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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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Mientras meditaba sobre este descubrimiento, vino corriendo por el césped una niña, seguida por su cuidadora. Observé a mi alumna, que al principio no pareció fijarse en mí. Era muy pequeña, quizás de siete u ocho años, esbelta, pálida, con facciones pequeñas y una cascada de rizos que le llegaba hasta la cintura.

—Buenos días, señorita Adèle —dijo la señora Fairfax—. Venga a saludar a la señora que va a ser su profesora y a hacer de usted una mujer inteligente.

Se acercó y dijo a su niñera, señalándome:

C’est là ma gouvernante?

Mais oui, certainement[6] —contestó esta.

—¿Son extranjeras? —pregunté, sorprendida al oírlas hablar en francés.

—La niñera es extranjera, y Adèle nació en la Europa continental, de donde no salió hasta hace seis meses, creo. Cuando vino, no hablaba ni una palabra de inglés, pero ahora se las arregla para hablarlo un poco, aunque no la entiendo porque lo mezcla con el francés. Pero estoy segura de que usted la entenderá muy bien.

Afortunadamente, había tenido la ocasión de que me enseñara el francés una señora francesa, y como me había empeñado en conversar con madame Pierrot siempre que podía, y además, durante los últimos siete años, me había dedicado a aprender de memoria un pasaje en francés cada día, esmerando el acento e imitando en lo posible la pronunciación de mi profesora, había adquirido cierto dominio del idioma, por lo que era probable que no tuviera problemas con mademoiselle Adèle. Esta se aproximó para darme la mano cuando supo que era su institutriz. Al acompañarla a la casa para desayunar, le dirigí algunas frases en francés, a las que respondió brevemente al principio. Pero cuando nos hallábamos ya sentadas a la mesa, tras examinarme durante unos diez minutos con sus grandes ojos color avellana, de repente comenzó a charlotear fluidamente.

—Ah —dijo en francés—, habla usted mi idioma tan bien como el señor Rochester. Puedo hablar con usted igual que con él, y Sophie también. Ella se va a alegrar, pues aquí no la entiende nadie. La señora Fairfax solo habla inglés. Sophie es mi niñera, vino conmigo en un gran barco con una chimenea humeante, ¡cómo humeaba! y me mareé, y Sophie también, y el señor Rochester también. El señor Rochester se tumbó en un sofá en una bonita habitación que llamaban salón, y Sophie y yo teníamos camas en otro sitio. Por poco me caí de la mía, parecía una repisa. Y mademoiselle, ¿cómo se llama usted?

—Eyre, Jane Eyre.

—¿Eir? Vaya, no sé pronunciarlo. Bueno, pues, nuestro barco se detuvo por la mañana, antes del amanecer, en una gran ciudad, una ciudad enorme, con casas oscuras y toda llena de humo, no se parecía nada a la preciosa ciudad de donde yo venía, y el señor Rochester me llevó a tierra en brazos por una tabla, y nos siguió Sophie, y nos subimos todos a un carruaje que nos transportó a una casa preciosa, más grande que esta, que se llamaba hotel. Estuvimos casi una semana allí; Sophie y yo nos íbamos todos los días de paseo por un sitio verde muy grande todo lleno de árboles, que se llamaba el Parque. Y había muchos niños además de mí, y un estanque con aves maravillosas a las que daba migas.

—¿Puede usted entenderla cuando habla así de rápido? —preguntó la señora Fairfax.

La entendía muy bien, acostumbrada al habla fluida de madame Pierrot.

—Me complacería —prosiguió la buena señora— que le hiciera usted un par de preguntas sobre sus padres. Me pregunto si los recuerda.

—Adèle —pregunté— ¿con quién vivías en esa ciudad limpia de la que has hablado?

—Hace mucho tiempo, vivía con mamá, pero ya está con la Virgen. Mamá me enseñaba a bailar y a cantar y recitar versos. Venían muchos caballeros y señoras a ver a mamá, y yo bailaba para ellos y me sentaba en sus regazos y les cantaba, me gustaba mucho. ¿Quiere usted que le cante ahora?

