Argentina 14/25: solo en unión se puede construir

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3.

Diciembre de 2015. Hotel en Calafate

—Solo nos falta la Iglesia... ¿Qué hacemos con ella?

—¡Quémenlas todas! ¡¡Qué no quede ninguna de pie!! —dijo el ministro, mientras, suavemente, acomodaba sus marcadas patillas.

El jefe del ejército miró sorprendido a su interlocutor. Había obedecido órdenes difíciles en los últimos tiempos, pero esta ¡era inverosímil! Lo miró a los ojos como desafiándolo, sin éxito claro. Ya no tenía autoridad moral para cuestionar nada, ni había moral alguna en quien ordenaba. En silencio, entró ella y, con ella, se completó el círculo íntimo que fue convocado al flamante hotel.

El silencio reinó en la sala. Sus paredes de piedra remataban contra un enorme ventanal desde el cual se veía el verde del parque seguido de un azul profundo del lago que se fundía, a la distancia, con las montañas y el cielo. Miró a su joven ministro, pero no dijo nada. Se sentó en su lugar y, con una simple mirada, instruyó al jefe de Gabinete para que iniciara la reunión. Los hechos se habían precipitado. Era la víspera de Año Nuevo, solo el círculo duro había sido convocado.

—La sublevación ha sido aplastada —dijo de entrada como para disminuir la tensión de su jefa. Luego mediante un minucioso relato de unos setenta minutos detalló el desarrollo de las batallas en las ciudades, la intervención del ejército, las víctimas que se contaban de a miles, los arrestos y la tensa calma que reinaba.

—¿Es todo? —preguntó con cierta indiferencia.

—No —respondió el ministro. Miró a sus colegas, como para tomar coraje, y continuó—. Hemos preparado un estado de situación que creo necesario que revisemos con usted.

Se trataba de un PowerPoint sintético que mostraba mediante cuadros y gráficos los principales indicadores de la economía, más algunos datos socioeconómicos del país. El dólar seguía bajando y, con la divisa, los ingresos por exportaciones. La mano de obra, medida en dólares, aumentaba. La inflación estaba descontrolada. Se trataba de una combinación explosiva que pegaba directamente en la industria, que hacía tiempo que había dejado de ser competitiva, y en las economías regionales. La recaudación impositiva estaba en su nivel más bajo, producto del parate de la industria y una rebelión fiscal creciente. Cientos de industrias cerraron sus puertas y casi no quedaban empresas extranjeras. Claramente las cuentas ya no cerraban para los inversores. La infraestructura estaba agotada. La fuga de cerebros era alarmante. Casi un 10% de la PEA (población económicamente activa) se había ido del país en el último año. La educación estaba en su piso más bajo, por tercer año consecutivo, habíamos sacado el último puesto en las pruebas PISA. La mortalidad infantil en su nivel más alto en cincuenta años. La tasa de homicidios del país duplicaba la de Rosario de 2013. Mientras miraba los guarismos, ella pensaba en su década ganada... ¿Cómo se le había escapado así? Las imágenes pasaban y pasaban, pero ella ya no escuchaba.

—Si seguimos así, en cinco años, no habrá más mano de obra capacitada, ni directivos, ni empresa, ni infraestructura que atender, ni granos que vender, ni nada de nada. ¡No habrá país!

—¡¡Suficiente!! —interrumpió golpeando con su mano la mesa—. Tomen nota.

Lentamente expresó su plan de acción.

—¡Cierren las fronteras! Que nadie salga sin autorización —exclamaba sonriendo mientras caminaba en torno a la mesa—. ¡Confisquen los campos y las industrias! ¡No hay más actividad privada! —miró al jefe del Ejército, hacía rato que lo tenía agarrado de las pelotas, pero lo que le iba a ordenar era maquiavélico. Se acercó y hablándole casi al oído le explicó, con precisión, lo que debía hacer—. ¡¡Y no me hablen más de PISA!! —remató golpeando los hombros del general—. ¡¡En cinco años serán todos Einstein!!

