Carmela, la hija del capataz

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

4. La cara y la cruz de la vida

Al terminar de leer, una carcajada retumbó en todo el comedor. «Dios, ¡qué loco está y cuánto lo amo!», pensó Carmela. Sintió que los minutos de repente pasaban lentos, sin ganas. El tiempo, travieso, parecía jugar con las ansias de ella. Las manecillas del reloj parecían haberse congelado. Hasta el sol se había quedado hipnotizado en el atardecer, sin querer esconderse esa tarde. Cuando por fin el sol se ocultó, se dirigió con sigilo y entusiasmo a la bodega. Tuvo cuidado de que no la viesen. Normalmente, a esa hora ya no había nadie por allí. La bodega estaba en penumbra, salvo algún quinqué encendido que iluminaba algunos tramos. No podía demorarse, el hombre por el que ella suspiraba la estaba esperando.

Cuando llegó al fondo, Tomás la esperaba tras las barricas.

—¡Qué larga se me ha hecho la hora de espera! —le dijo mientras la acercaba a él y la abrazaba con cariño—. Pero ha merecido la pena.

—Me ha sorprendido tu nota. Me he reído bastante pensando en lo que has ideado.

—No sabía cómo dártela. Te he esperado toda la tarde y no salías. De pronto me he acordado de los huevos. Igual que cuando éramos pequeños e íbamos al gallinero a cogerlos para llevárselos a tu madre a la cocina. Como sabes, mañana temprano salgo para el colegio y no vuelvo hasta el sábado. Quería ser el primero en decirte ¡feliz cumpleaños, mi adorada Carmela! —Con dulzura empezó a besarla, sin prisas, recreándose en sus carnosos labios, disfrutando de los minutos que estaban juntos y escondidos del mundo.

—Gracias, me has hecho muy feliz. Me daba pena no verte mañana. ¡Dieciséis años ya, cómo pasa el tiempo!

—Eres una linda mujercita. Quiero hacerte mi regalo. —Le entregó un paquetito, que ella abrió agitada por la intriga. Era un pañuelo de encaje blanco. Al tocarlo notó que escondía algo dentro.

—¡Unos pendientes de plata! Son preciosos. ¡Ay, Tomás, muchas gracias!

—Eran de mi abuela. Antes de morir repartió algunas de sus alhajas entre los tres para que las tuviésemos de recuerdo o las compartiésemos con la persona que deseásemos. Yo quiero regalártelos a ti, que eres mi mejor amiga. Sé que no te los pondrás, pues te preguntarán y no sabrás qué decir. No obstante, guárdalos cerca de tu corazón para que me sientas cerca cuando estemos separados.

—Tomás, yo no tengo nada que darte. Sin embargo, voy a bordarte un pañuelo para que te acuerdes de mí cada vez que lo toques.

Ya no hubo palabras, solo los besos ocuparon su tiempo. «Un amor tan puro como el nuestro está preparado para cualquier inconveniente que surja», pensaba Carmela.

¡Dieciséis años! Sin darse cuenta habían pasado de juegos de niños a juegos de enamorados. No obstante, debían seguir viéndose a escondidas. Tomás aún no era mayor de edad.

Durante un buen rato los besos y arrumacos se hicieron dueños de ese rincón de la bodega. Aparte del sonido del viento paseando entre los barriles, solo se escuchaba el respirar agitado de dos corazones apasionados.

Luego Carmela salió primero y pasado un tiempo saldría él para que nadie dudase.

—Hija, ¿qué haces tan tarde saliendo de la bodega? —Carmela dio un respingo del susto.

—¡Padre, me ha asustado! Estoooy… buscando a Luna. No la encuentro —tartamudeó. No quería mentirle a su padre, pero debía salir del atolladero. Estaba temblando del sobresalto, mas solo ella lo notó.

—La acabo de ver junto al pozo. Vamos a ver si la encontramos.

Juntos se dirigieron en busca de la perra. Ella miraba con disimulo para atrás, a ver si veía salir a Tomás. Unos minutos más tarde lo vio cruzar hacia la casona. Su padre no se percató de su presencia.