Como había terminado de desayunar, le di permiso para dar una muestra de sus habilidades. Se bajó de la silla y vino a sentarse en mis rodillas. Luego, juntando las manos recatadamente, sacudiéndose los rizos y alzando los ojos al techo, empezó a cantar una canción de alguna ópera. Era la canción de una señora abandonada, que, lamentando la perfidia de su amante, hace acopio de orgullo y pide a su doncella que la vista con sus mejores joyas y galas, decidida a enfrentarse con el traidor en un baile y demostrarle, con su comportamiento alegre, lo poco que la ha afectado su abandono.

El tema no parecía muy adecuado para una cantante tan joven, pero supongo que la gracia de la exhibición estribaba en oír las palabras de amor y celos cantadas con los gorjeos de una niña. Esta gracia era de muy mal gusto, o, por lo menos, así me lo pareció a mí.

Adèle cantó su cancioncita bastante afinada con la inocencia de su edad. Una vez terminada, se bajó de mi regazo de un salto y dijo:

—Ahora, mademoiselle, le recitaré un poco de poesía.

Adoptando una pose adecuada, comenzó a recitar La Ligue des Rats, fable de La Fontaine. Se puso a recitar la pieza poniendo mucho cuidado en la puntuación y la entonación, con voz flexible y gestos apropiados, muy poco en consonancia con su edad, que demostraban que la habían aleccionado con mucho esmero.

—¿Fue tu madre quien te enseñó esa pieza? —le pregunté.

—Sí, y ella solía decirlo de esta manera: «Qu’avez vous donc? lui dit un de ces rats; parlez!»[7]. Me hacía levantar la mano para recordarme que alzara la voz para marcar la interrogación. ¿Quiere que baile algo para usted?

—No, ya es suficiente. Pero, después de irse tu mamá con la santísima Virgen, como tú dices, ¿con quién vivías?

—Con madame Frédéric y su marido. Ella cuidaba de mí, pero no es pariente mía. Creo que es pobre, porque su casa no era tan bonita como la de mamá. No pasé mucho tiempo allí, porque el señor Rochester me preguntó si quería venir a vivir con él a Inglaterra y dije que sí. Es que conozco al señor Rochester más tiempo que a madame Frédéric y siempre se ha portado bien conmigo y me ha comprado bonitos vestidos y juguetes. Pero ha faltado a su palabra, ya que me ha traído a Inglaterra pero él ha vuelto allí ahora y nunca lo veo.

Después de desayunar, Adèle y yo nos retiramos a la biblioteca que, según parece, el señor Rochester había dado instrucciones que utilizáramos como aula. La mayoría de los libros estaban bajo llave tras unas puertas de cristal, pero había una estantería abierta que contenía todo lo que pudiera hacer falta para los trabajos elementales, además de varios tomos de literatura ligera, poesía, biografias, libros de viaje, alguna novela romántica, y algunos más. Supongo que él había considerado que una institutriz no necesitaría más para su uso personal, y, de hecho, eran más que suficientes de momento. Comparados con las lecturas exiguas que había conseguido juntar en Lowood, parecían ofrecerme copioso esparcimiento e información. También había un piano nuevo bien afinado, un caballete y dos globos terráqueos.

Mi alumna resultó ser bastante dócil aunque poco aplicada, por no estar acostumbrada a ninguna clase de tarea constante. Pensé que sería poco aconsejable constreñirla demasiado al principio, así que, después de hablar largo rato con ella y hacer que aprendiera un poco, a mediodía la dejé regresar con su niñera, y yo decidí ocuparme hasta la hora de cenar en hacer unos bocetos para usarlos con ella.