—Volviendo a la Iglesia —dijo mirando a su ministro— puede que tu juventud explique tu falta de criterio, pero no admito que desconozcas la historia... La historia está para que los errores de otros no sean repetidos por nosotros... Cuando los muchachos prendieron fuego a las iglesias, allá en 1955... —cerró los ojos, extasiada en sus recuerdos de películas vistas—, solo despertaron el odio del pueblo cristiano. Se perdió mucha gente que los apoyaba. Se habían metido con algo sagrado... ¡No! A las iglesias, todas ellas, ¡hay que cooptarlas! Al igual que lo hizo el cristianismo en su conquista de los pueblos originarios... Hay que tomar sus santos y hacerlos propios, hay que tomar su liturgia y hacerla propia... Identifiquen a los curas “amigos”, que los “muchachos” ingresen al seminario y que desaparezcan los estorbos. Que desde el púlpito y las mezquitas se glorifique al régimen...

—Pero ¿desde qué marco legal instrumentaremos estos cambios? —preguntó tímida e ingenuamente el jefe de Gabinete.

Lo miró francamente sorprendida. ¿Cómo, a esta altura de los hechos, podían hacerle una pregunta tan estúpida?, pensó para su interior.

—¡Con la legalidad del terror! —contestó sin inmutarse—. Armen el relato, busquen un chivo expiatorio. —Hizo una pausa, pero solo tardó segundos en encontrarlo—. El campo —dijo lentamente saboreando cada sílaba—. ¡Que el campo sea culpado de la suba de precios por guardar sus malditos granos! —Peinaba sus cabellos mientras elucubraba—. Y, por qué no, que también se lo culpe de “endicar” los ríos y generar el colapso del sistema eléctrico... ¡Busquen y encontrarán! Liquiden a los primeros que se quejen y ¡ya no habrá más quejas! No bien instrumenten lo de los chicos... todos se calmarán, ¡ellos serán nuestros rehenes! No se debe saber dónde los tenemos, pero deben ser adoctrinados en el amor al régimen y educados para ser nuestros futuros dirigentes. De la industria y las cuentas me encargo yo...

—Ahora, ¿qué pasó con mi cartera? ¡¡Dónde está mi cartera!!

La historia, cruel como es, debe recordar a pocos dirigentes que hayan instrumentado semejante plan. Probablemente Hitler, Stalin y Mao sean los primeros que nos vienen a la cabeza. Seguramente debe haber otros, pero definitivamente la Señora estaba por ingresar en la ilustre nómina y no podía hacerlo sin su cartera. Uno podía ser malo, pero ¡nunca un descamisado! No hace falta aclarar que la cartera, traída mediante avión presidencial directamente desde Francia, estaba donde debía estar.

En la sala contigua, junto a su hijo, había cinco ilustres visitantes. Seleccionados entre un selecto menú de indeseables del mundo, ellos constituirían la base de su proyecto económico. Dos líderes de los más peligrosos carteles de México, un mesiánico dictador oriental, un poderoso traficante de armas inglés y dos camaradas tercermundistas conformaban un extraño grupo. Luego de las formalidades de las presentaciones, ella fue directamente al grano.

—Tengo unos 2 780 400 km², de tierra... Es el país hispanohablante más extenso del planeta, el segundo Estado más grande de América Latina. El cuarto en el continente americano y octavo en el mundo —aclaró como para enfatizar sus dimensiones—. Tengo unos cuarenta millones de habitantes... Tengo infraestructura y servicios de un país del primer mundo y tengo una idea para hacer de nosotros —remarcó el “nosotros” con una pausa mientras miraba a cada uno a los ojos— la potencia que siempre soñamos ser.

Sus interlocutores eran hombres duros y no eran fáciles de seducir...

—Disculpe, señora presidenta, pero su país es un desastre que se desbarranca a pasos acelerados. ¿Qué puede tener que nos interese?

—¡Tengo los huevos que se necesitan para desafiar al mundo! —dijo golpeando abruptamente la mesa.