Una semana más tarde, Luis vino a visitar un par de días a Lola. Esta al verlo saltó de alegría y, tras comprobar que su padre no estaba cerca, se fundieron en un cariñoso abrazo.

—¿Cómo está la morena más guapa de todo el Aljarafe?

—Ahora mismo a punto de un infarto, pero muy feliz. ¡Qué bonita sorpresa me has dado!

—Estaré solo hasta el domingo, el lunes trabajo. Ya en septiembre me vengo los tres meses para la recolección y estar contigo.

—Vamos a dar un paseo y me cuentas. ¿Qué tal por tu pueblo? ¿Y tu familia? —Juntos echaron a andar por los jardines. Cuando nadie los veía, Luis la cogió de la mano y aprovechó para besarla.

Los dos días se pasaron volando. El sábado Amparo lo acompañó a la hacienda para recoger a Lola. La habían invitado a comer con ellos y pasear un rato por el pueblo, si bien tenía que acompañarla alguien mayor. No podían ir solos antes de casarse. No estaba bien visto y la gente era muy chismosa. Amparo le había cogido cariño a Luis. Almorzaron juntos con Amparo y su marido. Pasaron un rato agradable de charla durante la comida. La trataron muy bien, eran gente humilde y muy cariñosa.

En la hacienda, Irene, sentada en la sala de su casa junto a su marido, le anunció:

—Gregorio, mañana voy a poner un cocido con acelgas y su buena pringá. ¿Qué te parece si invitamos a Luis a almorzar con nosotros? —le sugirió Irene a su marido mientras se tomaban un cafelito con achicoria y unas rosquillas de naranja que había hecho por la mañana.

—Irene, lleva poco tiempo pretendiendo a la niña. No hay que darle tantas confianzas. Vayamos poco a poco, no hay prisas.

—Pero hombre, ¿no ves lo interesado que está en ella? Fíjate desde lo lejos que ha venido a verla. Se nota que tiene buenas intenciones.

—Si trabajador es, no lo pongo en duda, y educado también, pero…

—¡Nada de peros, Gregorio! Si mi pobre padre, que en gloria esté, no te hubiese dado confianza yo no estaría hoy casada contigo. —Se levantó de la mesa un poco molesta. Mira que era testarudo su Gregorio.

—Bueno, mujer, no te enfades. Lo invito a comer mañana.

Irene se acercó, lo besó en la mejilla y en un susurro le dijo:

—Eres más bueno que el pan de hogaza. —Él sonrió, tiró de ella y la sentó en sus piernas. Sus manos empezaron a acariciarla con deseo—. Mira que te gusta un toqueteo. Estate quieto, que van a venir las niñas. —Ella se levantó con premura; él, juguetón, la agarró de la falda del vestido, tiró de ella y la atrajo de nuevo a sus brazos.

—No me huyas, mujer, que te voy a coger de todas maneras —le expuso Gregorio a su mujer con una sonrisa pícara y sin soltarla de sus brazos—. Tú quieres que convide a Luis a comer y yo quiero disfrutar de ti. A ver qué te parece el plan: yo lo invito a él y tú me invitas a mí. ¿Trato hecho?

Así fue como, tras hacer el pacto, esa noche Irene y Gregorio disfrutaron de un momento apasionado de lujuria y el domingo, antes de partir para su pueblo, Luis almorzó cocido con la familia de Lola.

En junio la señora Teresa volvió a sentirse mal. Empeoró muy rápido. Ningún tratamiento la consolaba, pues los fuertes dolores en el vientre la martirizaban. Estaba desmejorada, sin fuerzas y las ojeras marcaban su rostro demacrado. Los señoritos estaban muy tristes de ver a su madre cada vez peor.

Un mes más tarde la señora falleció, dejando solos y afligidos al señor y sus tres hijos.

Todos lloraron su muerte. El doctor les había informados días antes de que el fin estaba cerca y nada se podía hacer por detenerlo. No obstante, el dolor de la pérdida era inevitable.