Cuando subía la escalera para recoger mi carpeta y mis lápices, me llamó la señora Fairfax:

—Ya han acabado las clases de la mañana, supongo —se hallaba en una habitación cuyas puertas plegables estaban abiertas, adonde me dirigí cuando me habló. Era un aposento grande y elegante, con sillas y cortinas de color morado, una alfombra turca, paredes recubiertas de paneles de nogal, un gran ventanal con vidriera y un techo alto bellamente tallado. La señora Fairfax estaba quitando el polvo de unos magníficos jarrones de espato morado que se encontraban sobre el aparador.

—¡Qué habitación tan bella! —exclamé al mirar alrededor, ya que nunca antes había visto nada tan impresionante.

—Sí, es el comedor. Acabo de abrir la ventana para dejar paso al aire y al sol, porque todo se pone terriblemente húmedo en las habitaciones que se utilizan poco. Aquel salón parece una cripta.

Y señaló un gran arco enfrente de la ventana, que, igual que esta, llevaba unas cortinas teñidas de morado recogidas con cintas. Subiendo por dos anchos peldaños, me asomé y creí estar en un lugar encantado, por el esplendor de lo que vieron mis ojos inexpertos. No obstante, solo se trataba de un salón muy bonito con un camarín dentro, todo cubierto de blancas alfombras, que daban la impresión de estar esparcidas de guirnaldas de flores; los techos estaban decorados con molduras de uvas y hojas de parra, que contrastaban fuertemente con los sofás y otomanas carmesí y los adornos de cristal de Bohemia de la repisa de la chimenea de mármol de Paros, que también eran rojos como el rubí; entre las ventanas, grandes espejos reflejaban esta mezcla de nieve y fuego.

—¡Qué ordenadas mantiene usted estas habitaciones, señora Fairfax! —dije—. Sin polvo ni fundas en los muebles; si no fuera por el aire frío, se diría que están habitadas.

—Lo que ocurre, señorita Eyre, es que, aunque las visitas del señor Rochester son infrecuentes, son siempre repentinas e inesperadas, y como he visto que le molesta encontrarlo todo envuelto y que su llegada produzca un revuelo de actividad, he pensado que es mejor tener las habitaciones siempre dispuestas.

—¿Es un hombre exigente y escrupuloso el señor Rochester?

—No especialmente, pero tiene los gustos y los hábitos de un hombre, y espera que las cosas se hagan según sus deseos.

 

—¿Usted lo aprecia? ¿Lo aprecian todos?

—Desde luego, y siempre se ha respetado a su familia por aquí. Casi todas las tierras de la zona, hasta donde alcanza la vista, han pertenecido a los Rochester desde tiempos inmemoriales.

—Pero, olvidándonos de sus tierras, ¿usted lo aprecia? ¿Lo quiere la gente por sí mismo?

—Yo, personalmente, no tengo motivos para no apreciarlo y tengo entendido que sus colonos lo consideran un patrón justo y generoso, pero nunca ha vivido mucho entre ellos.

—Pero ¿no tiene sus rarezas? En fin, ¿qué clase de carácter tiene?

—Oh, tiene un carácter intachable, supongo. Puede que sea un poco raro. Ha viajado mucho y ha visto mucho mundo, creo. Diría que es inteligente, pero he hablado poco con él.

—¿De qué modo es raro?

—No lo sé, es difícil de describir: no es nada concreto, pero se nota al hablar con él. Nunca sabe una si habla en serio o en broma, si está contento o descontento. No se le entiende muy bien, por lo menos yo no lo entiendo, pero no importa, porque es muy buen patrón.

No pude sacar más detalles de la señora Fairfax sobre su amo y el mío. Hay personas que no tienen idea de describir a una persona, o de observar y señalar los puntos a destacar en un personaje o una cosa, y era evidente que la buena señora pertenecía a esta clase. Mis preguntas la hacían cavilar, pero no pude sacar nada en claro. A sus ojos, el señor Rochester era el señor Rochester, un caballero, un terrateniente y nada más. No buscaba más allá, y estaba claro que le sorprendía mi deseo de tener una idea más concreta de su identidad.