Solo le tomó dos horas convencer a semejantes “nenes” de que tenía mucho para ofrecer. Así, en una reunión íntima de gabinete, junto a sus “incondicionales” y a unos “locos globales”, se decretó el fin de la república y el nacimiento del régimen. Las leyes, aunque no hacían falta, salieron una tras otra:

 Está prohibido salir del país, salvo con expresa autorización de la autoridad competente. Para ello se crea la Honorable Cámara de Solicitudes de Salida (HCSS).

 Se prohíbe agremiarse, asociarse, quejarse y cualquier otro acto que pueda disgustar a nuestra excelentísima presidenta.

 No hay más propiedad privada. Todo pertenece y será administrado por el Estado.

 Con objeto de reducir la tasa de criminalidad y el accionar del narcotráfico, se libera la producción, comercialización y consumo de cualquier tipo de droga o estupefaciente. La producción y comercialización serán licitadas por el Estado entre players destacados en este “nuevo” mercado.

 Con objeto de erradicar la trata de blancas queda liberado, a partir de la fecha, el ejercicio de la prostitución como actividad legal. Se decreta la creación del Honorable Putis Club.

El listado se completaba con una serie de medidas y leyes ya conocidas por los argentinos.

 Se suspende la actividad política y los derechos de los trabajadores.

 Se intervienen los sindicatos y quedan prohibidas las huelgas.

 Se disuelven el Congreso, los partidos políticos y, por supuesto, la Corte Suprema de Justicia.

 Se interviene la CGT, la Confederación General Económica (CGE) y la vigencia del Estatuto del Docente.

 Se clausuran locales nocturnos, salvo aquellos con permisos especiales o que resulten necesarios para la nueva industria del putis club.

 Se ordena el corte de pelo para los hombres y el uso del uniforme y estandartes del régimen.

 

 Se ejecutará la quema de miles de libros y revistas considerados peligrosos. (Esta medida no fue necesaria porque ya no existían pero, por las dudas, advertían que se quemaría todo lo que no fuera del agrado del régimen.)

La censura a los medios de comunicación tampoco fue necesario instrumentarla, ya no quedaba ninguno que no fuera oficial.

Obviamente, no se dijo nada de lo que les esperaba a los que, con el tiempo, se denominaron “los niños robados”. El paquete se completaba con otras medidas económicas y sociales y culminaba con la instauración del régimen.

Las medidas rindieron frutos y solo se necesitaron un par de años para que el país se posicionara como actor importante en el mapa mundial. Claramente, no en los términos que nuestros ilustres próceres soñaron, sino como una pieza clave del sistema. Todo lo que era malo y prohibido en el resto del mundo fue permitido en estos suelos. Así, no solo el consumo, sino la producción de drogas se liberó. El contrabando de armas encontró una tierra rica en la cual moverse a sus anchas. La trata de blancas, el juego, el turismo alternativo, todo valía. Por primera vez, desde la década de mil ochocientos ochenta, había gente pensando en el futuro y todo había sido minuciosamente programado. La región bolivariana se integró, al principio, con tres o cuatro países y, desde ella, se fue tomando al resto. Solo el gigante, siempre foráneo en suelos hispanos, se trató de despegar. Pero éramos su mercado principal y no tardó en caer. El mundo quiso detenerlo y aplicó sus tradicionales recetas. Boicots, cerrar sus mercados, cobrar sus deudas... Pero no fue posible. A los derrumbes financieros, producto de los defaults de los “viejos” mercados emergentes, les siguieron la crisis del dólar, del petróleo y el hambre, como resultado de la sequía del norte, y nada pudieron hacer. El mundo necesitaba lo que nosotros teníamos y eso les dimos: ¡PAN y CIRCO!

4.