Irene entró al salón con sus hijas y Anita a acompañarlos un rato en este duro trance. El señor estaba apagado y triste. Alberto sollozaba sentado en un rincón de la sala. Luisa, rota de dolor, lloraba desconsolada junto a su padre. Tomás adoraba a su madre, tenía pasión por ella. Sentía un gran vacío y una inmensa tristeza, estaba como ausente. Carmela al verlo tan afligido lo abrazó, transmitiéndole todo su amor en esos instantes. Él la estrechó entre sus brazos. Necesitaba su afecto en esos terribles momentos. Nadie vio nada más allá que el cariño de haber crecido juntos y la pena de la trágica situación.

El capataz y las cuatro mujeres acompañaron a la familia toda la noche. Anita, la asistenta, llevaba ya diez años en la casa y también les tenía mucho aprecio. Estuvieron velándola hasta el amanecer, hora en la que empezaron a llegar familiares y amigos de toda la comarca.

Gregorio y su familia se retiraron a descansar un rato. Anita, que vivía en el pueblo, decidió que no le daba tiempo de ir hasta allí, así que aceptó la invitación de Irene para descansar un rato en su casa. En un par de horas tenía que volver al trabajo.

Fueron dos días tristes e interminables. Vino gente de muchos lugares para darle el último adiós a la señora. El entierro fue en el cementerio de Mairena, en un panteón familiar. Tras el sepelio, en la hacienda todo quedó en silencio. Parecía que estaban viviendo una pesadilla. Los señoritos no se hacían a la idea de que su madre ya nunca volvería a estar con ellos.

Lola y Carmela se desvivieron por apoyar y animar a Luisa y Tomás, que seguían rotos de dolor. Anselmo, el novio de Luisa, también fue un gran sostén para ellos. Había congeniado bastante bien con Tomás. Era un hombre cariñoso, bueno y adoraba a Luisa. Alberto, por supuesto, canceló la fecha de la boda. Había que esperar el año de luto.

Los días pasaban y la ausencia de la señora se palpaba en la casona. Los señoritos, apenados, volvieron a sus obligaciones. El señor, pese a tomar de nuevo las riendas de la hacienda, empezó a beber más de lo que acostumbraba.

—Señor, si me permite, le diré que el alcohol no es el mejor remedio para olvidar —le sugirió Irene una tarde al señor Andrés. Este estaba solo en el salón, bebiendo sin parar. Anita se lo comentó en la cocina y ella quiso hablar con él. Le daba pena verlo tan hundido.

 

—¡No te he permitido darme consejos, que yo recuerde…! —alzó la voz con rabia, un poco ebrio—. Mas te diré que no quiero olvidarla, muy al contrario. Mi vida sin ella se ha tornado vacía y gris. Irene, esta casa se me cae encima. ¡La echo tanto de menos! —De pronto había bajado el tono de su voz casi a un susurro. Los ojos del señor se humedecieron.

—Sé que su pérdida es imborrable. La señora era especial y duele su ausencia, pero usted es un hombre fuerte. Señor, debe luchar por sus hijos y por usted mismo. Es joven todavía y tiene toda la vida por delante.

—Irene, no olvide que hasta los más grandes caen alguna vez de rodillas a la arena. Nadie es infalible al dolor del corazón. Ella ha sido mi señora en todos los sentidos. La he querido mucho. —Era un hombre abatido confesando su angustia, no le importó que fuese la cocinera. Solo vio ante él a una mujer leal que llevaba con ellos veinte años—. Necesitaré tiempo para acostumbrarme a su ausencia y encargarme de todo, como solía hacer ella.

—Si en algo puedo ayudarle, señor, no dude en contar conmigo.

—Sé que la apreciabas bastante y que también la extrañas. Noto la tristeza en tus ojos. Eres de gran ayuda en esta casa. Gracias, Irene, por tus años de dedicación.

—No olvide que también le aprecio a usted, señor. Cuídese, por favor. Apóyese en sus hijos o amigos, no se hunda en la pena.

