, hasta el infinito y más allá.

No.

Hasta el infinito, no.

Hasta la Edad Oscura y el muro. Hasta la superficie última de dispersión, tras la cual la luz no puede viajar con libertad.

Además, sabes que, independientemente de la dirección que hubiese seguido tu mente al emprender el viaje, habrías terminado topando contra esa pared.

Casi parece que, a una escala mucho mayor de la que nadie sea capaz de imaginar, la Tierra se encuentra en el centro de una esfera cuyo límite es ese muro. Lo que hay en el interior de esa esfera podría ser todo el universo visible al que podrá acceder la humanidad a lo largo de toda su historia.

Con la mirada perdida en el horizonte que tienes delante, asimilas esa idea.

Si la superficie de última dispersión rodea a la Tierra, entonces esta debe estar en el centro de una esfera rodeada por ese muro.

Parece lógico.

Sin embargo, eso significa que la Tierra está en el centro de su universo visible.

Alterado, niegas con la cabeza y murmuras que no tiene sentido; hasta a ti te cuesta creerlo.

No tiene ningún sentido.

Pese a todo, sabes lo que has visto y, de pronto, desearías poder volver allá arriba y echar otro vistazo a todo.

Muy pronto lo harás, pero desde una perspectiva muy distinta.

Para que te vayas preparando, te diré que la superficie que viste, la superficie última de dispersión, no es el fin de la historia. Existen, por lo menos, otras dos superficies más allá de esta, con nuevos muros tras ellas. La primera se llama Big Bang. La segunda oculta lo que causó el Big Bang.

Antes de terminar el libro, viajarás hasta ese segundo muro, y más allá.

Pero, antes de eso, deberías tomártelo con calma.

A fin de cuentas, estás de vacaciones y tu amiga ha regresado con el desayuno.

Sin embargo, mientras comes, te ayudaré a poner un poco de orden en lo que acabas de vivir.

Segunda parte

1
Ley y orden

¿Alguna vez has intentado saltar desde lo alto de un acantilado? ¿O tirarte por la ventana del piso más alto de un rascacielos?

Lo más seguro es que no.

¿Por qué?

Porque te matarías.

Igual que yo, si se me ocurriese intentarlo, e igual que cualquier otra persona.

¿Y cómo sabemos esto?

La respuesta es muy directa y, al mismo tiempo, profunda y misteriosa. A través de ella se explica el motivo por el que la raza humana se las ha arreglado para conquistar la Tierra y un cachito del firmamento. Explica también cómo conseguimos mandarte a contemplar las estrellas en la primera sección de este libro. Está todo relacionado con la naturaleza y sus leyes.

Independientemente de lo cultos que seamos, de si nos gustaban o no las ciencias en la escuela, y de si somos o no científicos, si hacemos examen de conciencia veremos que todos nosotros intuimos que existen leyes en la naturaleza y que estas no pueden vulnerarse. El hecho de que todo aquel que salte desde una altura excesiva acabará inevitablemente estampado contra el suelo es una de ellas.

A lo largo de los milenios que nos separan de nuestros ancestros cazadores y recolectores, son muchos los hombres y mujeres que han buscado sin cesar tales leyes; es más, hubo quien supo encontrar unas cuantas. Hoy, la ciencia que se encarga de continuar esta búsqueda y de desentrañar los misterios de la naturaleza recibe el nombre de física teórica, y son las puertas de este reino (en perpetua construcción) las que están a punto de abrírsete para que las cruces.

Podría decirse que los cimientos de este reino se asentaron cuando el astrónomo, físico, matemático y naturalista inglés Isaac Newton creó un nuevo lenguaje, el del análisis matemático, que le permitió describir casi todo cuanto está al alcance de los sentidos del hombre. El porqué de que una persona que salte desde un precipicio caiga en vez de caminar sobre el aire viene determinado por una fórmula. Siempre y cuando sepamos cómo empieza la caída, la fórmula de Newton nos indica dónde y con qué velocidad terminará. La misma fórmula nos dice que, si dejamos de lado la fricción del aire, no hay diferencia entre un ser humano, una esponja o un trozo de pastel cuando caen desde un precipicio. Igualmente afirma que la Luna completa una órbita alrededor de la Tierra en algo menos de veintiocho días, y que esta tarda un año en girar alrededor del Sol. Esa fórmula en concreto recibe el nombre de ley universal de la gravitación de Newton y, a causa de ella, se sigue considerando a Isaac Newton una de las mentes más preclaras de todos los tiempos.