Año V del Régimen. Navidad en Villa 121

Guari tenía, en el rostro y en sus manos, la marca de su oficio. La piel curtida de nacimiento, y del sol de las obras. Las manos duras y grandes. Siempre se jactaba de que tenían la medida del ladrillo y la cuchara. Guari vivía desde hacía años en la villa. Había sabido tener su terrenito en las afueras de Garín. También supo tener una familia grande de hijos y nietos que trabajaban con él. ¡Cuántas casas habían construido con don Carlos! Aquella noche de Navidad estaba parado, junto al cura villero, en el altar. Miraba a sus vecinos. Nada había cambiado. Cuando de chico se vino de su Santiago natal, fue a vivir con sus padres a una de las villas que nacieron con la industrialización peronista. Al igual que entonces, no había agua, las calles eran de tierra y las casas de chapa. Pero, a diferencia de entonces, ahora no había esperanza. Eran parias viviendo en una miseria solo comparable con un leprosario.

Entre los fieles asistentes al servicio estaban su hijo y su nieta. Junto a ellos, varios de los miembros de la resistencia villera. Era un grupo de vecinos que se habían organizado para mantener, si algo así es posible, el orden en su barrio. “... Basta con mantener al ‘paco’ lejos y a los chicos en la salita...”, decía el curita. Pero no había chicos para la salita y el paco estaba en todos lados. Le habían pedido a Guari que le hablara a la gente y su presencia había convocado una inusual cantidad de fieles. Guari era querido y respetado. Siempre ayudaba a reparar alguna vivienda, siempre enseñaba cómo hacer algo “según las reglas del arte”. Caminaba, a pesar de su extrema pobreza, erguido y con orgullo. Miraba a los ojos al hablar y hablaba con franqueza y sin vueltas. Guari levantó la cabeza. Sus ojos chicos y profundos miraban desde lejos, desde otros tiempos...

—He sido pobre toda mi vida... —dijo con voz cortada.

—Nunca recibí nada de nadie, no recuerdo un gobierno que me haya dado nada, luché y trabajé como condenado para cada mango, para cada pan que llevé a mi familia... Estoy acostumbrado a ser invisible, pero ¡nunca perdí mi dignidad! La dignidad es algo que no nos pueden robar. Está en nosotros, está en saber que no nos rendimos, en poder mirar a los ojos de tus hijos sabiendo que no te has entregado... —Hizo una pausa—. En estos tiempos —calló, en búsqueda de un calificativo— sangrientos, ¡no podemos quedarnos indiferentes! Este régimen tiránico...

Guari no los vio llegar. Tan solo percibió el estallido de las balas, los gritos y el pánico. No se movió, su vista quedó fija en su hijo que se doblaba y caía, en su nieta que lloraba sobre la cabeza de su padre. No pudo reaccionar, sus músculos tensos no le permitían moverse. La metralla continuaba y la sangre enlodaba el piso de la capilla. El cura colgaba del altar. Sus ojos, aún abiertos, fijos en la cruz. Fueron solo diez minutos. Pero la furia desatada bastó para masacrar a casi todos los presentes. Los asaltantes eran tan solo cinco o seis chicos de no más de diecisiete años que, con risas y a los gritos de “oligarcas vende patria”, se perdieron en la densidad de la villa.

Calificar de “oligarca venda patria” a un grupo de humildes villeros reunidos en torno a una capilla era una ironía que solo tiempos como estos podían producir. El término “oligarquía” identifica a un grupo minoritario de personas, pertenecientes a una misma clase social, generalmente con gran poder e influencia, que dirige y controla una colectividad o institución. Claramente no era el caso pero, para esta gente, todos los que no estaban con ellos eran oligarcas.

Guari seguía inmóvil. La vista fija en su único hijo. Ya había perdido cinco y ver que el último que le quedaba moría también por la violencia le partía el corazón. Solo reaccionó al ver a su hijo moverse. Seguía vivo y había que actuar. Como si estuviera nuevamente en una obra, repartió instrucciones a los sobrevivientes. ¡Identifiquen a los que están con vida! ¡Busquen un vehículo! ¡Vamos al hospital del Che! Ya en los autos, cargaba a su hijo en brazos como cuando era chico. La bala había perforado el estómago. Miguel no quitaba la vista de su padre. El dolor era intenso y sabía, por haberlo visto tantas veces, que no lo iba a ver más. Guari apretaba la herida como si pudiera evitar que la vida se le fuera por ella.