La miró y con un gran respeto le contestó:

—Lo intentaré. Irene, me ha hecho mucho bien hablar contigo.

El verano pasó lento y mustio en el ánimo de la familia De Robles.

Tomás y Carmela se vieron varias veces a escondidas, en las cuales se abrazaron y besaron, dando rienda suelta a sus sentimientos con la libertad de no ser observados por nadie.

En diciembre, una tarde que se hallaban sentados en un poyete del patio trasero del cortijo Luis le habló a Lola:

—Lola, después de Navidad debo marcharme a mi pueblo. Tengo que volver a la mina. Quiero que nos casemos y te vengas conmigo. —Ella lo escuchaba seria, pero con el corazón palpitante—. Viviremos con mi madre en su casa. Desde que se quedó viuda, como ya te he contado, solo nos tiene a mi hermano pequeño y a mí.

—¡Ay, Luis! Ser tu mujer es lo que he deseado y soñado todos estos meses desde que te conocí. Lo que pasa que es muy precipitado y no podré ver a mi familia en mucho tiempo.

—Lo sé, pero yo tampoco puedo estar tanto tiempo sin verte ni puedo venir a visitarte tanto como quisiera. Yo te quiero y tú a mí. ¿Por qué tenemos que estar separados? Deseo que seas mi esposa. ¿Para qué esperar más? Luego, en la temporada de la aceituna, pues nos venimos con tus padres desde septiembre hasta después de Navidad.

—Mi querido Luis, me hace mucha ilusión tu proposición, pero déjame hablarlo con mis padres. Mañana te doy la contestación.

Tras consultarlo y sopesar lo que ella deseaba, Lola aceptó casarse con Luis. Hablaron con el cura y lo prepararon todo para quince días después.

Una mañana Irene, Lola y Carmela se fueron a Sevilla de compras, a una tienda muy grande. Irene le compró todo el ajuar que Lola necesitaba: toallas, sábanas, colchas, mantas y ropa interior. Todo lo iría bordando ella poco a poco con las iniciales de los dos enamorados. Además, le compró un par de mudas nuevas de ropa y algunos utensilios de cocina. Aunque se iba a vivir con la madre de Luis, Irene le decía a su hija: «Lola, una novia debe llevar su propio ajuar».

La boda fue íntima, en la iglesia de San Ildefonso, frente a la Virgen del Rosario. Los padrinos fueron Gregorio e Irene. La familia de Lola, Amparo, su marido y Anita fueron todos los asistentes. La madre de Luis no pudo viajar, pues su enfermedad se había acrecentado.

Lola llevaba un vestido beige largo, sencillo pero elegante, que la señorita Luisa le había prestado. Parecía una damisela con clase. Estaba muy guapa; su madre le había puesto un poco de color en las mejillas y carmín en los labios, también unas flores en el pelo.

Tras la ceremonia comieron todos en la casa de Lola. Irene había preparado comida y compró bebidas. Habían invitado a los señoritos; sin embargo, el señor les dijo que había que guardar las apariencias. Una cosa era hablar en la hacienda y otra muy distinta mezclarse en ceremonias públicas o convites, aparte de que estaban de luto. Ellos tuvieron que respetar la decisión de su padre.

Tomás intentaba controlarse y respetar a Carmela, si bien cada vez le costaba más dominarse. Era un hombre y deseaba como loco hacerla suya.

—Despiertas en mí un torbellino de emociones difícil de controlar. Con tus besos me enciendes como una antorcha en llamas vivas. Sueño cada noche con hacerte mía —le susurraba Tomás en el oído, sin dejar de saborear sus dulces labios. Ella vibraba de emoción como una débil hoja mecida por el viento y disfrutaba de los besos de su amado.

—Tomás, no puedo entregarme a ti todavía. Tendremos que esperar.

—Carmela, no soy un santo ni voy para cura. Soy un hombre que te desea con ímpetu, no lo olvides. No podré esperar mucho tiempo.