Cuando salimos del comedor, me propuso enseñarme el resto de la casa, y la seguí escaleras arriba y escaleras abajo, admirándolo todo a nuestro paso, porque estaba todo bien distribuido y armonioso. Me parecieron especialmente hermosas las grandes habitaciones de la parte delantera. Algunos aposentos del tercer piso, aunque oscuros y de techo bajo, eran interesantes por su aire antiguo. Los muebles que una vez ocuparan las habitaciones de abajo habían sido colocados en aquellos cuartos según iban cambiando las modas, y, a la luz tenue de las estrechas ventanas, pude ver camas de cien años de antigüedad, arcones de roble o nogal, que parecían réplicas del arca de la alianza por sus extraños tallos de palmeras y cabezas de querubines, sillas nobles de respaldo alto y estrecho, escabeles más antiguos aún, con almohadones adornados con bordados apenas visibles, hechos por manos que debían de llevar dos generaciones bajo tierra. Todas estas reliquias daban a la tercera planta de Thornfield Hall el aspecto de un hogar de antaño, un santuario dedicado a los recuerdos. Me complacían el silencio, la penumbra y la singularidad de este refugio, pero no me habría atraído en absoluto pasar la noche en una de aquellas camas anchas y pesadas, algunas cerradas con puertas de roble y otras con cortinajes ingleses antiguos, cuajados de bordados con las imágenes de extrañas flores y aves más extrañas todavía y extrañísimos seres humanos, todo lo cual hubiera tenido un aspecto verdaderamente extraño a la pálida luz de la luna.

—¿Duermen los criados en estos cuartos? —pregunté.

—No, duermen en una serie de cuartos más pequeños en la parte de atrás. Nadie duerme aquí. Se diría que si hubiera un fantasma en Thornfield Hall, es aquí donde estaría.

—Entonces, ¿no hay fantasmas?

—No que yo sepa —respondió sonriente la señora Fairfax.

—¿No hay tradición ni leyenda de ningún fantasma?

—Creo que no. Y sin embargo, se dice que los Rochester han sido una familia más violenta que pacífica en el pasado. Quizás por eso ahora duermen tranquilos en sus tumbas.

—Sí, «después de la fiebre de la vida duermen bien»[8] —murmuré.

—¿Adónde va usted ahora, señora Fairfax? —le pregunté al ver que se alejaba.

—Al tejado. ¿Quiere venir a ver la vista desde allí? —y la seguí de nuevo por una escalera estrecha hasta los áticos y, desde allí, por una escalerilla atravesamos una trampilla hasta alcanzar el tejado de la mansión. Me encontraba al mismo nivel que los grajos y podía ver sus nidos. Apoyándome en las almenas y mirando hacia abajo, observaba las tierras como en un plano: el césped, como de terciopelo, bordeando la base gris de la casa, el prado, tan amplio como un parque, salpicado de árboles antiguos, el bosque, sombrío y seco, cruzado por un sendero lleno de maleza, y más verde de musgo que los mismos árboles, la iglesia junto a la entrada, la carretera, las tranquilas colinas, todo reposando bajo el sol de otoño, y el horizonte acotado por el cielo benigno de azul intenso moteado de blanco nacarado. No destacaba ningún rasgo del panorama, pero todo era agradable. Al volverme para pasar por la trampilla, apenas veía la escalera. El ático parecía negro como una tumba comparado con la bóveda, el paisaje soleado de sotos, praderas y verdes colinas que tenían como centro la casa, que acababa de contemplar con deleite.

La señora Fairfax se rezagó un momento para cerrar la trampilla, y yo encontré a tientas la salida del ático y comencé a bajar la estrecha escalera de la buhardilla. Me detuve en el largo pasillo estrecho y mal alumbrado, pues solo tenía un ventanuco en un extremo, que separaba las habitaciones delanteras y traseras de la tercera planta y parecía, con sus dos filas de puertas cerradas, el corredor del castillo de Barbazul.