Viajaban, rezando por llegar a tiempo, al flamante hospital del Che. Recientemente inaugurado por la presidenta, era un hospital de alta complejidad. Equipado, según informaron los medios, con la más avanzada tecnología y un equipo profesional de excelencia. Formaba parte del plan de “Salud para todos”, por el cual se inauguraban nuevos centros sistemáticamente. “El régimen te cuida y te quiere ver crecer”, decía el eslogan de la campaña.

Miguel tomaba la mano de su hija y se la entregaba a Guari. El gesto era claro, pero Guari se negaba a aceptarlo. Con esfuerzo Miguel balbuceó. —Viejo, llevá a Clara con el arquitecto, ya no estás para cuidarla... —Guari, sabía que era cierto, las lágrimas caían por sus ojos.

—Viejo, no te rindas...

Del Che se había construido en un plazo récord y con una inversión astronómica. La escena de la presidenta cortando la cinta en la inauguración y pregonando sobre las características técnicas del hospital y sobre el compromiso de su gestión para con la salud del pueblo se reprodujo por todos los medios hasta el hartazgo.

Tardaron media hora en llegar, algunos habían muerto. Miguel aún seguía con vida. Guari bajó a Miguel en brazos y corriendo entró, lleno de esperanza, al lobby principal. Gritaba pidiendo ayuda y, quizás por su fe, por sus ganas de salvarlo, no percibía la situación. Corría de puerta en puerta, buscando médicos, alguien que lo recibiera. Corría por pasillos interminablemente vacíos, entrando a salas vacías, a quirófanos vacíos. Corría sin sentido mientras Miguel se desangraba. Gritaba, preso de su furia. Subía escaleras, solo para encontrar más corredores inútiles que conectaban salas fantasmas sin más equipamiento que mampostería pelada y marcos sin puertas. Corría de un lado a otro, no podía parar. Siempre con su hijo en brazos, muerto ya hacía un rato. Lloraba lágrimas incontenibles, amargas como la hiel. Nada, solo una enorme mole de miles de metros cuadrados sin más terminaciones que las necesarias para mostrar una inauguración ficticia, un servicio que nunca pensaban dar. Otra promesa incumplida. Fachadas pulcramente terminadas que envolvían un esqueleto vacío. Finalmente cayó de rodillas, agotado de tanto sufrimiento, padre e hijo se confundían en una especie de abrazo, una piedad que ni Miguel Ángel podría haber plasmado. A lo lejos se oían otros llantos y estallaba la furia.

5.

Enero de 2016. Colegio Militar

—¡Se trata de un acto de entrega, por la patria y es ella quien nos lo demanda!

Así, finalizó el jefe del Ejército su preciso discurso para explicar los pormenores de la operación “Educación para todos”.

El teniente general César Luis Demarco, jefe del Ejército, había construido su poder sobre la base del compromiso con que defendía a la Señora. Su relación con ella venía de épocas democráticas, pero había llegado a su cargo vendiendo su alma y sabía que esta no se recuperaba. Durante “el terror”, se rodeó de un grupo de leales que, protegidos por un cuerpo de elite suministrado por los carteles narco, hacían cumplir, a fuerza de terror, todas sus órdenes. En aquellos años duros, la confusión del caos reinante no permitía, ni a oficiales ni a soldados, distinguir entre el bien o el mal. Era una batalla y, en ella, las órdenes, no se cuestionaban.

