Carmela, la hija del capataz

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

3. La boca calla lo que el corazón grita

Carmela llegó alterada a su casa. Menos mal que no había nadie. Con los ojos inundados en llanto se dirigió a su habitación. No podía creer lo que había pasado. Por más que le doliese reconocerlo, le había gustado besarlo. ¡Qué locura! ¡Él era el señorito y ella…, una don nadie!

¿Y si alguien los había visto? Su cabeza era un caos, un maremoto de ideas contradictorias. Seguro que estaba en pecado. ¿Debía confesarse por besar al señorito? Daba vueltas en su alcoba como un animal herido y enjaulado. La muñeca, sobre la cama, parecía mirarla fijamente y entender lo que estaba sintiendo y se solidarizaba con su inquietud. Luna, su perra, empezó a ladrar de repente. Escuchó que su madre había llegado a la casa. Suspiró e intentó relajarse; no debía notarla alterada. Se enjugó las lágrimas, fue hacia la palangana y se refrescó la cara.

—Hola, hija. ¡Qué cansada vengo! —Acudió a su lado y la besó, entonces sus ojos se posaron en la cama—. ¿Y esa muñeca tan bonita?

—Madre, ¿se acuerda de cuando por culpa de Tomás se rompió mi muñeca? —Su madre le confirmó con un gesto. Ella tragó saliva para bajar el nudo que aún tenía en la garganta y le dificultaba hablar—. Pues se sentía culpable por ello y ha estado guardando dinero para comprarme una.

—Tomás es un buen chico, de corazón noble. Otro, siendo el señorito, no se hubiese ni preocupado. Se parece mucho a su madre. Doña Teresa es toda una señora de los pies a la cabeza y muy generosa.

—Eso es verdad. Es obvio que a ellos les sobra el dinero, pero no tienen por qué gastarlo en nosotras. Me ha gustado mucho, no me la esperaba.

Esa noche Carmela no pudo dormir. Aún sentía el calor de los labios de Tomás en los suyos. De pronto se había despertado en ella una sensación nueva, inquietante y prohibida. Acudieron a su mente todos los momentos compartidos con él. Recordó que de pequeños él le pidió ser su novia y ella se negó, y que cuando ella casi se ahoga él se jugó la vida por salvarla. O cuando enfermó de sarampión y él la visitó. Siempre habían sido buenos amigos. ¿Había nacido algo especial entre ellos, más allá de una simple amistad?

La mañana siguiente Carmela evitó encontrarse con Tomás; le daba vergüenza mirarlo a la cara. Por la ventana de su habitación observó cómo salía de las caballerizas montado a caballo y se alejaba al galope. Él no la vio.

Tras el almuerzo, las dos hermanas estaban bordando cuando su madre llegó con prisas a la casa y les anunció:

—Venga, hijas, vamos a arreglarnos. Vuestro padre le ha pedido prestado el Land Rover al señor Andrés y nos va a llevar a la capital a dar un paseo. Iremos a visitar algún portal de Belén y la iglesia del Salvador. Merendaremos chocolate caliente con unos churros por el centro. Ya está todo iluminado con luces navideñas. Vamos a aligerarnos para llegar antes de que anochezca.

Media hora más tarde se dirigían a Sevilla. Cada año la familia al completo acudía a la ciudad en contadas ocasiones, como Semana Santa, la Feria de Abril y Navidad.

Disfrutaron del viaje. Cruzaron el puente que pasaba sobre el río Guadalquivir, por donde navegaban algunos barcos; divisaron la Torre del Oro y la majestuosa Giralda, que parecía controlarlo todo desde las alturas. La familia Galián paseó por el centro. Visitaron iglesias, merendaron y comieron pescadito frito y castañas asadas. Se lo pasaron muy bien. Ya de noche volvieron al cortijo.

Todo estaba en silencio cuando llegaron. Era tarde y se fueron a descansar. Carmela, aunque había disfrutado bastante toda la tarde, no había dejado de pensar en Tomás. Se quedó dormida recordando las palabras de él.

Al día siguiente se enteró por su madre de que los señores y sus hijos se habían ido un par de días de viaje a visitar a unos familiares. En principio se sintió tranquila, así no se lo encontraría cara a cara, si bien en el fondo le daba pena no verlo.