Al seguir lentamente mi camino, me sorprendió el último sonido que esperaba oír en un lugar tan tranquilo: una carcajada. Fue una carcajada extraña, clara y triste. Me paré; cesó por un momento el sonido y luego se reanudó más fuerte. Al principio, aunque clara, fue apagada, pero esta vez se convirtió en una risotada que parecía producir un eco en cada una de las habitaciones vacías, aunque salía solo de una, cuya puerta hubiera podido señalar.

—¡Señora Fairfax! —grité, pues la oí bajar la escalera de la buhardilla—. ¿Ha oído usted esa carcajada? ¿Quién es?

—Alguno de los criados, probablemente —respondió—, quizás Grace Poole.

—¿La ha oído? —pregunté nuevamente.

—Sí, claramente. La oigo a menudo: cose en una de estas habitaciones. A veces la acompaña Leah y muchas veces alborotan juntas.

Se repitió la risa con su tono bajo, terminando con un murmullo peculiar.

—¡Grace! —exclamó la señora Fairfax.

Verdaderamente no esperaba yo que contestara ninguna Grace, porque la risa era tan trágica y sobrenatural como cualquiera que hubiera oído en mi vida, y me habría asustado de veras si no hubiera sido pleno día, y si el lugar y la ocasión hubieran sido propicios al miedo. Sin embargo, lo que ocurrió me demostró lo tonta que era por haberme siquiera sorprendido.

La puerta más cercana se abrió y salió una criada, una mujer de entre treinta y cuarenta años, robusta y fornida, pelirroja y de rostro duro y poco agraciado. Es imposible imaginar una aparición menos romántica o fantasmagórica.

—Demasiado ruido, Grace —dijo la señora Fairfax—. ¡Recuerda las órdenes! —Grace hizo una reverencia en silencio y volvió a entrar.

—Es la persona que viene a coser y a ayudar a Leah con el trabajo de limpieza —prosiguió la viuda—; deja un poco que desear en algunos aspectos, pero no lo hace mal del todo. Por cierto, ¿cómo le ha ido con su alumna esta mañana?

La conversación, dirigida de esta manera hacia Adèle, continuó hasta que llegamos a las regiones claras y alegres de abajo. Adèle se acercó corriendo a nosotras, exclamando:

Mesdames, vous êtes servies! —añadiendo—. J’ai bien faim, moi![9].

Encontramos la cena servida y esperándonos en el cuarto de la señora Fairfax.

Capítulo XII

La promesa de una vida profesional sin tropiezos que mi llegada tranquila a Thornfield parecía augurar no se disipó al conocer mejor el lugar y a sus ocupantes. La señora Fairfax resultó ser lo que parecía, una mujer plácida y bondadosa, con una educación adecuada y una inteligencia normal. Mi alumna era una niña vivaz, mimada y consentida, por lo que a veces era algo díscola. Pero como fue encomendada totalmente a mis cuidados, y ninguna interferencia imprudente de nadie frustraba mis planes para corregirla, pronto se olvidó de sus caprichos y se tornó obediente y dócil. No poseía grandes habilidades, ningún rasgo marcado de carácter, ningún sentimiento ni gusto que la elevasen lo más mínimo por encima de cualquier otro niño, pero tampoco ningún vicio o defecto que la pusiera por debajo. Hacía progresos graduales, y a mí me mostraba un afecto vivo, si no muy profundo, y su sencillez, charla alegre e intentos de agradar inspiraron en mí un grado tal de cariño que ambas disfrutábamos de nuestra compañía mutua.

Estas palabras, par parenthèse, pueden sorprender a aquellos que sostengan doctrinas solemnes sobre la naturaleza angelical de los niños y sobre la obligación de los responsables de su educación de profesarles una devoción idólatra. Pero no escribo para halagar el egoísmo de los padres, ni para pregonar la hipocresía, ni para apoyar las necedades; simplemente digo la verdad. Sentía una preocupación escrupulosa por el bienestar y los progresos de Adèle y cariño por ella, del mismo modo en que sentía gratitud hacia la señora Fairfax por su amabilidad y hallaba placer en su compañía en reciprocidad por la sosegada estima que ella me tenía y la prudencia de su mente y carácter.

