Vaticinio de amor

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—Podrás encontrarte con tus padres, muchacho. Lavinia se encontrará segura allí.

—¿La dejaremos entonces con ellos?

—Vosotros dos os uniréis a la XX Legión Valeria Victrix, al mando del gobernador de Britania y comandante en jefe Cneo Julio Agrícola. Le entregaréis las órdenes del emperador y un mensaje mío, y acataréis sus órdenes respecto a la muchacha.

—¿Cuándo debemos partir? —preguntó Lucius.

El tintineo de unas copas hizo que Marzius pospusiese su respuesta. Un sirviente asomó la cabeza por entre la cortina y el prefecto le hizo señas de que entrara. Obedeció y entró, seguido por otro esclavo que portaba una bandeja con copas y una jarra con vino que depositó sobre una mesa pequeña situada cerca de la mesa de piedra. El sirviente tomó la jarra y sirvió las copas, abandonando luego la estancia junto con el esclavo.

Marzius tomó las copas y se las fue ofreciendo.

—Mi mejor mulsum—indicó oliendo el contenido de la copa—, una mezcla fresca de vino y miel; la mejor bebida cuando se tiene el estómago vacío.

—Veo que sigues manteniendo tus costumbres, padre.

Marzius le devolvió la sonrisa a su hijo.

—Así es. Ahora bien —continuó—, con respecto a cuándo debéis partir, mañana por la mañana deberéis presentaros ante el emperador. No sé exactamente qué quiere—comentó con un encogimiento de hombros—, probablemente transmitiros las órdenes en persona. Una vez que abandonéis el palacio imperial, tendréis tiempo para aprovisionaros con todo lo que necesitéis. Os entregaré una bolsa para costear los gastos del viaje. Una vez que tengáis todo listo, podréis partir.

—¿La muchacha estará lista? —Quiso saber Marcus.

Marzius asintió.

—Lo estará.

Quinto apuró su copa de un trago y se volvió hacia su amigo.

—Tengo que regresar a la ciudad para darle a Flavia las noticias —le dijo despidiéndose de él y encaminándose hacia la entrada. Se detuvo y volvió su mirada a los dos jóvenes—. Os agradezco desde ahora la protección que brindaréis a mi hija, y confío en que haréis todo lo posible para mantenerla a salvo—manifestó. Luego se volvió hacia el prefecto que lo había acompañado para despedirse—. ¿Habrá posibilidad de que veamos a Lavinia antes de partir?

—Mañana tendrá que comparecer también ella ante el emperador. Arreglaré las cosas para que podáis verla antes de eso. Creo que convendría que vosotros mismos le explicarais la situación antes de que se encuentre con Domiciano. Así se hallará preparada. No quisiera que la impresión le provocase un desvanecimiento en presencia del emperador.

Quinto negó con la cabeza.

—Lavinia no se desmayaría. Ella es fuerte. De todas formas, quiero que seamos nosotros quienes se lo contemos; somos su familia.

Marzius asintió satisfecho.

Marcus observó a Quinto mientras se despedía del prefecto y conversaban en voz baja. A pesar de su condición de senador, lamentaba la situación en la que se encontraba. Perder a una hija por una orden rayana en la locura, aunque proviniese del mismísimo emperador, ya constituía por sí mismo una injusticia; pero perderla por ofrecerla como tributo a los infieles paganos, especialmente si eran pictos, era una crueldad.

Se preguntó cómo recibiría la muchacha la noticia. Probablemente se mostraría aterrorizada hasta el punto de la histeria, y no la culparía si se pasaba todo el viaje llorando, aunque no por eso lo toleraría; pero sí, la comprendería. En el fondo, ya la compadecía. ¿Qué clase de muchacha sería para que la sacrificasen de esa manera?

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la voz grave de Quinto.

—Marcus, Lucius, hay una cosa que deberíais saber sobre Lavinia.

—¿Sí, señor?

Miles de opciones fueron sopesadas en la mente de Marcus en apenas unos segundos; una característica que lo hacía peligroso en el combate y un gran estratega. «Quizás la muchacha no sea más que una niña», pensó. A partir de los doce años las niñas entraban en la edad casadera y sus padres podían concertar alianzas matrimoniales ya a esa edad. Tal vez fuese asustadiza o débil, y le costaría demasiado realizar el viaje.