Como no lograba conseguir lo que deseaba de Carmela, algunos fines de semana se quedaba en la capital con sus compañeros de estudios. Se iban de copas, de fiesta y terminaban en algún prostíbulo con la compañía de alguna fulana. Sin embargo, cuanto más salía con rameras, más ansiaba la pureza de Carmela. ¿Por qué seguía encoñado con ella si no le daba lo que él necesitaba y ansiaba?

5. Año de bodas y cambios

Las Navidades llegaron a la casona en un ambiente gris y melancólico. No celebraron nada especial; simplemente, los señoritos se reunieron a cenar el día de Nochebuena con su padre. Irene preparó un pavo asado, igual que años anteriores le había preparado a la señora el día de Navidad. La cena fue fría y triste. Alberto se había alejado bastante de sus hermanos, apenas mantenía conversación con ellos. Últimamente se había apegado mucho a la familia de su novia. Su futuro suegro no tenía hijo varón y se había volcado con él, dándole responsabilidades en su cortijo.

En la casa de Carmela, por respeto al duelo de la señora Teresa, no iban a celebrar ningún festejo, solo cenar en familia. Lola y Luis, desde su boda, se estaban quedando a dormir en casa de Amparo, pues la casa del capataz era pequeña y no cabían todos. Por supuesto, habían acudido para cenar juntos. Comieron, charlaron, jugaron al parchís y al juego de la oca. Luego fueron todos a la iglesia a escuchar la misa del gallo. Gregorio los llevó en el Land Rover del señor, que se lo dejaba cuando él lo necesitaba. Gregorio le estaba cogiendo a Luis mucho cariño. Era atento, cariñoso y trabajador. Era el hijo que no había tenido y que ahora Dios le había regalado.

Dos días más tarde, Luis y Lola se marcharon al pueblo de él. Su familia se quedó triste por su partida, aunque contenta de verla tan feliz y enamorada. Sabían que Luis era un buen hombre, que la quería e iba a cuidarla.

Los padres le compraron a Carmela una bicicleta para ir a trabajar. Antes siempre iba acompañada por Lola. Ahora no debía ir sola andando por los caminos y su padre no siempre podía llevarla o recogerla, así que iba y venía al pueblo en la bicicleta.

En enero el señor reunió a sus tres hijos y les informó de la decisión que había tomado:

—Hijos, voy a contaros lo que tras mucho pensar he decidido. Sé que es pronto, pues debemos esperar el año de duelo. No obstante, os lo comento para que os vayáis haciendo a la idea. Sabéis que me es complicado llevar todos los negocios y estar pendiente de vosotros. —Estaban sentados en el despacho. El señor los miraba y continuó hablando despacio—. Alberto, debes fechar tu boda para el verano próximo.

—De acuerdo, padre. Lo hablaré con Constanza y sus padres. Te confirmo la fecha en cuanto la sepa. De todas formas, como sabéis, mi vida ya está más allí que aquí.

—Hijo, sé que es el camino que has escogido y lo respeto. No obstante, no olvides que somos tu familia. Últimamente nos tienes un poco abandonados —le recriminó su padre con tono suave. Él no contestó.

—Luisa, Anselmo me ha pedido permiso para casarse contigo. — Miraba a su hija con cariño—. Es un buen hombre y sé que no te faltará de nada. Serás una buena señora para él. ¿Te parece bien celebrar la boda a mediados de septiembre? —Ella asintió con la cabeza—. Por supuesto, la ceremonia será aquí, en la hacienda. Tu madre así lo hubiese deseado. Yo seré tu padrino y la madre de él, la madrina. Te irás a vivir con él al cortijo de sus padres.

—Sí, padre. Lo que usted decida me parece bien. Yo también deseo casarme con él. Me tranquiliza saber que no viviremos lejos de aquí por si usted me necesita. De esta forma, puedo visitarlo con asiduidad. —El señor le sonrió y posó su mirada en el menor de sus hijos.