Quien quiera culparme es libre de hacerlo si añado, además, que, de cuando en cuando, al pasear sola por el jardín, o al acercarme a las puertas para mirar afuera, o al subir los tres pisos y traspasar la trampilla del ático para escudriñar, desde el tejado, los campos y colinas y el horizonte lejano, mientras Adèle jugaba con su niñera y la señora Fairfax preparaba gelatina en la despensa, anhelaba tener el poder de ver más allá hasta el mundo externo: los pueblos, las regiones bulliciosas de las que había oído hablar pero nunca había visto. Me habría gustado tener más experiencia práctica de la que tenía, más relación con mis semejantes, más conocimiento de diferentes personajes de lo que estaba a mi alcance en aquel lugar. Apreciaba la bondad de la señora Fairfax y de Adèle, pero creía que existían otras clases más brillantes de bondad y deseaba conocerlas.

¿Quién me culpa? Muchos, sin duda, y me llamarán desagradecida. No podía evitarlo: esta inquietud estaba en mi naturaleza, y a veces incluso me hacía daño. En esas ocasiones, solo encontraba alivio paseando de un extremo a otro de los corredores de la tercera planta, segura en el silencio y la soledad del lugar, permitiendo vagar mi mente por las visiones brillantes que evocaba, que eran muchas y maravillosas, y dejando que mi corazón se revolviera con el acto eufórico que, aunque lo turbaba, lo llenaba de vida; y, lo mejor de todo, abriendo los oídos a un cuento sin fin, un cuento creado por mi imaginación y narrado incesantemente, vivificado por todos los incidentes, la vida, el ardor y las sensaciones que deseaba experimentar y que estaban ausentes de mi vida real.

Es inútil decir que los seres humanos deberíamos sentirnos satisfechos de tener tranquilidad; necesitamos acción, y, si no la encontramos, la creamos. Hay millones de personas condenadas a una sentencia más tediosa que la mía, y hay millones que se rebelan en silencio contra su suerte. Nadie sabe cuántas rebeliones, además de las políticas, se fermentan entre las masas de seres que pueblan la tierra. Se supone que las mujeres hemos de ser serenas por lo general, pero nosotras tenemos sentimientos igual que los hombres. Necesitamos ejercitar nuestras facultades y necesitamos espacio para nuestros esfuerzos tanto como ellos. Sufrimos restricciones demasiado severas y un estancamiento demasiado total, exactamente igual que los hombres. Demuestra estrechez de miras por parte de nuestros más afortunados congéneres el decir que deberíamos limitarnos a preparar postres y tejer medias, tocar el piano y bordar bolsos. Es imprudente condenarnos, o reírse de nosotras, si pretenden elevarse por encima de lo que dictan las costumbres para su sexo.

Cuando me encontraba a solas en esas ocasiones, oía alguna vez la risa de Grace Poole, la misma carcajada, el mismo ¡ja, ja! quedo y lento que me había conmovido la primera vez que lo oí. También oía sus cuchicheos excéntricos, más extraños que sus risotadas. Había días en que estaba callada, pero había otros en los que no podía explicarme el significado de los sonidos que emitía. A veces la veía cuando salía de su cuarto con una jofaina, un plato o una bandeja en la mano para bajar a la cocina y volver al poco rato llevando (perdóname, lector romántico, por decir la pura verdad) una jarra de cerveza negra. Sus apariciones siempre conseguían apaciguar la curiosidad que sus rarezas orales suscitaban: seria y de facciones duras, no tenía ningún rasgo que provocara interés. Hice algunos intentos de inducirla a conversar conmigo, pero parecía ser una persona de pocas palabras, pues solía dar fin a estos esfuerzos con una respuesta monosilábica.