Se encontraba preparado para cualquier cosa, menos para lo que escuchó.

—Mi hija es sacerdotisa de Vesta.

V

Lavinia atravesaba uno de los corredores del palacio escoltada por dos soldados pretorianos que la conducían en presencia del emperador. Todavía seguía conmocionada por el encuentro con sus padres. Había sido una alegría verlos y escucharlos, al menos al principio, mientras le hablaban de sus hermanas y de los sobrinos a los que aún no conocía. Luego su padre la había mirado con rostro grave y le había soltado de golpe la noticia, moviéndose incómodo en el asiento mientras su madre sollozaba en silencio. Ella se había quedado rígida, con todo el cuerpo en tensión como un volcán a punto de estallar, mientras su mente registraba cada una de las palabras de su padre. Entonces su rostro se había vuelto tan blanco que hasta su madre había dejado de llorar para acudir a su lado por si se desmayaba. No había sido necesario, ella nunca se desmayaba, pero agradeció la reconfortante presión de la mano de su madre en la suya.

Por lo demás, su rostro había permanecido impasible, sin rastro de la conmoción interior que le había provocado la noticia. Había aprendido a mantener un estricto control sobre sus emociones para que Laelia no pudiera advertir su miedo cada vez que se enfrentaba a ella.

Su mente, sin embargo, giraba en un torbellino de preguntas, de las que no estaba segura si su padre poseería las respuestas. Aun ahora, mientras la conducían ante Domiciano, las preguntas y las dudas zumbaban en su interior, como molestos insectos, y no se detuvieron incluso cuando su cuerpo lo hizo obedeciendo a una orden de los soldados.

—No os mováis de aquí.

Ni siquiera había prestado atención al enorme palacio imperial. Habían iniciado su construcción en el año 81, y la inmensa estructura se elevaba sobre el monte Palatino atrayendo la atención del pueblo. Por primera vez, el palacio imperial unificaba el palacio oficial con la vivienda privada del emperador y con el estadio, constituyendo un único y grandioso complejo unido mediante pasillos y atrios decorados con fuentes.

Pero Lavinia no veía nada de esto mientras permanecía a la espera en el corredor abierto que se elevaba sobre un atrio interior. El aire fresco penetraba a través de la diminuta red que conformaba su velo refrescándole las mejillas. Hubiera deseado levantarlo para gozar mejor de la brisa, pero corría el riesgo de que alguien la viese, lo que constituía una grave falta para una sacerdotisa.

La palabra reverberó en su mente con ecos aterradores. Pronto perdería su condición de sacerdotisa para unirse en matrimonio a un bárbaro. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Gracias a los dioses, el sonido metálico de armaduras distrajo a su mente de recorrer aquellos pensamientos que podían llegar a transformarse en pesadillas.

Observó atentamente el fondo del pasillo, pero no había trazas de los soldados que la escoltaban. Su mirada se desvió entonces hacia el atrio inferior y allí se detuvo fija, como hipnotizada, sobre el gigante rubio que parecía llenar todo el espacio con su presencia. Seguramente era más alto que su padre; tenía anchas espaldas y exudaba arrogancia por todo su cuerpo, como alguien acostumbrado a mandar y a ser obedecido. Sus antebrazos y pantorrillas desnudas, permitían ver unos músculos bien formados y una piel atezada que el sol había besado muchas veces.

Aunque el hombre se había quitado el yelmo, desde donde se encontraba Lavinia no podía ver sus ojos, aunque sí el perfil de nariz aguileña y una mandíbula firme y decidida mientras hablaba en voz baja con el otro soldado, que asintió y se alejó perdiéndose a través de uno de los ingresos que daban acceso al atrio.

Marcus observó a Lucius alejarse en busca del prefecto de los pretorianos para informarle de su regreso. Esperaba que no tardase mucho, ya que no sabía exactamente cuándo serían llamados a la presencia del emperador. Se quedó contemplando el agua que reposaba tranquila en la fuente que habían erigido en el centro del atrio, y entonces lo sintió, el cosquilleo en la nuca. La experiencia le había hecho agudizar sus instintos y era consciente de que alguien lo vigilaba. Se giró despacio, tranquilamente, como si solo sintiese curiosidad por el lugar. Fue entonces cuando la vio. Una figura de mujer, cubierta con la túnica y el manto, cuyo rostro se escondía tras un velo blanco. La virgen vestal.