El teniente general César Luis Demarco había planificado minuciosamente, junto a su alto mando y el de las otras fuerzas, cómo transmitir las órdenes de la presidenta. Cómo hacer para que sus cuadros cumplieran una orden que, por naturaleza humana, sería difícil de cumplir. No podía ser por la fuerza, ya que podría significar el inicio de una revuelta dentro del arma. Tampoco serviría la obediencia debida que claramente quedó castigada en épocas de la república. Se les debía explicar la lógica de la orden, el objetivo que se perseguía con ella, el trato que se les daría a los chicos. También se les debía explicar la gravedad de la situación, el analfabetismo reinante. Que la deserción escolar estaba en sus valores históricos más altos, que la falta de profesionales y técnicos sería crónica en unos años y que, sin ellos, no había futuro posible.

—¡Señor! ¡Permiso para hablar! —dijo, de pie, el teniente Zabante.

—¡Hable, teniente! —contestó a desgano su superior.

—Lo que nos está ordenando, señor, es un delito de lesa humanidad... Separar a unos chicos de su familia y mantenerlos en cautiverio... ¡No hay motivo o situación que lo pueda justificar!

—Dígame, teniente, ¿cuál es su función más sagrada como soldado?

—Defender a la patria contra agresiones extranjeras —respondió con seguridad el teniente.

—Su definición, teniente, es por demás abundante. Su función, la de todos nosotros —dijo mirando al auditorio— es defender la patria, ¡de lo que sea! —remató, golpeando la mesa con su puño.

El teniente Zabante era la séptima generación de militares de su familia. Sus antecesores, en la fuerza, se remontaban a la guerra de la Triple Alianza. Mitre mismo era padrino de, ya no recordaba, cuál tatarabuelo. El honor y la vocación de servicio en su familia eran destacables y no encontraba forma de incluir dentro de sus valores la orden que se le impartía.

—Señor, no importa cómo se lo disfrace, ¡se trata de secuestrar chicos!

El teniente general estaba perdiendo la paciencia, pero sabía que no debía alterarse. Al menos por ahora... Conocía al teniente y sabía por dónde atacarlo.

—Sabe, teniente, yo tendría su edad en épocas del “operativo independencia”. Serví a las órdenes de su abuelo en lo profundo del Tucumán. Eran tiempos confusos y él nos hablaba con la misma franqueza con que hoy les hablo a ustedes. —Hizo una pausa y continuó—. En épocas de la presidenta Martínez de Perón, los ataques terroristas se incrementaron. Los secuestros, asesinatos y atentados, tanto contra civiles como contra militares, eran a diario y cada vez eran más violentos. “Un muerto cada cinco horas, una bomba, cada tres”, titulaban los diarios de la época. Como respuesta, el PEN dictó el Decreto 261/75 que, con el nombre de “Operativo Independencia”, obligaba a las Fuerzas Armadas a intervenir y “aniquilar el accionar de los elementos subversivos que actuaban en la provincia de Tucumán...”. Muchos contra quienes peleábamos eran hermanos, primos, amigos o amigos de amigos nuestros. Éramos hermanos peleando entre nosotros y eso puede ser muy confuso. Su abuelo nos marcaba la línea por seguir. “Respondemos a nuestra presidenta que fue elegida por el pueblo, estamos peleando por nuestro pueblo”, nos decía. “¡Hoy estamos haciendo lo mismo!”.

 

—Señor, ¡era el Ejército Argentino luchando contra el ERP y los Montoneros que intentaron armar un “foco revolucionario” en el monte tucumano! Ellos, contra lo que luego se dijo, eran soldados entrenados en Cuba, con organización y tácticas militares. ¡No se puede comparar contra el secuestro de chicos inocentes en edad escolar, aunque le pongan el rimbombante nombre de “educación para todos”!

—Su abuelo también participó en el proceso de reorganización nacional... Agregó sin terminar la frase que, por sí sola, ya insinuaba muchas cosas.