Tres días después se encontraron. Luisa y Lola estaban con él. De soslayo se miraron y Carmela bajó la mirada, a la par que sus mejillas se ruborizaban. Esto no pasó desapercibido para Tomás. Él se alegraba de que ella recordara sus besos. Luisa les contó que un familiar de su madre se había puesto enfermo y habían ido a hacerle una visita, dadas las fechas navideñas.

Los siguientes fines de semana que coincidieron Tomás y Carmela se mostraron como si nada hubiese pasado, aunque ya nada era igual entre ellos. Ambos sentían que algo dentro de su ser se desbocaba cuando estaban cerca. A veces se sorprendían mirándose de reojo, pero ninguno decía nada. Tomás no quería agobiarla. Estaba claro que si había aceptado sus besos sin darle una bofetada era porque ella sentía algo por él. Eso sin mencionar que había notado cómo ella había vibrado entre sus brazos. Seguramente, necesitaría tiempo para darse cuenta de cuáles eran sus verdaderos sentimientos.

Él la deseaba y se estaba obsesionado con su cuerpo. Sabía que no podía haber nada entre ellos; sin embargo, las palabras de su primo seguían martilleando su mente. Él había cumplido los diecisiete años, ella los quince y era una joven preciosa. ¿Y si Carmela aceptaba ser su amante?

En febrero la señora Teresa enfermó. Empezó a sentirse mal. Sus mejillas sonrosadas, llenas de vida, se tornaron pálidas y sus ojos se notaban apagados. Visitó varios médicos en la capital, pero poco mejoraba. Tenía fuertes dolores en el bajo vientre. Los vómitos, las hemorragias vaginales y la fiebre la tenían sin fuerza. La visitó un especialista que trajo el señor y le recetó un tratamiento nuevo, traído de Madrid. Después de tomarlo unos días notó una leve mejoría.

En abril la señora estaba más estable. Aprovechando que se encontraba un poco mejor, los señores decidieron organizar la presentación de la señorita Luisa en sociedad. Fueron unos días de mucho ajetreo con las invitaciones, los preparativos y las compras. Por fin llegó el día elegido. Todo estaba preparado para que esa tarde de sábado la Hacienda Parzuma recibiese con los brazos abiertos a más de cien invitados ilustres. Habían adornado todo el patio central con macetas, tinajas y cestos con flores multicolor. Los naranjos en flor embriagaban con su olor a azahar todo el perímetro.

El tiempo era cálido y agradable. Decidieron dar la fiesta al aire libre. Se organizaron los patios y jardines con mesas y sillas. Por supuesto, no podían faltar distintos tipos de comida, bebida por doquier y un grupo musical que amenizaría la velada. Lola y Carmela ayudaban a su madre en la cocina. Las tres estuvieron trabajando desde el día anterior, ya que debían elaborar un variado y extenso menú.

Esa tarde, antes de comenzar la fiesta, Lola peinó a Luisa con un moño bajo que le favorecía bastante. Un rato después, ya preparada, fue a la cocina acompañada por Tomás a ver a sus amigas. Llevaba un vestido largo de seda rosa, ajustado con un corpiño bordado hasta la cintura y una vaporosa falda hasta los tobillos. Se lo habían confeccionado en la capital con telas traídas de Madrid. Adornada con pendientes, collar y pulsera de plata, herencia de su abuela paterna, parecía una princesa. Su madre le había puesto carmín en los labios y un poco de maquillaje en las mejillas para darle color. Nadie podía negar que era toda una señorita con clase.

Tomás llevaba un traje de chaqueta gris de rayas finas, con chalequito del mismo color, camisa blanca y pañuelo enlazado al cuello a juego. Su pelo rizado lo llevaba bien peinado hacia atrás. Lo tenía un poco largo y le caía sobre los hombros. Como él aún no tenía pareja, era el encargado de acompañar a su hermana durante toda la velada.

—Luisa, ¡estás preciosa! Pareces una princesa de cuento —le expresó Carmela impresionada.

—¡Luisa, mi niña, eres toda una linda señorita! —confesó Irene emocionada. Ella la había visto crecer y le tenía mucho cariño. La besó y se giró hacia el hermano—. ¡Santo cielo, Tomás, estás guapísimo! Estás hecho todo un galán. —Él le sonrió con dulzura.

—¡Ay, estoy supernerviosa! Gracias por vuestros halagos. Os quiero. Me da pena que no podáis asistir como invitadas.