No hace falta ser científico para imaginar que haber descubierto una ley semejante tuvo que sentarle muy bien a Newton, que debió de sentirse muy satisfecho de sí mismo. Sin embargo, en lugar de montar una fiesta tras otra cada noche para celebrarlo —como habría hecho yo— prefirió asegurarse de que estaba en lo cierto y empezó a comprobar si su fórmula gravitacional merecía de veras ser considerada universal. Lo importante aquí son las escalas, dado que, como ya has comprendido en la primera parte de este libro, lo menos que puede decirse de la Tierra es que, en comparación con el universo, no es nada del otro mundo. Y también que si algo es aplicable a una pequeña mota de polvo, quizá no lo sea para una galaxia entera.

En la época de Newton, no había en el planeta un solo experimento que pudiese demostrar que su fórmula era errónea, o por lo menos cuestionarla. Una flecha, por ejemplo, aterrizaría siempre donde debía. Y lo mismo pasaría con una montaña, si hubiera alguien capaz de lanzarla por los aires.

Bueno, pero ¿qué pasa con las cosas de mayor tamaño? ¿Qué pasa con los lugares en los que los efectos de la gravedad son más intensos que los que conocemos en nuestro planeta? Para encontrar respuesta a esto tenemos que asomarnos más allá de la Tierra. Y puesto que ya te has dado un garbeo por el universo cercano, sabes que el lugar más evidente, y el más fácil, para empezar con tus comprobaciones es también el más brillante: el Sol.

2
Un pedrusco problemático

La gravedad superficial de nuestra estrella, esto es, la fuerza con la que te atrae a su superficie, es más o menos 28 veces más potente que la de nuestro planeta, pero el Sol no es el objeto de mayor potencia gravitatoria de cuantos has encontrado durante tu exploración del espacio exterior en las páginas anteriores de este libro. Los agujeros negros, por ejemplo, son mucho más potentes. Aun así, el Sol está por encima de la Tierra en esta categoría, y es bastante más fácil de investigar que los agujeros negros. Entonces, ¿la fórmula de Newton funciona alrededor de nuestra estrella igual que alrededor de nuestro planeta o no? Y ¿cómo podemos comprobarlo?

Como ya has visto, en el sistema solar hay ocho planetas. En orden inverso a su cercanía al Sol encontramos a Neptuno, Urano, Saturno, Júpiter, Marte, la Tierra y Venus. Puede que no esté de más fijarnos con atención en la forma en que se mueven por el espacio y comprobar si el Sol los atrae o no de manera congruente con lo que establece la ley de Newton. Gracias a los muchos astrónomos que sacrificaron su vida familiar para observar el devenir nocturno de los astros, en tiempos de Newton la humanidad disponía incluso de una descripción precisa de algunas de esas órbitas.* Y la respuesta es casi demasiado buena para ser cierta: si se tiene en cuenta también el modo en que los planetas interactúan entre sí, todos los planetas indicados anteriormente** se mueven exactamente de acuerdo con la fórmula de Newton. Menudo alivio... La fórmula, después de todo, sí era universal. Qué orgullosa debía de estar la madre de Newton.

Pero un momento. Un momento. Los lectores más avispados se habrán dado cuenta sin duda de que en la lista de planetas faltaba uno. Solo hemos mencionado siete de los ocho planetas del sistema solar. Nos hemos dejado uno, el más cercano al Sol. El que siente, más que ningún otro, el campo gravitatorio de nuestra estrella: Mercurio.