—¡Mi abuelo entregó la vida por la patria en Malvinas! Y su amor por ella no puede ser cuestionado. Sin embargo, papá siempre me contaba que en épocas de la Revolución Libertadora tuvo que parar una manifestación de unos dos mil obreros de los ingenios de Tucumán y cómo, en el punto crítico, cuando habían cruzado el puente y se trataba de matar o morir, desobedeciendo sus órdenes se acercó, bandera blanca en mano, a negociar y hacer que se retiraran1. −Hijo −le decía mi abuelo a mi padre−, somos soldados, pero antes, somos hijos de Dios. ¡Nunca olvides eso! Cuando la orden atenta contra tus valores humanos, nunca reniegues de ellos.

El auditorio entero, miraba anonadado la discusión. Unos admiraban la valentía del teniente. Otros no entendían cómo su comandante en jefe toleraba semejante acto de sublevación. Demarco, que estaba perdiendo su paciencia, continuó con su argumento.

—Los chicos serán educados con los más altos estándares. No serán prisioneros, serán... serán, pupilos en centros de educación del Estado.

—Señor...—redobló el teniente Zabante—. ¿Podrán ver a sus padres? ¿Pueden elegir participar o no del programa? ¿O serán rehenes del Estado?

—Teniente, su actitud raya con la sublevación... —advirtió el jefe del Ejército—. Dígame, teniente, ¿usted cree que a lo largo de nuestra historia nuestras aventuras cívicas fueron gratuitas? Sabe muy bien que el siglo XX fue una sucesión de golpes de Estado. Pausadamente comenzó a enumerar... En 1930, José Félix Uriburu contra Yrigoyen. En 1943, Rawson contra Ramón Castillo y Edelmiro J. Farrell contra Pedro P. Ramírez. En 1955, Eduardo Lonardi y la Revolución Libertadora contra Perón; Lonardi fue destituido por Eugenio Aramburu, quien anuló la Constitución de 1949 y reestableció la de 1853. En 1962, José María Guido, civil, en una astuta maniobra reemplaza al derrocado Frondizi, pero gobierna bajo el dictamen de los militares. En 1966, Juan Carlos Onganía derrocó a Illia. Finalmente, en 1976, Videla y su “Proceso de Reorganización Nacional” derrocan a María Estela Martínez de Perón. En los cincuenta y tres años que transcurrieron desde el primer golpe hasta el fracaso del Proceso en 1983, hemos gobernado unos veinticinco años. Hemos impuesto a catorce jefes militares el título de «presidente». En todos esos años, todas las experiencias de gobierno elegidas democráticamente, fueran radicales, peronistas o desarrollistas, fueron interrumpidas mediante golpes de Estado. Dígame, teniente, ¿usted cree que salimos indemnes de ellas? —¡No! —se autocontestó—. En ellas hubo de todo, buenas y malas intenciones. Patriotas y oportunistas. Visionarios y borrachos. Pero esto... ¡Esto es distinto, esto es fundacional!

—Teniente general —interrumpió el teniente Zabante parado y haciendo la venia—. ¡Si el régimen va a fundar sus mil años de esplendor en el secuestro de niños, prefiero no formar parte de él!

La sala en su conjunto emitió un murmullo de asombro. Demarco, sin embargo, no se inmutó. Lentamente, descolgó el sable que portaba, lo desenvainó y lo extendió frente al oficial que lo desafiaba.

—¿Reconoce el sable, teniente?

—Señor, sí, ¡señor! Es el sable del general San Martín...

—Es el sable que el general le obsequió a Juan Manuel de Rosas por sus servicios a la patria. Por su lucha en defender nuestra soberanía y que la señora presidenta me legó a mí. Juré defender la soberanía contra los de afuera y los de adentro...

Blandió el sable con la sutileza de un experto. Solo se escuchó un silbido y la cabeza del teniente se separó de su cuerpo ya sin vida. La sala entera se paró, pero el ruido de la carga de las armas la congeló. La guardia rápidamente rodeó a su jefe. El teniente general César Luis Demarco, jefe del Ejército, miró a sus oficiales, lentamente les explicó que la sublevación en estado de sitio se castiga con la muerte y que no iba a tolerar sublevaciones en su fuerza. Limpió el sable en la ropa del difunto, envainó la espada y se retiró.

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