—No te angusties, amiga. Nosotras estamos aquí, a tu lado. Tú disfruta mucho de tu fiesta. ¡No se puede estar más bella! Ten paciencia con los solteros, porque esta noche se pelearán por bailar contigo —le aconsejó Lola, cogiéndole las manos para desearle suerte.

—Esta noche te va a salir más de un enamorado. Y tú, Tomás, le vas a romper el corazón a más de una jovencita —le dijo Irene. Él con disimulo miró a Carmela. Esta los miraba embobada; los dos parecían príncipes de cuentos.

—No os preocupéis, sabré cómo espantarlas. Por ahora, no me interesa ninguna ilustre señorita.

—Anda, dadnos un beso e iros, que se os va a hacer tarde. Los invitados estarán a punto de llegar —concluyó Irene.

Los dos fueron besando a las mujeres. Carmela se había quedado detrás. Luisa hablaba con Lola e Irene. Tomás se acercó a Carmela y la besó en la mejilla. La proximidad y el olor del perfume de él embargaron sus sentidos. En un leve susurro, junto a su oído, este le anunció:

—A mí solo me interesas tú. —Carmela tembló de la cabeza a los pies, inquieta por la confesión.

Los hermanos salieron de la cocina, dejando a las tres mujeres sobrecogidas, dos de ellas emocionadas y la otra turbada y nerviosa.

Una hora después habían llegado los invitados y la fiesta estaba en todo su apogeo. Los comensales se hallaban comiendo y bebiendo. Los jóvenes solteros no quitaban ojo a Luisa, que seguía sentada junto a Tomás. Deseaban que terminase pronto la cena para invitarla a bailar. Las damiselas tampoco dejaban de mirar a Tomás. Alberto estaba tan pendiente de su enamorada que apenas prestó atención a su hermana.

 

En la cocina, las tres mujeres no paraban de sacar comida y bebida. Anita, la asistenta, y cinco chicas contratadas para el evento se encargaban de servirla. Iban uniformadas con un vestido gris claro, delantales blancos de encaje y sus cofias a juego.

Tras la cena recogieron la cocina. Ya las doncellas solo servirían cócteles a las mujeres y licores y brandis a los hombres, así que madre e hijas se dispusieron a salir de la casona por la puerta de servicio para dirigirse a su casa a descansar. Desde esa zona podían ver la fiesta y escuchar la música sin ser vistas, pues había extensa vegetación. Vieron a Luisa bailando con un chico muy apuesto. Incluso tenía dos chicos más esperando para bailar con ella.

—Madre, ¿puedo quedarme aquí un rato? Me gusta la música y ver cómo bailan —preguntó Carmela.

—Bueno, hija, pero solo un momento. Tenemos que descansar. Mañana me tenéis que ayudar a recogerlo todo.

—No tardaré, madre. Desde aquí puedo observar los vestidos de las señoritas y ver cómo mueven el abanico. Lola, ¿te quedas conmigo?

—No, hermana, estoy rendida. Mañana me cuentas.

Carmela se quedó agazapada tras un matorral. Esa parte estaba más oscura. Desde allí lo podía ojear todo sin ser vista. Estaba pendiente de las jóvenes señoritas, sus vestidos, sus andares, sus gestos y cómo bailaban. Iban todas muy guapas y elegantes. Sintió pena; ella nunca estaría en fiestas como esta. Buscó con la mirada a Tomás y lo vio bailando con una joven muy elegante. Observó cómo reían. Una ráfaga de celos la invadió en ese instante. ¿Por qué le molestaba tanto verlo con otra?

Un pellizco de inquietud se le instaló en la boca del estómago. Siguió examinando el jardín y de repente su vista no encontró a Tomás, no había ni rastro de él. ¿Se habría ido a pasear con la señorita con la que bailaba?

Estaba tan abstraída en sus pensamientos que no sintió que alguien se le acercaba por detrás. Dos manos taparon con suavidad sus ojos. Ella, sobresaltada por la sorpresa, fue a gritar cuando una boca muy cerca de su oído le dijo en voz baja:

—¿Quién soy? —Se giró con rapidez y miró al hombre que estaba frente a ella.

—¡Me has asustado! ¿Cómo sabías que estaba aquí?