 

Los otros ocupantes de la casa, es decir, John y su mujer, Leah, la criada, y Sophie, la niñera francesa, eran personas honestas pero nada extraordinarias. Solía hablar francés con Sophie, y a veces le hacía preguntas sobre su país de origen. Pero carecía de habilidades descriptivas o narrativas, y daba unas respuestas insulsas y confusas como si se hubiera propuesto contener mi curiosidad.

Pasaron octubre, noviembre y diciembre. Una tarde de enero, la señora Fairfax me había rogado que diese fiesta a Adèle, que estaba resfriada, y esta secundó su petición con un entusiasmo que me recordó lo importantes que habían sido para mí los días de fiesta durante mi infancia, por lo que accedí, convencida de que hacía bien al mostrarme flexible. Era un día soleado y tranquilo, aunque frío, y estaba cansada de pasarme la larga mañana sentada quieta en la biblioteca. La señora Fairfax acababa de escribir una carta que había que echar al correo, así que me puse el sombrero y me ofrecí para llevarla a Hay, que estaba a dos millas, una distancia adecuada para un paseo agradable en una tarde de invierno. Dejé a Adèle cómodamente instalada en su pequeña silla junto a la chimenea de la señora Fairfax y le di su mejor muñeca de cera (que solía guardar en un cajón, envuelta en papel de plata) para que jugara, y un libro de cuentos para que pudiese cambiar de actividad. Respondí con un beso a su despedida: «Revenez bientôt ma bonne amie, ma chère mademoiselle Jeannette»[10], y me puse en camino.

El suelo estaba duro, el aire quieto y el camino solitario. Anduve deprisa hasta entrar en calor y después lentamente para disfrutar del placer que me ofrecían la hora y el entorno. Daban las tres en el campanario de la iglesia cuando pasé por debajo de la torre. El encanto de la hora estribaba en la proximidad del crepúsculo, y en el sol pálido próximo a ponerse. Estaba a una milla de Thornfield, en una vereda conocida por sus rosas silvestres en verano y sus frutos secos y moras en otoño, que incluso ahora alardeaba de algunos tesoros en forma de escaramujos y acerolos, pero cuyo deleite principal en invierno era su total soledad y quietud. Si soplaba un poco de aire, no se oía, porque no había acebo ni siempreviva que sacudir, y los desnudos espinos y avellanos estaban tan inmóviles como las piedras blancas y desgastadas del sendero. A ambos lados del camino se extendían campos vacíos, en los que no había ni vacas pastando; los pajarillos de color marrón que se agitaban de cuando en cuando en los setos parecían hojas muertas que habían olvidado caer.

Esta vereda iba cuesta arriba hasta Hay, y, al llegar a la mitad del camino, me senté en los escalones de una cerca que daban paso a un campo. Arropada en mi manto con las manos protegidas por el manguito, no sentía el frío, aunque la calzada estaba cubierta por una capa de hielo, donde unos días antes se había desbordado un arroyo, de nuevo congelado, durante un breve deshielo. Desde mi puesto pude ver Thornfield, siendo la casa gris y almenada el hito principal del valle que se extendía a mis pies, y destacando sus bosquecillos y sus nidos de grajos en el oeste. Me quedé hasta que se puso el sol carmesí entre los árboles, cuando me volví hacia el este.

Por encima de la colina que se alzaba ante mí, se asomaba la luna, aún pálida como una nube, pero cada vez más luminosa, que vigilaba Hay, medio perdido entre los árboles, desde cuyas pocas chimeneas subían jirones de humo azul. Estaba a una milla todavía, pero en el profundo silencio, pude oír claramente sus leves murmullos de vida. También mi oído captó el flujo de corrientes desde no sé qué cañadas y hondonadas de los desfiladeros de las colinas, sin duda cuajadas de riachuelos, más allá de Hay. El sosiego de la tarde delataba tanto el rumor de los regatos más cercanos como el murmullo de los más lejanos.