—Tomás, hijo. Tras haberte tallado, antes del sorteo he hablado con algunos contactos que tengo para que hagas el servicio militar aquí, en Sevilla, pero el cupo está completo. Lo que sí me han aceptado es la petición de no presentarte hasta mediados de septiembre, tras la boda de tu hermana. En el sorteo te ha tocado el cuartel de Cerro Muriano, en un pueblo de Córdoba. Tu hermano no pudo ir por tener los pies planos, pero tú tienes que incorporarte a primeros de octubre. Allí madurarás y te harás un hombre hecho y derecho. Cuando termines, dentro de año y medio, ya eliges si seguir con la abogacía o ayudarme a llevar la hacienda. Será entonces buen momento para empezar a pretender a alguna distinguida señorita.

—Padre, con todos mis respetos le diré que ya soy un hombre —le puntualizó Tomás, que no tenía ya nada de chiquillo—. Me parece bien, Córdoba no está muy lejos. Cuando me den vacaciones deseo venirme a pasarlas aquí con usted —le informó Tomás. Él disfrutaba en la hacienda, le gustaba cabalgar, visitar los cultivos y tener a Carmela cerca.

—Claro, esta siempre será vuestra casa. Por supuesto, podéis venir cuando queráis. También está la parte que os corresponde de la herencia de vuestra madre. Alberto, imagino que la necesitarás para casarte. Y tú, Luisa, lo mismo. —Ambos asintieron—. La tendréis cuando dispongáis. Tomás, dime tú si la quieres ahora o cuando vuelvas de la mili.

—Padre, yo prefiero que me la guarde usted. Cuando vuelva seguro que la necesitaré para terminar mi carrera y constituir mi bufete.

—Pero padre, usted no debe quedarse solo —le manifestó Luisa preocupada, pues seguía triste y deprimido.

—No te preocupes, hija, estaré bien. Quiero lo mejor para mi familia y esta casa, sin vuestra madre, no es un buen hogar para vosotros. Tenéis que seguir con vuestra vida.

—Padre, permítame que le dé un consejo —manifestó de pronto Luisa—. No puede quedarse encerrado aquí. Debe salir e ir a las reuniones y eventos sociales como hacía antes. Madre así lo querría. Por mucho que nos duela, no va a volver. Debemos hacer lo que ella hubiese deseado que hiciéramos.

—Luisa lleva razón. Debe escucharla, padre, y salir a relacionarse como antes —le insistió Tomás. Le apenaba ver a su padre tan apagado.

—No es bueno que un hombre esté solo. Lo que debe hacer es buscar otra mujer y casarse —exclamó Alberto con altanería. Los tres lo miraron sorprendidos por su frialdad.

—¡No entiendo cómo puedes hablar así cuando apenas hace seis meses que tu madre nos dejó! —El señor le habló con dureza y sinceridad—. Hijo, no me gusta que seas tan insensible en este aspecto. El vacío de vuestra madre es difícil de llenar. Dicen que el tiempo lo cura todo. Pues el tiempo dirá. En estos momentos no puedo ni pensar en eso. Sin embargo, tendré en cuenta vuestros consejos y saldré un poco. Por respeto, esperaré unos meses y volveré a frecuentar las reuniones en la capital. Creo que me vendrá bien charlar con mis amigos.

De esta forma, ese día el futuro de cada uno quedó ya dispuesto.

Los meses pasaron monótonos y sin cambios. En ese invierno, cuando cumplió los veinte años, Tomás aprovechó para sacarse el carnet de conducir.

Alberto apenas iba por el cortijo; entre el trabajo y los preparativos de la boda, siempre ponía un pretexto para no ir. Era todo un distinguido señorito. No llegó a terminar la carrera de Agricultura. Había dejado los estudios para irse a trabajar a la finca de su suegro, que lo necesitaba a su lado. Alberto era alto, de buen porte y elegante, trabajador y buen comerciante, aunque altivo, distante y muy serio.

Tomás seguía estudiando en Sevilla y solo iba algunos sábados y domingos a Parzuma, que aprovechaba para montar a caballo y visitar con su padre los cultivos de vides y los olivares. Le ayudaba a hacer los pedidos del embotellado para el mosto y organizaban la distribución y venta del mismo. Lo mismo hacían con las aceitunas y el aceite de oliva que elaboraban en su molino.