Sabía que ella lo estaba mirando a pesar de que no podía ver sus ojos. En ese momento deseó, aunque no supo por qué razón, que alzase el velo que los separaba y le permitiese verla. La mujer giró la cabeza cuando dos pretorianos se acercaron a ella. Vio cómo alzaba la cabeza y los seguía sin volver ni una sola vez la mirada hacia él. Cuando desapareció por una puerta, su cuerpo se relajó. Ni siquiera había sido consciente de la tensión repentina que lo había asaltado.

Lavinia avanzó tras los soldados mientras se esforzaba por borrar de su mente la imagen del hombre del patio observándola atentamente. Había sentido una corriente atravesarla de la cabeza a los pies, una poderosa fuerza que la había asustado y le había hecho desear escapar corriendo, aunque sabía que le hubiera sido imposible apartar los ojos de aquel gigante.

Los pretorianos se detuvieron frente a una puerta con cortinajes rojos.

—El emperador la espera —indicó uno de ellos alzando la pesada cortina para que ella entrase.

Avanzó despacio por la sala, admirando las alfombras y tapices que decoraban el lugar hasta que vio al prefecto de la Legión que le hacía señas para que se acercara. Lo había conocido esa misma mañana antes de dejarla con sus padres; después de la noticia, le había comentado que él permanecería a su lado durante la audiencia con el emperador.

 

Lavinia se apresuró a llegar hasta él y este le señaló discretamente al frente. Al mirar, se encontró con la imponente figura de Domiciano.

—Recuerda lo que te he enseñado —le susurró Marzius—, arrodíllate y dirígete a él como dios y señor.

Ella obedeció y permaneció arrodillada sin atreverse a levantar la cabeza. Sentía que las manos le temblaban a los costados del cuerpo y la respiración se le aceleraba; intentó tranquilizarse. La voz grave del emperador la sobresaltó.

—¡Álzate, vestal!

No sabía qué esperaba encontrar al levantar su mirada, pero desde luego no a un hombre apuesto portando el manto púrpura. Era alto, bien proporcionado, de rostro ovalado y ojos grandes. Sin embargo, su mirada resultaba inquietante, como si sus pupilas fuesen incapaces de detenerse un momento sobre algo, sospechando de todo lo que había alrededor.

—¿Eres tú la hija del senador Quinto?

—Soy la menor de sus hijas, mi dios y señor —admitió.

Domiciano le dirigió un gesto de aprobación al escuchar el uso del título que él mismo se había otorgado.

—Levántate el velo, quiero verte. Yo soy tu Pontífice Máximo, no rompes tus votos al mostrarme tu rostro.

Ella obedeció echando el velo hacia atrás. Domiciano la contempló en silencio con aquella mirada furtiva que le hacía parecer un loco.

—No te pareces a tu madre.

Su tono de decepción y sus palabras la enfurecieron. No, no se parecía a su madre, todo el mundo se lo había dicho desde su niñez. Flavia era menuda y hermosa, ella era alta y corriente. Controló la rabia que bullía en su interior sin reflejarse en su rostro y se obligó a adoptar un tono sereno.

—No, mi señor, no me parezco.

Domiciano frunció el ceño, como si algo en sus palabras no le hubiese gustado. Su rostro había enrojecido. Lavinia miró de reojo al prefecto, que permanecía impasible a su lado. Al no ver alarma en su rostro, se tranquilizó.

—No importa —le aseguró el emperador—, servirás. Supongo que Marzius te ha explicado ya lo que esperamos de ti. Es un honor y un gran privilegio los que se te ofrecen. Tu condición de virgen y de sacerdotisa te harán más deseable para el hijo de Calgaco, y tu sacrificio engrandecerá a Roma.

Ella deseó gritarle que no deseaba sacrificarse por Roma ni por nadie, pero se mantuvo en silencio sabiendo que su vida dependía de ello.

Domiciano se levantó haciendo ondear su manto púrpura.

—Roma te lo agradece —declaró haciendo con su mano un gesto de despedida—. Marzius, recibiré al centurión y al tribuno en el Aula Regia.