—He visto a lo lejos a tu madre y tu hermana. Al ver que tú no ibas he ido a la cocina a buscarte. —Tomás, sonriendo y nervioso por tenerla tan cerca, siguió hablando—. ¿Recuerdas que yo siempre te encontraba cuando jugábamos al escondite? Además, te presiento desde lejos.

—¿Qué haces aquí? Deberías estar bailando con las distinguidas damiselas. —Esto último Carmela lo dijo con un atisbo de rabia en la voz por no ser una de ellas y, sobre todo, aunque no lo reconociese, dolida por los celos. Estaba guapísimo a la luz de la luna y su perfume volvía a embriagarle los sentidos. Ella entrecerró los ojos y se sonrojó de sus pensamientos, cosa que no le pasó desapercibida a Tomás.

La cogió por la cintura y la atrajo hacia su fornido cuerpo. Sus bocas quedaron a escasos centímetros de rozarse.

—Porque quería bailar contigo. —Empezó a danzar con ella al ritmo de la música. La acercó más a su cuerpo. Ella sintió el aliento de él en sus labios, notó que había bebido brandi. Entrecerró los ojos. ¡Olía tan bien a hombre!—. A mí la única mujer que me interesa eres tú, ya te lo he dicho. Desde que era pequeño me he sentido atraído por ti. Siempre recuerdo haber estado a tu lado. Mi cuerpo se altera cuando te tengo cerca. —Ella vibraba entre los brazos de Tomás. Él la acercó más a su cuerpo y ella pudo notar su excitación. Rebasó la pequeña distancia que los separaba y la besó apasionadamente.

Carmela no pudo negarse; era muy fuerte lo que sentía por él. Se dejó llevar y disfrutó de los labios de su amor prohibido.

—Tomás, esto no puede ser. No está bien y tú lo sabes. Pese a que no nos guste, las clases sociales existen. Yo nunca podré pertenecer a tu estatus. Debes olvidarte de mí.

—No puedo enterrar lo que mi cuerpo siente por ti, te deseo. Mis ojos al verte echan chispas, mi boca anhela la tuya y el palpitar de mi corazón desea hacerte mía. —Volvió a besarla, disfrutó de sus labios como un sediento después de días sin agua. Ella lo adoraba, lo había amado siempre. Era inútil engañarse por más tiempo.

—Tomás, debo irme. Mi madre se va a preocupar y va a venir a buscarme.

—Está bien. —Sin ganas la soltó y separó sus labios de los de ella—. Te acompaño.

—No, no. Pueden vernos. Tú debes volver a la fiesta. Necesito descansar. Mañana nos vemos. —Dicho esto, se marchó con prisas y trastornada por lo sucedido.

Esa noche ninguno de los dos durmió. Carmela por el latir acelerado de su enamorado corazón; la felicidad que albergaba en ella le impedía conciliar el sueño. Y Tomás por la excitación de su entrepierna, que ansiaba con urgencia poseer a Carmela.

Casi al amanecer Carmela cayó rendida en los brazos de Morfeo.

La mañana siguiente fue intensa y laboriosa, pues debían recoger todo lo que había quedado de la fiesta. Se encargaron las tres y alguna de las chicas del servicio.

Ya después del almuerzo, Lola y Carmela se reunieron con Luisa y Tomás para que les contasen todos los detalles de la velada.

—¡Ay, amigas, qué bien me lo pasé anoche! —les contó Luisa eufórica mientras la escuchaban atentas. Estaban sentados en un poyete cerca del molino.

—¿Bailaste mucho? —le preguntó Lola intrigada.

—Sí, todavía me duelen los pies de tanto danzar. Había muchos hombres apuestos y guapos. No me dejaban sentarme, todos querían bailar conmigo.

—Pero ¿hubo alguno en especial que te hiciera tilín? —indagó Carmela. Luisa sonrió ruborizada y con un gesto asintió.

—¡Sííí, no os lo puedo negar! —El brillo de sus ojos la delataba—. Se llama Anselmo, tiene veinte años y es un poco más alto que yo.

—¡Luisa, por los clavos de Cristo! Cuéntanos algo más. Me has dejado intrigada.

—Ja, ja, ja. Lola, no sabía que eras tan chismosa. Verás, es guapo y muy amable. Tiene el pelo claro y los ojos verdes. Ha terminado el bachiller, si bien no ha querido estudiar ninguna carrera. Se dedica a ayudar a su padre en la administración y los negocios de la hacienda. Es hijo único. Tienen almazaras y trabajan el aceite como nosotros. —Ellas la escuchaban contentas, se le veía ilusionada. Tomás estaba callado y serio—. Eso es todo cuanto puedo contaros. Me ha dicho que va a venir un día a visitarme si mi padre se lo permite.