 

A veces buscaba el momento oportuno para verse a solas con Carmela un rato y disfrutar de los besos y caricias a escondidas. Se citaban como dos furtivos enamorados, aunque seguía sin convencerla para que se entregase a él.

Luisa seguía viviendo en la casona hasta que se desposase. Cosía y bordaba su ajuar cada día. Algunas tardes cuando Carmela volvía del trabajo le ayudaba un rato. Otras paseaban y hablaban como dos buenas amigas.

—¡Amiga, extraño tanto a mi madre! Tengo muchas dudas que me preocupan sobre la boda y que solo ella me podría aclarar —confesó Luisa con pena a Carmela mientras paseaban por uno de los senderos de la finca, bajo la extensa arboleda.

—Puedes preguntarle a mi madre. A lo mejor puede ayudarte.

—No, amiga, me da mucha vergüenza. Es sobre las relaciones maritales; no sé nada sobre ese particular. Mi cuerpo se enciende cuando estoy junto a Anselmo e incluso he notado su excitación, pero no sé cómo debo satisfacerlo o si colmaré sus apetitos en el lecho conyugal. ¿Seré una buena amante para él? Las monjas, como es lógico, nada me enseñaron sobre este asunto.

—No te angusties. Seguramente, será más fácil de lo que te imaginas. Y no dudes de que lo harás muy feliz y él a ti. Se nota que te adora. —Pese a que era más pequeña, la miraba con cariño, transmitiéndole calma—. Lola dijo que para Semana Santa vendría a visitarnos. Ella, como recién casada, mejor que nadie te puede aclarar todas tus preocupaciones.

—Es cierto, no lo había pensado. Pues la acribillaré a preguntas cuando venga. —Las dos rieron a carcajadas—. Pero tú no podrás escuchar nada. Aún eres joven y no conoces hombre ninguno para saber de estas cosas prohibidas.

«¡Ay, si ella supiese los besos y caricias que me doy con mi enamorado a escondidas!», meditó Carmela y sonrió cómplice de su secreto.

En Semana Santa Lola y Luis vinieron cuatro días a visitar a la familia y dar a sus padres la buena nueva de que iban a ser abuelos. Se sintieron dichosos. Carmela se emocionó con la noticia. En esos días la señorita Luisa le preguntó todas las dudas que tenía a Lola y esta, avergonzada pero feliz, le contó su experiencia con su marido en la noche de bodas y en los encuentros íntimos posteriores.

En abril el señor empezó a salir a reuniones y volvía más animado.

En julio se celebró la boda de Alberto y Constanza. Fue en la finca de ella. Toda la celebración fue muy regia y presuntuosa. Eran una familia ilustre y pomposa, muy metida en la alta sociedad sevillana. Luisa acudió con su prometido y Tomás fue solo, aunque allí no le faltaron guapas acompañantes. Muchas jóvenes en edad de merecer lo miraban solícitas y deseosas de que él las sacase a bailar. Él disfrutó de la compañía de todas las que pudo, sin prometerle nada a ninguna. «¿Para qué conformarme con una, pudiendo disfrutar de todas?», pensaba travieso. Era un hombre con buen porte, alto, guapo, musculoso y deseado por las mujeres. De eso él era consciente. Notaba cómo lo miraban las féminas e intentaba sacarle partido. Se estaba volviendo todo un mujeriego.

A principios de septiembre empezaron los preparativos para la boda de Luisa. Dentro de diez días la Hacienda Parzuma se vestiría de gala para desposar a la señorita con su prometido.

—Padre, quiero implorarle permiso para que Lola y Carmela puedan asistir a mi enlace. —Luisa llevaba días con la idea y por fin una noche que estaba cenando con su padre y Tomás se atrevió a pedírselo. Nada perdía, pues el no lo tenía de antemano. Ella, aunque tenía muchas amigas del colegio, reconocía que con las hijas del capataz le unía una amistad singular, muy en especial con Lola.

—Hija, eso que me pides es imposible. Digamos que ellas son del servicio.