El prefecto asintió. Se inclinó ante el emperador y esperó a que la muchacha lo imitase. Abandonaron la estancia y Lavinia colocó de nuevo el velo sobre su rostro. Marzius le palmeó torpemente la mano a modo de consuelo antes de dejarla con los soldados para que la escoltasen de nuevo a sus aposentos.

Observó la alta figura de la joven mientras esta se alejaba. Caminaba erguida, con la cabeza alzada; tenía el porte de una reina. Meneó la cabeza y se marchó en busca de Lucius y Marcus. Solo cuando se encontraba lo suficientemente lejos de oídos indiscretos, dejó que su ira aflorase. «Cretino», murmuró para sí.

Encontró a los muchachos en el atrio interior y los condujo hasta el Aula Regia. Era una sala magnífica, circundada de columnas de mármol, con el suelo ajedrezado y las paredes revestidas de rojo. Al fondo, bajo un ábside, se hallaba situado el trono sobre el que descansaba la regia figura del emperador. A su lado, vigilante, se levantaba la imponente estatua de Júpiter.

Domiciano clavó la mirada en ellos mientras permanecían arrodillados. Un centurión y un tribuno pretoriano. Odiaba y temía a la guardia pretoriana a partes iguales. Habían depuesto a muchos emperadores, y aunque llevaban un tiempo sin inmiscuirse en la política de Roma, nunca se podía estar seguro de que no interviniesen de nuevo. Alejar al hijo del prefecto de la Legión le parecía sumamente adecuado.

—¡Levantaos! —ordenó—. Vuestro dios y señor, y Roma os necesitan a su servicio. ¿Estáis dispuestos a cumplir vuestra misión por la gloria de Roma y el honor de vuestro emperador?

—¡Lo estamos! —respondieron al unísono.

Domiciano asintió.

—Estoy seguro de que ninguno de vosotros osaría desafiar a su emperador —comentó con una velada amenaza—. Sin embargo, os permitiré demostrar vuestra lealtad recitando una vez más el sacramentum, vuestro sacrosanto juramento de fidelidad al emperador.

A un gesto de su mano, surgió de entre las columnas laterales un soldado portando el estandarte con el águila romana que avanzó hasta situarse frente a ellos.

Marcus apretó los dientes con fuerza. Era un hombre orgulloso y no le agradaba que se dudara de su lealtad; sin embargo, se arrodilló junto a Lucius y ambos juraron.

—Muy bien —aprobó satisfecho Domiciano mientras se levantaban. Luego ordenó—:Marzius, trae a la mujer.

El prefecto se sorprendió.

—¿Ahora?

—¿Acaso cuestionas mis órdenes? —le repuso airado.

—No, mi señor —respondió sumisamente—. Iré a buscarla.

—Vuestra misión será proteger a la sacerdotisa hasta dejarla sana y salva en manos del gobernador Agrícola —explicó una vez que el prefecto salió—. Le entregaréis un mensaje de mi parte.

El portaestandarte, que se había marchado una vez pronunciado el juramento, apareció de nuevo con la misiva en la mano. Marcus la tomó y la colocó en su cinturón. El hombre se retiró de nuevo a su lugar entre las sombras.

—La mujer será ofrecida al hijo del bárbaro como pacto de alianza.

—¿Y si el bárbaro no la acepta? —Quiso saber Lucius.

El rostro del emperador se tornó alarmantemente rojizo mientras apretaba con fuerza los brazos de su trono.

—¡La aceptará! —tronó—. ¡Por Júpiter, nadie rechaza un regalo del emperador de Roma!

Ni Marcus ni Lucius quisieron contradecirlo, aunque ambos pensaban que eso era precisamente lo que sucedería, o bien Calgaco aceptaría a la mujer rompiendo luego la alianza. Los caledonios no parecían dispuestos a entregar sus tierras sin derramar sangre, y menos a cambio de una mujer.

Los fuertes pasos del prefecto resonando en la sala detuvieron el arrebato de Domiciano. Sostenidos por sus muchos años de disciplina, ninguno de los soldados se giró, a pesar de que Marcus sentía cierta curiosidad por la figura de blanco que había visto cuando se encontraba en el atrio.

Las ligeras pisadas que habían acompañado los pasos del prefecto, se detuvieron junto a él.

—¡Centurión, tribuno, aquí tenéis vuestra misión!