Un ruido brusco vino a interrumpir estos susurros y murmullos, tan lejanos y claros a la vez. Eran como fuertes pisadas y un retumbo metálico, que ahogaron los suaves murmullos, del mismo modo en que en un cuadro la sólida mole de una roca o el áspero tronco de un gran roble, oscuros y fuertes en primer plano, borran las colinas azules, el horizonte soleado y las armónicas nubes del fondo, donde todos los colores se entremezclan.

El alboroto procedía de la calzada; era un caballo, todavía oculto por las vueltas de la vereda, que se acercaba. Estaba a punto de levantarme de mi asiento, pero, como el sendero era estrecho, me quedé para dejarlo pasar. Yo era joven en aquel entonces, y toda suerte de fantasías buenas y malas poblaban mi mente. Los recuerdos de los cuentos infantiles cohabitaban con otros desatinos, y cuando se reavivaban, mi madurez incipiente los teñía de un vigor y una viveza que la niñez no podía imaginar. Al aproximarse aquel caballo y mientras esperaba su aparición en el crepúsculo, recordé uno de los cuentos de Bessie sobre un espíritu del norte de Inglaterra llamado «Gytrash», el cual, bajo la forma de un caballo, una mula o un gran perro, frecuentaba los caminos solitarios y algunas veces se acercaba a los viajeros tardíos, tal como ese caballo se acercaba a mí.

Estaba muy cerca pero aún no era visible cuando, además de las pisadas, noté una embestida bajo el seto y apareció junto a los avellanos un enorme perro, que destacaba sobre los árboles por su color blanco y negro. Era una réplica exacta del Gytrash de Bessie, con una cabeza gigantesca y una melena como de león. Sin embargo, pasó por mi lado tranquilamente sin detenerse a mirarme a la cara con ojos más que caninos, como esperaba a medias que hiciera. Lo siguió el caballo, un corcel alto, montado por un jinete. El hombre, el ser humano, rompió el hechizo en el acto. Nadie montaba a un Gytrash, que siempre andaba solo, y los trasgos, que yo supiera, aunque podían ocupar los cuerpos ignorantes de las bestias, difícilmente podían aspirar a ocultarse bajo formas humanas normales. Este no era un Gytrash, pues, sino un viajero con rumbo a Millcote por el atajo. Pasó de largo y yo seguí mi camino; di unos pasos y me volví, mi atención captada por el sonido de algo deslizándose y una caída sonora y la exclamación: «¿Qué demonios voy a hacer ahora?». El hombre y el caballo estaban en el suelo; habían resbalado en la capa de hielo que cubría la calzada. El perro regresó brincando y, viendo a su amo en un apuro y oyendo relinchar al caballo, ladró hasta arrancar ecos de las colinas, estruendo que se correspondía con el tamaño del animal. Olfateaba alrededor del grupo de caídos y luego acudió a mí, que era lo único que podía hacer porque no había nadie más a quien acudir. Obedecí su petición y me acerqué al viajero que en aquellos momentos luchaba por librarse de su caballo. Sus intentos eran tan vigorosos que pensé que no debía de estar malherido, pero le pregunté:

—¿Está usted herido, señor?

Creo que estaba maldiciendo, pero no estoy segura. No obstante, pronunciaba alguna fórmula que le impidió contestarme enseguida.

—¿Puedo hacer algo? —pregunté nuevamente.

—Puede echarse a un lado —respondió al mismo tiempo que se levantaba, primero poniéndose de rodillas y después de pie. Lo hice así, e inmediatamente comenzó un proceso de tirones, pisotones y chacoloteos, todo acompañado por unos ladridos y aullidos que me hicieron alejarme bastante, aunque no quise marcharme del todo hasta no presenciar el desenlace, que al final fue afortunado. El caballo estaba ya de pie y el perro callado tras la orden de: «¡Abajo, Pilot!». El viajero se agachó, palpándose la pierna y el pie como comprobando si estaban en buenas condiciones; aparentemente, algún mal había, porque anduvo cojeando hasta los escalones de los que acababa de levantarme y se sentó.