—Padre, son mis amigas, casi me he criado con ellas. Me han apoyado mucho en la muerte de mi madre. También se merecen disfrutar de este momento tan feliz para mí.

—Te entiendo, hija; sin embargo, tu petición no es viable. Los invitados no lo comprenderían y nos mirarían extrañados. Daríamos que hablar y sería el cotilleo de toda la ciudad. Asimismo, ellas se sentirían violentas ante tanta gente ilustre. Lo siento, hija, pero dada nuestra posición no puedo concederte ese deseo.

—¡Malditas clases sociales, donde todo lo compran el dinero y la posición! —exclamó Tomás enfadado, levantándose de la mesa. Había estado callado, pero no pudo aguantar más. ¿Qué le importaba a él que a un grupo de chismosas señoritingas criticasen que eran amigos de las hijas del capataz? Se fue a dar un paseo, necesitaba relajarse un poco. Pensando fríamente, se sorprendió de su actitud. ¿Por qué le había contestado así a su padre? ¿Qué le importaba a él? Era amigo de Carmela, sí, pero solo deseaba acostarse con ella, no pasearse con ella en público.

Su padre achacó ese pronto de su hijo a los nervios por irse dentro de poco al servicio militar y a la rebeldía de la edad. No le prestó mayor atención.

Lola llegó a la hacienda en septiembre, junto con su marido, dos días antes de la boda. Luis venía para trabajar en la recogida de la aceituna, como en años anteriores. Lola estaba muy gordita de su embarazo. Se sentía bien y era feliz. Cumplía a finales de octubre. Ella quería que su bebé naciese en Mairena, como ella, y deseaba tener a su madre cerca para cuando llegase el momento del parto.

El día señalado para la boda llegó. Toda la mañana fue un trasiego de idas y venidas de trabajadores y de sirvientas organizando los jardines para el banquete. La ceremonia religiosa sería por la tarde, en la iglesia de Mairena. Luego los asistentes pasarían a la hacienda para el convite y el baile. Vinieron invitados de muchos lugares, familia, amigos y gente conocida de prestigio y renombre.

Al enlace no pudo acudir su familia de Cádiz, pues el marido de su tía se había caído del caballo y se había fracturado las costillas. Estaba convaleciente, así que tuvieron que quedarse atendiéndolo. Tomás, en el fondo, se alegró de que su primo Gustavo no acudiese. Aún recordaba bastante bien la conversación que años antes tuvieron sobre Carmela.

Por la mañana Lola peinó a la novia como esta le había pedido. Le hizo un recogido a base de trenzas y lo decoró con horquillas de perlas que había comprado en la ciudad. Luego Lola la ayudó a vestirse. Estaba guapísima.

Luisa salió para la iglesia del brazo de su padre, que la miraba emocionado. Era su padrino, iba vestido con un esmoquin negro. El señor estaba muy atractivo y la novia parecía una princesa. Ella era agraciada, si bien ese día estaba preciosa. Su vestido estaba confeccionado con seda y tul blanco, con bordados y perlas engarzadas hasta la cintura. La falda era de vuelo y tenía una pequeña cola que la estilizaba bastante. El velo que cubría su rostro era de su madre, de cuando se casó. Todas las alhajas que llevaba puestas habían pertenecido también a ella. Ahora su padre se las había regalado.

Cuando Luisa apareció en el jardín, Irene, Carmela y Lola la miraron impresionadas.

—Luisa, corazón, estás preciosa. Tu madre hoy debe de estar muy orgullosa de ti —la elogió Irene con los ojos húmedos. Le agarró las manos y la besó en la mejilla. Sus amigas también la felicitaron—. Sin duda, Anselmo es un hombre muy afortunado por tenerte. Te deseo que seas muy feliz. —Lola y Carmela la besaron, deseándole lo mejor del mundo.

Cuando los novios, familiares e invitados volvieron de la ceremonia se dispusieron a comer y beber por doquier. Tras el banquete, que duró casi tres horas, los novios abrieron el baile. A partir de ese instante no cesó la música ni faltaron las copas hasta la madrugada.