—Sabes que nuestro padre aceptará, siempre que tú quieras verlo —le informóTomás sin dejar de mirarla—. Si viene más de uno a pretenderte, padre escogerá el mejor para ti. No obstante, no te obligará a desposarte con nadie a la fuerza.

—Oye, Tomás, ¿y tú? ¿Te fijaste en alguna elegante señorita? —Tomás no esperaba la pregunta que Lola acababa de hacerle y se sobresaltó. Posó sus ojos un segundo en Carmela y mirando a Lola le contestó.

—Ayer era la fiesta de mi hermana. Yo aún soy joven para eso.

—Anda ya, hermano. Si no dejaban de mirarte y estaban ansiosas por que las sacases a bailar. No paró de bailar con todas las jóvenes. No sé quién era más deseado, si él o yo.

—Hermana, no exageres. No tengo todavía ningún interés en esas damiselas. —Volvió a fijar la mirada en Carmela. Ella se colgó de esos ojos grises unos instantes y le sonrió—. Primero debo hacer el servicio militar y luego, terminar mi carrera. Cuando sea abogado, entonces me comprometeré con quien mi corazón escoja.

—Ah, por cierto, nuestro hermano Alberto ha puesto fecha para su boda —informó Luisa a sus amigas—. Será en la primavera del año próximo. Se casará en la basílica del Señor del Gran Poder y celebraran la ceremonia en el cortijo que tienen los padres de Constanza cerca de Utrera.

Una semana después dos jóvenes pidieron permiso para ver a Luisa. Primero acudió Marcelino, un chico al que conoció en la fiesta. Don Andrés le dio permiso para pasear con su hija por los jardines del cortijo. Pasaron toda la tarde charlando. A Luisa le pareció amable y educado. Al irse le dijo que el próximo domingo volvería a visitarla. Dos días después apareció Anselmo. Luisa al enterarse saltó de alegría. Su madre al verla se dio cuenta de que su hija estaba embelesada por ese joven.

—Hija, veo que te hace ilusión ver a Anselmo. ¿Lo esperabas?

—Sí, madre. Le confieso que todos son guapos, educados y unos señoritos. Sin embargo, Anselmo me ha calado más hondo. Hemos congeniado bastante. Tenemos que conocernos mejor, si bien me siento atraída por él.

—Bueno, entonces hablaré con tu padre para que avise a Marcelino. Ese joven no debe hacerse vanas ilusiones contigo, ya que tu corazón late por otro.

—Gracias, madre. —Se acercó a ella y la besó en la frente. Su princesa era ya toda una señorita comprometida.

A partir de ese momento, todos los domingos el señorito Anselmo visitaba a Luisa, su prometida, y pasaba con ella toda la tarde.

Lola sentía envidia sana al verlos pasear juntos, pues ella añoraba a su querido Luis. Dos meses antes había regresado a su pueblo para trabajar en la mina. Él, al despedirse, le prometió que volvería pronto a visitarla.

Los días iban pasando, cada uno con sus responsabilidades y quehaceres.

Tomás y Carmela se habían encontrado solo un par de veces a solas, en las que él furtivamente le había robado algunos besos. Un día, a mediados de mayo, Tomás sabía que ella estaba en su casa bordando. Llamó a su puerta, ella abrió. Estaba sola. Él le entregó un cesto con huevos que había cogido del gallinero.

—Hola, Carmela. Te traigo huevos. Hoy las gallinas han puesto muchos. Así podéis cenar tortilla, como a ti te gusta. Pero antes de darle a tu madre el cesto busca bien dentro. —Con una amplia sonrisa y guiñándole un ojo, se marchó. La dejó intrigada y sorprendida. «¿Qué se trae entre manos?», pensó Carmela.

Puso la cesta en la mesa y con cuidado buscó entre los huevos. Había una nota doblada. Con nerviosismo la desplegó y leyó lo que ponía:

Para la dueña de mis excitantes sueños. Cuando el sol se esconda, te espero donde mis labios probaron los tuyos por primera vez. Ansioso por volver a saborearlos.

Tu ladrón de besos