Marcus se tensó ante aquella insensibilidad del emperador presentando a la mujer como si fuera un objeto. La figura a su lado no se movió. Él observó sus manos que caían suavemente a sus costados. La piel blanca aparecía suave, sin arrugas. Eran las manos de una mujer joven, y se sorprendió.

—Lavinia, hija del senador Quinto, estos soldados te escoltarán sana y salva hasta Britania. El centurión Marcus Vinicius—indicó mientras la muchacha se giraba hacia ellos— y el tribuno de la Guardia Pretoriana, Lucius Massimo.

Marcus la observó atentamente con el cuerpo en tensión, como si se encontrase a la espera de una batalla. Algo en ella despertaba su instinto de lucha, le advertía del peligro, a pesar de que la mujer se mantenía tranquila y no había abierto la boca. El tupido velo no le permitía ver sus rasgos y le hormigueaban los dedos por la curiosidad de levantárselo. Gruñó por lo bajo ante estos pensamientos.

Lavinia oyó el gruñido y se puso más nerviosa de lo que ya se encontraba. Necesitaba salir de allí, y lo necesitaba ya. Ni todos los emperadores de Roma podrían detenerla si comenzaba a gritar como una mujer histérica. Había aguantado en ese día más de lo que creía poder aguantar. Sabía que su control tenía un límite y estaba a punto de sobrepasarlo. Lidia le diría que respirase profundamente y contase hasta cien antes de cometer ninguna tontería. El pensamiento sobre su amiga le hizo sonreír y liberó un poco de la tensión.

—Aunque el camino hacia la victoria sea duro —continuó el emperador ajeno a la tensión que se acumulaba en la sala—, el día de su amanecer será glorioso. Y vosotros os convertiréis en testigos de ello. ¡Por la gloria de Roma!

Un denso silencio siguió a sus palabras. Domiciano esperó frunciendo el ceño.

—¡Ave Imperator!—proclamaron.

Los tres hombres se llevaron el puño al pecho e inclinaron la cabeza. El emperador asintió satisfecho y les hizo un gesto para que salieran. Todos se movieron, excepto Lavinia.

—¿Mi señor?

Súbitamente la tensión se hizo palpable en la sala y Lavinia notó la presión de la mano de Marzius sobre su brazo. ¿Acaso pensaban que estaba tan loca como para desafiar a Domiciano oponiéndose a sus órdenes? Con un suave movimiento del brazo se desprendió de la prisión férrea de los dedos del prefecto.

—Dime, mujer —le espetó con voz dura el emperador.

¿Así que ya no era una sacerdotisa ni una virgen vestal, sino solo una mujer? Alzó la cabeza con orgullo, pero el gesto de desafío perdió su efecto a causa del velo que le cubría el rostro. Marzius tenía todo el cuerpo en tensión mientras esperaba sus palabras, y Marcus apretaba la mandíbula con tanta fuerza que notaba cómo le latía la cicatriz en la mejilla. Lucius era el único que permanecía tranquilo esperando a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.

—¿Podría llevar conmigo a una de mis esclavas?

Lavinia casi pudo escuchar un silencioso suspiro colectivo.

—Que así sea.

—Gracias, mi señor.

Se inclinó ante el emperador y se dirigió majestuosamente hacia la puerta. Los hombres la siguieron.

Lavinia temblaba de pies a cabeza. En esos momentos necesitaba consuelo y comprensión, y anhelaba sentir el abrazo de unos brazos cariñosos. Parpadeó para contener las lágrimas. Cuando se aclaró su mirada, se dio cuenta de que se encontraba prácticamente sola. Marzius había desaparecido y los dos soldados se alejaban rápidamente. Corrió tras ellos.

—¡Centurión! —lo llamó—, ¿cuándo partiremos?

Marcus no se detuvo y apenas le echó una mirada por encima del hombro.

—Al alba, dentro de dos días, desde el puerto de Ostia.

Ella soltó una exclamación ahogada al escuchar la respuesta y ver cómo los hombres se alejaban sin dar ninguna explicación más, sin tomar en cuenta sus sentimientos.

Clavó una mirada furiosa en la espalda del centurión y deseó que en ese momento cayesen sobre él todos los tormentos y castigos que la diosa Vesta reservaba para los hombres insensibles y arrogantes.

Lo odió con toda su alma.

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