Y con Mercurio hay un pequeño problema. Una ligera discrepancia. Nada importante. Una minucia, que seguramente no puede ser tan importante. Pero sí lo es. Durante los dos siglos posteriores al trabajo de Newton, esa ligera discrepancia cambió todo lo que la humanidad sabía sobre el espacio y el tiempo.

Mercurio no es especialmente impresionante. Apenas un poco mayor que nuestra Luna, es el planeta más pequeño del sistema solar. Es pedregoso, y su superficie está sembrada de cráteres que difícilmente desaparecerán en un futuro cercano. Mercurio carece de atmósfera: no hay una climatología que alise las irregularidades y cicatrices del terreno. Resumiendo: Mercurio no está entre esos planetas que uno escogería como destino de sus vacaciones. Completar un giro sobre su eje le lleva cincuenta y nueve días terrestres, lo que significa que una noche en Mercurio equivale a un mes en la Tierra y un día dura lo mismo. Los días (y las noches) de Mercurio son infernales.

Las temperaturas diurnas pueden llegar a los 430 °C y caer por la noche hasta los -180 °C. Newton desconocía esos detalles y, seguramente, no habría podido siquiera imaginar lo inhóspito que es Mercurio. Hoy sí lo sabemos. Y también conocemos que, de acuerdo con su fórmula, la trayectoria de todos los planetas que giran alrededor del Sol debería asemejarse a un círculo ligeramente achatado. Como ya he dicho antes, el cálculo de Newton concordaba (y aún lo hace) exactamente con las observaciones realizadas en todos los planetas. Si dejaran un rastro a su paso, cada uno de los planetas habría dibujado con su estela una elipse en el cielo, un sendero por el que volverían a transitar año tras año, tal y como afirmaba Newton. Pero Mercurio no. Resulta que la órbita de Mercurio gira sobre sí misma, como un huevo que rueda sobre sus extremos, con lo que Mercurio nunca traza dos veces la misma órbita. Eso se debe en gran medida al resto de los planetas, que atraen hacia sí al pequeño Mercurio cada vez que se acercan a él, algo que Newton ya había supuesto. Pero hemos dicho en gran medida, no del todo. La discrepancia es minúscula, pero está ahí. Imagina el espacio que hay entre dos segundos consecutivos en un reloj (uno de los de toda la vida, de esos con una aguja larga y otra más corta) y divide ese espacio entre 500. Una de esas fracciones es el ángulo con el que la elipse que dibuja Mercurio difiere del cálculo de Newton en el transcurso de un siglo.

 

Puede parecer increíble que una deriva tan diminuta haya podido identificarse sin que los científicos hayan tenido que esperar centenares, cuando no miles de años, pero así fue. Y lo que es peor: hoy sabemos que Newton no podría haberla previsto en ningún caso, y menos aún haberla explicado, porque esa divergencia está relacionada con un aspecto de la gravedad que escapa a todo lo que Newton podría haber imaginado.

La ecuación de Newton cuantifica la atracción mutua de los objetos, pero no dice nada a propósito de qué es realmente la gravedad. El pobre Isaac (y otros muchos científicos) dedicaron una cantidad de tiempo más que considerable a intentar comprender el origen de la gravedad. ¿Es una propiedad intrínseca de la materia, que hace que los objetos se atraigan entre sí? ¿Están vinculados todos los objetos unos con otros? Y de ser así, ¿qué es lo que los une? Hasta ahora no se ha detectado ninguna cuerda elástica, visible o invisible, que ate nuestros pies al suelo del planeta, ni entre la Tierra y la Luna. ¿Y un vínculo magnético? Pues... Los imanes no se nos enganchan a nuestros pies cuando intentamos fijarlos a ellos, porque resulta que nuestros cuerpos son eléctricamente neutros, así que la gravedad no puede ser una fuerza magnética. Pero entonces ¿qué es la gravedad? ¿Y por qué se empecina Mercurio, el más diminuto de los planetas, en ser diferente a los demás?

Newton murió en 1727 sin haber conseguido encontrar una explicación. Tuvieron que pasar ciento ochenta y ocho años antes de que a alguien se le ocurriese una idea nueva y bastante extraña.